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La búsqueda

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Supimos que era tarde antes incluso de llegar al poblado. Vimos las llamaradas del fuego coronar la cima del monte Huang. Desde allí la imagen era desoladora, las casas de madera que antes se erguían mezclándose con los árboles del valle aparecían derruidas, quemadas hasta sus cimientos, los cuerpos de los aldeanos, pequeños bultos desde la distancia, yacían esparcidos, tirados y abandonados sin ningún tipo de miramiento.

Lo que nos hizo detenernos y que un escalofrío nos recorriera de pies a cabeza fue el color de las llamaradas. El fuego era azul.

Mi maestro me miró, no dijo nada. Asentí levemente como señal de entendimiento. Soltó el bastón que llevaba con dos cestas de bambú, una a cada lado, que contenían las pocas pertenencias que teníamos, dejándola caer al suelo y corrió hacia el poblado. Me agaché, recogí el bastón, coloqué los fardos que yo mismo llevaba repartiendo el peso en ambos lados, me lo coloqué detrás de la cabeza y eché a andar hacia el poblado, yo aún tardaría media hora en llegar, cuando levanté la cabeza y volví a mirar, mi maestro ya iba a mitad de camino.

Encontré a mi maestro delante de una de las casas en ruinas, taciturno y silencioso, con los ojos cerrados, sentado en la posición del loto… a cinco centímetros del suelo.

Todavía me sorprendía la facilidad con la que mi maestro, Lü Ying Kwao, lograba alcanzar la paz y concentración necesarias para la levitación. En mi corta vida había visto a varios estudiosos del Tao llegar a esos niveles, pero en mi maestro parecía algo… innato.

Sin embargo, esta vez, algo era diferente, el aura de comunión con la naturaleza que solía desprender mi maestro se veía turbada, sentí que su meditación no era tal y como acostumbraba, que sólo a fuerza de voluntad estaba intentando domar la sensación de ira que pugnaba por dominarlo.

Una vana esperanza se adueñó de mí:

—¿Imitadores?

Tras un largo silencio mi maestro respondió.

—No, fíjate bien.

Lo hice, miré a mi alrededor, las llamas se habían apagado quedando sólo rescoldos humeantes, los animales, ovejas, pollos, gallinas, yacían junto a los cuerpos de hombres mujeres y niños bajo los tejados calcinados que antaño les dieron cobijo.

Al principio no vi nada que fuera diferente de otros pueblos saqueados que habíamos encontrado en nuestro camino, incluso habíamos visto fuego azul en algunos, pero hasta hoy, en todos ellos, mi maestro, tras un pequeño examen del lugar, negaba levemente con la cabeza y proseguíamos nuestro viaje. Sin embargo… había algo, podía sentir algo… sobrenatural, era una sensación muy tenue, pero estaba ahí.

—No uses sólo los ojos, únicamente te proporcionan parte de la información, falta una parte importante que tendemos a obviar por fiarnos de uno solo de nuestros sentidos.

Cerré los ojos… y lo entendí. Lo olí, o mejor dicho, fue la ausencia de olor lo que daba sentido a las palabras de mi maestro: todo el poblado había sido arrasado por el fuego, y sin embargo no olía a quemado.

—¿Qué clase de fuego…?

Miré a mi maestro tratando de comprender, de entender algo de lo que estaba ocurriendo.

—Hora es ya de contarte la verdadera historia de nuestro viaje, mi querido discípulo, pero antes hemos de encontrar al superviviente de esta masacre.

—¿Superviviente?, ¿qué superviviente?, aquí no hay nad…

Un grito de mujer dejó mis palabras en el aire. En lo que se tarda en pestañear mi maestro estaba en pie y corriendo hacia el lugar de donde provenían los gritos. Eché a correr tras él.

Llegamos a un páramo en las afueras del poblado, donde una mujer joven, con la ropa a medio arrancar se defendía como podía de cinco desalmados mal vestidos, sucios y con los dientes podridos.

—¡Eh! —grité, mientras avanzaba hacia ellos.

Los atacantes dejaron a la chica, y se volvieron hacia mi.

—¿Maestro?

—Diez y doce, y al menos uno debe poder hablar.

Tuve que respirar hondo, no había nada que deseara más que darles una paliza rápida a esos cinco desalmados que se aprovechaban así de una chica que acababa de perder todo lo que tenía y que había visto morir a todos sus seres queridos junto con el resto de las personas que conocía. Pero diez y doce significaba diez minutos de esquiva, en los que no podía golpearlos, y doce minutos en los que podía hacerles sufrir golpeando donde y como quisiera… siempre que aguantaran doce minutos en pié, nada de golpes contundentes. Esa parte sin embargo de dejar a uno con la capacidad del habla… eso era nuevo, así que tendría que contenerme también con los golpes a la mandíbula.

Me situé en posición de defensa, mientras los cinco me rodeaba, mi maestro fue tras la chica que, viéndose libre, había echado a correr hacia el bosque de bambú que rodeaba el claro.

Diez y doce, pensé, otra lección de sutileza. Había que pelear muy sutilmente para que los enemigos no se dieran cuenta que no iba a golpearlos en los diez primeros minutos, si se percataran de ello podrían actuar en consecuencia y abalanzarse sobre mí abriendo su guardia, sin miedo. También había que golpearlos con cierta precaución en los doce siguientes para que no echaran a correr si se veían claramente superados en la batalla. Me veía obligado a mantenerlos con la esperanza de poder asestarme un golpe que les diera la ventaja en la pelea.

No es nada fácil, pero eran ya muchos ciclos los que llevaba con el maestro, Lü Ying Kwao, y muchas las veces que me había visto en la misma situación, a veces incluso con más tiempo tanto de esquiva como de golpeo. El truco estaba en pelear rápido, no darles tiempo a pensar siquiera. Evitar que se estableciera una comunicación entre ellos para anular tácticas de grupo. Enfurecerlos lo suficiente para que sólo pensaran en atacar como animales rabiosos. Para esto último había desarrollado una técnica un tanto especial que, aunque no complacía del todo a mi maestro, hombre callado donde los haya, había demostrado ser efectiva en más de una ocasión.

—¡Vaya! ¡Qué suerte la mía! Cinco señoritas todas para mí. Lástima que sean las cinco más feas. Huy, bueno, tú no estás tan mal, bandido —dije señalando al único de ellos que tuvo la sensatez suficiente para coger un rama de bambú y usarla como arma—, ¿quieres ser mi novia, guapa?

El tipo, gritando y enarbolando su arma se abalanzó sobre mí, separándose del resto de sus compañeros.

Sonreí.

La pelea fue más fácil aún de lo que había esperado, no eran más que unos burdos y torpes zafios sin ningún tipo de formación para el combate, ni inteligencia para intentar sacar partido a los pocos recursos de los que disponían. Se limitaron a atacar como tigres durante los primeros diez minutos y a recibir como mulas los siguientes doce.

Vi a mi maestro en la linde del bosque, junto a él estaba la muchacha que lloraba desconsoladamente. Lü Ying Kwao no decía nada, tenía los ojos cerrados, la mantenía abrazada, meciéndola suavemente. La ternura con la que trataba a aquella muchacha, la paciencia que demostraba y el cariño con el que intentaba consolarla me sobrecogió. Eran ya cuarenta y tres estaciones las que llevaba bajo la tutela de Lü Ying Kwao, y sí, claro que, como maestro del Tao, lo había visto casi personificar la bondad y la generosidad humana, pero nunca así tan… paternal.

Claro que había muchas cosas que desconocía de mi maestro. Todo lo que le había acontecido antes del día que nos conocimos era un completo misterio. Mil veces saqué el tema a colación, mil veces le pregunté «¿y dónde aprendisteis esto maestro?» o «¿y su maestro era igual de duro con usted que usted conmigo, maestro?», o «¿esta técnica del doble escudo no es la que enseñan los monjes de la región de Kiun-Bao?». Y ni una palabra, ni un comentario, se limitaba a esquivar limpia y sutilmente mis preguntas.

Al final ambos aprendimos algo. Yo, que él no me contaría nada por más que preguntase. Él, que yo no me cansaría nunca de preguntar.

Hasta hoy. Hoy por fin me sería revelado el motivo de nuestro viaje. Un motivo oculto, escondido, que escapaba a todas las posibilidades que había sido capaz de imaginar.

Sabía que perseguíamos a alguien. Alguien astuto, cruel y malvado. Llevábamos muchas estaciones tras él, siguiendo su rastro, un rastro de cadáveres calcinados y poblados arrasados. Habíamos oído historias. Algunas creíbles, otras no tanto. Algunas hablaban de un ejército de demonios que prendían fuego a las cabañas con tan solo tocarlas. Otras hablaban de un guerrero maldito que a lomos de un dragón arrasaba todo cuanto se encontraba en su camino. Otras contaban entre susurros que Li Tieguai, uno de los ocho inmortales, había enloquecido y asesinaba a poblados enteros dejando una sola alma viva, a quien poder transferir su cuerpo. Y hasta una en la que Chi You, el dios herrero, había entregado a un mortal un arma de tal poder que éste, sabiéndose invencible, intentó matar al dios; fracasó y ahora un halo de oscuridad y fuego lo consume.

Y allá donde se oía la historia más inverosímil, allá donde la desolación era mayor, allá donde la gente hablaba de oscuras historias entre susurros asustados, allá se encaminaban siempre nuestros pasos.

Todas esas historias nos habían llevado hasta hoy, hasta aquí. Hasta ver con mis propios ojos cómo un poblado era arrasado por un fuego con llamas azuladas que hacían desprenderse la piel de los huesos dejando tan sólo un olor dulzón en el aire.

¿Cuántas de esas historias tendrían una parte de verdad? ¿Cuántas serían no más que historias de viejos para asustar a los niños?

Ansiaba el momento en que el maestro me revelara por fin qué nos deparaba el camino que teníamos delante.

Salí de mi ensoñación. Levanté a «la guapa» del suelo. Hablar, lo que se dice hablar, podía, mantener relaciones sexuales en los próximos meses… eso ya era otra cosa.

A trompicones lo conduje hasta donde se encontraban el maestro y la muchacha, que algo repuesta había dejado de llorar. El maestro se separó de la muchacha y despacio, muy despacio, con el semblante contraído en un rictus de cólera, se dirigió hacia él. Cogido como lo tenía por el cuello de la camisa noté como se iba empequeñeciendo a medida de que Lü Ying Kwao se acercaba a él. Acercó su rostro a escasos milímetros, lo miró fijamente, casi atravesándole con la mirada.

—De dónde, hacia dónde y a cuánto están —dijo.

Para mi sorpresa empezó a hablar entre sollozos.

—¡Hacia el norte, vamos hacia el norte! ¡Siempre detrás de ellos! ¡Hacia el paso de Lan! ¡Por Si Wan Mu sagrado que no queríamos! Pero ese hombre… ¡ese demonio nos obliga buen señor! ¡Ayúdenos! ¡Mátenos gran maestro, por favor!

—¿Ese hombre? ¿Quién? ¡Quién!

Hice ademán de moverme para apaciguar a mi maestro, que zarandeaba a aquel tipo de tal manera que parecía que iba a partirlo en dos.

De repente los sollozos del hombre pararon de repente. Su cuerpo se tensó, se le abrieron los ojos como si se le fueran a salir. Las puntas de una veintena de finísimas y largas agujas clavadas en su espalda aparecían, atravesándole, en su torso. Mi maestro dio un paso atrás y el saqueador cayó de bruces al suelo. Muerto con la boca contraída, en un gesto de dolor extremo.

Detrás una mujer se erguía, aparecida de la nada, silenciosa y amenazadora. Llevaba el vestido de batalla de las nobles de Li Yung. Una sola pieza negra de seda, de la cabeza hasta los pies, ricamente ornamentada con hilo de plata con alusiones a las diosas guerreras. Tenía dos grandes aberturas en los laterales, desde el pie hasta la cadera para facilitar el movimiento de las piernas. La capucha sobre la cabeza hacía imposible verle el rostro.

La misteriosa guerrera comenzó a caminar hacia nosotros lentamente. Un tintineo muy tenue, como de metal contra metal, acompañaba su lento caminar con un ritmo suave, melodioso, casi hipnótico.

—Os supongo enterados de lo que le hizo la curiosidad al dragón de Yu Nang, caminantes.

Su voz era dulce y aterciopelada, su andar era grácil y sensual.

—¿Q… qu… quién eres? —logré apenas tartamudear.

—¿Yo? Depende. ¿Quién quieres que sea? Si quieres puedo ser una inocente desvalida que necesita de tu… ¿protección?

Ya estaba tartamudeando una réplica un tanto torpe cuando Lü Ying Kwao se interpuso entre la mujer y yo; sin saber cómo, se había acercado hasta estar a apenas dos metros de mí. Y yo notaba la áspera corteza de un árbol en mi espalda.

—Dudo que las inocentes desvalidas conozcan cierta técnica mortal conocida como la muerte de los veinte puntos del dolor.

La reacción de ella fue tan repentina como mortal. Con una velocidad increíble dio un salto girando completamente en el aire; la capucha se le cayó hacia atrás, el sol se reflejó en sus cabellos y unos destellos dorados me cegaron momentáneamente. Al completar el giro asestó una patada en el pecho a mi maestro haciéndolo caer hacia atrás, la mujer plantó los pies en el suelo, aprovechó la inercia del primer giro para iniciar un segundo, esta vez agachó la cabeza. Lü Ying Kwao cayó como un gato en el suelo y saltó hacia delante. Se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo una fracción de segundo antes de que el pelo de la mujer atravesara el aire donde antes estaba mi cabeza. El cabello de la mujer atravesó la corteza del árbol, como si lo que hubiera allí no fuera más que aire.

El árbol, cortado limpiamente, cayó sobre nosotros. Rodamos en el suelo para esquivarlo. El estruendo que resultó de la caída del árbol fue ensordecedor.

Cuando nos levantamos la misteriosa mujer era apenas una sombra en la lejanía.

—¡Una imbuida! —gritó Lü Ying Kwao—, ¡quédate con ella!

Y echó a correr tras la mujer, desapareciendo de mi vista casi al instante.

Miré hacia atrás, casi me había olvidado completamente de la mujer a la que habíamos rescatado tan solo unos minutos antes. Me dirigí hacia ella.

—¿Estás bien?

—Sí, yo tan sólo…

—Ella debería ser ahora mismo la menor de tus preocupaciones, joven discípulo.

Me levanté como un resorte y me puse en guardia, colocándome entre la voz y la mujer. Era la segunda vez que me sorprendían hoy y no iba a volver a cometer el error de no estar preparado para todo.

En eso sí me equivocaba, no podía estar preparado para lo que pasó.

Miré alrededor y no vi a nadie.

—¿Proyectando la voz? ¡Vaya! Quizá no debería preocuparme por alguien tan cobarde que no se atreve a dar la cara.

Silencio.

—Vamos, sal del agujero en el que estés, comadreja, mirémonos a los ojos y digámonos cosas bonitas, como hacen los hombres.

Un hombre se materializó a unos diez metros de mí, con los brazos cruzados se apoyó sobre el tronco tras el que estaba escondido.

—Me temo que no voy a poder satisfacer plenamente tus peticiones, a fin de cuentas… nunca podremos mirarnos a los ojos.

Aquél hombre tenía un porte altivo, orgulloso, la tez pálida y afilada, unas finas arrugas la surcaban de arriba abajo, una media melena blanca se agitaba libre, al viento. Al igual que la mujer guerrera llevaba una túnica negra, ésta sin capucha, pero los hilos de plata dibujaban ahora un hombre montado en un dragón. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando nuestras miradas se cruzaron: era extraña, fría, calculadora.

 Y un parche cubría su ojo izquierdo.

—Tengo un mensaje para tu maestro.

Pensé en mil réplicas hirientes, pero decidí callar: no sólo estaba mi vida en juego, también estaba la de la muchacha que se acurrucaba detrás de mí.

—¿Callas? Qué extraño. ¿Ni una réplica mordaz?, ¿ni un comentario jocoso? —miró a la mujer—. Oh, entiendo, ¿es por ella? No te preocupes por eso, voy a matarla igual.

La frialdad con la que lo dijo hizo que me pusiera en tensión.

—Supongo que sabes que para conseguirlo tendrás que pasar por encima de mí. Y no te será fácil.

—Oh, lo sé, lo sé. De hecho contaba con ello. En guardia, aprendiz, vamos a ver de lo que eres capaz.

Decidí que era mejor atacar y ganar espacio que defenderme y no dejar que se acercara a la mujer, así que me lancé contra él.

Ni siquiera lo vi venir.

Paró mi ataque en seco golpeándome con la palma de la mano en pleno plexo solar. Me tambaleé hacia atrás intentando recuperar la respiración. No tuve tiempo. Con el dorso de la mano me golpeó en la sien y mi vista se nubló. Lancé el puño hacia delante, él me agarró de la muñeca, me vi lanzado detrás de mi puño, hizo un giro y me asestó una patada en la espalda. Caí al suelo. Me levanté tambaleándome.

—¿Más? —me dijo.

—A ver, si estás cansado lo dejamos para otro día —escupí al suelo una mancha roja.

Esta vez fue él el que se lanzó sobre mí. Logré esquivar el primer golpe, bloqueé un golpe dirigido a la yugular con el dorso de la mano y sentí como si me la hubieran golpeado con un martillo. El siguiente ataque me golpeó en las costillas. La punzada de dolor me dobló por la mitad, al hacerlo una patada me dio en el rostro, me levantó un metro del suelo y caí de espaldas golpeándome la cabeza contra el suelo.

Estaba casi inconsciente, ensangrentado y dolorido. Me volví a levantar.

—Hora de mandar el mensaje. De corazón.

Hice lo único que podía hacer, me preparé para el golpe final, tambaleante, bajé los hombros, y doblé las rodillas para parecer aún mas débil de lo que estaba.

Lanzó el puño. En el último instante giré un poco el torso. El golpe me lanzó hacia atrás como un guiñapo.

No llegué a sentir el golpe contra el suelo.

***

Desperté dolorido mas allá de lo imaginable. Entre las brumas oscuras en que se había convertido mi visión vi la cara de mi maestro.

—Vivirás. Tú aguanta.

—¿La chica? —acerté a decir, a pesar de que me dolía hasta respirar.

Mi maestro negó con la cabeza. Volví a caer inconsciente.

***

Los jornadas siguientes fueron una lección de anatomía intensiva. Dolores nuevos aparecían a medida que se iban extinguiendo otros. Lü Ying Kwao no me dejó abandonar el reposo hasta pasados tres días. Cada vez que intentaba hablar me hacía un gesto con la mano que conocía muy bien… «Aún no. Paciencia. Cada cosa en su momento.»

El momento llegó la noche siguiente. Sin preámbulos, típico de mi maestro. Se acercó al lecho donde reposaba, se sentó suavemente.

—He tenido muchos nombres a lo largo de mi vida, Lü Ying Kwao es sólo uno de ellos. Mi verdadero nombre, aquél al que atañe esta historia que ha terminado postrándote en un lecho al borde de la muerte es Jung Kwae.

Mis ojos y mi boca se abrieron de par en par. Antes incluso de que pudiera formular la pregunta que surgía de mis labios mi maestro contestó.

—Sí, ese Jung kwae, el subyugador de demonios, aquél que bajó a los infiernos y volvió al mundo de los vivos. Prometí contarte la verdadera naturaleza de nuestro viaje, y eso voy a hacer.

Y lo hizo. A cada pregunta que me respondía surgían otras mil que no contestaba. Pude entender que iba a contarme únicamente aquello que concernía al momento actual, a mí. Todo lo demás seguiría siendo un misterio. Así que dejé de preguntar y escuché.

Me contó cómo bajó a los infiernos decidido a exterminar a todos los demonios para acabar así con la influencia que ejercían sobre el mundo, convencido de que, una vez erradicados, el mal existente desaparecería con ellos.

—Tras largos años de batalla con los demonios descubrí algo que me hizo regresar al instante —me dijo—. La balanza del karma tiene un precario equilibrio. Si un humano entra en los infiernos un demonio sale.

Me contó cómo volvió decidido a exterminar al demonio que por su culpa vagaba por el mundo libremente.

Me contó cómo ese demonio había arrasado su pueblo igual que el poblado que vimos arder envuelto en llamas azules, y cómo toda su familia, esposa e hija, murieron. Cómo a partir de entonces siempre dejaba un superviviente en cada poblado arrasado para que le llegara la noticia y alimentar así su rabia y frustración por haberlo liberado.

—Ahora debo pedirte perdón Yao. Al ver a la imbuida olvidé mis enseñanzas y mi sentido común y te expuse a una muerte segura. Mi inconsciencia le ha costado la vida a una mujer inocente y casi te cuesta a ti la tuya.

—¿Qué es una imbuida maestro?

—Un imbuido es un humano al que un demonio le otorga parte de su energía. Lo que lo convierte en más rápido y fuerte que un mortal común. Es muy raro encontrar un imbuido ya que cuanto más fortalece al humano más débil es el demonio.

Mi maestro debió adivinar lo que estaba pensando por mi expresión.

—Digamos que cada vez que matas un demonio una pequeña fracción de esa energía pasa a ti. Y yo he matado muchos.

—¿Y el pelo, maestro? ¡Cortó el tronco del árbol de raíz!

—Habrá que contar con ello para la próxima vez. Bien, ¿te apetece vengarte de esa vil criatura? —dijo.

—Maestro, me encantaría pero aún tardaré unos días en estar preparado para pelear otra vez.

—O no.

Sin previo aviso una luz azulada, rodeó el cuerpo de Jung Kwae, expandiéndose poco a poco.

—Dame las manos —dijo.

La luz de su cuerpo comenzó a expandirse también a través del mío. La mano, el antebrazo, el codo, el hombro… y así siguió hasta rodearme a mí también por completo. Una sensación de calor y paz se adueñó de mí.

Cuando todo terminó no me dolía nada.

—Ahora tú también estás imbuido.

—¡Pero maestro!

—No —dijo—, no vuelvas a llamarme así. Ya no soy tu maestro, te has enfrentado a un demonio y has salido vivo. Yo ya no puedo enseñarte más. Ya no eres Yao el discípulo. Desde hoy eres Yao Ming el Grande.

Asentí sobrecogido por la emoción.

—Ahora partamos, tenemos unos demonios que mandar de vuelta a los infiernos.

***

Amanecía. La niebla se despejaba poco a poco, perezosamente, llevándose consigo la oscuridad de la noche.

Ambos, Jung Kwae y yo, esperábamos en pie, en un claro abierto, en medio de un pequeño bosque de coníferas de hoja ancha.

Dos figuras atravesaron la neblina y se dirigieron hacia nosotros. Se pararon a escasos metros de nosotros, y se separaron entre sí.

Me moví hacia la mujer dejando a Jung Kwae alcanzar su ansiada venganza.

—No, ella es mía. —me susurró—. Concéntrate en tus enseñanzas, en lo que has aprendido, utiliza todo lo que tengas, y todo lo que no tenga él. No va a ser fácil, pero puedes hacerlo.

No hubo mas preámbulos, dimos vueltas en círculo, despacio cada uno alrededor de su oponente y comenzó la batalla.

Esta vez le dejé a él atacar primero. Y lo hizo. Sin mostrar piedad, la fiereza de su ataque me hizo retroceder esquivando, parando los golpes que lanzaba, uno tras otro. Atacaba con todo, con la mano extendida a mi garganta, a los ojos, me agaché cuando lo vi girar y lanzar una patada dirigida a mi cabeza, oí silbar el pie por encima de mí, vi un hueco en su defensa y lancé la mano más de contradefensa que como ataque. Lo alcancé en el rostro.

—Hoy no te va a resultar tan fácil, bastardo.

—Hagas lo que hagas mi venganza está servida —dijo sonriendo.

Atacó. Volví a retroceder parando lo que no podía esquivar, lancé mi pierna a su cabeza, interpuso el brazo deteniendo mi golpe con fuerza; me desequilibré una fracción de segundo, momento que él aprovechó para darme una patada en el pecho. Retrocedí con pasos cortos y rápidos para recuperar el equilibrio.

No sé cuánto tiempo pasamos golpeando, parando, fintando, esquivando. Nos golpeábamos, pero no eran golpes contundentes; yo había logrado atravesar su defensa y dejarle un labio sangrando.

Él había estado a punto de romperme dos costillas de una patada giratoria.

Empezaba a pensar que el combate no tendría fin cuando recordé las palabras de mi maestro. «Utiliza todo lo que tengas y lo que no tenga él.» Pues claro.

Me moví en círculo alrededor de mi enemigo, pero esta vez girando a la derecha.

Me lancé contra él, sin dar cuartel, puño tras puño, golpes frontales, poco contundentes pero muy rápidos, sin darle tiempo a contraatacar. Él retrocedía parándolos sin problemas, aflojé la velocidad de golpeo y cuando vislumbré cómo su pie izquierdo se apoyaba en el suelo para golpear me pegué a él y le lancé un potente golpe lateral de derecha a izquierda. No lo vio venir. El parche se lo impedía.

Le alcancé el rostro con contundencia, se tambaleó hacia mi izquierda, mi pierna ya estaba de camino. Lo golpeé en las costillas, mientras se doblaba giré en redondo y le estampé una fuerte patada en el pecho lanzándolo hacia atrás y dando con su huesos en el suelo.

Aproveché para mirar el combate entre mi maestro y la mujer. La fuerza y la intensidad con la que se estaban golpeando era inhumana. Pero no podía prestarles mucha atención.

El demonio se levantó del suelo rugiendo de rabia.

—¿Duele?

—Tú te lo has buscado, esto te va a doler, oh sí, ya lo verás.

Agachó la cabeza, el pelo le tapaba el rostro, se arrancó el parche del ojo, y se quedó muy quieto. Levantó la cabeza despacio…

Y me quedé sin aliento.

En lugar del parche había un ojo grande, negro, alargado, con la pupila de un amarillo intenso, una estrecha elipse vertical que se movía a una velocidad anormal.

—Míralo bien amiguito, ven y mira el infierno a los ojos —gritó, y se abalanzó hacia mí.

Esquivé a duras penas la primera tanda de golpes y me distancié para respirar.

Decidí fintar a la derecha y lanzarme con todo por la izquierda.

Error, me estaba esperando. Me golpeó el rostro con el codo. Levanté las manos para protegerme la cara y cinco puñetazos duros y rápidos me golpearon en el pecho. Una patada frontal me lanzó dos metros hacia atrás.

Esta vez fueron mis huesos los que dieron en el suelo.

Me levanté rápidamente intentando guardar la distancia.

Esquivé todo lo que me lanzó en su siguiente ataque, pero cuando creí ver el momento de contraatacar acabé encontrándome otra vez con el suelo. Esta vez con el labio partido y una costilla rota.

Decidí defenderme durante un tiempo hasta encontrar una ocasión clara de golpearlo.

Esquivé, bloqueé e intenté apartarlo de mí mientras trataba de hallar un punto flaco en sus ataques.

Ahí estaba, giró para asestarme una patada lateral. Bloqueé la patada y giré a mi vez para darle en las costillas.

Mi pie golpeó el aire con tanta fuerza que me desequilibré. El demonio me golpeó en la rodilla de apoyo, que tocó el suelo. Aprovechó la vulnerabilidad de esa postura para darme una patada en la cabeza que me hizo casi perder la consciencia.

Estaba perdido, no sabía qué podía hacer: podía defenderme pero en cuanto intentaba atacar siempre me veía sorprendido.

Siempre me veía sorprendido, pensé. Era como si ya supiera lo que iba a hacer. Pero eso no era posible, ¿o quizá sí?

Lo que estaba pensando no tenia ningún sentido, pero era la única explicación posible.

Pensé en unas palabras que me dijo mi maestro cuando me obligaba a someterme a tiempos específicos de defensa antes de poder atacar. «La defensa es inconsciente Yao, el cuerpo reacciona ante lo que le acontece; el ataque en cambio es premeditado.»

No podía ser, y aunque así fuera, ¿cómo no pensar por adelantado un ataque?

Quizá no se trataba de eso, quizá no se trataba de no pensar, sino de enmascarar el pensamiento. Pero, ¿cómo? Sólo tenía una oportunidad, la próxima vez que el demonio me alcanzara no podría levantarme.

Una luz se encendió dentro de mí. Recordé una ocasión en que Jung Kwae me preguntó cómo sabía cuando había terminado el tiempo de defensa para poder atacar.

—Cuento —le dije.

—Impresionante, puedes pensar en dos cosas a la vez, muchas mujeres estarían sorprendidas —contestó.

Sabía que lo que iba a intentar era una locura, pero si no cambiaba algo iba a morir de todas maneras.

¡UNO! No lo pensé, lo grité mentalmente.

Vi al demonio dar un paso atrás al gritar mentalmente y la locura se convirtió en una posibilidad.

¡DOS! Y me lancé a por él.

¡TRES! Lancé una patada giratoria con destino su cabeza. No lo golpeé pero por lo menos no me esperaba.

¡CUATRO! Me dirigió un puñetazo al pecho que bloqueé sujetando su muñeca con la izquierda.

¡CINCO! Le lancé cuatro golpes a la cara, dos al ojo derecho, uno al mentón y uno a la garganta.

¡SEIS! Intentó contrarrestar lanzándome un puñetazo lateral al rostro. Me agaché para esquivarlo.

¡SIETE! Desde abajo lo golpeé en su costado izquierdo, cuando trató de protegerse lancé una patada alta que le alcanzó el rostro.

¡OCHO! Aturdido como estaba lo golpeé en la cara una y otra vez.

¡NUEVE! Cuando intentó protegerse el rostro giré y le asesté una patada en la rodilla. Pude oir cómo se rompía.

¡DIEZ! El demonio levantó la cabeza y aulló de dolor.

¡ONCE! Le asesté el golpe final, sin vacilar, una patada directa al arco de las costillas. Volví a oir un ruido de rotura.

El demonio cayó al suelo sangrando por la boca. Me acerqué para rematarlo. Me miraba sonriendo, con los dientes manchados de sangre.

—Deja de reírte y prepárate para volver a los infiernos, maldito engendro.

El demonio rió.

—¡De qué demonios te ríes, maldito!

—Mi venganza está cumplida —dijo sonriendo—. Mira.

Miré y vi a mi maestro cojeando abalanzarse sobre una tambaleante enemiga. Era el final de la guerrera, sin duda.

—Habéis perdido, los dos, idos al infierno.

El demonio soltó una carcajada.

—¿Y a dónde crees que irá tu maestro cuando se entere de que ha matado a su hija con sus propias manos?

Me quedé helado al instante.

—No —dije—, no puede ser.

—¿Qué le hace pensar que su pueblo fue el único donde no dejé a alguien vivo? Lo hice, sólo que me la llevé conmigo para adiestrarla. Y ahora mi venganza se ve cumplida. Le espera una vida de eterno sufrimiento.

—¡NO! —grité, me lancé hacia él—, ¡no dejaré que eso ocurra!

Me agaché, le cogí la cabeza con ambas manos y de un tirón le partí el cuello.

Salí corriendo hacia mi maestro, traté de evitar que la matara.

Era tarde, el cuerpo sin vida de la mujer yacía en el suelo.

Su propio cabello, metálico, le atravesaba desde la espalda hasta el pecho.

Jung Kwae estaba arrodillado a su lado. Una lágrima surcaba su rostro.

—¿Sabéis…? —detuve la pregunta en los labios incapaz de continuar.

—Sí, es ella, es mi hija.

—Oh, dioses —dije.

Me aparté unos instantes y dejé a mi maestro con su dolor.

Al cabo de un rato se acercó a mi, cojeando aún.

—¿Maestro, estáis herido?

—Nada que no se cure. Y te he dicho que no me llames así.

—¿Qué vais a hacer ahora?

—Encontrarla otra vez, ahora ya sé dónde tengo que buscar.

Apoyó una mano en mi hombro.

—Aquí se separan nuestros caminos maestro Yao Ming, veo en tus ojos tu afán de ayudarme, pero donde yo voy nadie puede seguirme.

—¿Estaréis bien?

—Bien no sé; calentito, eso seguro. Adiós, mi querido Yao.

—Adiós maestro.

Dio media vuelta y lo vi alejarse, despacio.

¿«Calentito»? No me lo podía creer. Jung Kwae, el más serio y callado de todos los hombres que he conocido, ¡hizo un chiste!

De repente y sin saber por qué me eché a reir.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Ironías «made in Loki» por todo este gran relato. La historia me parece superinteresante, y la narración de los combates muy vívida. Me encantan detalles como los del pelo-hacha de la «imbuida» y la secuencia 10-12 😉

  2. Walkirio dice:

    Normalmente, suelo coincidir con la clasificación de los relatos y para ir «in crescendo» empiezo a leer por el último y poner la guinda del pastel con el ganador. Al terminar tu relato, me he frotado las manos pensando en la calidad de los siguientes que me quedan por leer.

  3. levast dice:

    Efectivamente, un relato de gran nivel, sobresalen los efectos sobrenaturales y las peleas retorcidas.

  4. SonderK dice:

    sin lugar a dudas este relato tiene el sello de Loki, y afortunadamente sigues consiguiendo que me sorprenda, por la la fluidez, la ironicidad y esos pequeños gags que tanto conozco. Una historia llena de guiños y genialmente terminada, solo espero poder seguir leyendo mas relatos suyos, gran maestro.

    pd: echo de menos un poco mas de chica en la historia, que aunque interesante se queda en lo mas superficial 😉

  5. marcosblue dice:

    Éste ha sido el relato que más me ha interesado por ver cómo terminaba. Creo que has hilado una historia compleja, donde te has propuesto un reto complicado y lo has resuelto en su propia lógica. Lo mejor que puedo decir es que he disfrutado mucho leyéndolo, y que si me hubieras metido veinte páginas más, encantado de la vida (Jung Kwae en los infiernos en busca de su hija, no nos lo podemos perder, tío, y que Yao Ming tuviera que ir a ayudarle…) Como sigas así, te regalo una impresora.

  6. laquintaelementa dice:

    Es que yo creo que Loki se tenía que marcar un largo y hacer la segunda parte… pero eso le restaría tiempo de subir niveles de hechicería y matar orcos 😛

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