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La forja de Hades

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Sintias había nacido en Tesalia aunque apenas recordaba cuándo. Ni siquiera estaba seguro de si seguía vivo. Un ligero vaivén lo mecía, y en las neblinas de su memoria aparecía una mujer acunando a su hijo. «Eudoros» exhaló en un suspiro agrietado que se coló por sus labios como la brisa entre las agrestes crestas de los acantilados de su Pelión natal.

Abrió escasamente los ojos resecos y distinguió con dificultad los contornos borrosos de sus brazos estirados sobre un tablón hinchado por la humedad. ¡Ah! Los eternos bosques de Pelión… Con la noble madera de sus hayas podría haberse construido un escuadrón de Argos. ¿Dónde estaba Hera ahora? ¿Acaso no era él uno de los argonautas? ¿No se contaba su nombre entre los héroes del Vellocino de Oro? … ¿Qué nombre?

No sentía su cuerpo, era como si ya no fuera él. Tampoco podía asegurar de si le importaba. El simple hecho de respirar se le antojaba un infierno… Hades, el rencoroso Hades. En un recoveco oscuro de su mente turbulenta resonaba con un estruendo su risa invisible. «¿No has tenido bastante?» increpó temerosamente desde otro rincón escondido de su espíritu. Sabía que Hades reclamaba su alma desde hacía tiempo, pero él no estaba dispuesto a entregársela sin luchar… un poco más.

***

La vida en Pelión era tranquila. Sintias pensaba que incluso aburrida. La máxima aspiración de los habitantes del pequeño pueblo pesquero de Olizon era llenar las redes y ofrecer la mitad de sus ganancias a Poseidón.

Únicamente disfrutaba las noches de pesca, en la que los viejos relataban historias de héroes olvidados que se aferraban a las estrellas. Héroes que buscaban tesoros y encontraban la gloria. Héroes que vivían y morían en un instante de eternidad. La leyenda favorita de Sintias se refería a la espada del gran Alejandro. Creada por el propio Hefestos, desapareció de su tumba en Alejandría. Contaban que cuando Alejandro se presentó en las puertas del Elíseo, Hades se la quitó para poder  forjarla de nuevo a semejanza de su casco. Así armado y protegido con la égida robada a Atenea, entraría en el Olimpo para reclamar su lugar en los cielos. Estaba profetizado que un héroe encontraría la forja de Hades y restauraría la espada de Alejandro, y el imperio helenístico recuperaría la hegemonía. Los pensamientos de Sintias volaban hacia horizontes desconocidos, hasta que la luz del alba le devolvía a su mundo de sal y redes.

La rutina diaria comenzó a pesar como un fardo y su boda con Anfígena sólo fue un alivio momentáneo. El nacimiento de Eudoros fue otro destello de felicidad en la insoportable inercia de vivir. Pero tras ese breve resplandor, retornó la oscuridad del aburrimiento.

Así que Sintias no lo dudó un segundo cuando el ejército macedonio reclutó hombres para luchar contra un ejército romano que se aprestaba a la batalla. Estaba seguro de que allí encontraría compañeros que se le unirían en su búsqueda de la espada de Alejandro. ¿Quién no querría embarcarse en tal epopeya y vivir para siempre en la Historia?

Y allí quedó una desconsolada Anfígena meciendo a un Eudoros incansable en su llanto.

Su alma de aventurero se liberó en cuanto llegó a Pherae y contempló con estupor el ejército de Roma al mando del general Flaminino. Un mar de infantes y jinetes en formación avanzaban al encuentro con los macedonios dirigidos por Atenágoras. Y en la retaguardia, veinte gigantescos elefantes de guerra de los que Sintias sólo había oído hablar en las historias sobre el gran Alejandro.

En los cerros de Cinoscéfalos una tormenta infernal se desató por sorpresa. Ares estaba preparado para la batalla. Durante toda la noche, el dios de la guerra fue arrojando truenos y rayos, que hacían de heraldos de la catástrofe que se avecinaba. Al día siguiente, una densa niebla descendió sobre las colinas…

***

Estaba tendido, dolorido y sediento, empapado, desorientado, abandonado y… solo. Por su recuerdo desfilaban imágenes inconexas y difuminadas de la escaramuza. Filos de espadas surgían de la espesa bruma y punzaban sus brazos… ¿o no? Tal vez era el tridente de Poseidón lo que sentía atravesándole la piel… No podía, no podía distinguir con claridad… La mirada curiosa de una gaviota se cruzó con la suya un momento antes de apagarse como una vela.

***

Abrió los ojos sobresaltado, como si despertara de una pesadilla. Todavía le asfixiaba el olor penetrante de la sangre y las vísceras. Quiso incorporarse pero algo oprimía su pecho. El cadáver de un jinete romano atravesado por una sarissa. Empezó a reptar intentado liberarse del peso muerto y en un esfuerzo agónico su maltrecho cuerpo respiró aliviado. Estaba lleno de cortes y magulladuras, pero sentía que la vida corría por sus venas. Ese día no cruzaría el Aqueronte, no.  Con ese pensamiento fugaz, cayó de nuevo en la oscuridad, la sombra que reinaba en el mismo Érebo.

Estaba tendido, dolorido y sediento, empapado, desorientado… y rodeado de otros hombres atados con gruesas cuerdas. Era un lugar húmedo y lóbrego, impregnado de salitre y moho… la bodega de una nave mercante. Él y un millar de prisioneros de la batalla perdida de Cinoscéfalos iban camino de Roma para ser vendidos como esclavos. Los hijos del gran Alejandro, conquistadores del mundo, convertidos en esclavos de un pueblo de pastores de ovejas.

***

La ira de Poseidón no se hizo esperar. Temblaron las aguas y el cielo se oscureció hasta que las tinieblas dominaron el día y lo transformaron en noche.

Una ola del tamaño de un titán envolvió la cáscara de nuez en la que se había convertido el barco. El choque desgarró las velas, astilló los remos, el casco y la tripulación desapareció bajo la espuma, igual que el cargamento.

Cuando el dios se calmó, desapareció tras un manto de espesa niebla y regresó a la profundidad de sus dominios. Flotando en aquella falsa calma sólo quedó un cuerpo aferrado a un tablón de madera de haya.

***

Estaba tendido, dolorido y sediento, empapado, desorientado… y abandonado a su suerte en mitad del Archipelago y en una noche que parecía no tener fin. Tal vez había muerto y lo habían arrojado al Aqueronte.

Una vez más abrió los ojos. El salitre se pegaba a sus pestañas como una sanguijuela. Le escocían terriblemente pero las lágrimas se le habían secado como por obra de Démeter.

Una vez más Poseidón emergió del fondo de su reino submarino y sus manos se convirtieron en la cresta de otra titánica ola que elevó a Sintias más alto que cualquier vigía de un octeres de la flota macedonia. El señor del mar sopló por detrás del tablón y Sintias, y un viento huracanado arrastró parte de las sombras que aprisionaban la luz del día. Atrapado en el reflujo de la ola, adquirió la velocidad de un rayo y se precipitó hacia el horizonte.

Y entonces, Sintias sintió el poder del sol que iluminó los últimos vestigios de su razón. “He llegado” –murmuró en un suspiro debilitado por el agotamiento.

Ante él, y en el centro de un islote rocoso y pelado, como los acantilados de Pelión, brotaba, como el manantial de Castalia, un surtidor de humo negro y fuego rojo. Podía ver las esquirlas plateadas que el agujero cónico escupía entre chispas y ceniza. También era claro el sonido provocado por la percusión de un martillo sobre un yunque, amortiguado por la profundidad… ¡Había encontrado la forja de Hades!

La ola rompió contra el acantilado y Sintias y la tabla se desintegraron al instante en un río de lava que formaba una brillante cascada incandescente.

Acogidos en la cercana Ios, los habitantes de Thera contemplaban entristecidos cómo Kameni, el volcán interior de su isla, hacía erupción y sepultaba sus casas bajo toneladas de cenizas. Sabían que pasados unos años podrían regresar a unas tierras fértiles y propicias para el cultivo de sus amados viñedos, pero de momento deberían buscar cobijo entre sus vecinos de Milos, Sifnos o Naxos.

Mientras, en Pelión, Anfígona recibió las noticias de la batalla de Cinoscéfalos. Flaminino procalmó la libertad de los estados griegos bajo el dominio macedonio. Toda Tesalia salió a la calle para celebrarlo. Anfígona tomó a Eudoros en brazos y se unió a la fiesta. Sabía que Sintias jamás regresaría.

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Comentarios

  1. Juan Sanmartin dice:

    Confieso que me he sentido un tanto abrumado por los conocimientos del mundo clásico de laquintaelementa, tanto de su mitología como de su historia. Aquí están puestos al servicio de una narración muy sugestiva, pero que a mí particularmente me ha sabido a poco, no sé si por su brevedad o por el deseo que me ha despertado de seguir leyendo. En cualquier caso, te felicito.

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