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Estamos todos muertos

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Volvieron a golpearla con rabia aunque ya no era necesario. Su aplomo se vino abajo al ver cómo torturaban a Andrei. Luchó por desvanecerse para que todo terminase pero era más fuerte de lo que pensaba. La sangre resbalaba por su sien derecha hasta formar un charquito en el suelo, había perdido la visión del ojo del mismo lado y podía sentir el hueco del diente que había saltado al principio del interrogatorio.

Cuando les sacaron de su casa intentó comprender qué ocurría, qué podían haber hecho para ser arrastrados de aquella brutal manera, a fuerza de empujones y porras eléctricas, pero hacía ya un rato que todo le parecía irreal, un sueño a no ser por el dolor que notaba por todo su cuerpo.

—¿Dónde está María? —preguntó en un susurro, pero por respuesta sólo recibió un golpe más.

El hombre de la mascarilla sostenía unas tenazas delante de su cara y reía cómo un loco, mientras que el del sombrero se limitaba a mirar y a asentir.

De pronto la puerta de la celda se abrió, un agente uniformado con una gran sonrisa triunfal señalaba un pequeño cuerpo convertido en una masa sanguinolenta.

No hizo falta preguntar, sabía que era ella, lo deditos regordetes de sus manos la delataban. No había nada que hacer, era el fin y mejor sería que acabase cuando antes.

—¡Está bien! ¡Ya basta! Traigan la grabadora —suplicó a sus maltratadores— me llamo Maria Vassilieva, tengo doce años y confieso que he traicionado a mi patria.

***

Mi trabajo era bastante sencillo, solo tenía que irrumpir con mis compañeros funcionarios, bonito eufemismo, en los hogares de los traidores de madrugada, sorprenderles en mitad del sueño para que resultase más fácil llevarnos a la escoria que atentaba en secreto contra nuestro honorable país. No voy a negar que me agradaba mi labor, me daba poder, alimentaba a mi familia, tenía casa propia, cosa que ya era más de lo que la mayoría podía siquiera soñar,  y nadie se atrevía a cuestionarme. También es cierto que dentro del sistema mis compañeros y yo solo éramos uniformes sin rostro ni nombre y todos procurábamos que siguiera siendo así, ser anónimos para los de arriba, lo contrario significaba que te estaban investigando.

Con el advenimiento del nuevo gobierno todo había cambiado, la guerra había sido dura y había dejado al pueblo sumido en la pobreza y la desesperación, ávido de un líder que solucionase sus problemas, lo que precipitó que Vasili Volskien se hiciese con el poder con sus promesas de futuro, de limpiar las calles de posibles traidores de la patria, buscando que el propio pueblo se encargara de vigilar a sus semejantes.

Los impuestos se elevaron para poder recaudar el dinero que devolviese el esplendor al país destruido por los invasores vencidos y los productos de primera de necesidad se encarecieron hasta el punto que para conservar un mínimo patrimonio e incluso, en ocasiones, la vida no había más remedio que denunciar. Esas denuncias proliferaron como setas y vecinos, amigos, hasta familias enteras habían desaparecido en las instalaciones del Estado sin dejar rastro, daba igual la edad, sexo o religión, que se llevase una vida honrada o que se cumpliese con la ley, el hambre era una razón  poderosa para señalar con el dedo o hacer una simple llamada telefónica. A cambio se podía recibir, en el mejor de los casos, una cartilla de racionamiento extra o un aplazamiento para el pago de los tributos.

Todo iba bien: irrumpir, detener, interrogar, irrumpir, detener, interrogar… Pero todo cambió.

Arrestamos a un compañero funcionario, un tipo normal, de los que tienen poco seso y mucho músculo, ideal para su trabajo, que tras un largo y doloroso interrogatorio al que yo mismo asistí confesó haber estado pasando información secreta al enemigo. Sentí náuseas, todos sabíamos que había sido acusado por venganza, ya que una semana antes había desobedecido una orden directa en la que se le instaba a arrestar a su propio padre, un comerciante del centro al que se le había ocurrido cobrarle la compra a la mujer de cierto general. Así pudimos comprobar que nadie estaba a salvo de la maquinaria perfectamente engrasada del nuevo régimen, si existía la mínima duda sobre la integridad de alguien éste debía ser aniquilado.

Por primera vez en mi vida sentí miedo, nunca se me había ocurrido pensar que la misma mano que me daba de comer podía ser la misma que me arrebatase todo lo que poseía. Comencé a tener pesadillas de las que mi dulce Lianka me despertaba con su suave voz y cubriéndome de besos. Por estos motivos, por mis hijos, mis padres, mis amigos, en mi mente comenzó a formarse una idea, quizá fuese una locura, quizá debería haberla desechado, pero cuanto más luchada contra ella más claro veía que tenía que llevarla a cabo: formar una resistencia y derrocar al verdugo.

Al principio fue difícil, no podía confiar en nadie, sin embargo en poco tiempo pude contar con el apoyo de algunos compañeros que habían perdido a algún ser querido en esta locura o que, como yo, empezaban a tomar conciencia de que nada de esto estaba bien, se nos pedía que obedeciésemos sin hacer preguntas pero para una mente sana es imposible racionalizar todo el horror y sufrimiento que causábamos. Si cerraba los ojos mi mente se llenaba de imágenes teñidas de sangre, brazos rotos, carne muerta y cada vez me era más difícil creer que todos los que pasaban por nuestras dependencias merecían el castigo, como aquélla niña de doce años… ¿Cómo era posible que alguien tan joven y tan indefenso supusiera un peligro tan letal? No lloró ni suplicó por su vida, por la suya no.

Nos reuníamos en una de las salas del edificio principal en pleno día, por increíble que parezca era la mejor forma de no levantar sospechas. Hablábamos de la necesidad de un cambio, de una revolución pero sin aportar ideas precisas, sin formar un plan. Pero un lunes al comenzar una nueva jornada de trabajo lo vi claro: se habían convocado unas pruebas para formar parte de la escolta del presidente, si algunos de nosotros conseguíamos entrar en ella tendríamos una posibilidad de acabar con el tirano.

Comenzó el duro entrenamiento y tras varios meses de total entrega a éste y a algún que otro soborno, tres de nosotros, junto a diecisiete cadetes que provenían del ejército, fuimos los elegidos para proteger la vida del caudillo.

En poco tiempo trazamos el plan, controlábamos su agenda, sabíamos cuándo entraba, cuándo salía, si se tiraba un pedo o se follaba a su esposa, conocíamos con antelación cualquier paso que daba y decidimos que el momento ideal para apresarlo y acabar con él sería en el cambio de guardia de la madrugada precedente al gran discurso que iba a celebrar en el centro del país, discurso propagandístico sobre lo bien que funcionaban las normas, la bajada del porcentaje de los delitos y la violencia. No había presos en las cárceles (por supuesto que no, cualquier delito o falta se pagaba con la vida) que hiciesen que el estado malgastara nuestro dinero alimentándolos y dándoles un techo, no existía la necesidad de policía que velase o vigilase la paz y la seguridad en las calles, otro gasto absurdo, para eso estaba la ciudadanía.

Su mujer e hijo recién nacido saldrían hacia la capital con un día de antelación con el fin de ultimar los detalles por lo que no encontraríamos la resistencia de una histérica debatiéndose entre proteger a su hijo o a su marido, debía ser buena madre, buena esposa para no acabar en el patíbulo.

Era un plan perfecto, pensado al milímetro, sí lo era, pero calculamos mal, o tal vez no y los servicios secretos conocían nuestras intenciones desde el principio, quizá alguien desde dentro nos había delatado, no tiene nada de extraño, los riesgos eran elevados.

En seguida noté que algo no iba bien, el propio Vasili había pronunciado mi nombre despacio, como si lo degustase, como si así pudiese adueñarse de mi persona y en cierto modo así era.

Escuché unos sollozos, miré hacia una esquina del despacho y allí estaba Lianka, amoratada y ensangrentada, con los ojos desorbitados entre la locura y los fármacos, lloraba pero sin lágrimas, no tenía ojos. Tampoco tenía ropa y podía ver los desgarros en sus pechos, los mordiscos con que le habían arrancado los pezones.

—¡Devolvedme a mis hijos! —gritaba asiéndose del pelo enmarañado—. ¡Mis hijos! Ellos no han hecho nada, son muy pequeños. ¡Mis hijooooooos!

—Tus hijos ya no están sucia perra, dale las gracias a tu marido que, por cierto, acaba de llegar.

Vasili me miró con el odio más profundo que jamás había sentido.

—¿Acaso creías que no me enteraría? ¿Acaso crees que unos patanes como vosotros podéis hacer algo contra mí sin que yo lo sepa? Escúchame bien hijo de puta, yo lo soy todo para esta patria, el Gran Hermano que todo lo ve y todo lo oye pues mis ojos son los ojos de todos y mis oídos están en todas partes. Deberías arrodillarte y llamarme Dios pues eso es lo que soy. Este es mi país, ¡mío! Y nadie se mueve sin que yo antes haya dado permiso.

—Dios mío —pensé— estamos acabados.

A un chasquido de sus dedos aparecieron los guardias, conocía perfectamente el procedimiento, no serviría de nada jurar mi inocencia ni tenía intención de hacerlo, soporté el interrogatorio, no negué los hechos, necesitaba pensar que gracias a mí quizá más agentes como yo alcanzarían la lucidez necesaria para intentar un nuevo golpe, o que al menos notasen que existía un peligro real, que podía haber más gente como nosotros luchando o urdiendo planes en las sombras para salir de la mierda en que se habían convertido sus vidas.

Ahora solo me queda esperar la sentencia, ya he firmado esta confesión, no me importa morir, ya estamos todos muertos.

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Comentarios

  1. SonderK dice:

    Dura historia, el anhelo de la perfeccion social mezclado con la codicia de los hombres provoca este final, que esta mas cerca de nosotros mas veces de lo que pensamos.

    Asi que, relato para reflexionar…

  2. levast dice:

    Rebosa opresión y totalitarismo. Un punto de vista en la línea de 1984, perfectamente plasmado.

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