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Encuentros en la enésima fase

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Parecía que fuera ayer. Era consciente de que había pasado muchísimo más tiempo pero en su cabeza seguían deslizándose los mismos pensamientos anteriores al instante en que activó los procesos de hibernación. Ya estaba acostumbrada a la reanimación de los vapores criogénicos y sólo necesitaba desentumecer las articulaciones y beber enseguida para calmar la sequedad de la garganta. La nave se despertaba a la vez que ella, calentando sus propulsores, actualizando su programación. Era una nave sintiente que adaptaba su ambiente térmico a las necesidades corporales de su única tripulante y ejecutaba las órdenes que emanaban directamente del cerebro de ésta. Ella era una mujer humana, joven, de piel color arcilla, tersa y sin imperfecciones, cuyos afilados ojos grises se concentraban en los destellos de las pantallas. Caminaba desnuda sobre la cálida superficie de metal descifrando el código que se desplegaba ante ella mientras apuraba los últimos sorbos. Había novedades en la misión. Evaluaciones, instrucciones, estrategias y coordenadas. Un inmenso flujo de información que se condensaba en único símbolo de retorcida geometría que rotaba en la pantalla principal. Este era el código mediante el que se comunicaban unos humanos que sólo necesitaban interpretar unos singulares símbolos para comprender y procesar innumerables y complejos datos. La información que se estaba transmitiendo podría resumirse en único nombre: Daggen.

Volvería a contemplar aquel vasto planeta. Hacía ya algún tiempo que no pisaba su superficie. Volvían a asaltarla los recuerdos de los momentos que pasó en soledad en un planeta alienígena, preparando informes y analizando cada detalle de sus pobladores. Los daggenitas, una belicosa raza cuyo formidable progreso se había forjado en sangrientas conquistas y en una resistencia milenaria a su inhóspito entorno. Habían sobrevivido incluso al acoso de razas parásitas durante toda su historia. Su constitución biológica era un engranaje preciso de fuerza y vigor: su densa piel escamada resistía condiciones extremas incluso de los glaciares de Khanyer, la disposición de sus decenas de afilados dientes constituían un arma más de combate y su musculatura les permitía arrastrar maquinaria treinta veces más pesada que sus cuerpos. Su altura y volumen multiplicaba por tres a la de la mujer humana. Y como rasgo más característico, un único y enorme globo ocular cuyo iris parecía flotar en una especie de líquido oscuro mal coagulado. La mujer solía referirse a ellos como los cíclopes. Era insólito que los daggenitas fueran la especie dominante de un  planeta tan frío y desolado como aquel. Un mundo que orbitaba de milagro alrededor de la lejana estrella solar Miy y sus inabarcables tierras heladas apenas recibían suficiente luz y calor para ser fértiles. A pesar de habitar una naturaleza hostil y sufrir el acecho de las salvajes razas parásitas, la civilización de los daggenitas no había tenido rival en su sector. Habían desarrollado tecnología energética y militar a niveles astronómicos,  levantado ciudades-imperio de titánicas cúspides y habían progresado en sus viajes espaciales hasta colonizar todos los satélites de su sector. La mujer se había encargado de detallar los informes sobre esta beligerante civilización. A pesar de conocerlos bien, sería la primera vez que una humana se comunicara con ellos cara a cara.

La mujer cerró los ojos y se concentró. En la pantalla empezaron a destellar las líneas de una figura helicoidal que representaba unas exactas coordenadas. La nave empezó a reprogramar y a configurar las condiciones del traslado. La mujer se acomodó en una superficie de brillante cristal. Tampoco las macroteleportaciones eran un trastorno para ella. Los propulsores y la superficie exterior de la pequeña nave se encendieron en un rojo abrasador. La negrura que representaba el inmenso vacío en que se encontraban empezó a vibrar, haciendo que el plano espacial se plegase en un destello cegador. El silencio y el vacío regresaron a ese abandonado sector como si esa nave nunca hubiera estado allí.

La estación orbital de los daggenitas, construida por la élite de los ingenieros de la Hermandad Kanjin, era una amalgama monstruosa de intimidante diseño y vanguardista tecnología. Una abrumadora masa esférica de denso metal de la cual sobresalían unas gigantescas y afiladas agujas que parecían amenazar como lanzas de batalla. La nave de la humana emergió sin contratiempos tras la teleportación y empezó a maniobrar  rumbo a uno de los puentes de la estación. Las señales de aviso en la pantalla daban cuenta de que los técnicos daggenitas estaban advertidos del aterrizaje. La mujer comenzó los preparativos para el encuentro. Un símbolo en la pantalla le ayudó a recordar el idioma común y la adecuada entonación de sus cuerdas vocales para hacerse entender ante los cíclopes. Abrió un compartimento y extrajo una túnica de inspiración daggenita como vestimenta protocolaria. El rugoso tacto en su piel desnuda la incomodaba. Otro símbolo le permitió recordar las reglas de cortesía y jerarquía de las principales culturas de Daggen. La nave zozobró unos segundos justo antes de  atravesar una gran compuerta espiral. La mujer ingirió un líquido y aspiró hondo; así podría respirar sin problemas en los recintos de la estación.

Avanzó por unos interminables pasillos escoltada por unos imponentes guardias daggenitas. El primer contacto fue distante, tal y como esperaba. Nadie de alta jerarquía había acudido a recibirla. Los guardias eran corpulentos, sobrepasando incluso la constitución natural de los cíclopes. Vestían túnicas blindadas, mucho más pesadas que la que ella portaba. El aire que se respiraba en la estación era mucho más denso y cálido que el que recordaba de su estancia en el planeta Daggen. Al fin, tras una monótona marcha, fue invitada a entrar en un recinto aislado.

La mujer observó a sus anfitriones, la élite política y militar de todos los gobiernos y clanes de Daggen y sus colonias. Una treintena aproximada de cíclopes constituían esa excepcional conferencia. Los coágulos de sus enormes ojos delataban su eterno estado de ánimo: orgullo y tensión. Ella se sentía intranquila, expectante a sus inmediatas reacciones; los daggenitas eran propensos a arrebatos viscerales y violentos. Permanecían de pie, impertérritos, con los puños apretados. Un incómodo silencio reinaba en la cámara, una inmensa bóveda decorada con ominosos tapices de sangrientas batallas. Los acechantes ojos de los cíclopes ardían eléctricos en sus palpitantes cuencas observando a su invitada. La humana deseaba que la reunión durase poco más que  un suspiro, pero intuía que no iba a ser así. No sabía ni dónde mirar. El antiguo arte de la diplomacia era una disciplina que no siempre daba los frutos esperados. Para los daggenitas, la hostilidad era su carta de bienvenida pero ni a ella le habían concedido ese honor. Sólo le ofrecían silencio e indiferencia. Algo acechaba en la atmósfera para todos los presentes: la sombra de la incertidumbre.

—Lamento ser yo quien dé el primer paso pero va siendo el momento de que alguien rompa la solemnidad de este encuentro —acertó a avanzar la mujer—. He acudido, como sabréis, para alcanzar una solución que satisfaga nuestras mutuas aspiraciones.

Los daggenitas atendieron impasibles a las primeras palabras de la humana. Hasta a ella le pareció una presentación torpe. Por lo menos, los cíclopes parecían reaccionar. Sin desviar la mirada fueron sentándose uno a uno. Solamente el más anciano permaneció de pie inclinado sobre su báculo ceremonial y tomó la palabra.

—En nombre de mis hermanos, estimamos vuestra presencia pero no esperéis ningún tipo de bienvenida ni respeto por aquellos que nos han forzado a convocar esta conferencia. A pesar de los inquietantes acontecimientos que ha sufrido nuestro mundo en recientes fechas, estamos demostrando nuestra férrea voluntad de zanjar esta crisis. Sois testigo de una reunión insólita, jamás se ha invocado en un mismo espacio a tan alta representación de los dominios de Daggen, incluso de individuos enemistados a muerte. Todos honran la sangre daggenita con su compromiso. Exigimos saber qué deseáis de nosotros.

—Impresionantes palabras, canciller Ikeloh —contestó la humana con aire petulante—. Bien, no soy lo que vos denominaríais una embajadora por lo que mis explicaciones van a ser más concretas que diplomáticas. Confieso que no me siento abrumada por el número de dignatarios presentes pero aprecio el interés y preocupación por el asunto que nos concierne. Nuestras civilizaciones, a pesar de sus insondables diferencias, tienen en común que admiran el pragmatismo y la rotundidad. Por tanto, sin más dilaciones, os quiero anunciar cuál es el propósito principal de este encuentro: he acudido aquí para adquirir el planeta Daggen —esperó unos segundos a rematar su discurso—: por supuesto, a continuación, detallaré cuáles son nuestras generosas condiciones para negociar esta entrega.

Los cíclopes se miraron entre sí aturdidos, extrañados. No comprendían la dimensión de las palabras de su invitada. Los más jóvenes se revolvieron encolerizados. El comandante  Hiver, un héroe de guerra en las batallas contra las huestes parásitas, la señaló con furia.

—Los daggenitas nunca hemos tolerado que se nos insulte en nuestro propio hogar. Si vuestra especie osa amenazarnos, la sangre de vuestros soldados será derramada como manantiales sobre nuestras sagradas tierras.

—¡Oh!, no intentéis impresionarme con vuestras bravatas marciales. Quizá asombren a los reclutas que usáis como cebo para las cacerías de parásitos, pero no conmigo. Os conozco muy bien. Los daggenitas no tienen secretos para mí. He explorado la geoestructura planetaria de Daggen hasta sus rincones más inalcanzables. Conozco mejor su historia que la mayoría de vuestros sabios. He aprendido… no, esa no es la palabra exacta. He estudiado todo lo que se puede conocer de vosotros. Y no he encontrado nada que me demuestre admiración por vuestra existencia.

—¡Insolente hembra! —retomó el anciano canciller la palabra con tono colérico—. Si tan bien nos conoces, has de admitir que con los daggenitas no se bromea.

—Estimado canciller, si nos conocieras sabrías que nuestra especie no concede ni tiempo para sonreír.

La humana silenció su discurso de repente. Quería saborear la impresión que estaba causando en los cíclopes. Los menos arrogantes parecían algo aturdidos, era evidente que muchos desconocían lo que les esperaba en este encuentro. La ignorancia es un abismo interminable cuando te enfrentas a un destino incierto. La humana cruzó los brazos expectante.

—Es evidente que no habéis acudido a esta conferencia para oírme opinar sobre vuestra sociedad. Debo aclarar algunos puntos. Ya sabéis que nosotros provocamos el que conocéis como «Incidente de estragos aviares», la extinción de todas las especies voladoras de Daggen. Fue una operación que nos permitió demostraros nuestro potencial y así haceros accesibles a nuestras pretensiones. No somos partidarios de hacer vulgares exhibiciones de poder pero nadie puede negar que el miedo es un inmejorable reclamo.

El general Tarynne, comandante de las Legiones Pálidas, se levantó e interrumpió con virulencia las explicaciones. Posiblemente el personaje más beligerante de los allí presentes. Su vida sólo había conocido un lema: someter y resistir.

—Si vuestra especie trata de doblegarnos, se encontrará con la vanguardia de mis legiones dispuestas a combatir en todos los confines de nuestro imperio. Y a sus hijos afilando sus armas esperando vengar la sangre de los caídos.

—Calmaos mi general, a pesar de lo hostil de este debate nuestro propósito no es ni mucho menos invadiros. Evidentemente apenas he avanzado nada de nuestras intenciones. Por tanto, espero que las siguientes explicaciones aclaren el propósito de mi misión.

»He de reconocer que mi labor no es nada apasionante para una raza tan activa como la vuestra. Me considero una aburrida exploradora. Me dedico a trasladarme por el universo en una nave recogiendo muestras y realizando informes de los planetas que descubro: sobre su morfología, su atmósfera o su clima para determinar si pudieran ser aptos a ser habitados por mi especie. La mayoría son páramos imposibles, mundos desolados que giran en órbitas inútiles. Pero a veces hay suerte y topamos con un planeta fértil y desarrollado como el vuestro. Con condiciones ideales para que viva nuestra especie. Entonces, como ya hice en Daggen hace algún tiempo, habito y me camuflo entre vosotros para evaluar al detalle las características del planeta y de sus habitantes. Y así, aconsejo una estrategia de intervención que será analizada en mi mundo natal. Nuestro objetivo último es lo que os voy a explicar a continuación.

»Cualquier especie, ya sea inteligente o no, pretende expandirse y preservarse. Mi civilización, en su planeta primordial, asumió hace infinitos eones que había llegado a su cénit de progreso y expansión. No aspiramos a colonizar otras galaxias. Simplemente tenemos otros intereses menos efímeros, más… ¿cómo definirlos? Contemplativos. Más ociosos, quizá. No pretendemos ocupar nuevos planetas con semejantes como yo. Abordamos nuevos mundos para sembrar nuestra simiente y que se desarrolle desde cero. Para monitorizar su desarrollo y contemplar su evolución en las condiciones únicas y excepcionales de cada nuevo planeta. Esta labor la hemos desarrollado desde tiempos inmemoriales en infinidad de planetas. Mis ancestros, desde eones perdidos en el tiempo, ya comenzaron esta misión. Con una meta tan simple como bella: que nuestra especie sea la única y suprema en todos los confines del universo.

»Bien, espero haber aclarado nuestro proyecto. Nuestro afán es completamente científico, no ansiamos la conquista ni el sometimiento de razas. Nuestro principal interés es la observación de la evolución de nuestra especie en diferentes condiciones planetarias. Pero cada vez es más difícil hallar un orbe apto, por eso no puedo ocultar que Daggen es un mundo muy cotizado para nuestra misión. Y asumo que nuestras exigencias serán dramáticas. Reclamamos el control futuro de todo vuestro mundo sin interferencia y, para ello, el linaje de los daggenitas se disolverá en el futuro. Vuestra especie será sustituida genéticamente por la nuestra. Esta es la parte negativa del trato, obviamente. Pero, como os adelanté, hemos previsto una generosa oferta para atenuar las consecuencias de vuestro sacrificio. Destruir y conquistar por la fuerza es un inconveniente para nuestro proyecto. Queremos asegurar las mejores condiciones para nuestra futura progenie. Así pues, aspiramos a una apropiación pacífica, sin traumas. No deseamos esclavizaros ni eliminaros en un violento cataclismo. Queremos intervenir vuestra genética para que en un futuro la raza daggenita se transforme evolutivamente en nuestra especie. Sin embargo, esto sucederá cuando hayan quedado atrás tantas generaciones que vuestros contemporáneos no tendrán conocimiento de este destino. La Historia no será cruel con los daggenitas, tendréis vuestro espacio en una lógica sucesión entre especies. Si toleráis nuestra intervención garantizaremos la seguridad y la prosperidad de la actual generación de daggenitas para que sea la más próspera que haya existido jamás.

La mujer humana contempló los rostros inquietos de los cíclopes esperando alguna reacción.

—A pesar de elegir cuidadosamente vuestras palabras, nos estáis planteando exterminación despiadada, sin remordimientos ni ambigüedad —se lamentó el viejo canciller.

—Francamente, sí. Pero no hay por que verlo desde esa perspectiva. No somos impacientes, nuestra especie prevalecerá en la carrera evolutiva en un momento indeterminado del futuro. Ni vosotros, ni vuestros hijos, ni los vástagos de éstos serán testigos del declive de los daggenitas. Pero sí, llegará un día en que vuestra genética se corromperá como un fruto podrido, se trastornará vuestro metabolismo, el sistema inmunitario será vulnerable a cualquier germen y los ciclos reproductivos se marchitarán como hojas resecas. La decadencia de vuestra civilización marcará la presencia de nuestra especie en sus primeros y dubitativos pasos evolutivos. En Daggen solamente quedarán fósiles y vestigios olvidados de vuestra colosal arquitectura. Apenas seréis reliquias arqueológicas que, en el futuro, mis primarios congéneres excavarán con ingenua curiosidad. En la genética de mis futuros hermanos sólo seréis un residuo olvidado en los instintos. Puede que mis palabras las sintáis como si os estuviese arañando las entrañas pero comprended que vuestros contemporáneos no serán testigos de ese destino. Y asumid que, aunque el futuro no os pertenezca, si no aprobáis esta solución, la alternativa será mucho más terrible.

»Si accedéis, nos camuflaremos en vuestras instituciones para monitorizar el control científico de vuestros principales centros de fecundación y de salud. Pero no toleraremos trampas ni engaños. La futura evolución de los daggenitas será íntegramente dirigida por nosotros. Si no obtenemos acceso total y respaldo unánime, las consecuencias serán catastróficas. Insisto, no queremos violentar el desarrollo natural del planeta Daggen ni su equilibrio biológico. Pero si oponéis algún obstáculo, nuestra acción será implacable. Vuestras mentes son incapaces de concebir ni una microscópica fracción de nuestro potencial tecnológico. Vuestro desarrollo apenas es primario comparado incluso con el de planetas de mi especie que considero jóvenes. El «incidente» que provocamos es sólo una muestra, aunque paradójicamente lo podréis usar como una ventaja.

—¿Qué queréis decir? —se preguntó el representante consular de las colonias—. Acabásteis en un instante con la fabulosa fauna aviar de todo nuestro planeta…

—Bueno, de alguna forma había que ganar vuestra atención, en una negociación hay que poner las mejores cartas sobre la mesa. Pero fue un ataque planeado con toda la intención. Ese «incidente» ha evocado profecías de cataclismos en vuestros habitantes. Ansiedad, miedo, inseguridad. Una crisis de fe. Los más ignorantes abrazan cultos mesiánicos y los lideres religiosos amenazan con catástrofes futuras. Pero si aceptáis nuestra oferta aceleraremos la resurrección de la fauna aviar de Daggen y os podréis presentar como los salvadores de vuestro mundo en un momento crítico de su Historia. Vuestros descendientes os idealizarán. Aprovechad esta oportunidad y aprended la siguiente lección: vuestros dioses no existen. Lo más parecido a ellos somos nosotros.

El aliento de los nerviosos rumores de los cíclopes empezaba a condensar la sofocante atmósfera de la bóveda.

—Esto es un chantaje inaceptable —incidió el general Tarynne—. Los hijos de Daggen nunca se han sometido, nuestro honor nunca nos ha permitido rendirnos ante la adversidad.

—Seguís sin reflexionar con perspectiva. Decidme, ¿qué relevancia tiene la valentía para un cadáver? La mayoría de los planetas que hemos intervenido han acabado sucumbiendo a nuestras exigencias, han aceptado ser un breve paréntesis en la historia de su planeta. Lo sé porque mi cerebro ha memorizado las evidencias de los infinitos mundos que poseemos. Pocos imperios se han resistido y esos jamás tuvieron una mínima posibilidad. Para ellos no hay prosperidad efímera, sólo aséptico exterminio. Me gusta ejemplificarlo con uno de los mundos ocupados de un lejano sector que me encargo de supervisar. La civilización indígena que dominaba el planeta recibió a la delegación de mis ancestros con arrogancia y desafección. Exhibieron sin pudor su capacidad destructiva y tecnológica y su dominio esclavo sobre los seres vivos planetarios, principalmente toda una especie de enormes saurios. Nada más concluir el primer encuentro, arrasaron la nave de nuestra delegación y desplegaron sus defensas militares por todo el globo. Mis ancestros respondieron con fulminante contundencia. Invadieron el planeta y exterminaron toda vida sintiente de su superficie. Eliminaron, con escrupulosa precisión, cualquier resto biológico o arqueológico de la civilización dominante como si nunca hubieran tenido presencia física en el planeta. No importó que mi especie tuviera que iniciar su evolución a partir de moléculas unicelulares. Los únicos vestigios que sobrevivieron a la extinción fueron los fósiles de las especies esclavas. Y mis semejantes primarios de ese planeta aún intentan deducir si esos saurios fueron exterminados por un caprichoso meteorito…

—No puedo creer que, precisamente vos, que habéis levantado testimonio de nuestras vidas, nos arrebatéis todo lo que han construido nuestros antepasados —interrumpió el canciller Ikeloh.

—Sin ninguna duda ni remordimiento, estimado canciller. No me dolería nada purgar cualquier rastro de vuestra mísera protocultura en Daggen. No tengo interés en preservar las leyendas de las batallas por dominar unas colonias que no necesitábais conquistar. Ni en conservar las monumentales construcciones que han levantado vuestros agonizantes prisioneros de guerra. Nunca admiré los desfiles en los que celebráis victorias que el tiempo ha distorsionado. No deseo volver a pisar el fango de las pintorescas cordilleras glaciares de Huntz ni contemplar el último océano rojo de este sector galáctico. Ni presenciar los primitivos ritos de apareamiento en los que maltratáis con saña a vuestras hembras. No siento nada arrebatando vuestro futuro. No me importáis más que los molestos insectos que revolotean en vuestro aire. No me inspiráis ningún sentimiento. Nada.

Ningún daggenita había padecido una derrota tan humillante: caer sin haber luchado siquiera. La desesperación se empezó a dibujar en el rostro de algunos cíclopes. El senescal de la Alianza Colonial hizo un gesto para tomar la palabra.

—Os imploro que reconsideréis vuestra propuesta. Mi conciencia no podría descansar ni una sola noche sabiendo que hemos hurtado el futuro a nuestros descendientes. Ruego que nos permitáis una convivencia pacífica entre especies, compartir Daggen con tus semejantes de forma racional…

La exploradora humana rechazó sus palabras con un gesto de desdén. El resto de delegados también despreciaron al senescal con miradas fulminantes, no podían tolerar ningún gesto de capitulación y empezaron a maldecir con furia. El canciller dio unos golpes en el suelo con su báculo y alzó con severidad su voz.

—¡Silencio! Debemos afrontar con dignidad esta infame sentencia. Nuestra presencia aquí otorga voz a todos los hermanos e hijos de Daggen. La decisión que surja por mayoría en esta sala será vinculante para todos los miembros de nuestra especie. Votemos, pues, cual será nuestro destino.

—¿Democracia…? —se preguntó la humana con sarcasmo—. Me sorprende que aún recurráis a tan arcaico procedimiento para decidir vuestro destino. Aunque no puedo negar que es una forma ideal de delegar una responsabilidad. Bien, yo ya he expuesto mis argumentos, no es problema mío si no os he convencido. No pienso perder más tiempo soportando charlas y debates absurdos. Ha sido un penoso placer estar aquí, me informarán en mi nave de los resultados.

El viejo canciller, irritado por el desprecio de la humana, alzó su imponente voz.

—No  puedo reprimir la náusea que siento estando en presencia de una raza tan miserable. Sois descendientes, sin duda, de los hijos de la ramera más repugnante del universo.

—Estimado canciller, os doy la razón. Somos los mayores bastardos de todo el cosmos. Lo somos, lo hemos sido y lo seremos. No existe ningún planeta que nuestra especie haya habitado y en la que no hayamos arrasado los recursos de nuestro entorno o que no haya aniquilado incluso a sus propios semejantes. Pero nunca cambiaremos. Es nuestra naturaleza, es lo que nos define.

Mientras la mujer avanzaba con arrogancia hacia la salida, el general Tarynne interrumpió con rabia.

—¡Por todos los dioses! ¿Qué nos impide arrancarle el pescuezo con nuestros propios colmillos?

—Mi general, hay algo que sin duda os lo imposibilita. Algo de lo que os enorgullecéis y que para mí carece de significado. El honor. Un concepto tan primitivo como absurdo. Vuestro sagrado honor es lo que os impide atacar a una hembra desarmada como yo.

***

La nave sintiente detectó el ánimo irascible de la exploradora y aumentó la calidez de la temperatura para relajarla mientras despegaba de la estación orbital. La impaciente humana toleraba cada vez menos razonar con criaturas primarias. Se deshizo de la irritante túnica y se acomodó desnuda para preparar mentalmente el informe que debía enviar a su mundo. Las pantallas de la nave exhibían nuevos símbolos y actualizaciones. Se le acumulaba el trabajo: nuevos orbes a explorar y viejos sectores en los que supervisar a sus semejantes. Empezó a reflexionar sobre el destino de los daggenitas. No le importaba que finalmente se resistieran a su asimilación. De hecho, sería una decepción para ella si se rindieran: una especie tan orgullosa y combatiente tendrían un deshonroso final si entregaran su hogar a otra raza extraña. Empezó a fantasear con su final. Podría ordenar una virulenta epidemia planetaria que acabase con toda vida natural en un plazo corto de tiempo. O podría organizar una prolongada agonía eliminando progresivamente sus recursos básicos. Pero también pensó que lo más justo sería una invasión y otorgarles el honor de combatir hasta derramar la última gota de sangre. Mientras se perdía en esos pensamientos, la programación ejecutó las formas de su informe final y envió los resultados a sus superiores. Tenía que esperar. Bostezó y decidió descansar mientras la nave se camuflaba en la atmósfera de Daggen.

***

Unas formas angulosas se volcaron en la pantalla y la despertaron. Había novedades. Los cíclopes habían decidido votar en contra de la intervención. Por primera vez desde que volvió a Daggen, se alegró. Ya no encontraba emoción en la rutina de gestionar planetas en las que sus razas primitivas se rendían fácilmente. Confiaba en la naturaleza soberbia de los cíclopes y no la habían decepcionado. Decidió abrir una botella que la nave sintiente le sirvió. Saboreó un néctar púrpura, un licor elaborado por artesanos daggenitas que se destilaba de la pulpa procedente de una larva recién arrancada a una reina parásita. Un brebaje excepcional que condensaba la naturaleza brutal y sofisticada de los daggenitas. Los últimos sorbos de un mundo en extinción. La información que le transmitían de la conferencia reflejaba que el debate había sido áspero. Era evidente que, incluso antes de que fuera a empezar la verdadera invasión, los cíclopes se desangrarían en cruentas guerras internas. Pero no tenía tiempo para distraerse, las pantallas empezaban a volcar todas las tareas pendientes. Se detuvo en la situación de uno de los planetas de un sector que hacía tiempo que no supervisaba. Precisamente lo había recordado en la estación orbital de Daggen, cuando rememoró el exterminio de la raza que dominaba a unos gigantescos saurios. El análisis de su situación actual era grave. Aquel primario mundo se encontraba en una encrucijada evolutiva. Acababan de superar la cifra crítica de siete mil millones de individuos de su especie, habían puesto al límite sus recursos naturales y sus sociedades se derrumbaban a consecuencia de los levantamientos contra sus gobernantes corruptos. La mujer siguió observando con curiosidad. Había descuidado durante mucho tiempo aquel sector. Pero había prioridades en su misión y la caída de Daggen iba a reclamar la mayor parte de sus esfuerzos. Era una lástima pero los hermanos de aquel lejano sector tendrían que afrontar en solitario las penurias de un largo período entre tinieblas.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Me encanta la ambientación y ese saborcillo trekkie que dejan algunas descripciones y situaciones. El planteamiento es, cuando menos, chocante, y la tensión puede «tocarse» durante toda la lectura. Y, desde luego, el personaje de la mujer es apabullante… me pregunto en quién te inspirarías para crearlo 😛

    Eso sí, no sé por qué las criaturas reptilianas están condenadas a extinguirse XDDD

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