I ZombiFest Ibérico
por levastEntrada gratuita
¡Bienvenidos! Damas y caballeros, jóvenes y ancianos, muertos y no muertos. Acompañadme en esta repugnante exhibición de vísceras y sangre. Me llamo Carroña y seré vuestro putrefacto anfitrión en este carrusel del mal gusto. Es un placer ver tanto rostro enfermo entre los presentes. Si alguno tiene el ánimo sensible o se ha equivocado de evento puede, por favor, abandonar y buscar la edición de historias de amor en general, o alguna otra ñoñería para toda la familia. Si has pagado algo por esto, te han timado.
Os preguntaréis: «¿Qué tiene Carroña que ofrecernos?». Bien, soy todo un veterano en esto del gore y la casquería. He convivido con criaturas tan horribles y depravadas como vampiros, momias, fantasmas, trasgos, brujas, necrófagos, demonios, banqueros y licántropos. Pero a los zombis les tengo un cariño especial. No sé cómo explicarlo, es su naturaleza abierta, no discriminan a nadie al devorar cerebros, no son escrupulosos como los afeminados chupasangres, ni atormentados como un maldito hombre-lobo. Si lo pensáis son seres de lo más sociable. Yo mismo fui durante un tiempo un muerto viviente, de hecho debo ser la única criatura de la noche que se ha recuperado de algo así, y debo reconocer que les tengo mucho afecto. Incluso me asocié con algunos y formé un grupo musical, la Orquesta del Club de los Corazones Podridos del Sargento Carroña y… bueno en ciertos ambientes fue muy reconocida nuestra versión de Machín «…píntame angelitos zombis».
Pero bueno, dejemos de hablar de mí. Hablemos del espectáculo. He reunido una selección de historias de serie B que espero sacien vuestros apetitos más depravados. Sed compasivos, para qué vamos a engañarnos, el presupuesto no da para más, de las subvenciones no hablo que me da la risa. Disfrutad de este festival único en España, el primero y muy probablemente el último.
Vamos a empezar con una historia que hasta mi madre, que en paz descanse en el infierno, censuraría. Buscando en la Zombipedia formas de clasificar contenidos por edad, este tendría todos los simbolitos que se les ponen a los videojuegos peligrosos: «Discriminación» (fijo), «Drogas» (no estaban previstas pero mira, las metemos con calzador), «Miedo» (yes), «Lenguaje soez» (joder, ya te digo), «Violencia» (hay zombis, tú que crees) y ¡ooooh! «Sexo». Os dejo con la historia de Sheyla K… no sigo que me da la risa, pobrecita ella.
Silencio, la primera historia se va a proyectar enseguida. Que nos perdone Orson Welles, pero se titula…
Ciudadano Zombi
«España se rompe». Era una de las frases que nos repetían machaconamente los mismos periodistas subnormales en la época de la interminable depresión económica de principios de siglo. Pero al final se rompió de una forma que ninguno de esos gilipollas se esperaba. Destripada de arriba abajo por muertos vivientes. Qué recuerdos tan jodidos los del brote de la epidemia. Cuando las autoridades españolas ya no pudieron controlar la infección todos nuestros amiguitos de la Unión Europea se reunieron de urgencia en Bruselas y firmaron el acuerdo más rápido de toda su historia. Unanimidad total en expulsar a España y Portugal de la comunidad y revocar la libertad de movimiento. Con dos cojones. De los Pirineos para abajo, «cerrado por reforma». Los que pudieron, huyeron al grito de «tonto el último». En Ceuta y Melilla izaron la bandera marroquí. Las Islas Baleares se las repartieron entre Italia y Francia. Ah, y las Canarias… ahora se denominan New Hawaii. Aquí en la península nos quedamos encerrados en la estacada con nuestros hermanitos portugueses. Qué bien les caíamos antes… ahora nos odian a muerte. Pero algo positivo nos ha quedado: ¡Gibraltar volvía a ser español!
¿Cómo empezó todo?, ¿cómo se originó la puta epidemia? Buenas preguntas, sí señor. Empezaron preguntándoselas al ministro de Sanidad, quien remitió muy elegantemente la responsabilidad al secretario de Estado de la materia, quien desvió el asunto al delegado estatal en asuntos epidemiológicos, quien a su vez ordenó crear un comité especial y urgente para evaluar el alcance del tema, quienes, al final, concluyeron que se debía organizar una comisión de expertos para analizar la dimensión global del incidente. Terminaron montando un informe confidencial que fue archivado o extraviado, nadie se acuerda, pero seguramente llegaron a la conclusión de que lo mejor era cruzar los dedos y que el problema se resolviera solo. Sin embargo, desde los primeros brotes, nuestro laboratorio de la universidad empezó a trabajar bajo presión para investigar la epidemia. Sin medios, ni coordinación, ni soporte económico. No podíamos hacer milagros. Cuando la alarma social empezó a elevarse exigiendo soluciones, en una rueda de prensa acorralaron a uno de esos zoquetes burócratas, que se meó encima y soltó el nombre de nuestro equipo para salir del paso. Las cámaras tardaron medio segundo en plantarse en nuestra universidad. Y a quien cazaron primero para preguntar fue a la última becaria del laboratorio. A mí. Las portadas de los informativos al día siguiente fueron unánimes. Mi cara de empanada y el titular con mi respuesta: «No tenemos nada». Esa foto mía con expresión desorientada y balbuciendo respuestas indecisas fue el principio del pánico universal. Provocó la caída del penúltimo gobierno entre acusaciones de ineptitud, incompetencia y dejadez. Y yo representaba esa imagen.
El resto es de sobra conocido. Epidemia masiva. Los españoles a mordiscos entre ellos. Los de siempre huyendo los primeros. Y los últimos gilipollas limpiando la mierda que han dejado los de arriba. Y así acabamos en este puto país. Tampoco muy diferente de los siglos precedentes: nos ha invadido todo Cristo desde que el primer íbero inventó la siesta, y cuando nos dio por salir de nuestra choza y construirnos un imperio, dejamos nuestros excrementos en todos los continentes con los que nos hemos tropezado, y siempre nos han echado a patadas como a un borracho en un puticlub. Y luego volvíamos a casa a retozar en nuestra propia mierda. Ahí queda mi Breve Historia de España. Punto y coño.
Ahora voy a contar un poco de mi puta vida. Nací de culo. Creo que, desde que tenía cuatro añitos, soy consciente de que me equivoqué de momento y lugar para haber salido del coño de mi madre. Desde que comprendí que mis compañeros y profesores sonreían cada vez que oían mi nombre. Me llamo Sheyla Kitty, y mis padres son unos hijos de puta. Eran unos pastilleros sin cerebro, y su hijita tenía que ser una auténtica chica de barrio, bautizada con un nombre de poligonera y otro de su peluche para anormales preferido. Pero yo no quería ser una idiota de extrarradio. Me gustaban los libros y tenía cerebro. Pero los estúpidos de barrio me rechazaban porque era una sabihonda, y los listos porque con ese nombre no me tomaban en serio. Que les jodan a todos y se empachen con carne putrefacta. Sacar buenas notas me sirvió para escapar del colegio de marginados y estudiar en una universidad de niños de papá que seguían burlándose de mí. Que les jodan también. Nadie me puede quitar que me labré mi carrera yo sola. Sin becas, extinguidas hace un huevo de años, y lavando coches para pagar las astronómicas matrículas. Me licencié como número uno en Biología y nadie acudió a mi graduación, ni amigos ni familia, porque esa tarde era la final de la Champions. Todos esos sacrificios, ¿para qué? Para tener un contrato de becaria, ganar lo justo para pagar tasas e impuestos, y acabar encerrada en un búnker con militares con caras de polla. Al menos tengo el consuelo de que todos los que me dieron por culo se están arrastrando por ahí para meterse en la boca un intestino crudo.
Sí, soy la pardilla que causó la dimisión del penúltimo gobierno. ¿Alguien se acuerda de ellos? ¿Alguien recuerda el nombre de nuestro último presidente? ¿Alguien se acuerda de la última película sobre la Guerra Civil española? ¿A alguien le importa? Pues eso, coño. Yo no soy la culpable de este desastre. Eso seguro. De hecho, el último gobierno conocido nos volvió a encasquetar el marrón de los podridos. Aquí nos metieron, en el búnker de la Complutense, para intentar resolver de una puta vez algo que no se atrevieron a atajar los politicuchos de entonces. Tomando muestras, haciendo pruebas, probeta arriba, probeta abajo, sin descanso. Las anfetas ayudan a soportar la presión. Pero no se ha logrado encontrar la vacuna. Mis compañeros desesperaban, agobiados por los cabezas huecas de los militares que nos custodiaban. Yo estaba hasta los ovarios. Estaba convencida de que jamás íbamos a encontrar la cura. Había que cambiar la perspectiva.
Los podridos son seres vivos. Como tú y como yo. Son también humanos… pero ligeramente alterados. Ese era mi enfoque. Mis compañeros del laboratorio los querían tratar como bacterias, pero se equivocaban. Lo supe un día que tuve una revelación. Observé una grabación de unos podridos a los que lanzaban un cadáver desmembrado para que lo devoraran. Dos muertos se abalanzaron sobre la carne y empezaron a tirar de un brazo al mismo tiempo. Se miraron y se empujaron, gruñendo como animales, y uno de ellos arrancó el brazo y le soltó una hostia al otro con el muñón. Se recompuso pero agachó la cabeza y buscó otros restos que devorar. El suceso me hizo pensar. Los podridos no eran simples bestias salvajes. Se relacionaban con el entorno, reaccionaban a los estímulos, interactuaban también con los otros podridos. En definitiva, son una comunidad. Son ciudadanos. Son nuevos españoles. Nacidos o residentes en España, da igual, la Constitución les garantiza unos derechos. Vale, quizá esté pecando de excéntrica. Pero la idea era esa. Los podridos eran españoles jodidos. Había que volver a enseñarles a comportarse.
A partir de entonces abandoné los experimentos del laboratorio. Ni inyecciones ni pócimas mágicas. Me monté mi propio campo de pruebas en el búnker. Me apropié de un amplio habitáculo y lo llené de cadenas y arneses de seguridad, cámaras de video, pantallas y pupitres. Y lo más importante, mi rebaño de podridos. Mis compañeros del laboratorio estaban alucinados y los militares totalmente encabronados conmigo; les tocaba cazar y traerme podridos frescos para mis pruebas. Empezaba lo bueno. Tenía a mi disposición unos veinte zombis para mi proyecto. Diseñé las medidas de seguridad al milímetro para guardar las distancias. Empecé por lo básico. Enseñarles quién mandaba. Me planté frente a ellos y se empezaron a acercar para morderme. Agarré mi barra de hierro, y al primero que se acercaba, ¡pum!, hostia en la cara y cráneo por los aires. Reventarles la cabeza crea adicción: descargas rabia y adrenalina. Pero también provocaba una respuesta. A los siete o nueve cráneos estallados se echaban para atrás. No era miedo lo que percibía, porque eran putos podridos sin alma, pero sí una reacción instintiva, un impulso de supervivencia. Quizá empezaban a respetarme, más que la mayoría de humanos que he conocido.
Pero con ese sistema de palo y zanahoria me estaba quedando escasa de podridos. Con los militares ideé un medio de entrada y salida de muertos a través de un mecanismo eléctrico de puertas, como la llegada de ganado a un matadero. Los militares me maldecían y se burlaban a la vez. Pero mi empeño era firme. Acometí pruebas con un sentido más pedagógico. Había que corregir esa obsesión por la comida. Até a un grupo a los pupitres y les serví las tripas que tanto les gustan, sabrosas vísceras. Pero había que condicionarlos para que se contuvieran, para que controlasen su voraz bulimia. Cuando les arrancaba el plato, querían más y gruñían, así es que para corregirlo, ¡palo! El tema me costó varios días pero al fin los supervivientes se contenían ante la visión de la carne. No iba mal la cosa. En las pantallas gigantes les mostraba repetidamente cómo se tenían que comportar. Ingerir lo que hubiera en el plato ya fuese carne, liquido o vegetal. Me costaba corregirlos, pero conseguía algún avance, de hecho me imitaban tomando el café. Lástima que para disolver el azúcar metieran sus repugnantes dedos en la taza y le dieran vueltas.
También los comportamientos sociales los tenían que asumir. Dormir la siesta, saludar, pelearse, abrazarse, acariciarse. Amar y odiar. ¿Qué hay más civilizado que un dedo corazón levantado? Pues lo aprendieron, por cojones. El último paso fue el más osado, el más extravagante quizá, pero había que atreverse. Había que mostrarles el instinto más natural de los seres humanos. Les tenía que enseñar a follar. Sí, preparé a un podrido, lo tumbé y até en una camilla, le coloqué un dildo con correas en su cintura, me desnudé, me coloqué encima de él, y me lo metí todo entero. Sí, joder, me acosté con un puto apestado. Pero, ¡hostias!, me excité como una ninfómana y le golpeé el torso en plena faena como una posesa. El contoneo, el cacharro en mi coño, los gruñidos del podrido, el olor putrefacto y el tacto de mis manos dentro de sus tripas me pusieron totalmente cachonda. Después de correrme me derrumbé encima del podrido, tocándole las entrañas cariñosamente, sobando la textura de su inerte corazón que apenas derramaba grumos pestilentes de sangre. Me hubiera embadurnado entera de sus vísceras. Ningún mal polvo con mis antiguos rollos de instituto se acerca ni de lejos al placer que me dio el jodido muerto. Los otros podridos que observaban dejaron de gruñir. Me sentía realizada. Sentía que había creado una nueva raza, unos nuevos ciudadanos, unos nuevos españoles, dóciles como mascotas gracias a mí. Lástima que mi sueño se jodiera hace cuatro días.
Mi proyecto progresaba. Los podridos estaban respondiendo de forma más o menos ordenada. Mis compañeros se frustraban probando inútiles vacunas. A todos los empezaba a mirar por encima del hombro. Pero hace cuatro tardes noté algo en el ambiente. Mis compañeros cuchicheaban entre ellos y los militares me miraban con risitas. Me metí en la sala de monitorización y empecé a repasar el trabajo del día. En los monitores recibía la señal de las pantallas de seguridad de todos los departamentos. Observé que la gente se reunía en grupos y miraba entre risas algunos videos. Hijos de la gran puta. De alguna forma habían robado mis grabaciones y se estaban cachondeando a lo bestia de mis videos porno-sado-zombi. Cogí un rebote de la hostia. Pero no me dio tiempo a mucho más. Todo el puto mundo estaba entretenido en mis vídeos, nadie vigilaba, ni siquiera los controladores de las puertas eléctricas de entrada y salida de los podridos. Estaba colándose toda una manada de muertos y los muy gilipollas meándose de la risa. Sucedió en segundos. Cuando los guardias se apresuraron en cerrar las esclusas, ya los tenían encima. En unos minutos ya estaban desbordados, con los devoradores ocupando todos los espacios. Se activó la alarma de cuarentena. Los departamentos más sensibles quedaron aislados y clausurados. Como esta sala de monitorización donde escribo.
Todo el mundo ha debido morir. Llevo cuatro días aislada y encerrada en esta sala. He acabado las tres bolsitas de panchitos y las dos botellitas de agua que había aquí. No tengo contacto con nadie del exterior. Sigo siendo testigo de todo a través de los monitores de seguridad. Jodida suerte de mierda. Los podridos siguen deambulando por los pasillos. Parece que sólo aprendieron una puta cosa, todos tienen el brazo levantado enseñando el dedo corazón. ¡Putos zombis! Os lo podéis meter por donde os quepa. No conozco las estadísticas que estudian cuánto puede sobrevivir alguien sin agua y comida. Me da igual. Ojalá se pueda uno morir de asco. Tiene gracia, porque contemplo mi ficha personal y me doy cuenta de que hoy se terminaba mi contrato de becaria. A la mierda. Me importa un cojón si lees esto y te puede resultar de ayuda. Lo único que quiero dejar constancia es de que lo intenté, de que Sheyla Kitty de los cojones estuvo a punto de triunfar y de que tú, seas de donde seas, leas esto en tu puta casa o en la playa, seas de la mierda de país que seas, como te enfrentes a esto también te vas a joder y vas a fracasar. Yo aporté algo, yo tenía una solución. Pero el problema era otro. El problema era que me tendrían que haber dado la oportunidad de exterminar uno a uno a todos los cerdos chupapollas que todavía no se había llevado por delante la epidemia. No me queda mucho, así es que a tomar por culo todo. ¿Me estás oyendo, Frankenstein? Pronto te veré en el infierno. Punto y coño.
¡Goodbye, Kitty! Pronto tengo planeadas unas visitas a algunos amigos del Averno, así es que nos veremos las caras por allí. Vaya con la historia de Sheyla Kitty, mira que lo intentó y lo intentó pero no tenía empatía con la gente ni con los muertos. En fin, qué puedo decir, la vida es una caja de bombones, nunca sabes si alguno te saldrá podrido…
Tenemos a continuación una historia que se podría calificar como post-post-apocalíptica. ¿Qué pasa cuando la crisis zombi se acaba? Pues sí, Carroña os presenta la historia de un hombre y sus circunstancias cuando todo ha terminado. Imaginaos el futuro, años después del estallido de la crisis, en una España que ha acabado con sus muertos vivientes. Eso es, lo estabais esperando, olvidaos de Franco o la guerra del 36. Érase una vez en la segunda postguerra civil…
Despertar. Patrullar. Aniquilar. Comer. Defecar. Dormir. Repetir.
Apto. Domingo Zuberoa Gómez. Nacido en Madrid. Apto. Durante todo el trayecto en tren fue lo único que observó, su tarjeta de identificación, su foto, y el sello de «Apto» grabado en rojo. Volvía a casa. Apenas le llamaba la atención el paisaje de las ventanillas del vagón. Estaciones sin parada. Estampas sin vida. Muy diferentes a otros viajes en tren, en otro tiempo, en otra vida. Cuando tenía un trabajo, un perro, una casa, un coche… una familia. Cuando tenía una vida. Cuando esos vagones estaban a rebosar y apenas encontraba asiento libre. Ahora hay dos o tres pasajeros más, todos distantes. Nadie quiere hablar mucho estos días.
Todo acabó. La lucha, pero también aquello que se dejó atrás. Algo así podría ser lo que siente Domingo. Una sensación de vacío. De deseo cumplido que no sacia las expectativas. El tren se detiene en la antigua estación de Chamartín. Pocas luces, pocos viajeros bajan. Los hombres caminan despacio, desorientados. Domingo observa sus rostros. Le parecen todos iguales, los mismos gestos, los mismos rasgos. La misma sensación que cuando se enfrentaba a los muertos. Todos eran idénticos, tanto los muertos como los vivos, sin personalidad. Él mismo la había perdido, abandonada en su antigua casa del extrarradio de Madrid. Cuando abandonó a Blanca y Begoña. Su esposa y su hija. Sus mujercitas.
Domingo no era un soldado. Nunca había empuñado un arma. No era un cabeza hueca del ejército. Él era un simple veterinario. Fue alistado a la fuerza, sin tiempo para despedirse de sus mujercitas. Las casas de su urbanización no iban a tardar en caer y no se le borraba el remordimiento de que las había abandonado a su suerte. A él lo evacuaron al norte de la península, a los refugios de la resistencia militar. En los barracones se encontró con otros reclutas traumatizados por los estragos de la epidemia, temblorosos, angustiados. Domingo no exteriorizaba ninguna emoción. Solamente era acosado por las imágenes de Blanca y Begoña que no le dejaban dormir.
El tren deja atrás las últimas estaciones de Madrid capital. Algunos militares patrullan las vías. Emblemas, órdenes, disciplina, uniformes. Domingo se acostumbró a la vida marcial de los barracones. Soportó con estoicidad los abusos y los gritos humillantes. Todo aquel sistema opresivo y desmoralizante. Se limitaba a asentir y obedecer. A respetar la patética instrucción. Lo que fuera por evitar los brutales castigos. No iba a discutir nada. Ni siquiera la abyecta propaganda que les trataban de inculcar, pregonando una «Nueva Reconquista», un nuevo amanecer para España. Seguía conservando el suficiente cerebro para que no le afectase. Todo le daba igual. No era nadie sin sus mujercitas.
Domingo decidió abstraerse e inmunizarse ante todo. Concentrarse en las misiones. Convertirlas en rutina. Simplificar y acostumbrarse. Acabar una jornada y empezar la siguiente. Despertarse y beberse el café mal filtrado acompañado de un mendrugo de pan. Patrullar el pueblo o ciudad de rigor. Acabar con la contaminación, los muertos. Amontonarlos y quemarlos. Volver al campamento. Lavarse con agua fría. Tirar de la cadena. Cenar la única comida caliente del día. Y al saco de dormir. Dormir. Si se lo permitían los gemidos ahogados de los compañeros. Si se lo permitían sus mujercitas. Y amanecía. Y así cada día. Despertarse, y la misma rutina. El mismo café. Los mismos compañeros. El mismo sargento desquiciado bramando órdenes. Los mismos aullidos escalofriantes esperando a las puertas de las ciudades. La misma avalancha de muertos. Los mismos compañeros que caen. El mismo fuego purificador. El mismo váter que se atasca. Los mismos gemidos de los nuevos reclutas por la noche. El mismo insomnio. Las mismas caras de Blanca y Begoña.
La cuota. Los muertos a contabilizar. Aniquilar a un contaminado era más o menos sencillo. Patrullaban unos quince reclutas, armados con picas, escoltados por un oficial del ejército con fusil para dar cobertura de fuego. Pero los nervios y la mala preparación se llevaban por delante a muchos reclutas. Domingo no pensaba en el miedo. Existía la cuota y nada más. La cifra de muertos que debía aniquilar cada patrulla al día. Tanto eliminas, tanto vales. El recluta que no cubriera la cuota sufría las humillaciones y los castigos de los oficiales militares. Aislamiento y palizas. Para Domingo era una simple inercia diaria. Aniquilar muertos, contar muertos. Enterrar reclutas, contar reclutas. No le afectaba. Para otros era el precipicio hacia la locura. Algunos compañeros abandonaban el campamento de madrugada para continuar cazando y alcanzar las cifras. Otros se despertaban frenéticos al amanecer, agarraban sus picas y empalaban a otros reclutas en sus camas.
En algunas estaciones se cuelgan grandes banderas con emblemas como «Victoria», «Reconstruyamos España», «Vivos de nuevo»… Domingo no entiende qué hay que construir. Todo estaba en pie: casas, estaciones, hospitales, comisarías. Los muertos no habían destruido nada. No había nada que repoblar. Los habitantes vivos son infinitamente menos que las casas deshabitadas. Las carreteras nunca volverían a tener atascos. Contemplar banderas de victoria no estimulaba a nadie. Volvían a ciudades que ya eran fantasmas incluso antes de la epidemia. Para Domingo, la resistencia siempre le pareció un sacrificio estéril. Era veterinario, algo aprendió de la fisiología de los contaminados. A los muertos vivientes se les deterioraba sus tejidos a más velocidad que a un humano. Perdían vigor y resistencia con el paso del tiempo. Por su cabeza siempre rondó la idea de que la lucha abierta contra los muertos era un sinsentido. Abandonarlos, aislarlos, dejarlos que se descompusieran solos, quizá era una opción más inteligente que aniquilarlos en una guerra abierta. Pero le daba igual. Luchar, no luchar, le era indiferente. Quizá si alguien inteligente hubiera dado un paso y hubiera organizado una evacuación masiva al principio de la crisis. Quizá si se hubiera aislado a los muertos y se hubieran organizado zonas seguras, incluso perdiendo durante unos años la mayor parte de la península. Quizá si se hubiera insistido en pedir ayuda al exterior y no hacerse los machitos. A Domingo se le cruzaron alguna vez estas ideas por la cabeza, pero su mente estaba en otro lugar.
El tren se estaba acercando a su ciudad. Los dos últimos meses los pasó en un pabellón de psiquiatría del ejército, un tiempo de evaluación y cuarentena antes de volver a la vida civil. Un trámite necesario, ya que muchos reclutas no habían superado los traumas de las patrullas, y habían desarrollado síndromes equivalentes a los de las guerras. Falta de sueño, comportamientos compulsivos, psicopatías, ira espontánea. Asesinos en potencia. Después de muchas pruebas, a Domingo lo consideraron «apto». Apto para volver a vivir en sociedad.
Se apeó en la estación de la ciudad. En un cartel se informaba de los horarios y ubicación de los centros de abastecimiento itinerantes de comida y medicamentos. Un sentimiento agridulce se le formó en el pecho. La única novedad en su urbanización eran las manchas negras de fuego en las fachadas y los carteles que informaban de que era una «Zona descontaminada». Sacó las viejas llaves que nunca había perdido y abrió la cancela de la urbanización. Todo estaba en un completo abandono. Subió a su piso. Casi todo seguía en su sitio. No había rastro de nadie. No se oían vecinos. En un marco, Domingo observó largo rato una foto de sus mujercitas. Les dio un beso y cogió el manojo de llaves que colgaba en la cocina. Abandonó la vivienda y llamó al ascensor, pero evidentemente no funcionaba. Bajó las escaleras hacia la zona de los sótanos. Su mano le temblaba mientras abría la cerradura de acceso. Recordaba que su trastero estaba al final del pasillo. Abrió la puerta y encendió la linterna. Cerró los ojos un momento antes de entrar, recuperando el recuerdo de sus mujercitas. La linterna enfocó los dos cuerpos desplomados en el suelo, encadenados a la pared con una argolla en el cuello. Domingo se acercó, y los cuerpos moribundos reaccionaron tímidamente. Apenas tenían un hálito de vida, la piel les colgaba de los huesos y el rostro de ambas se asemejaba al de una tétrica calavera. La cabeza de Blanca se incorporó y abrió sus pupilas. Lo miró con los mismos ojos tristes, inyectados en rojo, que tenía cuando se vieron por última vez. Gimió agónicamente mostrando sus mandíbulas. La pequeña Begoña se retorció con espasmos. A Domingo le parecía que gruñía con cierta gracia. Se acuclilló frente a ellas, pisando los huesos del que había sido su perro mascota. Volvían a estar juntos. Siempre había mantenido la esperanza, por eso había preservado su recuerdo en la memoria cada noche. Había hecho lo imposible por conservarlas con vida, incluso cuando fueron infectadas por un vecino. En su momento, Domingo decidió encerrarlas y buscar ayuda en los centros de evacuación. Lo reclutaron a la fuerza y sobrevivió a dos años y medio de una interminable pesadilla de muerte y devastación. Pero merecía la pena. Seguían allí. Volvían a ser una familia. Se inclinó sobre su Blanca, acarició suavemente su nuca, y acercó su boca a la suya. La pequeña Begoña gateó acercándose al muslo de su padre. Domingo besó con pasión la boca de su mujer. Papá había vuelto a casa.
Ay, la familia. Qué bonito. ¿A que no os esperabais un final tan dulce y romántico? Abrazos, caricias y un beso… hmmm, sólo imaginar esa lengua fétida, reseca, con pústulas y llagas, colmada de lombrices, me estoy derritiendo de placer. Buff, no me quiero imaginar qué vendría después.
Bueno, bueno, ya sé lo que estaréis pensando: «Joder, Carroña, ya estamos hartos de historias pretenciosas, con reflexiones tan obvias y evidentes como el mecanismo de un botijo. ¡Queremos acción!». Claro que sí, tenéis razón. Ya vale de las mismas conclusiones en plan: «los zombis sacan a relucir las miserias de la humanidad» o «los zombis son un reflejo de nuestra sociedad», bla, bla, bla. Opino lo mismo, ¿dónde se ha visto una buena historia o peli de zombis sin que hayan estallado unas cuantas cabezas podridas? Pues aquí está Carroña, para darle al público lo que quiere.
Bien, preparaos. Enchufad vuestra música preferida, a ser posible con buenas guitarras thrash; a la mierda la música épica de elfos o de John Williams, quiero ruido y baterías estallando. Poned a vuestra derecha la bolsa de patatas fritas que escondéis para las grandes ocasiones. Subid el volumen, que se joda el vecino. Os he preparado la truculencia definitiva con sangre, gore y metralla suficiente para hundir el Titanic. Olvidaos del 3D. Esto es experiencia interactiva de verdad. Tú eres el protagonista. Tú pones el nombre de los personajes que se enfrentan a ti.
Eres el último superviviente, no podía ser de otra forma. Todo está en contra. Luchas por tu mísera vida. Estás en el centro comercial más emblemático de España. Todo se ha ido al garete. Estás rodead@. Todo está perdido. Empieza ahora mismo. Corre, corre. Come on! ALL HELL IS BREAKIN’ LOOSE IN:
Ya es primavera en el infierno
Despiertas. No sabes dónde estás. La cabeza te da vueltas. Tratas de ponerte en pie. Algún golpe te ha hecho perder el conocimiento. Un fusil de asalto cuelga de tu hombro. Llevas munición en la cintura, y a tu espalda tienes una pesada mochila. El sitio te resulta familiar. Levantas la cabeza y observas un cartel que indica: «Última planta: Papelería, Restaurante, Regalos». ¿Cómo coño has llegado hasta aquí?
Todo aparenta calma y silencio. No hay nadie. Entonces piensas la razón. La epidemia. La gran putada. Por la escalera mecánica ya suben algunas criaturas. La pesadilla no se ha terminado. Los muertos te han olido y, a trompicones, avanzan hacia ti. El instinto te hace reaccionar, agarras el fusil Heckler&Koch y apuntas a los zombis. A las criaturas nos les da tiempo ni a gruñir. Sus torsos estallan y sus cráneos revientan como piñatas. Dejas de apretar los dientes y de disparar. Ha sido fácil. Pero te das cuenta de algo. Has sido imprudente. Primera regla: no hagas ruido, no atraigas la atención. Aullidos, alaridos, pies arrastrándose, cuerpos levantándose. Notas gemidos que proceden de todas las plantas. Comienzan unas rebajas de muerte.
Bajas las primeras escaleras mecánicas. Los muertos están como locos buscando carne fresca, están recién infectados y son frenéticos como perros rabiosos. Te encuentras en la planta de «Moda». Decenas de muertos deambulan destrozando los estantes y las prendas. No te puedes detener. Apuntas y disparas sobre toda la carne en movimiento que intenta abalanzarse sobre ti. Tu dedo en el gatillo está nervioso. No ves más que niñatos empujándose y berreando. Es la nueva Fórmula Joven. Te empujan por detrás. Te giras y contemplas a una figura que te resulta familiar. No ha cambiado mucho: ojos en órbita, mandíbula desencajada, gruñidos babeantes. Es la …………………, tu vecina de arriba, la mocosa de veinte años que te martiriza con su música , te mira con actitud perdonavidas en el ascensor, discute con su novio a gritos y alardea de la ropa hortera que viste. Odias su risa. Odias que llegue de madrugada con su petardo de coche y te despierte con su música a un trillón de decibelios. Odias al perro que todavía sigue tirando de ella. No te da tiempo a recargar, tienes sus tetas operadas encima. Intentas zafarte. Tu mano alcanza algo caliente en un estante. Unas planchas para el pelo. Las agarras y las clavas en las cuencas de sus ojos. Ella se retuerce, se incorpora chillando e intenta arrancárselas pero también se abrasa las manos. Tú agarras una percha y la enganchas al horrible piercing amarillo que atraviesa el hueso de su nariz. Tiras con tanta furia que desprendes y destrozas su cara y se desparrama en el suelo su masa cerebral. Casi te resbalas con las putrefactas vísceras grisáceas. No te puedes entretener. Debes correr. Bajas al siguiente nivel.
«Menaje del Hogar». Electrodomésticos. Bricolaje. Es sencillo. Las marujas y los domingueros con chándal son fáciles de esquivar. Te resulta divertido volarles la cabeza. Tienes munición de sobra así es que… ¡Mierda! Como en una buena peli de zombis se te encasquilla el arma. Empieza la semana fantástica. Abres tu mochila y metes a ciegas todo lo contundente que puedes encontrar para machacar cabezas podridas. Serruchos, martillos, taladradoras. Como en una típica peli de serie B encuentras sierras mecánicas pero tienen poca fuerza. Sigues corriendo sin aliento. Pero al fin lo encuentras. Una radial. 2500 vatios de potencia cortante. Te abres paso entre una lluvia monzónica de vísceras y cabezas cortadas. Sonríes. Desciendes.
Mucho movimiento en la zona de «Ocio». Observas algunos carteles de una sesión de firma de discos. Horror. Hoy era el día en que ………………… presentaba su disco. Voz de pito, coreografías vergonzosas, actitud arrogante. Nunca has sabido bien si era chico o chica, con esos peinados imposibles y ese maquillaje absurdo. Toda su legión de fans está en esa planta. Gritan y aúllan igual que antes de la infección. Que se jodan, han muerto por su ídolo. Hay que echar el resto. Buscas entre lo que has metido en la mochila. Lo primero que sacas es un enorme bote de insecticida. No sabes por qué lo metiste. Se te ocurre algo. Sacas un mechero. Joder, están encima, buscando sus autógrafos. No enciende. Otro chasquido. Tampoco enciende. Malditos clichés de pelis de terror. A la tercera prende. Un chorro de fuego sale disparado del insecticida y abrasa el cuerpo de los aturdidos fans. Sacas una garrafa de la mochila. Tiene todas las etiquetas habidas y por haber de prohibido: inflamable, corrosivo y caducado. Lo tiras como una pelota de fútbol americano sobre la melé y observas cómo se empiezan a fundir y derretir en una gran masa maloliente de sebo. De entre los muertos intenta sobresalir el cantante, …………………, arrastrándose. Lo agarras del cuello y le haces lo que hace mucho tiempo deseabas. Lo abofeteas con la mano abierta, con el dorso y el revés, con una furia insana. Al final se le desencaja la cabeza y le das una patada de campeonato.
Aterrizas en «Deportes». Más tarugos muertos. Estás agotad@. Ensañarte con la gente que odias no es bueno. Esquivas y corres. Te falta aliento. Pero de repente te encuentras con alguien que precisamente nunca te lo ha ofrecido. El señor …………………, tu antiguo profesor de gimnasia. El viejo profesor baboso, bromista sin gracia, con la educación de un hombre de las cavernas. Todavía conserva esa sonrisa bobalicona decorada con dientes de oro. Sus 103 kilos de sudorosa grasa se abalanzan sobre ti. Ya no te puede avergonzar delante de todos. Ya no te va a tocar el culo con esas manos grasientas mientras saltas al potro. Él es una broma. Lo esperas. La primera patada que le das es en el estómago. Le estrellas unas raquetas de pádel en las manos y le estallas los dedos. Le aplastas las piernas con un palo de golf. Observas su rostro de borracho de taberna mientras se arrastra para incorporarse. Te alejas un par de metros. Te apetece jugar a balón prisionero. Agarras un balón medicinal y lo tiras sobre su cabeza. Estalla como una sandía. Ya falta poco para la salida.
El reloj en tu muñeca emite un agudo pitido. Observas que el cronómetro marca cinco minutos en una cuenta atrás. De repente, recuerdas por qué te encuentras en ese centro comercial. Tenías la misión de detonarlo con unas cargas explosivas, colocarlas y escapar a toda prisa. Ahora más que nunca debes correr por tu vida. Por lo menos estás en la planta cero. El supermercado. No hay hiperprecios, hay hiperzombis. No están satisfechos y parece que quieren que les devuelvan el dinero. Atraviesas estantes de marcas blancas, marcas podridas y marcas caducadas. Cuatro minutos. Esquivas reponedores y carritos. Llegas a las cajas. Están a rebosar, no están libres ni las de diez productos. Los arcos de seguridad no dejan de pitar. Tres minutos. Hay que buscar otra salida. «Parking». Pasas al lado de las cajas automáticas y te tropiezas con alguien. No puede ser. Es él. Es don …………………, tu jefe. El bajito cabrón, chuloputas, cornudo, grosero, tacaño y con un cerebro rancio más a la derecha que Goebbels. Con su traje que parece calcado de su primera comunión y su pelo grasiento con injertos. Apesta, aunque algo menos que su repugnante perfume de naftalina. Tu último obstáculo para huir, igual que cuando querías escapar del trabajo los viernes. Te mira con esa actitud arrogante como cuando te retrasabas tres minutos en el trabajo. Lo peor era cuando te echaba la charla con ese aliento suyo de pozo abandonado. Avanza hacia ti. Dos minutos. Observas el Mercedes que se compró escamoteando vuestras pagas de Navidad de los últimos años. Observas su dentadura nueva. Agarras su cabeza y rayas la carrocería con sus lindos dientes nuevos. Te has dado el gusto de tu vida. El cerdo gruñe como cuando se echaba las siestas en su despacho. Lo tiras al suelo. Plantas tu bota sobre su cabeza y aplastas el cráneo como si fuese una hormiga. Un minuto. El sudor no te deja ver. Los pulmones han dimitido. Tiras la pesada mochila. La luz se puede ver al final de la rampa del aparcamiento. Cojeas como un condenad@. Treinta segundos. Sólo deseas que el maldito centro comercial de los triangulitos arda. Atraviesas la calle. Diez segundos. Te refugias en unos soportales. La detonación arrasa los cimientos, los cristales revientan, los escombros se precipitan por todas partes. Tus tímpanos estallan pero no te importa. El espectáculo te parece el más bello que tus ojos recuerdan. Con una sonrisa de victoria te derrumbas satisfech@. Estás agotad@. Pasas la mano sobre la pantorrilla de tu pierna malherida. Palpas algo. Son unas manos huesudas. No cojeabas, en realidad alguien se había enganchado a tu pierna. Puedes observar el torso de un muerto viviente ansioso. Y su cara. La reconoces. Su rostro es el de …………………, tu compañer@ de trabajo. Tu supervisor. Arribista, trepa, chivat@, rastrer@. La persona que más odias en el mundo. La que te hacía la vida imposible. No te da tiempo a reaccionar, ni a gritar el típico y frustrante «¡NOOOO!». Abre sus mandíbulas y muerde con rencor tu tobillo.
Oooh, ¿qué esperabais? En toda buena historia de zombis, el prota siempre acaba mal, no os quejéis. Qué putada que tu repelente supervisor te haya privado de un final feliz, ¿eh?
Bueno, pues eso es todo. Espero que estas atrocidades que os he presentado hayan sido del gusto de vuestro exquisito paladar. Como en toda historia de muertos vivientes no se ha dado ninguna explicación coherente al origen de la crisis zombi. Pero, ¡hey!, hay que seguir la tradición. Ya veremos si se nos ocurre algo para el segundo festival. De todas formas, asomaos a la calle y observad un rato. Contemplad a los peatones desesperados por alcanzar un semáforo en verde; a los corredores de footing intentando no desmayarse y seguir el ritmo de sus reproductores en miniatura; los autobuses rebosantes de jubilados en dirección a la Manga del Mar Menor; a decenas de personas haciendo cola por unas absurdas rebajas de temporada; contemplad vuestra propia cara cuando os alegráis al recibir un vale de tres euros gratis por un champú. Observad un rato y convencedme de que la epidemia zombi no se ha extendido ya.
Gracias por venir, os espero en la próxima edición.
Comentarios
Pues, como siempre, no me has decepcionado y me ha gustado bastante, sobre todo la última historia, que me ha dejado agotada 😛
Me parace muy original que las historias sean introducidas por el hermano del Guardián de la cripta. Me quedo con el momento «peineta zombi» y la frase «comienzan las rebajas de la muerte» XD
Mi siempre Levast haciéndome disfrutar de lo lindo, jo, jo, lo he pasado en grande, que sarta de atrocidades a cual más bestia, maravilloso. Me ha dado la sensación de estar viendo aquello de «Mis terrores favoritos», con este estupendo Hitchcock-Carroña de anfritión. Un relato libérrimo, sin concesiones, para desfogar a gusto la mente. Sublime.