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Groenlandia

por Relato finalista

El silbido del viento parecía hablarle, como si fuera el murmullo de los gemidos entrecortados de los vanir. Pero no podía pararse a escucharlo, su mirada estaba fija en el cuerpo que reposaba sobre el tronco ladeado de aquel árbol. La cabeza dirigía los ojos cristalizados arriba, más arriba aún, y la mano apoyada sobre una rama casi parecía alentarlo a seguir ascendiendo. La cara, aquella cara que era como su propio reflejo convertido en un espectro de hielo, parecía reconocerlo y mirarlo con benevolencia. Se apartó de él: Gunnar sabía que si se detenía mucho tiempo acabaría volviéndose loco como Ari, como Björn, como los otros.

Apretó con fuerza una de las ramas de la parihuela a su lado, casi sin ser capaz de asegurar si notaba o no el nudo de la rama clavándose en su palma. Ya no sentía varios de los dedos.

—No podemos parar ahora. Aunque esté anocheciendo no podemos pararnos.

Sveinn no decía nada. Gunnar no se atrevía a levantar la manta con la que lo había arropado y mirar otra vez aquella pierna. La última vez —¿hacía horas?, ¿días?— ya no sangraba, sólo era un bloque púrpura y venoso.

—No digas nada, guarda las fuerzas.

Estaba débil, su hermano. No había tenido fuerzas para comer las últimas provisiones que les quedaban, a pesar de que Gunnar las había masticado antes para que sólo tuviera que tragarlas.

—Te llevaré hasta las puertas. No dejaré que te pierdas.

Quería sonreír, pero la piel de la cara estaba tan tirante que con sólo hablar se le cuarteaba.

Cargó de nuevo con la parihuela; casi se sintió agradecido de notar cómo las llagas de los hombros y el cuello bajo las pieles se abrían y supuraban: por el dolor sabía que estaba vivo.

Y de nuevo un paso tras otro, hundiendo los pies en la nieve, ascendiendo.

Los espectros del frío en aquel crepúsculo eran como caras siempre un poco más allá de donde alcanzaba la vista, sus voces susurros que se confundían con la suya propia en su cabeza, que le decían que se había vuelto loco como Sveinn, persiguiendo un lugar inexistente siguiendo los pasos de su padre que también estaba loco.

Y de nuevo un paso tras otro, hundiendo los pies en la nieve, ascendiendo.

Ya había anochecido, y en la oscuridad su mente aún se volvía más brumosa, más incoherente. Ya casi no notaba su propio peso, las palabras que le dirigía a su hermano no eran más que sonidos sin mensaje, como quien repite un gesto ritual sin conocer su significado. Intentaba contar la historia, verbalizar las imágenes casi inconexas que lo asaltaban, una fantasmagoría fragmentada de escenas que lo llevaban hasta ese momento.

Y de nuevo un paso tras otro, hundiendo los pies en la nieve, ascendiendo.

Y entre las ramas que le rozaban la cara creyó ver cómo la masa de árboles parecía ser cada vez menos densa, cómo la cortina de bosque se atenuaba, y que a unas centenas de metros se veía una llanura imposible, resplandeciente de esmeralda.

Y sin que le importara ya si caminaba por el mundo o por un sueño, siguió hundiendo los pies en la nieve hacia aquella extraña luz.

***

Ya no podía caminar. La herida en la pierna había dejado de sangrar, pero se había quedado rígida. No podía seguir subiendo aquella montaña en medio del bosque.

—Déjame aquí. Sigue tú.

Habían llegado a un claro. Gunnar sacó su hacha, hizo caso omiso de lo que había dicho su hermano, tan pálido casi como la nieve, y comenzó a buscar unas ramas con las que fabricar una parihuela.

—No, ya estamos cerca.

Ambos querían creer aquello. Sveinn asintió, perdido en una suave somnolencia.

Gunnar no podía sentir nada aparte del frío. Los breves destellos de esperanza que había sentido al pisar tierra se habían consumido poco después, reemplazados por el mismo fatalismo que lo había empujado a emprender aquel viaje, aquella travesía descabellada.

Sin previo aviso, apenas a unos metros del árbol donde había dejado su saco y a su hermano, apareció una figura. Gunnar al principio pensó que era una alucinación, hasta que se acercó un poco más y por un momento creyó que su mente ya estaba totalmente enajenada. Vio un cuerpo casi de su misma edad y con una cara muy similar a la suya, petrificada. Y Gunnar, que nunca había creído en las señales, sintió que se mareaba cuando comprendió lo que había pasado, cómo aquella tierra de hielo había detenido una porción del tiempo para permitirle alcanzar a aquel hombre.

—Sveinn… es padre.

Sveinn se había quedado dormido. Gunnar nunca estuvo seguro de si su hermano había visto la figura, con su cara alzada e indicando con la mano hacia lo alto de la ladera. Quizá en aquel momento volvía a soñarlo, y el cuerpo helado y su contrapartida onírica se superponían.

***

El bosque estaba situado en una ladera, y animados por Sveinn habían empezado a subir aquella montaña. Se habían quedado dormidos en la orilla de un río. El agua les había cortado los labios y quemado por la garganta, pero tras la deshidratación había sido como renacer. Sin darse cuenta, el agotamiento los había vencido, y despertaban ahora, quizá un día después de haber atracado.

—Hace calor. ¿No tenéis calor?

Björn no paraba de repetir aquello, quizá llevaba diciéndolo un rato antes de que los hermanos despertasen. No, no hacía calor, al contrario: estaban acostumbrados a los inviernos de nieve ininterrumpida de su isla, y aun así el frío que hacía en aquella tierra era diferente, todavía más intenso. Gunnar no quería decirlo, pero casi le parecía que era el aliento de la propia muerte.

Sveinn se incorporó, inquieto y mareado. Había oído historias a su abuelo de hombres que pierden la cabeza por el frío, de cómo la sangre se les agolpa en el pecho y creen que se queman.

—Hace calor.

Björn dejó su capa de piel en el suelo y comenzó a quitarse la ropa. Sveinn también se sentía desorientado, pero se levantó y se acercó a él.

—Quieto —dijo mientras le sujetaba el brazo—. Te helarás.

—¡Hace calor!

Björn se abalanzó sobre él. Tropezaron y cayeron uno sobre el otro. Sveinn casi no notó el cuchillo que se clavó en su pierna, más bien fue consciente de ello cuando el otro se irguió sobre él blandiéndolo.

No llegó a clavarlo. Gunnar lo golpeó en la cabeza con el pomo de su hacha. Björn rodó a un lado y se puso en pie tambaleándose. Como un niño que aprende a andar, dio unos pasos vacilantes mientras seguía arrancándose la ropa. Luego corrió, internándose en los árboles, y durante unos minutos aún oyeron sus gritos que se alejaban en la espesura.

Gunnar ayudó a su hermano a vendarse la herida con tiras de la ropa que Björn había abandonado. Había mucha sangre.

—¿Qué vamos a hacer?

—Tenemos que seguir —contestó Sveinn—. Ahora más que nunca.

Como su hermano, sabía que aquella herida en la pierna era más grave de lo que parecía. Ya sólo quedaba un camino: hacia arriba.

Apoyándolo en el hombro de su hermano, Sveinn cojeó en busca de la entrada al paraíso.

***

Habían pasado cinco días. Sin apenas provisiones y sin agua dulce desde hacía casi tres, a merced de las corrientes cuando no tenían fuerzas para seguir remando, los cuatro hombres apenas hablaban ya entre sí.

Ari, aferrando el signo de su extraño dios clavado a unas tablas, en la primera hora no había parado de vociferar sinsentidos sobre una bestia y el fin de los tiempos desde que habían avistado aquellas extrañas criaturas. Después se había quedado callado, mirando el agua. Y después se había arrojado por la borda. Lo habían visto desaparecer bajo las olas, nadando desesperadamente de vuelta a casa.

Gunnar no se atrevía a dormir casi, a pesar del agotamiento. En la inquieta duermevela sus compañeros se abalanzaban sobre él como sombras homicidas, incluso Sveinn, lo que le indicaba que también a él lo estaba royendo la desesperación. Miró a su hermano, que en ese momento era el encargado de manejar el timón, aunque aquella era una labor casi sin sentido. Su mirada era clara y firme, como cuando habían salido de puerto persiguiendo el sueño de su padre. Envidió aquella seguridad inquebrantable.

Se puso en pie y se dirigió a él. Björn y Sindri permanecían también todo lo alejados que podían uno de otro y de ellos. Sindri temblaba, y Gunnar imaginó que había estado bebiendo agua de mar a escondidas. Decidió no seguir pensando en ello, pues notaba la punzada de la sed intensificándose.

—Hermano…

Quería sentirse indignado y gritarle que los había condenado a todos, que habían sido unos necios, que quién podía creerse que existía una puerta al mundo de los dioses, que estaba loco igual que lo había estado su padre. Pero quizá era el cansancio el que no le permitía sentir furia, sólo una resignación hueca. Le costaba concentrarse, y tardó unos momentos en darse cuenta de que Sveinn sonreía y señalaba al agua.

Una pequeña punta de iceberg flotaba hacia el casco. Apenas sobresalía un metro del agua, un vulgar pedazo de hielo que a Gunnar le pareció lo más hermoso que había visto nunca.

—¡Björn, Sindri, despertad!

El primero se puso en pie y al ver aquel pedazo de agua congelada lanzó un alarido de júbilo: comprendió que significaba que había una costa cerca. Sindri, por el contrario, apenas levantó la cabeza.

Poco después, entre la bruma del amanecer, apareció la línea de tierra, azulada. Björn y los hermanos fueron rotando para remar y llevar el timón. Y varias horas después, al límite de sus fuerzas, llegaron a una ensenada.

Apenas la quilla de la embarcación tocó tierra, Björn y Gunnar saltaron por la borda.

—Yo os esperaré aquí, guardando el barco —dijo Sindri.

No se había levantado, seguía temblando bajo las mantas, con una sombra azul bajo los ojos que también teñía sus labios. Todos tenían ese aspecto, pero Sindri sudaba.

—Vamos, no puedes quedarte aquí solo —dijo Sveinn acercándose a él.

—¡No! —chilló Sindri aferrando su hacha con la fuerza de un maniaco—. ¡Me quedaré aquí! ¡Guardaré el barco!

Sveinn miró a su hermano. Gunnar negó con la cabeza. Björn ya había echado a andar hacia un bosque cercano.

—Descansa, Sindri. Volveremos.

Los dos jóvenes se miraron sin decir palabra: sabían que era la última vez que se veían.

***

Gunnar aún no entendía cómo habían llegado a aquel punto. Él sólo quería velar por su hermano, permanecer a su lado hasta que éste se convenciera de que su padre había perseguido una quimera y regresaran a casa.

Y al tercer día en el mar se había desatado la tormenta y la locura.

Recordaba vagamente las nubes y la lluvia, y a Páll y a su hermano gritándose en medio de los truenos, el capitán devolviéndole la bolsa con el dinero y dando órdenes a sus hijos para dar la vuelta. Recordaba las voces de Sveinn como un enajenado, y el estallido, un haz fulgurante que había caído sobre ellos antes incluso de lo que había tardado su propio estruendo en alcanzarlos. Páll había desaparecido. Sobre la cubierta la lona de la vela ardía y el mástil central no era más que un muñón de astillas ennegrecidas. Las olas escoraban peligrosamente la embarcación, y mientras intentaba aferrarse a los cabos que se escurrían sobre cubierta como serpientes frenéticas vio cómo la mayoría de los odres de agua y los sacos de comida salían despedidos por la borda. Y Sigbjörn y Sigfinnur se arrojaron al mar para salvar a su padre.

No volvieron a ver a ninguno de los tres.

Las siguientes jornadas fueron un espejismo, con las constantes disputas sobre qué hacer abandonados en medio del mar, los momentos frenéticos y desesperados de remar sin dirección definida, los pozos de apatía en los que inmediatamente después se sumían.

Las corrientes los arrastraban de manera caprichosa, más al norte: el cielo encapotado no les concedía la referencia de las estrellas, pero sin lugar a dudas el frío era cada vez más intenso.

Los días pasaban lentamente, con el mar en una calma extraña, un inconmensurable azul bajo un inabarcable gris. Hasta el día en que Gunnar comenzó a pensar que quizá era cierto que se acercaban al confín de la tierra, el día en que vieron monstruos.

—¡Mirad! —dijo Sindri.

Señalaba a las olas, sobrecogido. Los otros cuatro se acercaron a él, escudriñando el mar. Al principio no veían más que el movimiento de las aguas, pero después lo vieron: cuerpos relucientes saliendo a la superficie, bestias acuáticas que lucían sobre sus fauces unos cuernos retorcidos, largos como un hombre, con los que parecían lanzar estocadas al aire.

Un denso silencio cayó sobre ellos.

—Son ballenas… —dijo Björn, con la inseguridad patente en su voz.

—¡He visto ballenas antes y no tienen cuernos! —le gritó Sindri.

Ari aferraba su cruz.

—Son demonios —dijo con un hilo de voz.

***

—Anoche volví a soñar con él —Sveinn sonreía con la mirada perdida como si lo estuviera viendo otra vez—. Alzaba la cabeza y señalaba con una mano hacia la cima de una ladera. Es una buena señal.

Gunnar asintió sin decir nada. Sabía que su hermano creía en los presagios, aunque no lo acompañaba por eso, sino porque era su hermano.

—¿Recuerdas lo que siempre decía padre?

Gunnar lo recordaba, su mirada era como ahora la de Sveinn: siempre parecía perderse en el horizonte mientras se rascaba la barba. «Fijaos en los hombres: ¿por qué si tienen la capacidad de alzar la vista a los cielos, insisten en mirar hacia el suelo?». Lo habían visto por última vez hacía diez años, cuando había partido con unos pocos hombres hacia mar abierto, hacia el norte, guiado por las historias del viejo Gunnbjörn Ulfsson, hacia la isla en los confines del mundo. El nombre se deslizó de los labios de Gunnar casi sin darse cuenta:

Gunnbjarnarsker.

—La tierra en la que el mundo de los hombres y el de los dioses se cruzan.

—Allí fue donde lo mataron.

—Lo abandonaron por decisión de Narfi. Decían que estaba loco.

—Es como si lo hubieran matado. Por eso el tío Hjálmar mató a Narfi. Y Leifur y Snorri, los hijos de Narfi, lo mataron a él. Y años después los primos Ingi y Örn mataron a Leifur y Snorri. Y Olgeir, el hermano de Narfi, mató a Leifur. Creo que Snorri huyó. La última sangre la sigue teniendo su familia —Gunnar suspiró—. Quizá ahora que ya somos adultos deberíamos buscar a Olgeir.

Sveinn se detuvo, mirándolo fijamente, como leyéndole el pensamiento.

—Tú no quieres matar a Olgeir.

Tras un momento, Gunnar asintió de nuevo.

—Cierto. No quiero matar a nadie.

Siguieron caminando hasta los amarraderos, donde los esperaban Páll y sus hijos Sigbjörn y Sigfinnur en su drakkar, y Björn, Sindri y Ari.

—¡Por fin aparecen los hijos de Snaebjörn! —dijo Páll con su vozarrón—. Ya pensaba que os habíais echado atrás.

—¿Y te entristecía no poder viajar con nosotros? —respondió Sveinn de buen humor mientras le arrojaba una bolsa de cuero.

—Me entristecía no ganar mi dinero —dijo Páll mientras miraba el contenido de la bolsa—. Vamos, subid.

***

El cielo era un mar viridián y cobalto que ardía con esos y más colores para los que no tenía nombre.

Gunnar dejó de mirar a la nieve, absorto en el cielo, sin notar que el aire helado le ardía en la garganta, incapaz de cerrar la boca, lejos ya del dolor de los hombros y de su propio peso. Una risa incontrolable lo asaltó cuando comprendió que se había vuelto loco pero que no deseaba recuperar la cordura.

Sobre él se derramaba una ola de luz que alcanzaba cuanto abarcaba su vista, vetas enjoyadas de firmamento moviéndose con la suavidad de una vela mecida por una brisa amable pero con la solemnidad de los astros, rayos de luminosidad nacidos de un sol invisible que llovían sobre el horizonte como una señal sanadora, como un amanecer nocturno, como una aurora paradójica, volviendo humildes las estrellas que eran pequeñas piedras recamadas en la sinfonía líquida de los aesir. Como un inconmensurable velo de seda, la bóveda celeste albergaba un mar de resplandores rubíes y platas, los incontables tonos del bifröst atravesando el espectro visible en una revelación de la magnificencia del universo, en un viento cromático que cantara lo inabarcable de su belleza.

Llorando escarcha, Gunnar se arrodilló, desató a su hermano y lo sentó, apoyándolo en su pecho, rodeándolo con los brazos y reposando su cabeza hacia atrás sobre su propio hombro. Quería susurrarle que habían llegado, que su padre y él tenían razón, que habían hallado el lugar en el que los hombres se encontraban con los dioses, pedirle perdón por haber dudado. Pero el frío había helado su garganta, así que señaló al cielo y sólo pudo pronunciar una palabra con el aliento que le quedaba.

—Valhalla.

Besó el cabello de Sveinn, notando cómo le quemaba los labios igual que quema el hielo.

Volvió a alzar la vista a aquel firmamento. Incapaz de aguantar más, fue cerrando los ojos despacio, con la imagen de aquella cascada luminosa oro y púrpura grabada en sus retinas, esperando que aquella luz majestuosa y benevolente los acogiera de un momento a otro.

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