Ir directamente al contenido de esta página

La confesión

por Relato finalista

Monsieur Joseph Abraham Bénard, más conocido como Fleury, escrutó la calle a través de los visillos unos minutos antes de salir de casa, demorando la vista con especial atención en las esquinas, portales y otros lugares que pudieran resultar propicios al ocultamiento y la emboscada. Tenía la incómoda sensación —y en tales circunstancias su experimentado olfato de actor pocas veces le fallaba— de que lo estaban siguiendo. Corrían tiempos difíciles y toda actitud al margen de la norma, un detalle en la indumentaria, o un simple comentario que pudiera interpretarse como muestra de simpatía por alguna causa, bastaba para que cualquier ciudadano, con independencia de la clase social a la que perteneciese, pudiera ser objeto de sospecha. Aunque quizá el hecho que levantaba mayor recelo y asombro fuese el de haber llegado, como en su caso, a una edad avanzada y haber sobrevivido a tanta locura. A pesar de tales circunstancias se sentía razonablemente seguro; todo el mundo lo conocía y, salvo algún pecado de juventud, poco era lo que tenía que ocultar. Los vaivenes de la fortuna, el éxito, el aplauso del público, el favor y el reconocimiento de los poderosos, de las grandes figuras que antaño se disputaran su compañía, tanto de la nobleza como de la Revolución, no consiguieron desviarlo un ápice de aquello que constituía su verdadera pasión: el teatro. Para dar el tono de voz que cada situación requería, para componer el gesto exacto y dotar de vida a los personajes creados por la fantasía de cuantos autores llegaron a sus manos había nacido y nunca pretendió otra cosa. Pero desde unos días atrás alguien —ignoraba si se trataba de una o varias personas, ni cual sería su aspecto físico— le seguía los pasos y eso era algo que, por más vueltas que le diera, no llegaba a comprender. ¿De quién se trataba? ¿De un agente al servicio de alguna organización secreta, de algún posible enemigo, tan desconocido como implacable, de un admirador, de un lunático? Pero, sobre todo, ¿qué interés podía despertar la figura de un anciano que había dedicado su vida a interpretar comedias, enredos cortesanos y algún que otro equívoco intrascendente, cuál era el sentido de semejante persecución? Todas las conjeturas que le vinieron a la cabeza terminaban desembocando en el ridículo más absoluto. «En fin», se dijo mientras tomaba el sombrero y el bastón, «lo que tenga que ser, será, y desde luego no voy, a estas alturas, a cambiar de costumbres por esa circunstancia ni quedarme encerrado en casa como un topo, prisionero de mis propios temores y aprensiones».

Empezó a caminar en dirección al café donde, como cada tarde, lo esperaban sus viejos amigos de profesión y un variopinto círculo de desocupados y de jóvenes actores que no paraban de pedirle consejo y ante quienes no tendría más remedio que volver a interpretarse a sí mismo, a recordar anécdotas y dibujar las semblanzas de unos personajes, coronados ya por el tiempo con la aureola de históricos, cada vez más borrosos y lejanos. Avanzaba despacio, debido a la fragilidad de los huesos y a la dolorosa atrofia de las articulaciones, temiendo que en poco tiempo todo su cuerpo acabara adquiriendo la misma estructura leñosa de aquel bastón en el que se apoyaba y sin el que apenas se atrevía a caminar. Por suerte el café estaba muy cerca. Al doblar una esquina volvió a experimentar idéntico acoso al de días precedentes, el invisible tacto y la avidez de unos ojos que lo buscaban de manera obsesiva. Lo sentía en la nuca y en la espalda, como el aliento de un animal, y estuvo tentado de darse la vuelta para conocer la identidad de su perseguidor, ahora que ya se hallaba a la entrada del refugio, pero finalmente renunció a hacerlo. Pasado aquel momento de vacilación, franqueó la puerta y se dirigió a su mesa.

Allí estaban de nuevo. Le saludaron con una alegría desmedida, como si hubiese pasado mucho tiempo, lo cual, inevitablemente, le sonó un poco falso, y lo invitaron a sentarse en su lugar acostumbrado. Un camarero le sirvió un chocolate caliente y durante un buen rato estuvo contestando cuestiones de técnica interpretativa, explicando cómo se las ingenió para representar en una misma temporada el papel del Conde Almaviva y el de Fígaro, cuando uno de los actores de la compañía se puso enfermo, y de allí descendieron directamente a otros asuntos más mundanos, un territorio abonado a las murmuraciones y al más descarado chismorreo.

—Entonces maestro, ¿no cree que, dado el tiempo transcurrido, ya va siendo hora de que nos desvele el misterio que rodeó la repentina muerte de madame Aubertin? ¿Es cierto que monsieur Beaumarchais no fue ajeno a ella y que incluso colaboró activamente en el trágico desenlace? —preguntó un caballero de mediana edad, en medio de la expectación general y la curiosidad, un tanto morbosa, de los que lo rodeaban.

—Señores, señores… por favor. Un poco de consideración y de respeto —respondió Fleury, erigiéndose en el valedor póstumo de su desaparecido amigo—. No está bien acusar a personas que no pueden defenderse y arrojar sospechas sobre la memoria de un hombre que si bien no fue un santo, tampoco el arribista sin escrúpulos que algunos han descrito. Además les recuerdo que jamás fue incoado proceso alguno ni se hallaron indicios que avalaran su implicación en tan lamentable suceso.

—Sí, maestro, eso es cierto, pero no me negará que, tras la muerte de su esposa, monsieur Beaumarchais se encontró en posesión, además de un sonoro apellido que añadir al suyo, de una considerable fortuna.

—Esa circunstancia no lo convierte necesariamente en un asesino.

—No, desde luego que no, pero tampoco me negará que, como punto de partida, una herencia constituye un móvil bastante atractivo. Usted debe saber bastante más de lo que cuenta y particularmente me cuesta creer que nunca le hiciera ningún comentario sobre ese asunto, aunque sólo fuera para quejarse de las habladurías de la gente y proclamar de paso su inocencia. Entre amigos, ese tipo de confidencias es de lo más habitual.

—Pues no; siento decepcionarle, pero nunca hablamos de ello. La amistad a la que alude se basaba en la admiración que mutuamente nos profesábamos y en nuestro común el amor por el teatro. Como usted bien sabe tuve la fortuna de representar alguna de sus obras, con notable éxito además. Lo cual dio pie a largas conversaciones, e incluso apasionados debates, ya que no siempre el autor ve sus creaciones del mismo modo que los demás las perciben. Pero, monsieur Constant, el hecho de que fuésemos amigos no me hace partícipe de sus íntimos secretos; unos secretos que, si los tuvo, nunca llegué a conocer. Aparte de eso, se imagina usted acaso una conversación en la que, como la cosa más natural del mundo, yo le preguntará: «Monsieur Beaumarchais, ¿envenenó usted realmente a su esposa o sólo se trató de un desgraciado accidente?».

La concurrencia prorrumpió en sonoras carcajadas y Fleury también sonrió de buena gana hasta que sus ojos repararon en la figura de un muchacho, envuelto en un polvoriento gabán, que permanecía en pie entre los asistentes, como uno más de los curiosos que habían ido agregándose hasta completar el apretado círculo que los rodeaba. Inmediatamente, en el instante que sus miradas se cruzaron, supo sin ningún género de duda que al fin se encontraba ante su perseguidor.

—Es posible que ése sólo sea uno de los numerosos misterios que el maestro guarda para sí hasta el día en que decida mostrarlos a la luz —exclamó, con un fuerte acento del sur, aquel joven desconocido, mientras en torno suyo cesaban las risas y todos los presentes lo miraban con evidentes muestras de sorpresa y desagrado.

—¿Puedo saber quién es usted y con qué derecho se permite ese tipo de insinuaciones? —intervino, por alusiones, Fleury.

—Oh, lo siento, perdóneme… perdónenme todos ustedes, caballeros… nada hay que justifique esta injerencia en sus asuntos y por ello les pido disculpas, pero la admiración que profeso al maestro y el hecho de encontrarme tan cerca de su presencia me han traicionado. En cuanto a mi persona, yo, señor, sólo soy un joven de provincias que ha recorrido un largo camino expresamente para conocerlo y al que nada apenaría más que sus palabras lo hubieran ofendido. Discúlpenme, por favor, lo siento —dijo mientras daba la vuelta sobre sí, sin esperar respuesta, y se encaminaba a un extremo del café.

—Desde luego, cada día se ve gente más rara en París —comentó alguien.

—Maestro, ¿quién ha sido el mejor actor que ha conocido? —preguntó un caballero que se hallaba a su izquierda, tras unos momentos de embarazoso silencio.

—Bueno, esa es una pregunta difícil de contestar —repuso Fleury con gesto pensativo—. Al margen del gran Molière, al que obviamente ninguno tuvimos la fortuna de conocer, actores ha habido muchos y muy buenos, dotados de una técnica y una memoria prodigiosas. Y también el caso contrario, aquellos que careciendo de una buena retentiva se metían tanto en el personaje que, en caso de olvido, eran capaces de declamar frases enteras, ausentes del texto, y conseguir que tuvieran sentido. He sido testigo de alguno de esos momentos gloriosos y si algo me he aprendido de ellos ha sido a descubrir la grandeza del teatro. Por suerte nuestro arte no es una ciencia exacta, una fórmula matemática que se aplica y siempre arroja el mismo resultado. Sí, señores, tenemos que sentirnos legitimante orgullosos de nuestros actores, de su valía y su generosa entrega, pero como no me siento capaz de citarlos a todos, no mencionaré nombre alguno para no ser injusto con los demás. De todas formas, las mejores interpretaciones que he presenciado no las han protagonizado actores profesionales y cualquiera de ustedes estará de acuerdo conmigo si afirmo que nadie miente con más sinceridad y convicción que las mujeres, particularmente cuando dicen que nos aman —añadió Fleury, acompañando sus palabras de una pícara sonrisa.

—Me parece, maestro, detectar la sombra de cierto desengaño, o de un afecto poco constante en sus observaciones.

—No, monsieur Dupont, no lo crea. Sólo se trata de un comentario desapasionado, amargo fruto de la observación y de una larga experiencia. A mi edad las cosas se ven con distintos ojos y con otra distancia.

Rendidos murmullos de admiración celebraron la desenfadada oratoria del maestro, continuando el resto de la velada de manera alegre y distendida, como contrapunto al opresivo clima de temor que anegaba gran parte del país. También, a la hora acostumbrada, Fleury se levantó de su asiento y anunció su marcha, acogida por los presentes con afectuosas muestras de protesta.

Asiendo el bastón con fuerza comenzó a caminar en dirección a su casa. El sol del incipiente otoño empezaba a declinar y muy pronto las sombras del crepúsculo se adueñarían por completo de las calles, pero la temperatura ambiente era aún bastante agradable. A unos veinte metros de distancia escuchó el ruido de unos pasos a su espalda, como una repetición de los que oyó a la entrada del café, sólo que esta vez se volvió de inmediato. Allí estaba joven de provincias, con su gabán descolorido y su mirada suplicante, caminando hacia él.

—¿Por qué me sigue usted? ¿Qué es lo que quiere, disculparse otra vez? —inquirió Fleury cuando el muchacho estuvo a su altura.

—Si ello sirviera para que me escuchara, estaría pidiéndole perdón el tiempo que fuese necesario. Sólo le ruego que me conceda unos minutos.

—Lo siento, pero ya es muy tarde para mí. De todos modos aún no me ha dicho qué es lo que desea.

—Lo que deseo se resume en pocas palabras. Necesito que usted me cuente qué fue exactamente lo que sucedió a mediados de septiembre de 1792, en vísperas de la batalla de Valmy.

Monsieur Fleury se quedó unos instantes contemplando el semblante de aquel joven, con una extraña mezcla de curiosidad y sorpresa.

—No alcanzo a comprender el interés puedan tener para usted unos hechos cuyos resultados todo el mundo conoce y que se desarrollaron en una época en la que aún no había nacido.

—Ya sé que no es fácil de comprender, pero yo, maestro, he crecido en un ambiente rural, rodeado de bosques impenetrables y de historias fantásticas, contadas durante las largas tardes de invierno al calor del hogar. De todas ellas, la más increíble era la que narraba el desenlace de esa famosa batalla, un final tan extraordinario como carente de lógica y de sentido. Por lo que oí en aquellos días y después de reflexionar mucho sobre el tema, he llegado a la conclusión de que detrás de la milagrosa salvación del ejército francés se oculta un misterio que sólo usted conoce. ¿Le suena el nombre de Sabattier, del abad Sabattier?

—No, en absoluto.

—El abad Sabattier y usted tenían un amigo común, monsieur Beuamarchais, el mismo al que casualmente estaban refiriéndose esta tarde en el café. El dramaturgo comentó al sacerdote, y éste a mi padre, su extraña desaparición de París por aquellas fechas, cuando fue a visitarlo a su casa y una muchacha del servicio le dijo que se había ido a Verdún por una semana, justo donde Federico Guillermo II había instalado su cuartel general. Si ya lo sorprendió que se metiera directamente en la boca del lobo, más lo hizo su negativa a reconocer este hecho días después cuando se encontraron, su empeño en afirmar que la información que le habían dado en su casa fue un error y sus continuas evasivas cada vez que mencionaba el tema. Si a ello unimos la incomprensible retirada del monarca prusiano cuando lo tenía todo a favor para alzarse con la victoria, el enigma está servido. Usted tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de tan extraños acontecimientos y eso es lo que quiero saber.

—¿Por qué? ¿Por qué motivo quiere usted saber eso?

—Porque fue usted, un actor, quien salvó a Francia en aquella hora terrible, cuando todas las potencias de Europa se habían unido en su contra. Quiero saber cómo lo hizo y agradecérselo personalmente. Es una deuda que todos los patriotas tenemos contraída con usted.

—Ah, sí, cómo no… —exclamó el maestro con un gesto de hastío—. Pero antes de rendir homenajes no estaría de más que usted supiera que el patriotismo es, en la mayoría de los casos, una excusa y una falacia, una de esas grandes palabras en cuyo nombre se cometen los crímenes más espantosos. Crímenes que, antes o después, acaban saliendo a la luz porque, por fortuna, siempre queda algún testigo para contarlos. De esa forma, en muy poco tiempo, supimos del Terror revolucionario, ejercido por aquellos mismos que proclamaban los derechos universales del hombre, de las posteriores atrocidades cometidas por Napoleón en Jaffa, durante la campaña de Egipto, y de los cientos de heridos que abandonó a una muerte cierta, del reciente Terror Blanco, dirigido, aún hoy en día, por los monárquicos contra todos aquellos que muestren algún apego por el espíritu la Revolución. Una y otra vez la misma historia de dolor y destrucción, la misma barbarie. Atropellos, humillaciones, heridas que no acaban nunca de cerrarse. Puedo asegurarle que todos los que he mencionado se consideraban patriotas y que, según su conciencia, actuaron como tales, así que, por favor, no me hable de patriotismo. Si es usted uno de ellos, o un hombre de fe, guarde en lo más profundo de su corazón ambas cosas, tanto a la Patria como a Dios, y no los saque de ahí; de esa manera no podrán hacer daño a nadie.

Tras aquellas palabras, Fleury quedó en silencio, observando las mejillas encendidas de aquel joven rostro donde se alternaban constantemente la turbación y la vergüenza. No cabía duda de que su ferviente alegato había causado un efecto notable en su interlocutor y durante unos instantes se preguntó si no se había dejado llevar demasiado lejos por la profunda decepción que la mayoría de los hombres le habían causado.

—Por favor —prosiguió el anciano actor—, no crea que ha sido mi intención amonestarle; no lo conozco y no tengo ningún derecho a dudar de su buena fe, no me haga mucho caso. A mi edad uno pierde la confianza en las grandes palabras y tampoco espera gran cosa de sus semejantes. La vejez es un páramo seco y desierto donde sólo crece el escepticismo. Sin embargo yo también he tenido dieciocho años y sé lo que es dejarse arrastrar por el entusiasmo, por la pureza de los ideales, el concepto de fraternidad universal y otras utopías que el tiempo convierte lentamente en ceniza. Me recuerda usted tanto al muchacho que una vez fui… ¿Cuál es su nombre de pila?

—Maurice… Maurice Roussell.

—Está bien, monsieur Roussell, ¿me promete solemnemente que no dirá ni una palabra de lo que le cuente y que aceptará el riesgo de que todo ello pueda no ser cierto? Si así lo hace, le contaré una historia, ya que para eso ha hecho un viaje tan largo. ¿Está de acuerdo?

—Lo estoy; le prometo que jamás diré nada a nadie. Se lo juro por mi honor.

Al oír aquello, Fleury pensó que el honor también podía prestarse a una buena perorata, pero estimó que con una al día ya era suficiente.

—Bien, en tal caso, entremos en la taberna de la esquina. No es un lugar muy recomendable, pero ahora no puedo volver al café y mis piernas necesitan descanso.

Nada más franquear la puerta, los envolvió el fuerte olor de las velas de sebo que a duras penas iluminaban el recinto. En un rincón, sobre unas ascuas, una marmita emitía un rumor sordo, semejante al ronroneo de un gato. Unas cuantas figuras silenciosas, ligeramente azules, ocupaban la mitad de las mesas disponibles. El tabernero, un hombre muy gordo, ataviado con una especie de mandil que relucía en la penumbra por efecto de unas manchas de grasa inmemoriales, se les acercó, desplegando un amplio repertorio de saludos y reverencias.

—Maestro, cuánto tiempo sin verlo por aquí. Es un verdadero honor tenerlo de nuevo en mi humilde establecimiento. Pase, por favor, pase. Vamos, vamos, despejad esa mesa para monsieur Fleury —dijo dirigiéndose a un mozo con profundas marcas de viruela en la cara, mientras movía los brazos como si fueran las aspas de un molino.

—Hace tiempo que no vengo a este antro por consejo médico —contestó Fleury—. Me han prohibido que ponga mi salud en peligro sin un buen motivo.

—¿Peligro en mi casa? —exclamó con fingido escándalo el aludido—. ¡Ay, ay, qué malicioso es usted, maestro! ¿Qué van a pensar mis parroquianos de sus palabras, si es que alguno se halla en condiciones de oírlo?

—No creo que a tus ilustres feligreses les preocupe tan poca cosa. Anda, bribón, sigue rellenado esas tinajas de vino con agua de lluvia y déjanos un rato en paz. ¿Ha comido usted algo? —preguntó a su acompañante.

—Sí, sí, por mi no se preocupe, no tengo hambre —respondió éste un tanto azorado.

—Bueno, da igual, una cena sencilla no le sentará mal. A ver, viejo Caronte —tal era el apodo con el que de antiguo se dirigía al mesonero—, tráenos pan blanco, algo de embutido y un buen trozo de queso. Y también una botella de vino sin adulterar; me figuro que alguna te quedará aún.

El mencionado Caronte asintió con la cabeza y desapareció tras la puerta de la cocina, repartiendo órdenes como un poseso. Al cabo de unos minutos regresó con una bandeja. Después de depositarla ceremoniosamente en la mesa, les deseó buen provecho.

—Bien —comenzó de disertar Fleury en voz baja y confidencial, como en un «aparte» de sus antiguas comedias—, nos encontramos en Verdún, en el año 1792, tal como usted quería. En ese momento todas las fuerzas del Antiguo Régimen, la nobleza, el alto clero y otros estamentos que ven en peligro sus privilegios de siglos, se unen con el fin restablecer el orden perdido y derrocar la Revolución por medio de las armas. El rey Luis XVI es prácticamente un prisionero y a principios del año siguiente morirá en la guillotina, acusado de traición. Todos acuden al rey Federico Guillermo II de Prusia, cuyo ejército goza de merecida fama por su eficacia y disciplina. Pero este Federico, salvo el nombre, poco tiene que ver con sus predecesores, Federico Guillermo I, el Rey Sargento y Federico II El Grande. Carece del temple y la determinación de aquellos; se trata más bien de un hombre amante del placer y de las artes, bastante influenciable además, que ha dejado buena parte de los asuntos de estado en manos de Vollner, una mezcla de sacerdote y aventurero que durante algún tiempo maneja el gobierno a su antojo. Federico Guillermo pertenece además a los rosacruces, una organización próxima a la francmasonería, en la que ostenta un alto rango. Es un convencido de la existencia del mundo de ultratumba, cree en el ocultismo y la magia, y tal es su grado de dependencia en las doctrinas esotéricas y místicas, que no toma decisión alguna sin consultar antes los augurios. Todas estas características de su personalidad no pasan desapercibidas para sus enemigos, quienes, ante la gravedad de la situación, deciden sacar el máximo partido de ellas. Alguien traza un arriesgado plan y elige a la persona adecuada para llevarlo a cabo.

—Y es entonces cuando interviene usted, ¿no es así?

—Ah, monsieur Roussell, es usted la viva imagen de la impaciencia juvenil, no cabe duda —comentó Fleury con una sonrisa—. Bien, continuemos adelante y digamos que interviene un actor. ¿Quién si no? Alguien que, además de poseer buenas dotes interpretativas, reúna ciertos requisitos indispensables para el éxito de la misión. Ésta no es otra que convencer al rey prusiano de que renuncie a su propósito de invadir Francia y se retire a sus dominios. ¿De qué modo? Sólo hay uno: aprovechar su carácter impresionable y supersticioso, predispuesto por naturaleza a creer en misteriosas historias de aparecidos y fantasmas.

—¿Fantasmas dice usted, maestro?

—Sí, eso mismo. Pero el fantasma al que los conjurados quieren convocar ahora ante el rey no es un fantasma cualquiera, sino el de su tío, Federico el Grande, una figura cuya alargada sombra sigue, seis años después de su muerte, produciéndole una profunda impresión. El plan consiste en que un actor encarne al difunto y lo conmine a abandonar la empresa. Hace un momento le hablé de ciertos requisitos necesarios. Entre ellos está el de saber hablar perfectamente el alemán, imitar la voz, vestirse y adoptar las mismas poses y movimientos que el fallecido. Curiosamente se da la circunstancia de que el actor elegido, aparte de reunir las cualidades mencionadas, ha representado la figura del egregio difunto en el pasado, con tan notable éxito que es posible que ese hecho haya servido de inspiración al proyecto. Pero no nos perdamos en detalles; lo importante es que poco después el rey prusiano asiste a una cena de gala en su honor, días antes de marchar hacia París. Ese es el momento que los conspiradores estaban esperando.

Fleury hizo una pausa y tomó aliento.

—Comienza la cena y en un determinado momento, cuando se brinda por el éxito de la campaña, un hombre vestido completamente de negro se acerca respetuosamente al monarca, le susurra algo al oído y le pide que lo acompañe. Éste cambia de color y tras disculparse con los presentes abandona la estancia en pos del desconocido. Después de recorrer un angosto corredor llegan a un sótano. Su guía abre la puerta, bajan unas escaleras y desembocan en una sala de gruesos muros, revestidos de cortinajes negros y en la que arden unos hachones en sus correspondientes trípodes. Un momento después su acompañante desaparece tras una de aquellas cortinas y el rey se queda solo, en medio de un escenario tan meticulosamente preparado, sin saber qué hacer. Se oyen extraños ruidos y su ánimo decae. Ya no es el poderoso monarca temido y respetado en toda Europa, sino un simple mortal, que además está asustado. Aquel hombre ha pronunciado la contraseña de los rosacruces y no ha tenido más remedio que seguirlo, pero ahora se teme que pueda haber caído en una trampa. Tal vez quieran asesinarle; el mundo está lleno de enemigos dispuestos a todo. El pánico se apodera de él. Reuniendo sus fuerzas empieza a subir las escaleras, pero en ese instante oye una poderosa voz a su espalda: «Detente», le dice ésta, «no salgas de aquí sin haberme escuchado antes». Guillermo Federico II se da la vuelta, inundado por un sudor frío y ve una figura que se aproxima a él. Es el espectro de su tío, Federico II, su misma voz, su misma indumentaria, aquella vieja casaca silesiana gastada por el uso, su bastón y, lo más definitivo, la sempiterna mancha de tabaco en la nariz. «¿Me reconoces?», le pregunta el fantasma. Él, incapaz de articular palabra, asiente con un gesto y su interlocutor continúa: «Ya que me reconoces, escucha atentamente el consejo que voy a darte: no continúes, porque te han traicionado; si te empeñas en seguir adelante no te enfrentarás sólo a un ejército de noventa y cinco mil hombres, sino a todo un país que se levantará contra ti. Hazme caso y abandona esta aventura». Dicho esto, el fantasma desaparece tras los negros cortinajes y Federico Guillermo II, sobreponiéndose a la impresión recibida, regresa como puede con sus invitados, pero ya no es el mismo que poco antes abandonara aquel salón.

El maestro volvió a quedar en silencio, como si tratase de ordenar algún recuerdo en la memoria.

—El resto es de sobra conocido —continuó—. Tres o cuatro días después, el ejército del rey prusiano, todo orden y disciplina, se encuentra en Valmy ante otro que, salvo algunos profesionales llenos de valor y desesperación, apenas merece tal nombre. Lo forman artesanos y campesinos que nunca han empuñado un arma y que no poseen instrucción alguna. El general Kellerman, un experimentado militar curtido en numerosas operaciones, hace lo que puede ante la previsible carnicería. Dispone a sus hombres en los puntos que considera más estratégicos y aguarda los acontecimientos, consciente de la abrumadora superioridad del adversario. Comienza la batalla, silban los primeros proyectiles de artillería y cuando menos se espera ocurre el milagro: el enemigo toca retirada y vuelve sobre sus pasos. El desconcierto es total y la escaramuza se salda con menos de quinientas bajas entre ambas partes, un porcentaje insignificante puesto que son más de doscientos mil los soldados desplegados en el campo.

Fleury miró a su interlocutor, cuyo rostro, alumbrado parcialmente por la luz de las velas, aparecía demudado, al borde mismo de las lágrimas.

—Eso es todo, monsieur Roussell —concluyó el maestro, dibujando un ambiguo gesto con la mano—. Espero que su curiosidad haya quedado satisfecha y su largo viaje merecido la pena. Tanto si es usted de los cree en el Destino y está convencido de que Judas no pudo hacer otra cosa que traicionar a Jesús, o si por el contrario piensa que nada está escrito de antemano, deseo que este relato le sirva de algún provecho. Acéptelo como un regalo personal. Y recuerde, cuando se disponga a sacar sus propias conclusiones, que sólo se trata de eso, de una historia sin importancia.

¿Te ha gustado? ¡Compártelo! Facebook Twitter

Comentarios

  1. levast dice:

    Al principio de la historia me parecía que la parte introductoria era larga e innecesaria pero luego descubro que se estaba dando forma a ese gran personaje que es monsieur Fleury, tan original como misterioso. Amena e intrigante, es una historia a la que finalmente no le sobra nada.

  2. SonderK dice:

    es facil decir que ha encantado el relato, pero siendo verdad, no le quita un apice de gloria, porque si, un relato que mezcla con sabiduria, historia, fantasia y misterio me sabe a gloria y cuando ademas, esta mezclado con una atmosfera perfecta, solo hace que quiera seguir leyendo, lastima que se acabe tan pronto.

  3. laquintaelementa dice:

    Joer, le doy al scroll para seguir, y me encuentro ya a Levast y a Sonderk… pero, pero ¿cómo se ha terminado tan pronto? Después de estar ya metida en la «película», el señor Sanmartín nos deja con las ganas.

    Qué genial hipótesis para uno de los «misterios» de la Edad Contemporánea y qué bueno el estilo y el tono. Pero me he quedado con más ganas de historia e Historia. 😈

  4. xtobal dice:

    No sé que me pasa últimamente que me gustan más los segundos que los primeros. Debe ser cosa de los perdedores… Me ha gustado, pero creo que aparte de que por motivos póliticos Prusia intervino porque Maria Antonieta era hermana de Federico, si no recuerdo mal.

  5. marcosblue dice:

    Mi querido Juan: como yo soy, entre otras muchas cosas, actor, comprenderás que tu relato me ha tocado el alma, y con razón. Desde una perspectiva de actor, me ha parecido magistral, lo cuadras en su época, en su oficio y en su esencia. Desde una perspectiva personal, me gusta mucho cómo escribes, con una forma culta, pero a la vez sensible, muy cercana al lector. No creo que el relato se acabe precipitadamente, creo que, evidentemente, uno se queda con ganas de más, porque lo está disfrutando. Empieza y termina un episodio. Me da un aire a Alatriste, que podrías hacer toda una saga con el maestro Fleury y hacer un gran recorrido por la Europa del siglo XVIII de la mano de este personaje fascinante que has creado. Piénsatelo, te lo vamos a agradecer.

¿Algún comentario?

* Los campos con un asterisco son necesarios