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Feliz cumpleaños

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1. La niña que dejó de serlo

«Qué sabor tan extraño», pensó, una vez hubo aplicado aquella materia untuosa y brillante sobre la tersa superficie de sus labios. Nada que ver con la efusión de moras, frambuesas y otras bayas silvestres, intensas y jugosas, que, por estar asociadas al color rojo, había imaginado estallarían en su boca en un momento tan esperado. Sin embargo aquella ligera decepción gustativa desapareció muy pronto ante la espléndida imagen que ahora le devolvía el espejo. Resultaba sorprendente cómo un leve toque de color, apenas un rápido trazo, había logrado transformar por completo su rostro adolescente, escenario de numerosas erupciones primaverales y otros episodios igualmente traumáticos, en una realidad distinta, otorgando a sus facciones, aún sin definir y como desdibujadas, aquella determinación, aquella especie de asentamiento y madurez hasta hace poco impensables. Aunque, mirándolo bien, tampoco sería justo atribuir un cambio tan notable a una simple barra de labios. Quizá mayor trascendencia tuviera la decisión adoptada el día anterior —una vez vencida la resistencia materna—, de cortarse el pelo, cuando un preciso corte de tijeras bastó para liberarla de las omnipresentes trenzas, aquellas simbólicas amarras que la mantenían sujeta a una infancia interminable.

Ese día, en el que su madre le había dado permiso para que pudiera exhibir un sencillo maquillaje, cumplía los quince años y había logrado por fin acceder al paraíso de la cosmética, uno de los privilegios exclusivos de la mítica edad adulta.

Con la punta del pañuelo acabó de perfilar la sinuosa línea de los labios, se ajustó el corpiño, bajo el cual se percibía la incipiente pujanza de los pequeños senos y sonrió complacida, aunque también un poco temerosa de que todo fuese una ilusión y desapareciera al instante, tal como había llegado. Al cabo de un tiempo consiguió, no obstante, tranquilizarse. El espejo mantenía indeleble su imagen, confirmándole que la transformación era un hecho consumado y que aquel sería su aspecto de allí en adelante. Entonces, convencida de que ya no habría marcha atrás, pensó instintivamente en él. Ahora estaba segura de que, una vez superada la sorpresa inicial, le invadirían sentimientos parecidos a los que ella acababa de experimentar, que ya no podría dejar de mirarla con aquellos ojos de topacio y caramelo, cuya inquisitiva insistencia tan bien conocía. Sólo que ya no lo haría como a la niña que siempre se las había arreglado para saltarse la prohibición de penetrar en el bosque, sino de una forma distinta, misteriosa, si bien ni ella misma sabía muy bien en qué podía consistir aquello. Recordó el primer encuentro, unos años atrás, la mezcla de curiosidad y fascinación que recorrió su cuerpo de pies a cabeza ante la súbita presencia de aquel soberbio animal, todo tensión y elasticidad, elegantemente envuelto en un sedoso manto de terciopelo gris. Una turbación parecida —esto lo supo sin necesidad de palabras— a la que su propio aspecto, tan frágil e indefenso, causaron en su fiero oponente. A partir de ese momento, sus incursiones regulares al territorio de la bestia tuvieron el aire de un acontecimiento extraordinario, un marcado sabor clandestino. Unas citas, tan idénticas entre sí, que poco a poco fueron adquiriendo la precisión de un sofisticado ritual. Siempre el mismo camino, la misma distancia entre los dos, el mismo tiempo empleado en recoger unas flores —un mero pretexto para prolongar el placer del juego— que luego arrojaba al borde del sendero, el mismo silencio expectante, apenas alterado por el ritmo irregular de su respiración y sus latidos. Siempre aquella sombra furtiva en la espesura, como protegiéndola —en contra de la opinión general— de posibles peligros, siguiendo sus pasos hasta la casa de la abuela, aquella vieja testaruda que se empeñaba en vivir sola, desdeñando las modestas comodidades del pueblo y el calor de la familia, y a las que, aunque esto no había llegado a decirlo de una forma abierta, sus frecuentes visitas la trastornaban hasta un punto difícil de soportar porque rompían el sagrado círculo de su rutina. Pero ella conocía muy bien a la anciana y sabía tanto de su cariño no confesado como de sus debilidades, por lo que una botellita de coñac entre la rústica repostería de tartas y bizcochos era suficiente para ser recibida con cierta deferencia. Tras despedirse hasta una próxima visita, la niña iniciaba el camino de regreso, escoltada por aquella presencia, cada vez más lejana, conforme se acercaban a las primeras casas del pueblo. Entonces giraba sobre sí y le veía una vez más desaparecer entre los árboles, solitario y majestuoso, siempre como agobiado por una carga invisible. Quizá fuera el peso de su leyenda negra, todas aquellas crónicas inmemoriales que le describían como una fiera sanguinaria, capaz de diezmar rebaños enteros, y al que incluso, allí en el pueblo, señalaban como el autor de la muerte de varias muchachas, desaparecidas en los últimos años. Pero semejantes historias, pensó, no eran sino el fruto del miedo ancestral que los aldeanos sentían hacia lo desconocido, espíritus supersticiosos para quienes la sola silueta del animal recortada bajo la luna llena y su quejumbroso aullido en las frías noches de invierno, representaban algo así como la amenaza absoluta, el constante peligro al que estaban sometidos desde el principio de los tiempos y que podía materializarse en cualquier momento. Un sentimiento colectivo expresado en numerosas leyendas y romances y que ella, por mucho que lo intentara, no conseguía comprender. ¿Cómo no estar convencida de su inocencia? Sólo había que mirar aquellos ojos, dotados de una ternura feroz, casi suplicante, como esperando un gesto que, por sí solo, aboliera toda la incomprensión del mundo, todas las distancias. Allí donde otros veían una amenaza mortal ella sólo encontraba una belleza agreste, la resuelta determinación de un espíritu indómito, libre. Tal vez fuese su altivez el origen de la ofensa y la causa de tanto odio, aquella actitud desdeñosa hacia la hostilidad general de sus perseguidores, sobre todo hacia Pierre, el furtivo, un hombrecillo siniestro y contrahecho que había jurado acabar con él y ensartar su piel con la del resto de alimañas y roedores que colgaban a la entrada de su miserable cabaña.

Miró el traje y la caperuza roja que ya nunca volvería ponerse colgado en el armario, como la envoltura de una crisálida abandonada en una rama, y sintió una extraña mezcla de vergüenza, alivio y compasión de sí misma, de lo poco que hasta ese momento había sido, apenas una criatura a la que los adultos acariciaban la cabeza y a la que nadie parecía tener en cuenta. Ahora en cambio, al cumplir los quince años, se había convertido en una espléndida mariposa, confirmó mientras giraba sobre sí, llena de gozo y entusiasmo. La amplia y ligera falda azul dibujó un círculo perfecto y supo que llegaría el momento en el que todo el universo, hipnotizado, giraría en torno suyo.

Una última ojeada a su cuarto antes de cerrar la puerta. Después tomó la cesta, la única pieza de su atuendo habitual que aún conservaba como una reliquia del pasado, y salió de casa.

Comenzó a caminar. A unos cien metros empezaba el bosque y alguien, como aviso de los peligros que amenazaban al viajero, había clavado sobre una estaca un trozo de paño oscuro, remedando la piel de un lobo.

2. La Ilustre Orden de los Cazadores Hiperbólicos

Fran estaba dando fin a su vagabundeo matinal cuando, a unos cien metros del pueblo, vio a la joven que avanzaba con paso alegre y decidido. Se quedó mirándola embobado con una media sonrisa, hasta que cayó en la cuenta; de no ser por la conocida cesta jamás hubiera sabido de quién se trataba, tal era el cambio experimentado por la muchacha. Claro que sin trenzas y sin la caperuza… Fran, que la conocía desde que era una niña, siempre había sentido por ella una simpatía especial. Un sentimiento al que, desde unas semanas atrás, debía añadir la gratitud. Porque aquella criatura fue su fuente de inspiración para pergeñar la disparatada historia con la que ganó el concurso semestral de proezas cinegéticas; un concurso organizado por la Orden de los Cazadores Hiperbólicos, institución que él y sus cuatro socios, Rober, Saúl, Isma y Marcos —aparte de algún colaborador ocasional—, habían fundado con la noble idea de elevar la proverbial exageración de los cazadores a la misma categoría y prestigio del que gozaban las Bellas Artes. Para ello establecieron un certamen literario que premiaba al autor de la captura más ingeniosa, más elaborada y más rica en detalles, si bien ésta debería someterse a ciertas reglas no escritas. Cuanto más se ajustase a la realidad, mayor sería la puntuación obtenida, dada la proverbial dificultad de armonizar los contrarios: objetividad e inventiva, lógica y desmesura. No era lo mismo, por tanto, atrapar un grifo, un unicornio, o cualquier otro ser fabuloso, cuyos comportamientos y reacciones nadie conocía, que un oso pardo. Claro que una vez agotadas las piezas comunes, los participantes, acaso sin darse cuenta, dieron rienda suelta a sus fantasías y gracias a ello, durante los meses siguientes, fueron apareciendo nuevas especies de mamíferos, aves, peces, reptiles y otros seres que traspasaban ampliamente la frontera de lo verosímil. Unas veces se trataba de criaturas supuestamente extinguidas, que hacían acto de presencia en el mundo actual, otras de mutantes, o de verdaderos monstruos, ya se hubiesen inspirado en los calamares gigantes del estrecho de Cortés, o en conocidos iconos de la criptozoología, como el Bigfoot o del Yeti. También se produjo un avance significativo en las armas, desde sofisticados rayos paralizantes a otros más tradicionales, pero no menos contundentes y eficaces, como el mosquetón que se cargaba con nieve y disparaba devastadoras bolas de granizo. Ballestas, venablos, y toda clase de redes y trampas fueron también perfeccionados hasta límites nunca vistos, aunque la herramienta más poderosa y más frecuentemente utilizada por todos seguía siendo la imaginación.

Fran siguió a la muchacha con los ojos hasta que desapareció en el bosque. ¿Cómo se le ocurrió aquella historia? Bueno, en realidad, fue bastante sencillo; sólo había tenido que ir juntando las piezas, establecer relaciones entre algunos de aquellos personajes que habitaban su pequeño mundo desde que tuvo uso de razón, como si engarzara las cuentas de un collar. Lo del lobo habitando en lo profundo del bosque era algo que había oído desde niño y en lo que todo el mundo parecía estar de acuerdo, si bien él nunca lo había visto. Ni ganas que tenía. Pero sí, ahora recordaba que hubo un momento crucial en el que surgió la chispa. Todo sucedió una noche de verano, cuando se adentró en el bosque, fascinado por el brillo de las luciérnagas, aquellas señales luminosas que se encendían y apagaban en la oscuridad. Cuando se cansó de perseguirlas, tratando inútilmente de descifrar algún código secreto, regresó a casa. Era una noche cargada de estrellas, más visibles aún por la ausencia de la luna. Poco antes de llegar a los límites de la aldea sintió un ruido blando y suave, acompasado a su propio caminar, como si alguien le estuviera siguiendo. Sin darse la vuelta aceleró el paso y unos minutos más tarde pisaba los primeros adoquines de la calle principal, todavía embargado por aquella sensación de temor. Coincidiendo con aquel estado de ánimo, a los pocos días el destino puso en sus manos un reportaje sobre la Bestia de Gavaudan, una leyenda situada no muy lejos de allí, en el departamento de Lozére. En él se contaba la historia de una especie de gigantesco lobo de los Alpes que en siglo XVIII, concretamente entre los años 1764 y 1767, asoló la región con sus ataques, dejando un saldo total de unas ciento treinta o ciento cuarenta víctimas, aunque las cifras diferían según las fuentes. Tal fue el pánico causado entre los habitantes del lugar que el propio Luis XV tuvo que intervenir enviando un cuerpo de dragones para acabar con el monstruo, aunque con limitado éxito, ya que los cuerpos medio despedazados siguieron apareciendo regularmente en el tiempo. Los testimonios de aquellos pocos testigos que aseguraban haber visto al animal, le describían cubierto por una piel rojiza, una boca enorme y una increíble velocidad. Al final, parece ser que un cazador acabó con él de la única manera posible: metiéndole en el cuerpo una bala de plata, obtenida al fundir una medalla de la Virgen María.

Impresionado aún por aquella crónica, Fran se hallaba sentado en un banco de la plaza cuando vio pasar a la niña con la cesta. En un instante, una serie de imágenes se desplegaron antes sus ojos, con la simplicidad y la eficacia de una película muda. La niña avanzando por el bosque, el lobo que sale a su encuentro y que gracias a un par de preguntas, presuntamente inocentes, averigua dónde se dirige, la abuela… Hablando de la abuela, qué rara le pareció siempre aquella anciana, enfundada en un camisón y una chaqueta de lana, tanto en invierno como en verano. Tenía fama de loca y las pocas veces que se acercó a su cabaña la encontró cortando astillas con un hacha, haciendo gala de un vigor y una energía impropios de sus años. Sí, qué extraño su aislamiento en aquella soledad, su despego de todos, su escaso interés por el mundo exterior, incluidas las visitas de la nieta. Pero aunque tuviese que modificar sustancialmente el carácter de los personajes —cosa que hizo sin el menor esfuerzo—, la historia estaba allí, esperando que alguien la contara. El lobo, después de engañar a la niña, llega a la cabaña y se come a la abuela; luego se mete en la cama disfrazado de ésta y cuando la pequeña se acerca a su lado y empieza a hacer preguntas sobre ciertas particularidades de su aspecto físico, da cuenta de ella en un instante y a continuación se queda dormido, satisfecho de tan opíparo banquete. Entonces un cazador que merodea por aquellos lugares descubre la tragedia. Sin pérdida de tiempo, raja con un cuchillo a la fiera y libera a las dos prisioneras. Abuela y la nieta salen tan campantes, ya que en su ansia por devorarlas el monstruo se las ha tragado enteras. El resto es sencillo: llenan la barriga del lobo con gruesas piedras, le cose en un santiamén y esperan acontecimientos. El lobo se despierta y agobiado por una sed terrible se acerca al río a beber, pero el peso de las rocas hace que se precipite al fondo de las aguas y todo acaba felizmente. Como cabía esperar, un final apropiado, fácil de entender por todos los públicos, didáctico y moralizante.

Fran sonríe un poco avergonzado. Sin embargo la historia ha hecho fortuna, ha calado hasta tal punto en el imaginario colectivo que en poco tiempo se multiplican las versiones; se añaden o suprimen personajes, se modifica el final, se rebaja o se incrementa —tarea de por sí complicada— la dosis de crueldad original, según el usurpador de turno. Todo ello, piensa, gracias a la joven que se aleja camino del bosque. Duda si acompañarla un trecho, pero se queda materialmente clavado en el suelo al ver surgir de entre los árboles la figura deforme de Pierre, que avanza en dirección a él, portando toda la parafernalia de su artesanal industria: cepos, sogas con nudos corredizos y un cuchillo corto que brilla cegadoramente al sol. Un escalofrío recorre su espalda cuando se cruzan. Está seguro de que aquel hombre, mediante la torva mirada que acaba de dirigirle, ya ha calculado la extensión total de su piel, tibia y palpitante, una vez separada de los miembros.

3. El lobo

Situado a favor del viento, aspiró el aire con fruición, excitado por aquel olor familiar que anunciaba la proximidad del encuentro tan esperado. Y mientras paladeaba los distintos aromas del bosque y el perfume de su intrépida exploradora, comprendió que no había en el mundo mayor placer y recompensa que vivir aquel instante.

4. La abuela

Desde la puerta vio la figura de la joven acercarse y el corazón le dio un vuelco, tal era la semejanza de aquella muchacha con su propia hija. Sólo después de unos instantes se dio cuenta de la imposibilidad de que el tiempo volviese atrás y tuviese a su querida niña otra vez junto a ella, antes de que el destino —por llamarlo de algún modo— se la llevara para siempre. A pesar de los años transcurridos la herida seguía abierta, supurando. Una joven tan bella, tan brillante, tan dotada. Aún no encontraba explicación al hecho de que tan sólo una semana antes de dar su primer concierto de piano, lo hubiese arrojado todo por la borda, carrera, profesores, amigos, familia, para unirse a un estudiante más pobre que las ratas, poco menos que una sombra. Nunca llegó a entenderlo y las escasas explicaciones que obtuvo no hicieron sino añadir perplejidad al golpe recibido. Todos sus esfuerzos para que recobrara la sensatez y volviera al buen camino resultaron inútiles; era como golpear la cabeza contra un muro y llegó el momento que, abatida y desarmada, ya no supo qué hacer ni qué decir. La hija se marchó y ella, años después, al morir su marido, vendió la vieja casa y cuanto tenía para trasladarse al rincón del mundo en el que ésta se había refugiado, aunque renunciando de antemano a cualquier contacto si no aceptaba unas determinadas condiciones. Como era de esperar no las aceptó y aquel fugaz encuentro al cabo de tanto tiempo sólo sirvió para mostrar la profundidad del abismo que las separaba. Pero ella tampoco podía ceder; su orgullo era todo su patrimonio, lo único que aún le quedaba. Si al menos hubiese podido entender, encontrar alguna razón para el sacrificio… Cómo podía alguien ser feliz al lado de un hombre tan gris, incapaz, al parecer, de levantar una voz más alta que otra… Qué había visto en él. Qué porvenir le esperaba, qué clase de vida era aquella, sepultada en la soledad de una aldea minúscula, sin más contacto con el exterior que las revistas de música a las que estaba suscrita, ni más horizonte que el bosque, el cielo, la despiadada monotonía de las estaciones. Qué sería de su nieta, creciendo como un potrillo salvaje en medio de la nada. La puerta estaba abierta y la muchacha asomó en el umbral. Al mirarla, tan cambiada, no pudo reprimir una lágrima. Era la imagen exacta de la hija perdida, si bien parecía haber heredado algo del aire paterno, aquella especie de ensimismamiento silencioso, tranquilo, obstinado, un tipo de pantalla que la aislaba en todo momento y que hacía imposible saber qué estaba pasando por su cabeza.

—Pasa, hija —le dijo—, ya era hora que vistieras como una señorita, que adoptaras el aspecto que te corresponde.

5. El lobo

Desde un pequeño promontorio vio salir a la joven, ataviada con aquella falda azul y aquel corpiño que custodiaban la tumultuosa primavera de su carne. También vio los labios, pintados de un rojo llamativo y vulgar, como deformados por una ligera hinchazón. No había, en cambio, ni rastro de las trenzas ni de la caperuza.

«¡Qué lástima!», se dijo el lobo con una mueca de disgusto, «ahora es como las otras, una de tantas».

Y arqueando el lomo, tensó todos los músculos de su cuerpo, mientras deslizaba la lengua entre los colmillos, rememorando oscuramente el sabor irresistible y espeso de la sangre.

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Comentarios

  1. Iris dice:

    Me ha encantado, sobre todo la parte final del lobo y la moraleja que implica.

  2. levast dice:

    Tremendo relato, Juan. Ingeniosísimo. A mi es que me encanta la idea de tu versión retorcida del cuento de toda la vida, tiene profundidad, sensibilidad y algo de malicia. Ah, y yo formo parte de la Ilustre Orden de los Cazadores Hiperbólicos, qué honor. Pues ya estás dentro de la secta, Juan, ¿a que no ha dolido? 😉

  3. laquintaelementa dice:

    ¡Qué bueno, señor Sanmartín! Ya no podré ver a Caperucita con los mismos ojos, desde luego. Ni al Lobo, lo mejor del relato, si es que se puede destacar algo de esta joya.

    Muchas gracias por escribirlo, por participar, y así compartirlo 😉

  4. marcosblue dice:

    Hay dos cosas que me fascinan de este relato: la inteligencia de quien lo ha escrito, que subyace en cada línea, y el pulso, el ritmo, que tiene. Mi más rendida admiración. Ya no voy a permitir nunca más que Saúl te vuelva a criticar…

  5. Lunática anónima dice:

    El lobo me encanta, romántico y noble olisqueando el viento, también la Caperucita atraída por lo oscuro en su despertar sexual y la sutil alusión al Núcleo Duro (ya será menos duro). Estupendo. Estupendo. Estupendo.
    Una objeción: el punto 4 se merecería un repaso (está un poco liado) y el personaje de la abuela resulta de ideas super convencionales, contrariamente a lo que se espera de alguien que se ha automarginado de la sociedad… ¿por qué no desarrollas un personaje femenino con mas carácter? ¿es que las mujeres siempre son o simples, convencionales y bellas (princesas que esperan al príncipe), o pérfidas y malvadas (madrastras celosas y brujas)? Ya se sabe que haberlas, haylas, pero ¿por qué no hacerla hippy o naturalista o investigadora…? No sé, es cosa tuya, pero para mí, si pules un poco el .4, te queda un relato niquelado.
    Un abrazo para el autor, de una crítica pero rendida admiradora.

  6. Nadia dice:

    Ole ole ole me ha encantado papá de Saúl (y por extensión casi de algunos de nosotros jeje) es muy original y entrañable a la vez y como además tiene puntos maliciosos (los que más me gustan) pues estoy encantada de haberlo podido leer. Mi enhorabuena y agradecimiento por compartir… chavales que compartir es vivir!!! jajaja muacks!!

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