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La amargura de los remordimientos

por

Las luces empiezan a apagarse en la estación de Metro de Callao. Son las dos de la madrugada y sólo alumbran los focos de emergencia y la pantalla del ordenador portátil del joven que se hace llamar «Kaín». En ese momento, a unos pasos, una figura alta y delgada suelta un sonoro «joder» mientras rebusca nervioso en una papelera alguna colilla que llevarse a la boca. A tientas, consigue palpar una cajetilla que, con suerte, esconde un último y olvidado cigarrillo. El tipo, ahora sonriente, camina despacio hacia el banco de mármol mientras trata de encender el pitillo. Un rostro huesudo, una nariz afilada, una piel ajada, una melena grasienta y un cuerpo menudo que se escabulle entre su ropa de mendigo marcan el aspecto de Chema. Al joven, a quien ha conocido hoy, le saca unos treinta años. Hacía días que Chema no hablaba con nadie. El muchacho, que hace rato que no le hace caso, está concentrado en el portátil desde que capturó una señal wifi. Hace ya un par de semanas, desde que abandonó la casa de sus padres con una mochila y una tarjeta con un crédito escaso de doscientos euros, que su aspecto no es el mismo. Los días en la calle han transformado su cresta engominada en un encrespado peinado, el perfecto corte de su perilla en una barba descuidada y su ropa de marca en un atuendo sucio y arrugado. Pero hay algo que no ha cambiado en él, y es su actitud: todo le importa una mierda.

—Oye, ¿ya funciona ese cacharro? —pregunta Chema mientras acerca la cara a la pantalla y tose sobre la misma tras la primera calada.

—Quita, tío, me vas a manchar la puta pantalla —el joven Kaín aparta a su compañero de un empujón y sigue tecleando—. Dame un minuto, tengo que responder a unos cuantos mensajes. Mis colegas quieren saber qué tal me va viviendo en la calle. Tú sigue contándome tus batallitas y no tires el filtro que quiero liarme luego un poco de hierba.

—Quería decirte que me resultó chocante que celebraras tu dieciocho cumpleaños escapándote de casa.

—No me he escapado ni nada de eso. Yo no huyo de nada ni de nadie, me he ido porque me ha dado la gana —replica Kaín con aire arrogante.

—Bueno, el caso es que lo que te quería contar también comenzó cuando cumplí la mayoría de edad. Miento, a ella la conocí unos días antes. Estaba en la facultad de Letras, con libros y apuntes bajo un brazo intentando convencer a unos compañeros para que me invitaran a una birra. Entramos en el bar y entonces la vi por primera vez, de espaldas, intentando hacerse sitio en la barra. Me hizo gracia. Ahí la veías con su cuerpecillo menudo, una minifalda oscura de cuero, unas mallas muy pintorescas y su melena oscura alborotada Es de esas veces que te quedas mirando a una chica, pensando si no quieres que gire el cuello y que se rompa el encanto o que por fin la mires la cara y  te felicites por lo que ven tus ojos. Cuando llamó la atención del camarero de un silbido y se giró exultante con su jarra de cerveza entre las manos, su mirada y su sonrisa me arrebataron por completo.

—­Entonces… ¿estaba buena?

—Sí, para mí sí —contesta Chema, algo desconcertado, después de una pausa—. No sé cómo explicártelo, no era la típica niña bien de entonces pero era esa actitud viva y desafiante que tenía contra todo y esa cara de niña pícara y traviesa lo que me desarmaba en cada encuentro que tenía con ella. Y tenía un buen cuerpo, delgada y con todo en su sitio. Era una loca flor salvaje. Invitamos a su grupo a esa ronda y empezamos a charlar. De esto, de aquello, de los estudios, de lo caros que eran los conciertos, de cualquier cosa con tal de que se quedara un rato más. Me lancé y la invité a mi cumpleaños, ese domingo. No sé cómo será ahora, pero entonces consistía en bajarse al parque, reunir unas litronas y esperar a que fueran llegando los colegas mientras atronábamos con un loro.

—Un «loro», jajaja.

—No te rías, joder. Ese día la fiesta no iba mucho conmigo. Estaba nervioso y no hacía más que levantarme del banco, mirar alrededor y buscarla con la mirada. Recuerdo que era el año 82 y ese domingo tocaban elecciones generales. Mis amigos se descojonaban intentando convencerme para ir a votar. Pero, imagínate, a media tarde ya habíamos agotado varias cajas de botellines y no nos podíamos ni levantar del césped. Ya estábamos recogiendo, porque la pasma se empezaba a asomar buscando joder un poco, cuando ella apareció. Iba con unas amigas y se había maquillado un poco los ojos y los labios. Pensé que estaba más perfecta todavía que cuando la conocí. Mandé a un colega a por más cerveza a una bodega y volvimos a charlar. Más en serio, más de nuestros problemas y de nuestros sueños. Para mí ya no existían ni amigos cantando, ni césped mojado, ni birra caliente, ni viejos paseando. Sólo ella y una cara que no le ponía pausa a una sonrisa contagiosa adornada con unos dientecillos mal encajados. Yo estaba…

—Flipando, ya.

—Oye, sigue con tu máquina, no me interrumpas. Nos bajamos a los bares buscando la excusa para despegarnos del grupo. Por la noche, las calles estaban abarrotadas de gente entusiasmada por el triunfo electoral de Felipe. Alegrarse por unos políticos, vaya cosa más estúpida. Nosotros nos reíamos de todo y, sin pensarlo, atravesamos las callejuelas, primero agarrados de la mano y luego abrazados. Sobre la luna de un escaparate la apreté contra mi pecho y besé su boca con una infinita ansiedad. Los cláxones y los gritos nos ensordecían y una marea de gente con banderas y claveles rojos nos rodeaba, pero nosotros permanecíamos inmóviles, fundidos en una sola boca, saboreando el paraíso. Era el principio. Y en pocos días abandonamos todo lo que eran nuestras vidas hasta entonces.

—Y empezaron vuestros problemas… —interrumpe Kaín en un tono burlón.

—Puede ser, pero nunca hicimos algo que no deseáramos. No tardamos en alojarnos en casa de algún amigo. Frecuentábamos casas de okupas, nos apuntábamos a todas las manifestaciones de entonces y nos movíamos en el ambiente punki de la época.

—Punkis… creo que esos eran cavernícolas, ¿no?

—Pues ya se ponían tachuelas en la jeta mucho antes de que fuera una moda para niñatos como tú. Estábamos en la calle todo el día y apenas pisábamos por la facultad o por las casas de nuestras familias. Y, bueno, hay que admitir que nos metimos hasta el fondo en problemas muy serios. Pero es que se sumaron muchas cosas. La frustración por el futuro. El desencanto. Las ganas de dar por culo a la autoridad. El alcohol ya no era suficiente para divertirse y evadirse y la heroína se deslizó muy despacio en nuestras vidas. Nos juntábamos unos cuantos colegas y ocupábamos algún bloque durante días hasta que llegaba la policía. Por las noches, nos tumbábamos sobre colchones y empezamos a fumarla. No tardamos en pasarnos a la jeringuilla.

—Lo de pincharse es algo jodido. Sólo he dejado que me toque la aguja de mi tatuador.

—Como te he dicho, si no veías una alternativa a la vista, era imposible no caer. Nos hicimos adictos. Pero no dejamos de disfrutar el uno del otro. Éramos inseparables. Cuando el grupo ocupaba alguna vivienda, buscábamos nuestro rinconcito a solas para acostarnos juntos y follar a gusto. Con la heroína teníamos nuestros momentos. Era como algo nuestro, que compartíamos con intensidad hasta el fondo. Y se hizo tan cotidiano y necesario como nuestras conversaciones, nuestros besos y nuestros polvos. Pero, ya sabes, la factura es muy alta.

—Yo me conformo con mis canutillos —comenta Kaín mientras sella el cigarrillo con la lengua y se lo enciende a Chema—. Aspira un poco de este polen mágico.

—Gracias, tío. Todo se empezó a complicar muy rápido. Los amigos iban abandonando y los favores ya no salían gratis. La necesidad exigía sacrificios y empezar a luchar por la subsistencia. Y empezaron las discusiones. Y también buscar dinero de la nada. Y comer desperdicios y vagabundear para encontrar un techo. Y sisar dinero a tus viejos. Ella pudo tirar de la compasión de sus padres. Yo me colaba en casa de los míos y vaciaba los monederos o vendía alguna radio o transistor. Hasta que cambiaron la cerradura y yo me enfurecí rompiéndoles el buzón. Eran malos años pero íbamos tirando. Cada noche nos entregábamos a nuestra dosis, a nuestro ritual de intercambio de sangre y saliva que nos hiciera flotar y dormir. Me solía despertar para contemplarla dormida, pálida y ausente en sus sueños opiáceos. Acariciaba su blanca piel y recorría sus flacos brazos para darle calor. Te puedo asegurar que en los peores momentos, en los días más hambrientos y en las heladas noches de abstinencia sólo nuestro amor nos mantenía en pie. También intentamos escapar de esa miseria. Ella acudió a sus padres y durante algunas temporadas ingresó en desintoxicación. Yo también me alejé del ambiente enfermizo del Madrid de esos tiempos en la casa de unos familiares en otra provincia. Pero yo era débil y no tardaba en recaer. Porque la sensación de la droga fluyendo por mis venas me recordaba a ella y me ayudaba a revivir todos los buenos momentos. Cuanto más separados estábamos más nos necesitábamos mutuamente. Nos habíamos hecho tan dependientes el uno del otro que nos consumía el vivir alejados. No tardamos en volver a patear la calle y en vivir entre portales y cartones. Y volvimos a la dinámica de la droga, más en serio, hasta las entrañas. Empezamos a robar, a quitar radios de los coches, a pedir calderilla en alguna iglesia y a amenazar chavales a la salida de los recreativos a punta de navaja. Casi nos turnábamos en las visitas a los calabozos. Los días eran tan miserables que parecían la continuación de una mala noche de insomnio pero siempre, alguna caricia de sus dedos, alguna broma tonta, alguna sonrisa inesperada de las suyas o algún polvo inspirado te hacían olvidar las penurias y las náuseas.

—No sé cómo podía empeorar más lo vuestro.

—Siempre se puede escarbar al final del pozo, muchacho. Ya llevábamos tantos años metidos en aquello que el transcurrir del tiempo era algo era tan cambiante que a veces te sentías que escalabas por la montaña más escarpada y otras que te caías vertiginosamente por un barranco. Pero nunca abandoné la idea de que ella era lo único en este mundo que merecía la pena proteger. La necesidad de dinero nos llevó a dar otro paso desesperado. Cuando no te queda nada de dónde rascar lo único que puedes vender es tu propio cuerpo. Pero yo me negué a que ella fuese la sacrificada. Y discutimos, pero yo estaba decidido. Con voluntad y poca cabeza, me intenté meter en los ambientes más sórdidos del sexo para ofrecer mi culo y mi boca. Pero me estaba mintiendo a mí mismo. Ni aunque me arrastrara, ninguno de aquellos hijoputas iba a pagar ni un duro por un yonqui como yo. En secreto, volví al robo a punta de navaja por la noche, a las palizas traicioneras y a conseguir cuatro miserias por un anorak robado. Cuando volvía a nuestro colchón, ella me miraba con lástima y me intentaba consolar. Era duro pero volvíamos a tener nuestras dosis. Pero me seguía engañando yo solo y creo que por dentro lo aceptaba. Ella compraba la mercancía con mi miseria de dinero y, sin embargo, casi nunca faltaba caballo para ir tirando. ¿Qué es lo que pasaba? Aunque ella había quedado tan delgada que su cuerpo parecía un mero soplido de lo que fue, todavía su rostro era bello y con un poco de cuidado destacaba entre la media de nuestro ambiente. Ofrecía su cuerpo al traficante directamente por heroína. Cuando ya me parecía evidente, decidí acompañarla siempre. Cuando salía, nos mirábamos con tristeza, sin poder ocultar nuestros secretos, y nos abrazábamos.

—Tío, no sé si quiero seguir escuchando —se lamenta Kaín mientras se concentra tecleando en su ordenador.

—Todo estalló un mal día de Octubre. Yo la esperaba  alrededor de la casa de nuestro último traficante. Era una especie de chalet construido de la nada rodeado de viejas chabolas en la cañada. Parecía una fortificación. Era de noche, muy tarde, y ya empezaba a helarme el frío de otoño. Ella ya llevaba más de dos horas dentro y yo me consumía nervioso, calada tras calada de cigarrillo. Me llené de coraje y di vueltas a la casa. Todas las ventanas tenían rejas y las puertas eran de metal pesado. Pero uno de los cerrojos estaba mal encajado. Lo forcé y entré dentro. El contraste era evidente, miseria por fuera y lujo por dentro. En una habitación se oían gemidos,  en un dormitorio tenuemente iluminado. En la cama, un hombre follaba a lo bestia a una mujer que estaba atada y con una mordaza en la boca. Era mi chica, ¡mi chica! Y la estaba haciendo daño. Él se giró y me soltó: «Ya te puedes ir largando o te mato, yonqui de mierda». No lo soporté más. Me tiré sobre él y de mi cazadora saqué una navaja que le clavé donde pude. El tipo cayó al suelo pero era un cabrón muy fuerte, me intentó alcanzar la cara de una buena hostia pero agarré la navaja con las dos manos y le fui machacando el pecho hasta que no me quedaron fuerzas. Estaba impactado, pero enseguida me repuse y me dirigí a liberarla. Se levantó renqueante, dolorida y se me derrumbó en los brazos llorando y gimiendo. Nos vaciamos de lágrimas, allí mismo, caídos en el suelo. Me hubiera quedado toda la noche, abrazándola y protegiéndola, aislados los dos de ese puto mundo que nos machacaba. Me regaló una dolorida sonrisa, me secó los ojos y me apremió a que huyéramos lo antes posible de ese infierno. Parecía más viva que yo y tiró fuerte de mi brazo para levantarme. Se le estaba ocurriendo una idea. Me llevó escaleras arriba y se paró ante una puerta con candado que, no sé cómo, reventamos a golpes. Eso parecía la cueva del tesoro para nosotros. Millones de pesetas al contado en una caja de fuerte abierta y algunas bolsas de deporte con material no adulterado. Un billete de ida al paraíso. Se desplegaba la salvación y la esperanza a nuestros pies. La sonrisa de ella era más pícara que nunca. Y, de repente, algo volvió a cambiarlo todo. Un ansioso llanto en una habitación cercana nos sobresaltó. A oscuras, en una mísera cuna encontramos a un  bebé que lloraba, solo y angustiado. Era una niñita, muy poquita cosa, tan desamparada y maltratada como un perro abandonado. Ella meció al bebé entre sus brazos y lo acunó sobre sus pechos. Su cara delataba que había descubierto ese instinto que guardan tan adentro todas las mujeres. Me quedé un buen rato contemplando como mi chica cantaba una nana para calmar a la pequeña. En voz baja me rogó que nos la llevásemos con nosotros porque a la pobre criatura sólo le esperaba sufrimiento con los salvajes de su familia. Era una locura pero ya me daba igual todo, sólo pensaba en salir con vida y buscar una ruta de escape para salir de Madrid. Pero antes, nos lavamos y compramos ropa decente para no llamar la atención. Y bajamos al Metro. Y en ese momento una idea estalló en mi cabeza y toda mi ilusión se vino abajo. Era tan evidente que hasta mi rostro me delataba. Recuerdo tan claro ese momento que mis remordimientos me han torturado noche y día, desde entonces, por aquella decisión. Estación de Cuatro Caminos, línea directa a Atocha y luego un Talgo directo a la costa. Yo, clavado delante del vagón, inmóvil en el andén, sujetando una bolsa con ocho kilos de heroína pura. Ella, haciendo carantoñas al bebé y agarrando con fuerza una fortuna de sucios billetes. La besé profundamente, pillándola por sorpresa y acerqué la boca a su oído. «Siempre he sido la parte débil de este carro que hemos ido tirando juntos, mi amor. Si  permanezco contigo, las bestias terminarían encontrándonos y yo no me perdonaría en la vida que te volvieran a hacer daño. Me quedo hasta que las cosas se calmen y no os sigan la pista. Te quiero, loca.» Ella quería sujetarme y gritar pero yo ya no quise mirar. Me escabullí entre la gente y el vagón cerró las puertas, llevándose a mi chica y al bebé. Me derrumbé sobre un asiento y lloré las lágrimas más amargas de mi vida. Durante horas, decenas de personas y trenes circularon delante de mí como si nada y cuando parecía que  toda una vida había pasado delante de mis ojos, se detuvo ante mis ojos el mismo vagón que no me atreví a coger. Con un rotulador rojo, sobre un cristal, me dejó escrito: «Volveré a Madrid, te lo juro por mi vida, loco cabrón. Espérame siempre…».

—Joder, dejaste todo escapar, Chema.

—Es cierto, pero… —Chema toma una larga pausa y retoma sus pensamientos— creía hacer lo correcto. Sin embargo, con el tiempo, he llegado a la conclusión de que hacerse el héroe no tiene ninguna recompensa. Que las secuelas, que las consecuencias, que los sinsabores y las hostias las recibes tú y sólo tú y que nadie te va a dar ni una mísera palmada. Pero lo volvería a hacer una y mil veces. Porque creo que ella salió del pozo en el que habíamos caído y en el que yo la hundía cada día más…

» Después de leer el mensaje, me levanté y seguí adelante con una especie de plan temerario que me rondaba la cabeza. Bajé hasta el Retiro y lancé con todas mis fuerzas la droga sobre las aguas del estanque. Esa mercancía, aunque valiera una fortuna, quemaba como la pólvora. El clan del narcotraficante detectaría al instante el primer gramo que se moviera de esa mercancía. La siguiente parte del plan era todavía más radical. Me acerqué a un poli y le pregunté la hora. Cuando estaba distraído le solté en plena cara la hostia más fuerte que he pegado en mi vida. Le reventé la nariz y cayó desmayado al suelo. Toda mi vida había deseado sacudir con ganas a un madero.

—¡Ja ja ja! No me lo creo. ¡Ole tus cojones! ¿Por qué coño lo hiciste?

—Porque las calles eran una tumba segura para mí. Porque los clanes estaban afilando los cuchillos y no pararían hasta hacerme hablar y luego enterrarme en un agujero. Tampoco la cárcel era el mejor refugio pero es que mi cabeza siempre se ha movido por impulsos. Y, obviamente, los clanes mueven dentro mucha droga y tienen muchos contactos, así que había que ir con cuidado y no fiarse de nadie. Pero contaba con dos bazas muy valiosas: me necesitaban vivo y el tiempo corría a mi favor. Si los traficantes no recuperaban el dinero o la droga, pronto se verían superados por otras bandas rivales. Aun así, yo tenía que hacer un último sacrificio para que no existiera nada que los guiase hasta ella. Después de los primeros días de interrogatorios y de amenazas veladas, el síndrome de abstinencia me empezó a golpear fuerte. En el hospital, entre pesadillas y delirios, arranqué de mi interior el único rastro que podían perseguir esos lobos. Su nombre. No sé cómo lo hice, no sé como obligué a mi cabeza a olvidar aquellas letras que representaban todo aquello que había merecido la pena en mi vida. Y sigo sin recordarlo pero al menos conseguí que en los siguientes días no sucumbiera a la tentación de darles ni una sola pista. Porque fuera del hospital me cayeron encima las palizas de presos cómplices, las torturas de los funcionarios comprados y los brutales interrogatorios de los policías. Y me mantuve en pie y en silencio, apenas sostenido por un hilillo de vida. Y, por supuesto, con todo el dolor de mis entrañas, no debía ni acercarme a las drogas. Porque podían manipular mi mente o envenenarme con ellas. En aquellos durísimos días sólo me agarraba al pensamiento de la mujer que envié lejos de mi lado. Ella era mi auténtico refugio. El recuerdo de su sonrisa era mi calor y las formas de su cuerpo eran mi sueño y mi reposo. Esas primeras semanas fueron un auténtico horror para mi cuerpo pero me aferré a la esperanza y un poco a la suerte. Poco a poco, las cosas se calmaron porque el dinero dejó de fluir entre la carroña que se movía entre las celdas y la gente se empezó a olvidar de este pobre yonqui. Y empezó para mí otro tipo de condena, la de la resignación y la desolación. Tuve que aprender a convivir con el dolor y con los remordimientos y con unos recuerdos que mi mente tenía que guardar y evitar que se marchitaran. Por las noches, fantaseaba con la vida que llevaría mi chica, feliz en la playa con una criatura que crecía saludable a su lado. Aunque fuese una pequeñísima luz en el horizonte de una noche helada sin estrellas, la esperanza seguía viva en el fondo de mi corazón. Así pasé todos los años de mi condena, más de diez por culpa de  mis antecedentes y de un juez sin compasión. Y salí limpio de sustancias pero aún enganchado a mi chica. Y volví a pisar Madrid, a esperarla.

—Puta cárcel, ¿y qué has hecho desde entonces?

—Patearme las calles y el Metro todos los días. Vagabundear de arriba abajo todo Madrid. Pedir limosna a la salida de los centros comerciales más abarrotados de Preciados.  Mirar fijamente a los pasajeros del Metro cuando les pido monedas y buscar en ellos la cara de mi chica. Pintar algún mensaje en las paredes o cristales que sólo ella reconocería. Alguien me dijo, o quizá lo leí en uno de esos periódicos que tiran al suelo, que más de dos millones y medio de personas pasan por estos trenes cada día. Si ha vuelto, si me espera, algún día tiene que ser una de esas caras.

Los dos hombres se quedan un rato en silencio, con la mirada ausente y perdida. Kaín deja de teclear y Chema juguetea nervioso con un mechero entre sus huesudos dedos.

—Joder, ¿y de verdad no recuerdas nada de su nombre? —exclama de repente el joven Kaín.

—No, colega. Apenas recuerdo que era compuesto y muy peculiar. Uno me recordaba a un mito antiguo o a una diosa. El otro te traía a la mente la sensación fresca de la lluvia de verano. ¿Ha conseguido tu cacharro algo?

—Sin un nombre o algo que se le acerque no podemos sacar nada en concreto —se lamenta Kaín mientras le enseña la pantalla a su compañero.

—¿Esto es lo que antes me comentabas que tenía un nombre tan raro? ¿Feizbuc?

—Facebook, sí. Y necesitamos una identidad para tener alguna coincidencia. Pero se me ha ocurrido una idea que nos puede ayudar. He estado escribiendo tu historia mientras la contabas. Y voy a crear un perfil. Lo vamos a llamar… vamos a ver… «El rastro perdido de la chica de Chema» —el joven saca un teléfono móvil de su bolsillo y lo acerca a la cara de Chema—. Sonríe guapo, ya estás en la Red.

—Mmmh, que invento más raro. No me fío, no entiendo que esta cosa pueda llegar muy lejos, pollo. Y no me creo que este chisme lo miren muchas personas.

—Ja, ja, no me jodas. Esto conecta con unas cuantas personas más de lo que te piensas. Y abarca un buen espacio, sí señor, mucho más lejos que toda esta Linea 1. Ni te lo imaginas, amigo. Ten fe, sólo tenemos que esperar, ahora será ella la que te encontrará a ti.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Muy duro, señor Levast, pero esa lamparilla de esperanza se nos ha encendido en el corazón.

    Muy bueno, muy bueno, en su línea 😉

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