La apuesta de Axia
por levastVenid, acercaos a mi fuego. Os esperaba, había oído vuestras pisadas hace largo rato, aventurado explorador. No temáis, en esta aislada cueva tengo abrigo y algo de comida estofada. Descansad esas piernas, conozco la mayoría de los recovecos de estas grutas, por lo menos en esta noche habéis tenido suerte. Como habréis podido comprobar es fácil perderse y desesperarse en los retorcidos túneles de Thoom, pero son la única puerta de entrada a los Dominios de la Condenación. Lo que os espere después… sólo depende de la maldita fortuna. No os queda mucho trayecto, ocultaos y protegeos esta noche, sería una lástima que el acero de un poderoso guerrero como vos no pueda enfrentarse a los desafíos de los Dominios. Yo he contemplado lo suficiente de esas tierras para que toda mi alma se estremezca cada vez que las recuerde. Escapé y sobreviví y, en su momento, decidí que mi experiencia resultara de utilidad a otros hombres. Por eso habito aquí y allá en estas lúgubres galerías ayudando a las patrullas de guerreros y exploradores a cambio de algunas monedas. Sea generoso, mi señor, la nobleza de su heráldica os delata, ja ja ja, ¡Bravo!, no os arrepentiréis de mi compañía esta noche.
«Desafiar al destino», es lo que muchos aventureros confiesan que vienen a buscar. Son palabras vacías, creedme. Una broma cruel, me atrevería a afirmar. La mayoría persiguen los quiméricos tesoros del antiguo Imperio Arcano, desvalijar sus viejas tumbas, expoliar las secretas reliquias. Iniciar la gran reconquista, la liberación, la gloria de ser el héroe que más distancia haya alcanzado en esos abismos. Todas esas intenciones son nobles, pero enfrentad la primera mirada insana de esas diabólicas criaturas y decidme si no valdría la pena huir con la primera piedra valiosa que arranquéis. Os felicito, muchos retroceden incluso antes de alcanzar estas cuevas. Si no os han acobardado los cientos de lápidas que os dan la bienvenida tras la ciénaga que antes fueron los acantilados turquesa de Oniss, si no os han estremecido los espantosos versos que grabaron sobre las ancestrales piedras los últimos condenados que huyeron de la maldición del Imperio Arcano, si los burlones ecos que retumban en estas mohosas paredes no os han desesperado, entonces sois digno de combatir en los Dominios de la Condenación. Os aseguro que, a pesar de haber estado al otro lado, ningún consejo ni advertencia puede aventurar lo que os espera. Sólo conozco alguna historia del viejo Imperio, lo que fue, lo que pudo ser y en lo que se ha convertido.
Es imposible saber por qué razón el brillo del Imperio Arcano se transformó en la decadencia de los Dominios de la Condenación. Ni sabios, ni adivinos, ni exploradores han conseguido desentrañar los secretos de su caída. Más allá de rumores, de leyendas y de mitos… lo único cierto es que su recuerdo sigue vivo. Porque por las noches, en nuestros sueños, los dragones carmesí vuelven a trazar estelas de fuego en los cielos y las razas inmortales desfilan con paso galante para celebrar sus victorias; porque seguimos silbando canciones que evocan tierras de amaneceres boreales y luminosos manantiales. Pero la gloria del Imperio Arcano se derrumbó. Se dice que sus monarcas, en su cúspide de poder, desafiaron con arrogancia los secretos y las leyes de los viejos espíritus y pactaron con fuerzas que no pudieron someter. Se dice que sus dioses se enfrentaron en una guerra colosal y que, antes de caer en el olvido, maldijeron durante una eternidad a sus adoradores. Se dice que las razas esclavas que construyeron sus majestuosos palacios y monumentos se rebelaron y desataron abominaciones ancestrales que desterraron toda vida natural. Nadie sabe si alguna de estas versiones es auténtica. Puede que todas tengan algo de verdad. O puede que, sencillamente, todas sean un cuento, y que el Imperio Arcano nunca existiera y que esas diabólicas tierras siempre hayan sido los Dominios de la Condenación. Lo único cierto es que tiene que haber algo que haya atraído a centenares de luchadores osados, a conjuradores, a jinetes indomables, a generales desterrados, a sacerdotes impíos o a herederos de reyes a desafiar sus peligros. Sus nombres resuenan todavía en las leyendas cantadas por los bardos y en las historias de los polvorientos pergaminos. Si sobrevivís, también vuestro nombre será reverenciado por las masas. U olvidado, como si no hubiera existido jamás. Como le sucedió a Axia. No tratéis de hacer memoria, jamás habréis oído hablar de ella, solamente era la vulgar hija de un carretero de Lanecaster. Pero merece la pena que escuchéis su historia.
No era noble ni insigne; no portó jamás uno de los grandes estandartes de la caballería ni perteneció a una guardia, a un ejército o a un gremio. Era Axia una guerrera de técnica hosca y estilo rudimentario, sin ortodoxia. No entendía de normas de duelo y combate, era todo arrojo, voluntad e instinto. Eso no se aprende, se nace con ello. Y sí, se aventuró en los Dominios de la Condenación, pero por una razón… digamos que peculiar. Sus temores eran mundanos y su conocimiento limitado. Era fuerte porque sabía disimular sus defectos, y era dolorosamente bella porque era un desafío desentrañar sus encantos. Era de piel bronceada como todas las mujeres de la llanura de Lanecaster; sus músculos eran fibrosos, siempre tensos, al igual que sus ojos de color miel, vivaces y acechantes. Su pelo era negro, corto y rasurado porque no quería ningún obstáculo en la lucha. Poco más que ropa de cuero desgastada, un viejo morral, un escudo de madera a la espalda, unas duras grebas para proteger sus piernas y su eterna cimitarra mellada eran su invariable equipaje. Reía a carcajadas más que hablaba y no distinguía en el trato al pordiosero del opulento. Y así fue como la conocí por primera vez, cuando me liberó de mi encierro en las catacumbas del faro de la Costa del Colmillo. Pronto aprendías de ella que era desprendida y despreocupada. El oro y los tesoros no parecían quitarle el sueño. Si alguno de sus secuaces estaba insatisfecho, le daba su parte. Casi nunca reclamó una recompensa, siempre se cobraba su parte con lo que desvalijaba en la misión. Detestaba que la llamasen mercenaria. Ella era una guerrera, una luchadora, una astuta ladrona sin remordimientos.
Todo aquel que luchaba con ella, compartía con intensidad los días y las noches. Poco se conoce de su pasado, nada más que nació en la llanura de Lanecaster, sin más propósito en la vida que despertarse y buscar una buena razón para pelear. Puedo afirmar que nunca la he visto desandar un camino de vuelta ni reposar su cuerpo dos veces en la misma cama o en la misma cuneta.
Pero, oh, caballero, también tenía sus debilidades. Era ignorante, confiada y la persona más supersticiosa que jamás haya conocido. En las ciudades se perdía entre las primeras tabernas que pisaba, derrochando lo poco que hubiera robado. Nunca se le dio bien contar o sopesar las monedas y las joyas. Afirmaba que, cuanto más ligera de carga, mejor se movía. Nunca se esforzó en aprender a leer aunque se burlaran de ella. Temía y odiaba todo lo que no se pudiera explicar a simple vista o destruir a golpes. Repudiaba la magia y las artes ocultas de los grimorios. Pero en un mundo bizarro como el que vos y yo conocemos, esta aversión rozaba lo demencial. Ningún conjurador o nigromante, ningún ilusionista o clérigo ha luchado o explorado a su lado. Renegaba de cualquier amuleto de protección. Temía las maldiciones de los dioses pero nunca hizo una mísera ofrenda en sus altares ni respetaba los ceremoniales sagrados. «Si van a juzgarme cuando muera, que los dioses se entretengan contando los cadáveres que haya dejado en la batalla», me confesó una noche la desdichada blasfema. No tenía remedio. Hace tiempo, le contó a su amigo Gröus, el montaraz enano, que, siendo una niña, una bruja nómada leyó su mano y aventuró los caminos por los que iba a discurrir su destino. Podría ser la comandante escarlata de un ejército sin misericordia que marcharía invencible durante generaciones. O podría ser la reina consorte de un monarca negro y gozaría del servicio de cientos de esclavos de marfil. Ninguna de esas venturas satisfizo a la niña. Escupió en el suelo e insultó a la vieja y ésta maldijo a la pequeña Axia con fatalidades y desgracias eternas. Es posible que, desde entonces, la única ambición de su vida fuera esquivar el azar de esos destinos.
Odiaba la soledad, buscaba la compañía de forasteros como ella, de camaradas que terminaban traicionándola y de embusteros que la divertían momentáneamente. En la cama ella elegía, tomaba y daba placer a discreción. Cuando ardía su deseo, sus brazos y sus piernas atrapaban al primer hombre que sostuviera su mirada. Nunca prometía nada ni sucumbía ante los agasajos y ofrendas de sus amantes. Yo mismo fui testigo, cuando nos cruzamos con una expedición del reino de Histhya, de cómo sus pechos y sus piernas sedujeron a su ilustre príncipe. Él era tan bellaco como Axia pero no dudó en prometerla grandes fortunas si huían juntos. Ella no esperó ni un día en abandonarlo. Nunca renunciaba al placer pero la protección y las joyas ya se las procuraba ella misma.
No os durmáis, caballero, es posible que os esté aburriendo relatando el indomable carácter de Axia pero os divertirá más oír alguna de sus hazañas. Sois afortunado, no encontraréis a otro que haya compartido luchas con ella. Nadie que haya cruzado espadas con ella o contra ella se encuentra entre los vivos. Elegiré un curioso suceso para ilustrar su pericia y su delirante valentía.
Hace varios años pernoctamos en Yuth, la Ciudad de los Penitentes. Una simple ciudad de paso, triste y deprimida, de habitantes callados y recelosos. En la taberna del Jabalí Herido desmontamos y pasamos la noche. Qasdiam, uno de los viejos aliados de Axia, un veterano vaciabolsillos, escuchó un rumor entre los reprimidos vecinos. El gobernante de la comarca y sumo sacerdote del culto de Kiuj, ofrecía una jugosa recompensa por recuperar una valiosa gema. La gente sospechaba que la habían robado los salvajes de la montaña Talmut y Axia no dudó en dirigirnos allí al día siguiente. Ascendimos agotados la empinada montaña, surcado de vertiginosos pasos estrechos y un viento seco y cortante. La cima se coronaba por una antigua fortaleza vigía. El montaraz enano descubrió una escalera secreta que descendía hacía unas angostas catacumbas. Qasdiam puso la oreja en varias paredes y nos dirigió hacia la entrada en la que detectaba ruidos. Avanzamos por una galería de piedra resbaladiza bajo un fuerte hedor a podredumbre. Unos terribles cánticos y unos agudos gemidos nos guiaban. Los frenéticos movimientos de antorchas nos mostraron un espectáculo de danzas obscenas al borde de la locura. Hombres y mujeres desnudos se contorneaban, acariciaban y se retorcían alrededor de los tentáculos de una gigantesca criatura amorfa. Era una especie de masa rezumante, de piel blanca y membranosa que palpitaba de forma antinatural. Sus fanáticos adoradores se deslizaban de forma gozosa entre sus monstruosas formas, rozando su sexo con salvaje carnalidad. Entre las carnes espesas y pálidas de la criatura brillaba una extraña luz purpúrea. Empezamos a discutir cómo asaltar tan sorprendente desafío. Qasdiam prefería esperar a que durmieran. El montaraz apostó por preparar sofisticadas trampas. Axia no opinaba. Sin consultar nada, se desprendió de las grebas y las ropas y, completamente desnuda, se colgó la cimitarra a la espalda. De esta forma se adelantó y se mezcló entre el resto de adoradores. Unos tentáculos se empezaron a acercar a su cuerpo, buscando sus orificios. Axia se dejó llevar simplemente para acercarse al cuerpo principal de donde emanaba un fulgor púrpura. De una patada se zafó del tentáculo y se lanzó en un fuerte impulso sobre la masa purulenta. Descargó un furioso corte que sorprendió a la criatura y a los salvajes adoradores. El ser se tambaleó y dirigió sus tentáculos hacia la guerrera. Axia se lanzó corriendo sobre la misma piel membranosa del monstruo y empezó a golpear con los puños y las botas sobre el tajo que había abierto. Lo hizo tan profundo y abierto que se pudo ella misma introducir en las pestilentes entrañas de la criatura. Con violentos y frenéticos sablazos, Axia fue capaz de arrebatar la gema ovalada que se escondía dentro del ser. Con la misma brutalidad, arrancando la piel de la impía criatura, volvió a resurgir llevando consigo el objeto mágico. Al desprenderlo de su interior, el cuerpo de la criatura fue transformándose repentinamente en piedra, por lo que Axia saltó en el último momento para evitar verse atrapada dentro de la colosal estatua. De alguna forma, el ídolo de piedra que era venerado por aquellos salvajes había cobrado vida con el poder de la gema. Los perturbados adoradores huyeron en tromba de las cuevas. Axia, con total tranquilidad, nos dijo que estaba agotada y que al amanecer descenderíamos de nuevo a Yuth, por lo que acampamos en la misma montaña. A Axia le fascinaba la gema, un óvalo no más grande que una cabeza, de tacto suave y con brumosos tonos púrpura que mantuvo entre su torso toda la noche. Para abrigarnos en las frías cuevas de la montaña nos tapamos con la cálida piel que había arrancado de la criatura.
En la corte fuimos recibidos por Lord Arius, el Sumo Sacerdote, el implacable gobernante de las sometidas tierras de Yuth. Satisfecho por recuperar uno de los siete ojos del avatar del dios Kiuj, el Contemplador, ordenó a sus súbditos traer dos cofres repletos de monedas y valiosos brillantes. Axia, con aire distante y acariciando la valiosa gema mágica, contempló el tesoro y luego el petulante rostro del tirano.
—Vuestra oferta no me impresiona, estimado señor —reclamó dirigiéndose a Lord Arius—. Me he encaprichado de esta piedra, ya veis. Yo la encontré primero y me la quedaré. Os anuncio que, al no haber recompensa, repartiré mi botín entre mis compañeros.
Depositó la piedra en el suelo y con un fuerte taconazo de su bota la hizo estallar en varios fragmentos. El arrogante sacerdote gritó de forma espantosa como si le hubieran arrancado el mismo corazón. Se derrumbó en el suelo entre violentas convulsiones, tirándose de los pelos, escupiendo espuma por la boca. Sus súbditos estaban aturdidos y se pusieron de rodillas a rezar. Axia recogió los fragmentos de gema púrpura mientras sus dos compañeros tiraban de ella para huir. Aaah, ese carácter… nadie podía saber si era una bendición de los dioses o su maldición más macabra. El enano Gröus, mientras hacía guardia con Axia durante la noche, la preguntó:
—Después de profanar el mismo templo de un dios, querida Axia, no sé qué es lo próximo que nos podemos esperar de ti. ¿Acaso lo siguiente no será lanzaros al asalto de los mismísimos Dominios de la Condenación?
—Si esa es una apuesta, amigo, la acepto encantada —respondió Axia entre carcajadas.
Aaah, qué recuerdos. Percibo que no os ha gustado mucho mi relato. El gesto de vuestra cara es incómodo. ¿Acaso es por el frío? Azuzad más el fuego, por favor. Os noto intranquilo, tembloroso. Mi afán, simplemente, es entreteneros aunque admito que no soy el mejor narrador de historias. Hay algo extraño en mi historia y ya lo estáis empezando a notar. ¿No imagináis cuál es mi papel en la vida de Axia? Os lo he ocultado a conciencia pero no es por falsa modestia. Es solamente porque me gustan los juegos. Ja ja ja, vuestra cara os delata, algo del misterio ya estáis adivinando. A pesar de que la historia que estoy tejiendo os resulte confusa pronto comprenderéis todo. No os perturbaré con más intrigas, mi señor. Las desdichas, compartidas, son menos amargas. Porque Axia y vos compartís una gran desgracia. A mí.
¡No corráis, no huyáis! Este pánico tan repentino es impropio de un noble guerrero como vos. Eso es, sentaos, aprovechad el calor de la hoguera esta noche. Os confesaré un secreto. Me pertenecéis. De mí no hay ya escapatoria posible. Mía es ahora vuestra vida y vuestra desgracia. Os he enredado fácilmente con mi relato. Ya lo estáis notando en vuestros pensamientos y en vuestra piel. Ya intuís quién soy. Soy un espírituduende, soy un maldito bastardo incorpóreo. Mío es el poder de habitar los cuerpos de los hombres y someterlos a mi voluntad. Mía es la habilidad de corromper las mentes y las almas para hundirlas en la desesperación hasta que se quiten su propia vida. Así ocurre ahora con vos y así fue con Axia. Relajaos, ahora os detallaré el testimonio de mi más profundo rencor hacia esa maldita mujer.
Axia. Estúpida ignorante. Si hubiera tenido algo de conocimiento en esa dura cabeza hubiera entendido qué significaban las viejas runas que me aprisionaban. Pero ella frotó la polvorienta vasija, abrió el tapón… y me liberó. Estando prisionero me ardía la ansiedad por poseer un cuerpo humano. Pero, ah, cruel destino, imaginé que sería una víctima fácil, un divertimento temporal. ¿Cómo iba a adivinar que iba a resistir mi dominio con aquella entereza durante tanto tiempo? Boba, palurda, en muchos momentos hubiera preferido que me exorcizaran a seguir habitando su infecto cuerpo. Mi cometido es arrastrar a los hombres a la desesperación pero esa vulgar bobalicona consumía mi paciencia. Yo quería ser sutil, castigar su cerebro, susurrarla groserías y maldiciones por las noches cuando iba a caer en el sueño. Pero me ignoraba. A nadie le confesó que había sucumbido a una posesión; ni para pedir ayuda ni para arrancarme de su cuerpo. Era su aprensión a la magia la que me retenía en su cuerpo. Con lo fácil que le hubiera supuesto abjurarme acudiendo a buen grimorio o a un ceremonial en un templo consagrado. Prefirió resistirme, sufrirme como una vieja herida que no cicatriza. Me enojé. Atronaba sus oídos cuando se quería concentrar y envenenaba sus sueños con retorcidas pesadillas. Su solución: si no podía dormir bien, se agotaba más durante el día para caer antes rendida por la noche. Furioso, decidí que si no podía corroer su mente, socavaría su cuerpo. Erosioné sus huesos para que tardaran en sanar con cada herida. Confundí sus sentidos para que se perdiera en los oscuros bosques. Pero nunca se rindió. Ningún compañero la vio nunca hincar la rodilla o compadecerse de sí misma, seguía siendo la primera en arrojarse en la batalla. Incluso cuando mis artimañas infectaban sus heridas y hacían sus brazos tan pesados como yunques. Años y años habitándola y… no conseguía hacerla caer. Era incapaz de minar su cuerpo y su mente. Pero quizá su espíritu… Decidí humillarla de las formas más cruentas. Retorcí sus entrañas para que jamás, si alguna vez lo deseó, engendrará vástagos después de fornicar con sus nauseabundos amantes. La volví torpe para que errase en las luchas más peligrosas y sus compinches más apreciados fueran muriendo en simples emboscadas. Volví su cara amarillenta y enfermiza, emponzoñé su aliento y corroí sus genitales para hacerlos tan repugnantes como un cenagal y así los hombres tuvieran náuseas al desnudarla. No le importó. Se alejó de cualquier abrazo carnal. Prefirió quedarse sola… conmigo. Nunca me desafió ni insulto. Al contrario, maldita sea su alma. Me hablaba por las noches, me canturreaba, dialogaba conmigo. Yo la seguía despreciando, la auguraba todo lo que iba a sufrir y padecer, pero ella no se lamentó ni me suplicó. Yo era lo único que le quedaba. Y yo, un espírituduende que rivaliza en sadismo con los súcubos, me desesperaba y enloquecía prisionero en el cuerpo de esa vulgar guerrera. Axia ya no poseía nada, excepto su última obligación.
En el trayecto a los Dominios de la Condenación, Axia se plantó antes las horribles y milenarias tumbas que, como una alfombra de desolación, dan la bienvenida a los aventureros. Reflexionó unos segundos antes de emprender el que sabía que era su último combate. Quería ganar la última partida, no sé si al destino o a la apuesta que tenía con el fallecido enano Gröus. Atravesó como un torbellino el interminable cementerio y ni siquiera se detuvo a contemplar los terroríficos relieves y versos que grabaron los últimos condenados. De todas formas, no los hubiera comprendido. Recorrió con ímpetu y sin temor estas mismas galerías. Yo la intentaba martirizar, llegando incluso a hacerle indigestas las comidas. La desanimaba transmitiéndola mi entusiasmo por verla sufrir, por saber el dolor que iba a padecer en los Dominios. Pero ella se sentía feliz, simplemente porque conservaba fuerzas para correr. Y, tras descender un saliente de los túneles, nos encontramos en los desolados Dominios de la Condenación. Comenzaba una desesperada cuenta atrás. Nada más caer sobre la superficie de ceniza nos envolvió una densa bruma, cortante como filamentos de diamantina. Los Dominios no eran oscuros pero sí de un blanco pálido y enfermizo que los hacía más terroríficos. Un frío gélido acompañaba los agudos gemidos de criaturas que se ocultaban en un inmenso paisaje de ruinas ancestrales. Por los cielos surcaban sombras acechantes que se movían con inquietante simetría. Se intuía el arrastrar de pies de figuras que parecían vagamente humanas. Axia hizo lo único inteligente que la he visto hacer. Correr. Con un arrebato animal, con un empuje diabólico. En su carrera aplastó huesos y escombros, esquivó cadáveres animados que se lanzaban a dentelladas y golpeó a carroñeros voladores de alas afiladas. No se podía entretener, aunque adorase el combate, si se quería demostrar que era la que más terreno había atravesado en los Dominios, debía sobrevivir. Porque en cada golpe se quebraban sus frágiles huesos y se le abrían viejas heridas. Aprendió en poco tiempo que debía ser más sigilosa. Porque no solo había criaturas decadentes, también otras, veloces y hambrientas como demonios. Había que correr más. Yo la compadecía y la animaba a quitarse la vida. No me quería escuchar. La tierra temblaba. Se oían gruñidos de criaturas que acababan de despertar. Cruzó un lago helado y esquivó a unos seres anfibios de ardientes ojos escarlata. Las hordas se acercaban. Atravesó un erial en el que se exhibían en grandes picas los podridos cadáveres de antiguos exploradores. Necrófagos grises se arrastraban buscando carne. Axia ya cojeaba, agotada. No miró atrás, nunca había perdido una apuesta. Sus ojos divisaron a lo lejos una lanza clavada con un blasón de la Casa Garoud, el ejército al que las leyendas le otorgan el mérito de haber llegado más lejos en las tierras de los Dominios. Maldije su suerte, Axia había ganado la satisfacción de haberlos superado. Aún así, siguió adelante y ni se planteó retroceder para salvarse. Ya estaba demasiado lejos. De las madrigueras, de los pozos, de los escombros, las hordas acechantes salieron a la luz. Cientos de criaturas deformes, demoníacas, de escamas puntiagudas, colmillos retorcidos, ojos ciegos y gargantas hambrientas, cayeron sobre Axia. Ella blandió su cimitarra y empezó a machacarlos. Me resigné, si no había conseguido hundirla en la desesperación, al menos vería morir su cuerpo. Combatió a las feroces criaturas con la cimitarra hasta que se la arrebataron y luego resistió con los puños. La derribaron y aplastaron su cabeza con brutalidad contra el suelo. Aullaron victoriosos, violando a continuación de forma repugnante su cadáver. Levité sobre la escena sintiéndome por fin liberado. Pero después de unas horas, observando el final de Axia, vejada y derrotada por una jauría de seres infectos… sentí lastima por ella. Decidí poseer a una de las criaturas más fuertes y levanté su cadáver. Examiné su cuerpo, surcado de viejas cicatrices, mordiscos, profundos cortes e insoportables llagas. Un olor fétido me llegó de su ultrajado sexo. Mi rival más odiado no se merecía algo así. Arrojé su cuerpo a una lava ardiente para que no la devoraran los carroñeros. En paz, Axia, mujer indómita.
Bien, mi noble caballero, poco más os tengo que contar. La noche se nos ha escapado en un suspiro, ya veis. No me guardéis rencor, vamos a compartir mucho tiempo juntos. Entiendo que será duro contemplar vuestro reflejo y comprender que vuestra cara y vuestro cuerpo ya no os pertenecen. Venga, levantaos, que hay que aprovechar la luz del amanecer para atravesar estas cuevas. Los Dominios de la Condenación os esperan para poneros a prueba. ¿Qué ocurre, tenéis dudas? Ya sabéis que el otro camino es el de regreso, el de la rendición. No seáis cobarde, soy un espíritu caprichoso, adoro los juegos. Ya os he mostrado el destino de Axia, así es que no me decepcionéis. Decidíos, al menos por un día demostrad que estáis a su altura.
Comentarios
Como siempre me ha gustado mucho ;). Me encanta como escribes, la introducción que haces a la historia y lo cruento del final de Axia
un genial giro de la historia! ha echo que me enganche hasta el final, personajes enormes, Axia y su espirituduende, final oscuro pero honroso, me ha encantado.
Muy bueno Robertillo me ha gustado mucho, quizá en algún párrafo que he encontrado algo denso me he perdido, pero por lo de más el personaje de Axia me ha cautivado. Ale a seguir así.
Magníficamente escrito, un relato tenebroso, duro. Le encuentro una significación existencial en esa lucha contra tu «parte oscura», escenificada en el espirituduende, muy interesante. Y todo envuelto en una atmósfera onírica, como una pesadilla real. El personaje de Axia está perfilado a la perfección, y el mundo en que transcurre la historia. Muy bueno, Rober, muy bueno.