Ir directamente al contenido de esta página

Hell Kitchen Kung Fu (O cómo hacer kung fu en la cocina del infierno)

por

Seis de la tarde de un día como otro cualquiera en la hell kitchen neoyorquina: drogadictos tirados por la calle, negratas en las esquinas buscando clientes de marihuana, de heroína, de cualquier cosa artificial que embote los sentidos de los norteamericanos podridos.

Llego a la 37ª esquina con Darwin y entro en el antro más rancio de la calle decadente que lo cobija, el Yuan-Li Gym, cuna de violadores, atracadores, freaks, boxeadores sonados y locos de las artes marciales.

—Hey John, ¿cómo va?

—Va.

Es el portero, que apoyado en la esquina de la puerta se fuma un puro habano, o jamaicano, nunca he entendido de puros, su olor denota alguna otra hierba mezclada con el tabaco; lo de siempre, felicidad al alcance de los pobres, ni Nixon, el presidente de los blancos, lo hubiese dicho mejor.

Me pongo el judogui que me regaló mi padre. Parezco un tarado hijo de puta, un zarrapastroso venido a menos; por supuesto, me está pequeño y mis canillas refulgen brillantes llenas de pelos y los antebrazos expuestos ya que las mangas me llegan a los codos. El cinturón hace tiempo que no ata así que una cuerda de tender hace su papel con más o menos éxito. Me miro al espejo roto del rincón y allí me veo, larguirucho, enjuto y negro como el puto betún, Dios salve a la sagrada Madre Negra, África te quiero.

Me atuso el pelo, hace más de dos años que llevo el afro a la moda, pero todos los días me peleo con él durante una hora; nunca está en su sitio, no valgo ni para ir bien peinado, menos mal que llevo siempre mi peine ensartado en la pelambrera, «nunca está de más y nunca está de menos», dice mi padre, valiente hijo de puta.

Entro al tatami pidiendo permiso: nunca se me ocurriría entrar sin él, el cabrón del sensei me cortaría las pelotas y me haría comérmelas para merendar con salsa de ajo, su preferida, no tengo humor para aguantar miradas ni gritos.

Allí está Marny, la tetona de la 16ª, una negraza de metro ochenta y cien kilos de peso, tremendas caderas y, por supuesto, esos dos grandes balones de rugby mirando al cielo. Con mirada de pocos amigos se me acerca; espero tener la tarde tranquila.

—Hola, Tres Hostias, ¿cómo va?

—Bien, Señora, va.

Nadie que se precie en el barrio de hell kitchen prescinde de un mote y de ahí los nuestros: «Tres Hostias» porque nadie me aguanta más de tres golpes si se me hincha la vena y «Señora», en fin, no hace falta dar más detalles, es la jodida señora arrogante y con dos pelotas de caballo semental de la 16ª.

—Hey, niñas, ¿cómo va?

—Va —dice Señora.

—Va —digo yo.

Es Nick «Garras», y sí, lleva las uñas largas el hijo de puta para arañar; se jacta de haber sacado algún ojo en el barrio y más allá con ellas, me consta, estaba yo delante, tres giros de brazos, el contrincante no sabe de dónde vienen los golpes y se descubre con el ojo colgando de la cuenca vacía. Lo mejor es que nunca se mancha, «técnica depurada», dice y me lo creo, lo ha aprendido aquí en el gym.

Hoy somos sólo nosotros, y casi toda la semana es así. Nos ponemos juntos y rectos, el sensei tiene que aparecer de un momento a otro y no le gusta que estemos mariconeando por los rincones.

Tenía que haberme cepillado los dientes, todavía tengo el distante sabor a ajo de la comida y cada vez que abro la boca una vaharada de veneno pestilente me persigue adonde voy. A mis compañeros no parece que les disguste, total, creo que la última vez que vieron un cepillo fue en un anuncio de la tele.

Aparece por la puerta el gran hombre, John Lee Martin, el «Cascador de Pelotas», ancho de espaldas y de barriga, cabeza también grande y ojos saltones, pelo hirsuto y negro como mis cojones, un verdadero hijo del barrio, excombatiente del Vietnam. Volvió hace tres años de la selva, más salvaje y drogado que un mono de laboratorio, claro que sus técnicas en autodefensa lo salvaron de aquel infierno, por lo menos es lo que dice y me lo creo, lo he visto en el gym.

Dice que aprendió kung fu de un chino emigrante de Chinatown a finales de los cincuenta, que le pagaba las clases con gallinas y tomates robados en el mercado de los blancos, en el Manhattan más elitista. Y aprendió bien, porque volvió sano y salvo de la guerra y nos enseñó a unos cuantos una forma de vivir y de defendernos que nunca había pensado que pudiera aprender, la mejor cosa que me había pasado en mi vida. Bueno, la segunda mejor cosa: la primera fue la mamada en las escaleras de mi casa de Anna Hoveer, alias «Cachonda», la chica más guapa del barrio y la más guarra; «para mí todas», decía yo, total, ¿dónde iba a encontrar a una chica de esas de las películas del cine de la esquina? Esas sólo eran de mentira, propaganda del gran mentiroso americano. Doy gracias a Dios por los Panteras Negras. Esos tíos tenían las pelotas grandes y estaban dando bien por el culo a los blanquitos. Buen año este, 1970.

—Alumnos, cagarros, espero que hayáis entrenado bien vuestras técnicas, hoy toca examen.

«Mierda», pienso mientras intento no respirar más alto que él, cosa que le molesta, hace por lo menos un par de semanas que no entreno los katas, mierda, mierda, mierda, me va a romper la cara, fijo.

—Hermana, empiece por favor.

—Sí, sensei —contesta Señora.

Señora empieza a girar con una gracia sacada del ballet más depurado, gira las caderas, y las tetorras giran al unísono, el sonido que hacen cuando corta el viento hace que se te encojan las perlas reales: una patada giratoria, dos puñetazos directos al enemigo invisible y otro giro de caderas que hacen que Garras tenga los ojos como dos bolas de billar a punto de saltar en sus agujeros. Por supuesto, lo habréis adivinado, sus golpes más duros los da con sus tremendas protuberancias, no, no os riáis, he visto cómo dos negratas duros como el pedernal eran llevados al hospital, uno con el cuello roto y el segundo, el más afortunado, con las dos muñecas destrozadas saliendo por la carne. Hmm, sí, qué Señora.

—Bien, niña, no está mal, quizás necesites un poco más de soltura en el juego de patada-puñetazo, pero en lo esencial está bastante correcto, siéntate y deja de sudar, coño, que nos dejas todo empapado.

Señora es sesuda, cabezota, respondona y con más adrenalina que un toro de rodeos, pero se dirige al rincón más cercano y se sienta en cuclillas, mientras lucha por tomar aire.

—A ver, mocoso, «Uñas», tira para el centro y enséñame las técnicas del mes pasado.

Mi compañero mira nervioso a su alrededor, sólo le pone raro el sensei, porque nunca se estresa, nunca, es el tío hijo de puta más frío de la cocina.

Extiende sus manos, sus uñas brillan con la tenue luz de los titilantes fluorescentes, uñas de nueve pulgadas, aceradas y por supuesto afiladas, las cuida con el pegamento que esnifan sus hermanos mayores, duras e irrompibles.

Sus giros de muñeca con los dedos sueltos son innegablemente mágicos, al principio ves sus pequeños movimientos y poco a poco los pierdes de vista, hacia arriba, abajo, laterales y golpes directos con los dedos rectos y duros como cuchillos. Se ayuda de alguna voltereta y algún barrido de sus pies, pero todos sabemos que sólo son artificios, que sólo preparan a sus uñas para dar golpes mortales y cortantes.

—Bien Uñas, un poco tieso en tus movimientos, tienes que soltarte un poco más, ¡o joder, toma más tila, qué coño! Un valium no te mataría y ganarías en velocidad. Anda, vete a hacerle gurruños a Señora. A ver, Tres Hostias, acércate y déjame ver tus últimos movimientos. Y quítate esa cara de pazguato, pareces un adolescente blanquito de Alabama.

Y aquí estoy yo, oliendo a ajo, con mi peine incrustado en el pelo y mi judogui enano.

Respiro hondo y salgo al centro del tatami, respiro un poco más y suelto mis puños hacia arriba y los bajo en perfecto ángulo de noventa grados hacia la derecha. Lo que sigue es una sinfonía de movimiento de brazos y piernas ejecutados a la perfección. Dejo que mi respiración me llene, me haga soltar con más fuerza mis piernas. Siento cómo las articulaciones crujen del esfuerzo. Uno: suelto mi primera hostia seria, bailo un poco por el tatami con descuidados giros de «mono borracho»… Dos: suelto mi segunda hostia importante, giro sobre mi espalda y salto hacia la derecha con un pie y un puño mirando al techo y… Tres: suelto mi tercera hostia definitiva. Acabo mis movimientos y saludo al sensei.

Para llevar más de dos semanas sin entrenar el kata creo haberlo hecho de puta madre y se me escapa una pequeña sonrisa. Craso error.

—Oye, Tres Hostias, ¿crees que con esos movimientos de mierda y esa cara de autosuficiencia lo has bordado o qué?

Mi boca se abre y empieza a caer lentamente hasta que se queda instalada en el mentón, boca de sorpresa lo llamarían algunos, pero definitivamente es una mierda, creía haberlo hecho todo bien y nada, otro día más de humillación en la cocina.

—Niñato, te voy a enseñar una cosita, y no va ser mi polla negra, mandingo de los cojones.

El sensei se quita la chaqueta y enseña un cuerpo gordo y lleno de pelos, dos cicatrices blancas como la Nancy recorren su pecho, se mesa el pelo con las dos manos regordetas y escupe a un rincón. Nota mental: no mirar ese desecho.

No penséis mal, amigos: debajo de ese sucio y maloliente corpachón puedes descubrir con atención unas costillas de acero, un pecho esculpido en roca y venas marcadas como las interestatales de L.A.

—Vamos a ver qué sabes hacer contra un adversario mucho mejor que tú.

—Pero sensei, mis tres hostias pueden ser mortales…

—Tus tres hostias son una mierda contra un tipo que sepa cómo pararlas, o sea, cualquiera. Comienza, negrito, báilame un poco…

Mierda, si el día ya era de por sí una castaña ahora se acaba de joder de todas, todas. Suelto todo el aire de mi interior y respiro profundamente, para acabar tosiendo como un cabrón malnacido: el sensei me acaba de patear el pecho con una coz digna de una mula.

—¿Piensas que tus enemigos te van a dejar respirar, maricona?

Así que esas tenemos, pues entonces habrá que dejarse de tonterías, otra patada de esas y me tienen que poner respirador de por vida.

Me pongo en actitud defensiva y me voy acercando, él igual, enseñando los sucios dientes que tiene de limpialetrinas del Vietnam, vamos girando uno alrededor del otro y sacamos los golpes despacio, tanteando las distancias e intentando descubrir los puntos flacos. Para hacer honor a la verdad, el mamón conoce todos los míos y yo ninguno de los suyos. Empezamos bien. Y tengo un pequeño tic en el ojo, mal vamos.

Es la primera vez que combato con mi sensei y, sinceramente, mis pelotas han huido allí donde los riñones duermen, por algo lo llaman Cascador de Pelotas, un golpe ahí abajo del monstruito y te llevan al convento a cantar gregoriano de por vida. Prefiero que saquen mis ojos con un clavo ardiendo, la verdad.

Muevo mis pies por el tatami con la técnica de la «serpiente», sibilante y a la vez segura, no quiero tropezarme con mis propios miedos; la guardia alta, esperando un ataque que no llega pero espero inmediatamente, cruzo una mirada con el sensei que transpira sólo con dar dos pasos, pero no me lo creo, teatrillo de la calle lo llamo yo, un paso en falso y me pasa por encima como un autobús de la 5ª que no se parará a mirar a quién ha atropellado.

Descubro un cambio en sus movimientos: utiliza sus pies con técnicas del «elefante enfermo» mientras sus manos ejecutan lances de la técnica del «tiburón hambriento». Esto no presagia nada bueno, no conozco la defensa. Tenso mis músculos y mis venas se hinchan poco a poco con el oxígeno que ahora bebo a enormes sorbos.

Cuando se acerca con dos zancadas potentes haciendo un ruido atronador en el tatami me doy cuenta de que estoy perdido cuando sus manos se curvan en un ángulo imposible y chocan contra mí, dos veces en mi pecho y una en mi mentón.

Caigo desplomado como una rata almizclera, entre ruiditos que salen de mi interior. He sentido cómo sus dedos desgarraban mi pecho y el mentón entumecido me manda señales de alarma como si de un coche de bomberos de tratara.

Veo una sonrisa instalada en la cara del sensei. Me levanto como puedo y deja de sonreír. Hoy no quiero irme a casa y lamentarme de mi suerte. Hoy me como las pelotas del sensei, y después escupo mis dientes rotos y los recojo.

Cierro los ojos un sólo segundo, no necesito más. Concentración en mis puños, toda la fuerza de mi chi en un sólo punto. Mis nudillos tiemblan y se ponen blancos a punto de estallar. Empiezo a moverme más rápido. Mis largas piernas hacen que todo sea más fácil. Esquivo un par de patadas laterales y un directo a mi tráquea. Casi no lo cuento, pero no me ha tocado. Siento más confianza y sigo con mi baile. La técnica de la «grulla negra» me convence con mis movimientos, me creo ágil y veloz para intentar mis primeros golpes, no los pienso, solamente estallo: una patada vertical, dos giratorias, uso mi codo para rozar su oreja. Ha estado cerca. Sigo con un giro de la cadera para preparar otra patada, que él para fácilmente, pero deja su guardia alta para dar la primera hostia: gancho lateral al hígado. Inmediatamente siento el canto de su mano derecha incrustado en mi nariz, que estalla literalmente. Sangre a borbotones y un dolor lacerante que me recorre todo el cuerpo. Me siento desfallecer y me mareo sin remedio. Doy dos pasos hacia atrás para seguir con mi defensa.

Alzo la vista y veo al sensei parado, con una mano en el costado y uno de sus ojos ahora está rojo. Las venas se han hinchado y parece un foco rojo. Mantiene los labios apretados.

Lo ha sentido. El hígado golpeado y ahora enviando todas esas enzimas dañinas por todo su cuerpo. Se siente ahogado pero no lo aparenta; otro estaría en el suelo resollando, intentado respirar como un buzo sin su escafandra, pero él permanece inalterable. Pero lo ha sentido, ¡lo ha sentido!

Ahora empieza a moverse a mi alrededor, cambia la forma de sus manos, la técnica de la «cobra moribunda», los dedos tan apretados que parecen teas ardiendo, en cuanto me toque tendré problemas, que no llegan demasiado tarde.

Con una voltereta imposible para su cuerpo aparece a mi espalda y cuando quiero reaccionar, ocho golpes atraviesan mis costillas, haciéndome tambalear de dolor. Doy una voltereta defensiva hacia delante y me quito rápidamente de su campo de acción. Me limpio la sangre de la nariz con mi antebrazo peludo. Quiero quitarme el dolor de la espalda, pero son como cuchillos incrustados y ahí permanecen.

Corre hacia mí con los puños en alto, una técnica de ataque letal, el «escorpión dormido», elevo mis brazos y no sé cómo, paro todos sus golpes, ninguno consigue entrar en mi defensa, suelto un pie lateral y le barro a la altura de la espinilla, cae con un estruendo todo su corpachón, aprovecho para levantarme y subir la guardia de nuevo, siento el chi de nuevo en los puños, consigo que todo el dolor y la desesperación se concentren allí; de nuevo liviano y ágil juego con mis puños, ataco con los codos, rodillas, giro sobre mí y doy dos ligeros golpes en su hombro izquierdo, lo suficiente para que suba de nuevo la guardia y suelto mi segunda hostia: con el puño cerrado descargo un estallido en su plexo solar, he concentrado toda la fuerza en un nudillo que ahora está hundido justo debajo de su esternón.

El sensei cae de espaldas al suelo y tiene temblores en las puntas de los pies, este golpe hubiera dejado KO a un rinoceronte, no puede tener ni un solo gramo de aire en sus pulmones. Aun así se levanta con esfuerzo y consigue ponerse de pie, el color de su cara ha pasado de negro zumbón a negro azulado, casi lo tengo.

Cierra los ojos un momento, hace varios movimientos con las manos que no conozco, y se golpea en el pecho: acto y seguido recupera el aliento.

—Buen golpe, aprendiz de chinito. Pero no conseguirás darme de nuevo, porque te voy a destrozar.

Creo que se nos ha ido de las manos el examen, este tipo quiere romperme en mil pedazos y no tengo nada que hacer, pero algo me dice que lo que pase esta tarde puede cambiar mi vida.

El sensei ejecuta unos movimientos complicados de piernas y brazos, una especie de torbellino de hostias, me temo. Consigo efectuar la técnica de la «tortuga cachonda»; no puedo recibir ni un sólo golpe más, la espalda me mata y la sangre que sale por mi nariz no deja que respire bien, es sólo cuestión de tiempo.

Su ataque no se hace esperar. Como un huracán siento cómo los golpes empiezan a caer a mi alrededor, algunos los paro, otros no y esos son dolorosos, muy dolorosos, mi cara está insensible y mis labios no pueden articular ningún sonido inteligible, los brazos me empiezan a pesar y mis piernas no se mueven con la velocidad de antes. Consigo zafarme un segundo del torbellino con patas que tengo delante y respiro, y pienso, y calculo un ángulo imposible, un hueco por donde pueda atacar, lleno mis pulmones de aire y concentro de nuevo mi chi, esta vez en mis dos puños, ahora ensangrentados; tranquilos, es mi propia sangre, no sabía que tenía tanta.

Un paso atrás, me arrodillo un breve segundo y espero la embestida, que casi sin quererlo viene a mí como un tsunami, me va a golpear en los costados de la cara, KO seguro si lo consigue. Y en un impulso mecánico, visceral, muerdo mis labios con fuerza y descargo mi tercera hostia: toda mi energía concentrada en los puños, justo en el centro de su corazón. Su pecho cede a cámara lenta, veo cómo mis puños se hunden y casi en lo que dura un guiño ceden para volver a su posición normal.

En los tratados antiguos de kung fu a este golpe se lo denominaba el «golpe de la muerte» y no sin razón, prohibido en todos los tatamis del mundo. Pero, amigos, esto es la cocina del infierno: el sensei cae de nuevo de espaldas y no se mueve. Por un momento medito sobre lo que acaba de pasar, mi contrincante en el suelo y toda mi energía se ha desvanecido en un segundo. Caigo arrodillado delante de él.

Señora corre hacia el sensei, pone los ojos en blanco y se apresura hacerle el boca a boca y el masaje cardíaco; la tercera hostia es mortal de necesidad, detiene el corazón para siempre.

Me tiemblan las manos, esta vez de miedo, no puedo haberlo matado, mi sensei, mi profesor, mi mentor, preocupado me levanto lentamente y me acerco al coloso allí derribado. Señora continúa con su masaje cardíaco, pasan segundos largos como siglos, hasta que el cabrón tose una vez, dos y abre los ojos de par en par, mira el techo como un loco a punto de estallar, pero no se mueve, respira, cierra los ojos de nuevo y realiza unos movimiento con sus dedos presionando en su propio pecho hasta que termina, aparta a la improvisada enfermera y se levanta. Ríos de sudor corren por su frente y caen al tatami, en su pecho una gran mancha morada allí donde debería estar su corazón moribundo.

Este hombre es inmortal y yo casi lo mato, por dentro creo desfallecer y me siento como el niño de diecisiete años que soy, asustado y desvalido.

—Id todos a casa, el espectáculo ha terminado —dice con voz profunda, ahora es él de nuevo, el de siempre.

Mis compañeros y yo salimos del tatami como a quien lleva el diablo.

—Alvin, quédate aquí, quiero hablar contigo.

—Si, sensei —y me quedo allí petrificado, sin saber qué decir, sin saber qué hacer.

El sensei espera que todos salgan, cierra la puerta y se dirige a mí.

—Hijo, ¿estás bien? Vas a necesitar unos cuantos puntos.

—Si, papá, estoy bien, nada que mamá no pueda curar.

—Pues venga, cierro el gym y nos vamos al bar de Jimmy.

Esa noche escuché la frase que marcó mi vida para siempre, os parecerá una tontería.

Mi padre y yo entramos en ese antro, el bar de Jimmy, negratas de medio pelo y gangsters de poca monta, putillas de la calle y algún que otro policía de paisano; nos sentamos en la barra uno junto al otro.

—Jimmy, pon una ronda a todo el mundo, ¡éste es mi hijo y hoy me ha dado una paliza! —me sonríe y me da unas palmaditas en la espalda que siento como el agradecimiento de los dioses. Nunca fui más feliz y nunca me dolió tanto el cuerpo.

Nadie de allí entiende las palabras de mi padre, pero todos aceptan gustosos el trago y, por supuesto, esa noche se brinda por mí unas cuantas veces más.

Mi padre se siente orgulloso de mí, y la cocina del infierno, por un día, ya no es tan asfixiante.

¿Te ha gustado? ¡Compártelo! Facebook Twitter

Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Ese peine perdido en la bola de pelo, esos «nicks» y esa paliza final… ¡qué bueno! 😀

    Me pregunto si en mitad de ese combate a muerte en Hell’s Kitchen el autor no se rompería el dedo anular de la mano derecha… 😈

  2. Walkirio dice:

    Ahora resultará que el refrán «quien bien te quiere…» va ser neoyorkino ¡jajajajaja…! Buen relato y buenos recursos de kung fu: el mono, la grulla, el elefante, el chi, mucha respiración… felicidades, Sonderk.

  3. Iris dice:

    Muy bueno, sobre todos las técnicas (ya me explicaras como es la tortuga cachonda) y las cicatrices blancas como Nancy, ¿que te pasa con esa muñeca?¡qué fijación!

  4. SonderK dice:

    1. quintaelementa no he entendido lo del dedo, pero algo me dice que pronto lo sabré 😀
    2. Walkirio, gracias, los animales siempre me han gustado…y cuando hacen monerias, mas.
    3. Iris, ya te debo dos explicaciones 😉 y si, no se que me pasa con las nancys que estaría quemando una tras otra hasta exterminarlas sin compasión 😛

  5. marcosblue dice:

    El infintio Isma nos regala otra de sus joyas. No sé que verán o no los demás, a mí me tienes ganado, lo de «Estilo Isma» empieza a ser una realidad, disfruto tus relatos como un crío con una bicicleta nueva. Por favor, sigue regalándonos estos buenos momentos, que me doy de baja en la Mastercard.

  6. levast dice:

    Tremendo relato, geniales las ocurrencias de los motes, las técnicas y las peleas. Y, oye, recojo el guante para hacer una continuación de las aventuras de nuestros negros en un relato sólo apto para psicóticos. Dos de los cerebros más achicharrados del Blue ofreciendo el espectaculo bizarro definitivo.

  7. Duncan Campbell dice:

    ¡Magniiiiiiiifico! Muchacho has hecho una verdadera historia de kungfu callejero, que es, como todo el mundo sabe, una variante del místico, donde hay que dar hostias como panes para demostrar que la fuerza interior se canaliza a través de ellas. Un ejemplo que demuestra esto es aquel intento de kata «grulla rampante de alas cortantes» que fué acompañado de su grito de guerra: «¡que te pego, leches!».
    Me ha encantado y me lo he pasado en grande leyéndolo, de hecho creo que podrías regalarnos una segunda parte, porfa. Besos.

¿Algún comentario?

* Los campos con un asterisco son necesarios