Frozen
por laquintaelementaEl corto verano era arrastrado por el viento helado del norte, que se colaba entre las montañas Altái y campaba a sus anchas por la llanura de Ukok. Pronto la nieve sepultaría los pastos y los rebaños deberían migrar hacia las tierras bajas. Así venía ocurriendo desde los tiempos más remotos.
Natalia Polosmak y su equipo de excavación se afanaban por llegar a la cámara mortuoria del túmulo que había descubierto en aquel confín de Siberia, muy cerca de la frontera con China.
Las reformas económicas impulsadas por Yeltsin no habían sido bien acogidas por el pueblo ruso y sus relaciones con el Parlamento tras la imposición del «régimen especial» auguraban un conflicto próximo. Natalia y su esposo, el también arqueólogo de Novosibirsk Vyacheslav Molodin, decidieron, a pesar de todo, emprender una nueva campaña en aquel tumultuoso verano de 1993. Seguidores del trabajo de Sergei Rudenko, continuarían la búsqueda de tumbas intactas de la misteriosa cultura nómada de los pazyryk. Molodin se dirigió a Tuekta, al norte, y su mujer a Ak-Alakha, al sur, en la meseta de Ukok.
Aquella planicie tapizada de hierba era el lugar perfecto para el descanso de las almas de los pazyryk, quienes creían que, tras la muerte, les esperaba una nueva vida en la pradera celestial. El propio aliento de los dioses barría incesantemente aquel lugar sagrado salpicado de kurgans, los túmulos de tierra y piedras que señalaban los enterramientos escitas. Al este se divisaban las cimas de Tavan Bogd, los «Cinco Dioses», que separaban Rusia de Mongolia y de China. Un guarda de la cercana frontera con esta última les ayudó a elegir un kurgan de entre las decenas que se concentraban en aquel remoto rincón de permafrost.
Jeanne Smoot, estudiante americana de arqueología, tenía las manos agrietadas por el frío y por los arañazos de las piedras que iba retirando. Llevaban un par de días apilando cuidadosamente las rocas y pedruscos que cubrían la tierra del kurgan. Encontraron algunas desperdigadas, lo que les hizo pensar que, una vez más, el túmulo habría sido saqueado. Pero, a medida que la hilera de cuentas hacía más largo aquel pétreo rosario, su emoción iba creciendo.
Por fin, despejaron la superficie y comenzaron a cavar aquella tierra que, tras dos mil quinientos inviernos de lapidación, se había vuelto de la misma naturaleza gélida. Sin embargo, la ilusión de la estudiante era inquebrantable y capaz, por el contrario, de abrir brecha en el más adverso de los terrenos.
Absorta en sus pensamientos mientras excavaba, Jeanne se sobresaltó al escuchar el sonido hueco cuando golpeó sobre una superficie de madera. Soltó la pala y corrió hacia la loma donde divisó a Natalia.
***
Encaramada en una colina de suave contorno llenaba sus ojos con los colores tristes del desolado paisaje. El verde grisáceo de la hierba rala anunciaba la pronta partida. Los pacíficos pastores de Ukok deberían convertirse en los feroces guerreros pazyryk para defender las praderas donde pasarían el largo y duro invierno, más allá del Altay.
Un joven se postró a sus pies:
—Chanyu, los jefes urik esperan en la yurta.
Como una ráfaga de aire, saltó a lomos de Tch’eng-li Ku-t’u y salió al galope estallando en gritos de júbilo. Amaba la libertad, la salvaje estepa y sentir las afiladas caricias del viento en su rostro.
***
Llegó al campamento con el pelo alborotado y la cara ardiendo bajo la piel helada. Jeanne le mostró las tablas de madera. Emocionados, los componentes de la expedición limpiaron la zona y abrieron un agujero en el techo de la cámara. Era el primer túmulo intacto que encontraban. En el interior les esperaba un momento de la Historia congelado hacía veinticinco siglos.
Natalia entró por la abertura.
***
Se hizo el silencio cuando asomó al interior de la yurta. Los jefes de cada tribu inclinaron las lanzas y la cabeza en señal de respeto y sumisión a la chanyu. Aunque algunos no estaban muy conformes con tener a una mujer como jefe, lo cierto es que era la mejor guerrera y se había ganado el puesto por sus propios méritos. Así era la ley de los nómadas. Ella había unido las urik, las había guiado en las migraciones invernales hacia los mejores pastos y las había defendido contra los chibe, katanga y karakul. La llamaban yabghu, la reina, y se decía que era hija de Tängri, el dios del cielo; por eso gritaba en la llanura sin ofender a los Antiguos. Así también su montura era hijo de los caballos celestiales del Altay.
La chanyu ocupó su lugar en la asamblea. Los jefes de cada urik colocaron sobre su cabeza un tocado alto de fieltro negro cubierto de pan de oro, ratificándola una estación más como cabeza del il pazyryk y jurándole fidelidad y lealtad. Sentados en torno al fuego cada jefe dio cuenta del número de hombres y rebaños de su tribu. Aquel invierno el pueblo pazyryk contaría con unos mil guerreros para defender el ganado, las mujeres y los niños. La travesía por el Altay sería penosa; los chamanes celebrarían ritos en altares de piedra sobre las colinas. Ella misma rogaría a Tängri por la protección de su gente.
Pidió que la dejaran sola. Se comunicaría con el dios del cielo a través de las volutas de humo del fuego sagrado, que ardía en el centro de la tienda de los chanyu desde el principio del tiempo. Y Tängri revelaría sus designios en las nubes y en mensajes que enviaría con el viento.
Se tendió sobre una alfombra de fieltro rojo y dejó su mente en blanco mientras se quemaban ramas verdes de alerce, el árbol de la vida, el árbol sagrado de los Antiguos. Comenzó a leer los signos sagrados impresos en su piel y sintió cómo su espíritu se elevaba.
***
Cuando descendió al suelo, Natalia no percibió olores rancios o de putrefacción. Aquel frigorífico de tres metros y medio de largo había conservado a la perfección su contenido. Dispuestos en torno al ataúd podían verse todo tipo de objetos que el difunto utilizaría en la otra vida, en las praderas del cielo, más allá de las nubes. Natalia contempló con ternura infinita una pila de mantas de piel, varias lanzas, imágenes talladas en hueso, escudos de cuero y una alfombra de fieltro rojo sobre la que reposaban los restos de un caballo y el féretro.
Se trataba de un tronco de alerce de unos dos metros de largo, sellado con clavos de bronce. Era sin duda la tumba de un gran guerrero. Totalmente fascinados por el hallazgo, Natalia y sus compañeros extrajeron las verdosas alcayatas de bronce y retiraron la tapa. Temblaban excitados, envueltos en un aura de misterio, sintiendo la indescriptible emoción que había pertenecido a leyendas de la arqueología: Carter, Belzoni, Schliemann…
Un bloque de hielo protegía el cuerpo del inexorable paso del tiempo. Alguien aguardaba en silencio, bajo el frío. Calentaron tazas de agua y las vertieron con delicadeza y mimo sobre la masa lechosa y helada.
***
El crujido de los cristales al contacto con el agua de los arroyuelos anunciaba el deshielo y el momento de regresar a Ukok. El invierno había sido crudo y las pérdidas numerosas; pero el pueblo pazyryk estaba satisfecho. La chanyu había cuidado de ellos como una madre y los había defendido de hu-kis y yuan-yuans como un padre. Volvería a casa más de la mitad de los que vinieron, y algunos otros que verían la luz en su tierra.
Las mujeres preñadas tallaron en madera un collar para la yabghu: una caravana de camellos, símbolo de prosperidad y maternidad. Era su manera de expresar los deseos de su pueblo por un vástago que heredara el carisma de su madre. Cuando lo recibió apenas pudo ocultar las lágrimas. En su tatuado brazo lucía una ajorca de plata: un león-grifo luchando contra un dragón-serpiente. Había pertenecido a su padre, un gran guerrero que murió defendiendo a su pueblo. Al aceptarlo había adquirido el compromiso de seguir sus pasos como cabeza de familia, puesto que no había hombres en su yurta, como guerrero del clan y como leal al chanyu. Renunció pues a sus labores de mujer, entre ellas tener hijos. Así era la ley de los nómadas. Con pesar devolvió el regalo, manifestando de aquel modo que su responsabilidad se mantenía hasta que otro jefe la sustituyera. Una joven mujer de abultado vientre guardó el collar con mucho cuidado entre los pliegues de la falda. Al hacerlo se dio cuenta de que había roto aguas.
***
El líquido caliente resbalaba por el hielo derritiéndolo dulcemente. Allí donde la capa era más débil se iban abriendo pequeños orificios, que se agrandaban como diminutos ojos que despertaban tras un letargo ya milenario. Natalia apenas controlaba la excitación, que le latía en las sienes como una manada de caballos.
***
El claqueteo de cascos se fue perdiendo entre las rocas. La horda hiun-yu había sufrido una irreverente derrota y su docena de supervivientes se alejaba al galope. Buscaban caballos y a veces mujeres; eran salvajes y crueles; despreciaban a pastores y sedentarios; no respetaban ninguna ley, excepto la suya. Venían del este, atacaban por la noche y se marchaban cuando los tonos encarnados del amanecer se confundían con la sangre de sus víctimas. Pero esta vez fueron sorprendidos por una avanzadilla de exploradores pazyryk en el paso de Gorno-t’chien, el desfiladero que cruzaba la estepa seca a los pies del Altay. El choque fue brutal. Cuando llegó el grueso de la caravana encontraron la cañada salpicada de cadáveres y regueros de sangre. Apenas media docena de guerreros pudieron ser rescatados de entre los muertos.
Como la última voluta de humo que exhala una moribunda hoguera, una figura alta y etérea se irguió tras unos caballos agonizantes. Era la chanyu. Estaba empapada en sangre oscura, mezcla de la que manaba por sus abundantes rasguños y la de sus enemigos. Levantó un brazo y mostró a su pueblo la cabeza del jefe del grupo agresor:
—El paso es seguro —murmuró mientras se desvanecía en los brazos sus hombres.
Del costado salía el mástil quebrado de una lanza corta.
Despertó envuelta en su manta de marmota; estaba en su yurta, acompañada por varias mujeres que limpiaban sus heridas mientras entonaban salmos de curación. Percibió, sin embargo, el rancio hedor de la muerte camuflado entre los vapores de cardamomo y lavanda. Preguntó dónde habían acampado. Una mujer joven, con los pechos aún rezumantes tras el amamantamiento de su pequeña, le contó entusiasmada cómo tras el enfrentamiento con los hiun-yu habían atravesado las montañas y llegado a Ukok. Allí, en su amada tierra, los esperaban infinitas praderas rebosantes de flores y de vida. Todas las tribus permanecían junto a la chanyu en espera de su recuperación. Prepararían una hermosa fiesta en su honor y luego cada urik partiría hacia sus territorios.
La joven interrumpió su relato. La chanyu hacía esfuerzos por levantarse. Un pinchazo en el costado le hizo fijarse en un aparatoso emplasto de musgo y barro. Se puso en pie y salió de la tienda. Los pazyryk enmudecieron al verla. Todos sabían que su herida era mortal. En verdad debía ser hija de Tängri, pues sólo del cielo podía llegarle esa fuerza sobrehumana que demostraba. Los guerreros comenzaron a golpear sus lanzas contra el suelo al grito de yabghu. El pueblo entero se unió a ellos coreando el título de su soberana. Ésta montó en Tch’eng-li Ku-t’u, tan malherido como ella en el combate. Jinete y montura conocían su destino próximo. Y cabalgarían hacia él juntos.
Se alejaron al galope por la llanura eterna profiriendo gritos de júbilo, y sintiendo las afiladas caricias del viento en su rostro. Subieron a una colina de suave contorno y llenaron sus ojos, por última vez, con el verde lujurioso de la estepa silvestre. Mirando a Tängri pensaron en las praderas del cielo, más allá de las nubes. Juntos seguirían allí su carrera.
Desde el campamento los pazyryk vieron desplomarse la centáurica figura.
El enterramiento fue el más glorioso dedicado jamás a un chanyu. Excavaron la cámara en la misma colina y trajeron un tronco de alerce desde el mismo Tavan Bogd, porque no había árbol más sagrado para alguien más divino. Las embalsamadoras se esmeraron con el cuerpo de su señora, vaciándolo de todo lo perdurable y rellenándolo de musgo, incienso, semillas de perejil y anís, además de turba y corteza, cuyos taninos multiplicarían el efecto conservante. Después de cerrarlo de nuevo, lo cubrieron con una capa de cera. Dispusieron recipientes con semillas de coriandro para perfumar la cámara y la vistieron con sus mejores galas para el viaje final.
***
El cadáver reposaba intacto en el interior del sarcófago. Natalia contemplaba absorta la imagen ante sus ojos.
Era una mujer. Aún podían verse los largos cabellos rubios bajo un tocado alto de fieltro negro con grabados recubiertos de oro y quince pájaros de madera, cosidos encima, como si de un árbol se tratase. Estaba envuelta en una manta de piel de marmota, y la habían acostado de lado, como un niño dormido. Vestía una larga falda de lana de oveja y pelo de camello, todavía suave al tacto, y una túnica de rica seda que dejaba ver un brazalete de plata en su tatuado brazo. Había muerto hacía dos mil quinientos años, pero su piel y los símbolos aún se conservaban, momificados en el hielo. Los tatuajes representaban animales mitológicos y otros signos místicos, con diseños elegantes y estilizados que asombraron a los expertos.
***
El collar que tan celosamente había guardado entre los pliegues de su falda era ya de la chanyu. Ahora engendraría hijos en la otra vida. La mujer joven, con su hija en brazos, se reunió con los de su clan tras colocar el último adorno alrededor del cuello de su señora. Cerraron con clavos de bronce el ataúd y acostaron junto a él a Tch’eng-li Ku-t’u, sin arreos ni manta, tal como ella lo montaba. Ambos reposarían sobre la alfombra de fieltro rojo que los conduciría al reino de Tängri.
Apilaron mantas, lanzas, escudos y demás objetos que la chanyu había utilizado y que necesitaría allá donde iba. Sellaron la cámara y encendieron hogueras con el fuego sagrado de los Antiguos. Acompañarían con sus cantos la ascensión del alma de su yabghu a las praderas celestiales.
***
El viento traía los graznidos de una bandada de ánsares en forma de flecha que apuntaba al sur. Los resultados de las muestras de la madera del ataúd enviados al doctor Seifert, dendrólogo, llegaron por correo a nombre de la doctora Polosmak al Instituto de Arqueología de Novosibirk: la tumba podía datarse en torno al 450 a.C. En una sala refrigerada del Instituto, la «Dama de Hielo», como la bautizaron, fue sometida a una autopsia por el especialista forense Rudolph Hauri. El doctor suizo determinó que se trataba de una mujer de casi metro setenta y cinco de altura, sin hijos, y que había muerto sobre los veinticinco años. No pudo determinar las causas de dicha muerte.
Cundió el pánico cuando se comprobó que los cuidados no eran suficientes y los hongos comenzaron a proliferar sobre la momia y a dañar, entre otros, los hermosos tatuajes de su brazo. La Dama de Hielo voló a Moscú para someterse a un tratamiento de conservación similar al que los científicos soviéticos utilizaron con líderes comunistas del antiguo régimen. La sumergieron en un cóctel de sustancias químicas durante varios meses para preservarla indefinidamente y exponerla en un museo sin peligro.
Natalia Polosmak contempló la momia de aquella contemporánea de Sócrates, del esplendor de los Aqueménidas, de las luchas fratricidas entre Esparta y Atenas, de la legendaria dinastía Zhou… y se conmovió ante la duda de si, al arrancarla de su pradera sagrada, al profanar las creencias de aquellos antiguos nómadas, había hecho lo correcto.
El viento perenne arrastraba el aroma ácido del pasto en violentas olas glaucas. Las vastas praderas alimentaban los rebaños, que renovaban sus miembros cada verano, cuando las reses más viejas dejaban su espacio a nuevas cabezas que asomaban entre la hierba.
Así venía ocurriendo desde los tiempos más remotos en la llanura de Ukok.
Comentarios
Una historia corta e intensa perfectamente construida en los paralelismos de las dos épocas. Como dijo el juez, se aprende de una civilización prácticamente desconocida. Me queda la duda de si la autora elegiría reencarnarse en la jefa arqueóloga o en la jefa guerrera.
se me antoja una historia epica de guerreros, honor y amor a la naturaleza. Relato muy interesante, pero me deja el poso de traicion hacia algo venerable que tenemos la sociedad occidental. Yo la hubiese dejado en su tumulo para toda la eternidad, pero queda solo en eso, un deseo. Me ha encantado.
Hay toda una polémica abierta a cuenta de las expediciones arqueológicas que van desenterrando a los antepasados de los actuales habitantes del Altái. Para esos pueblos, Ukok es tierra sagrada; no gritan para no ofender a los espíritus y continúan con algunos ritos funerarios que tienen 3000 años. Por otra parte, sin estos descubrimientos, no se conocería el modo de vida cotidiano de esos antepasados… Y yo sé que Natalia Polosmak sufría esa dicotomía 🙂
Y sí, Levast, me conoces bien; me identifico perfectamente con las dos, pero mi espíritu está, sin duda, a lomos de Tc’heng-Li 😉
Qué maravillosa y excitante sensación de libertad he vuelto, a mis años, a experimentar al leer tu cuento. Salvando las distancias, me ha sucedido lo mismo que cuando vi en el cine, yo era un crío, una de las escenas más emblemáticas de Taras Bulba, esa en la que dos de los protagonistas están en medio de la estepa y deben saltar una sima por una cuestión de honor. No he podido evitar pensar en nuestro modo de vida actual; desde luego que vivimos más años y tenemos acceso a todo lo que el progreso trae consigo pero sospecho que nos hemos dejado muchas cosas por el camino. Que nuestra existencia es mucho menos intensa, por decirlo de alguna forma. Y también creo que ahora comprendo mejor a los arqueólogos y su pasión por reconstruir el pasado. Hay más cosas, desde luego, pero quiero decirte, como al resto de tus compañeros, que yo no hago críticas literarias, solo comentarios sentimentales.
Mi querida Irene: Creo que en este relato tuyo has escrito exactamente lo que querías escribir, lo cual es algo muy difícil para un escritor. La imagen de la guerrera me ha tocado la fibra, es muy bella; el contraste, definido en tres pinceladas, con la época de la historia, la arqueóloga que lo descubre en su propio tiempo y la reflexión que queda para el momento actual, desenraizado de la naturaleza y de lo humano, está perfectamente hilado. Y es lo que tiene no tener televisión, que te documentas, hija, que es una cosa bárbara, resulta abrumador. Lo de que un jefe/a debe ser un buen jefe/a para su pueblo me ha gustado mucho, deberíamos mandar este relato al congreso de los diputados, para que aprendan.
Pues me alegro de que os haya gustado en general, porque yo disfruté media vida escribiéndolo y, sobre todo, pasé muchas horas galopando por los paisajes del Altái 😉