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Ella (zombi)

por

Ella

Estábamos cenando. Lo recuerdo perfectamente. No sabría deciros qué. No sabría deciros cómo. Pero lo cierto era que lo sabía. Bueno, para ser más exactos, no lo sabía… lo intuía. Era su mirada. Era su gesto. Era su pose. No sabría expresarlo con seguridad, más bien parecía que se me presentaba una seguridad en el… ¿interior? La verdad es que la velada había sido espesa, prolongada, tediosa hasta cierto punto. Yo como siempre miraba a mi copa, y la veía vacía, siempre vacía, hasta que el alma caritativa de algún comensal me la rellenaba.

Pero vuelvo a la mirada. Fue fugaz, esquiva, un momento, un instante en la retina, pero suficiente para ver que algo ocurría. En los postres, cuando todo el mundo ríe y se relaja, yo por costumbre es cuando más atento estoy a los detalles… Los detalles, esa serie de elementos pasajeros que pueden significar algo o no, según se interpreten. Esos detalles, en el siglo dieciocho eran fundamentales. Si una dama inclinaba un abanico hacia la derecha, era un detalle. Si lo abría por la mitad, era otro detalle. Y la consecuencia de cada detalle era distinta. Amor, odio, pasión, citas. Por eso siempre estoy atento a los detalles. Estos afloran cuando se relaja la moral, cuando se aflojan las cintas por efecto del alcohol y el corsé de lo social parece desaparecer. Entonces, amigos, entonces es cuando aparecen cual posos en el café los detalles. Si sabes leerlos, sabes conocer a las personas.

Ella me miró, luego se volvió hacia su marido y al instante pidió permiso para retirarse, alegando que estaba cansada. Sagaz, astuta y lista, evitó mantener la mirada más allá de lo deseable y prudente. Pero no lo suficiente para mí.

Ya la tenían. Su elevada posición, su matrimonio con Mr. Allen, famoso constructor de edificios, su inestimable belleza, sus ojos castaños, su pelo rizado que caía suave sobre esos hombros torneados y tostados por el suave sol de otoño, sus labios rojos y carnosos, sus…

Debo, digo debo dejar de pensar, debo, digo mejor, me impongo la obligación de abstraerme de mis deseos… si es que los tengo. Pero ella se impone a mí.

Me presento

Perdón por haber empezado sin presentarme. Perdón por querer ir más allá sin primero saber el más acá. Pero es una desviación de mi profesión, del ejercicio de esta deleznable ocupación que es ser «desenmascarador».

¿Que qué es ser desenmascarador? Supongo que todos los nacidos después del año 2067 lo sabrán, pero para los nacidos antes, o bien para los despistados, que siempre los hay, voy a explicarlo.

La epidemia comenzó en el año 2050 más o menos, superadas la crisis del petróleo y el debate de las energías. El mundo comenzó a girarse hacia la posibilidad de ser, ¿cómo decirlo?, ¿más duradero?

Todos queríamos vivir más, un año, dos años, daba igual, lo importante era vivir lo máximo posible. En otras épocas la riqueza se medía por el número de coches, de casas, de joyas. En el 2050 la medida que daba al individuo su posición social era el número de años que tenía proyectados vivir.

Así los laboratorios, siempre ávidos de dinero e interesados en el tema (véanse las hemerotecas de principios de siglo) se volcaron sobre el asunto derrochando ingentes cantidades de dinero.

Ratones, monos, pulgas y moscas, fueron estupendos caldos de cultivo sobre cómo hacer que la piel arrugada y ajada de los viejos se volviera tersa y luminosa con cremas, inyecciones, tratamientos y otros dudosos métodos.

ADN, RND, y no sé cuantas más abreviaturas de utilizaron (tampoco me importa), lo cierto es que para el 2060 parecía que podíamos vivir hasta los ciento veinte años más frescos que una lechuga. No importaba el cómo se hubiera logrado. No importaba el coste. No importaba a quién había que haber estrujado para sacar el mejunje. Lo importante era que allí estaba, enfrascado en un tarro de color oro. Con su redondo recipiente repleto de crema milagrosa. Lo mirabas y pensabas: «esta es la solución a la inmortalidad». Ríete tiempo, soy Dios. Para qué mitos y leyendas buscando la fuente de la eterna juventud si la tengo en un tarrito, eso sí, un poco caro, pero qué importa el precio, qué importa lo que tengamos que pagar…

Perdonadme que me ponga un poco filosófico, pero es que el asunto me recuerda a una ópera donde el amado entrega su alma a Mefistófeles para conseguir el amor de la amada. Ríe el demonio sabedor de la bajeza humana y del precio que tarde o temprano va a cobrar.

Mefistófeles

Demonio, Mefistófeles, Ángel Negro, no quiero tirar de Wikipedia para enumerar todos los sustantivos para designar al mismo ser o ¿consecuencia? con los que el género humano nombra a algo que se le escapa a su comprensión.

Lo cierto y verdadero es que el milagro no lo era. No me preguntéis por qué, yo sólo soy un simple funcionario de bajo nivel. Pero Nosferatu (a mí me gusta este nombre) apareció. Y cómo.

Yo era un simple funcionario de correos, ¿ya lo he dicho?, en una oficina normal, en un día tan anodino como el pasado y tan previsible como el venidero, cuando me disponía a sellar un certificado digital. Miro a la señora que tengo enfrente a la ventanilla, le pido el NCR (National Credit Registration) y de pronto, cuando me lo pasa de su cartera, se le cae un ojo encima del mostrador.

El vacío que siguió no se puede llenar ni con un océano de agua salada. Por incoherente y absurdo que parezca lo único que alcancé a decir fue un: «perdone, se le ha caído el ojo».

La señora quiso decir algo. Supongo que un sonido inconexo y apagado emitió, pero como su piel, cara y manos parecían caerse a cachos, no pudo continuar.

El sujeto inmediatamente anterior, carente de cualquier delicadeza marcó en su móvil el número de la brigada de Sanidad Pública, que como todos sabemos no son unos delicados sujetos en el trato. Sin miramientos ni contemplaciones, se presentaron y acabaron con la señora en un abrir y cerrar de láser.

Telediarios

Sentado en el sofá con una sopa supervitaminada y con todos los oligoelementos necesarios para el buen cuidado del cuerpo, estaba sorbiendo a largos y sonoros sorbos. Degustando con chupetones esos fideos largos y duros. Mirada ausente en la pantalla de grafeno, cuando en la especial nocturna de las 9 de la noche, anuncian una epidemia. «¡Cojones!», exclamo. Me incorporo y veo que dicen los mentirosos (así los llamo) que hay una epidemia de origen desconocido, que ataca a no saben quién y que produce una caída de partes del cuerpo (supongo que del pelo también) y un irrefrenable ansia de comer a un semejante sano.

¡Joder! ¡Joder! Esto es serio. Muestran imágenes de los barrios más pobres de Londres. Un helicóptero sobrevuela el Manchester rural que está ardiendo por los cuatro costados. Gente corriendo. Otra gente devorando a sus congéneres. Agentes de la BSN disparando. Agentes de paisano también disparando… cuando la presentadora pronuncia las palabras mágicas: «¡Señores grafeno-espectadores, esto es una epidemia de zombis!».

¿Qué es un zombi?

Bien, eso mismo me pregunté yo aquella noche. ¿Qué es un zombi? O más exactamente, ¿cómo se puede llegar a ser zombi? O por decirlo más enrevesadamente, ¿son personas los zombis? Mi condición de funcionario de correos no me permite tener respuestas para estas preguntas que por supuesto deben ser formuladas y contestadas por especialistas en zombis. El caso es que la epidemia de zombis fue duramente sofocada.

El gobierno destinó al ejército y a la RAF para la limpieza de los barrios contaminados, y ellos, con carta blanca, se emplearon a fondo en el asunto. Bombardearon sin importar si los sujetos eran sanos o contaminados. Quemaron sin preguntar si eran buenos o malos. Desinfectaron con gas sarín sin saber si respiraban el mismo aire u otro. Así dejaron despoblados barrios enteros. Decir «zombi» era lo mismo que decir «cucaracha», y si estás al lado de una cucaracha o eres una cucaracha o bien un grillo, eres negro y eso basta.

Estos militares no son filósofos precisamente. Su capacidad de discernir, de encontrar, como diría Aristóteles, la esencia de las cosas es bastante escasa. La esencia, es el núcleo y el núcleo es uno y una es la orden y la orden ha de cumplirse. Por lo tanto si la orden es eliminar a los zombis, pues eso, eliminémoslos a conciencia, que si tienen alma o van al cielo que Santo Tomás los encuentre y ampare.

Bien, una vez terminada la, ¿cómo decirlo en términos militares?, limpieza del patio, o yo diría más exactamente el genocidio de miles y miles de personas, los militares se retiraron a sus cuarteles. El gobierno decretó la cuarentena en ciertos sitios y se dispuso a la reconstrucción de las zonas afectadas.

La broma de la limpieza de los zombis nos había costado cerca de cinco millones de muertos, entre sanos y contaminados. Los sanos, aquellos que nunca se contagiaron se refugiaron (¡cómo no!) en barrios exclusivos y excluyentes, rodeados de guardias de seguridad y perros y alarmas y detectores y sensores y, como siempre desde que el hombre es hombre (como lo expresaría un pedante), con una cacho muralla de tres metros de altura.

Y los zombis seguían vivos, o medio vivos, en los barrios derruidos de la periferia de las grandes urbes. Allí, entre las ruinas y el humo de las bombas, se mantenían y reproducían. Y aquí tengo que expresar mi absoluto desconocimiento de cómo se reproducen estos zombis. «Reproducir» no es lo mismo que contaminarse. Ya sé cómo se contamina uno. Pero reflexiono sobre cómo se reproducen. La unión zombi-macho con una zombi-hembra se me antoja que nunca ha sido explicada por nadie. Yo creo que allí en los barrios debe de haber de todo, de hecho alguno me he cargado en cierta postura insinuante, pero ciertamente parece que es un tema que a nadie le importa y menos que nadie a mí.

Estas hordas se movían de un lado a otro sin aparente sentido. Por la noche, y en grupos no muy grandes, buscaban algo que masticar con las encías, puesto que pocos dientes les quedaban. Les daba lo mismo ratas que muertos que algún condenado a salir de las murallas por cometer algún delito.

Lo cierto era que al principio el gobierno de los sanos mandaba a la aviación a terminar con ellos. Pero pasado el tiempo y en vista de que gastaban los recursos sin conseguir su aniquilación, se dieron cuenta que resultaban muy útiles como elemento disuasorio para evitar los delitos en las zonas sanas (tres faltas leves, una noche fuera; tres graves, el destierro). Era mucho más vistoso de cara a la opinión pública la salida de un condenado por una puerta hacia el ignoto mundo de los zombis que su ejecución mediante la silla láser o la inyección de cualquier guarrería.

Mis poderes

Pero hasta aquí no hay nada importante o que no conozcamos en este relato. Lo conocido y sabido desde el lejano siglo XX. Hordas de zombis muertos o semimuertos. Sanos aniquilando a los zombis. Estos comiendo algún despistado y poco más. Sangre, ojos, orejas y manos caídos o descolgándose de sus articulaciones por efecto de la epidemia (esto al principio es muy desagradable, pero luego te acostumbras), amén de sus vómitos o efluvios de los más variopinto y que por lo general huelen fatal.

Lo que realmente ocurrió o, más exactamente, ocurre es que los zombis no son todos así. La vida media de un zombi en extramuros debe de ser de tres o cuatro años a lo sumo. Pero la vida de un zombi debidamente cuidado y tratado puede ser mucho mayor. Se ha estimado que si lo limpias y tratas con medicamentos, lo alimentas (con algún ratón o gato) y lo lavas de vez en cuando, su vida media puede ser de hasta quince años o más.

Sí, así es, y lo he visto muchas veces. Cuando se terminó la muralla, los que estábamos a este lado respiramos. Estamos salvados y sanos. Resolvamos el problema del agua, de cómo alimentarnos y alejemos al máximo a estos seres asquerosos y purulentos que no hacen más que jorobar a quien tocan. Organicemos el gobierno, repartamos las armas y dotémonos de un servicio de policía que cuide del orden y de cumplir la ley.

Yo fui asignado a la Unidad de Patrullaje, pues primero era funcionario y segundo y, primordial, un excelente tirador.

Noches enteras me pasaba en el coche patrulla recorriendo los barrios en busca de infiltrados o borrachos. Recuerdo que era una noche negra, la ronda había sido bastante tranquila, y decidí para terminarla acudir al bar de costumbre a tomarme la última antes de irme a la cama.

Entré y pedí la bebida de siempre, me relajé contemplando su color claro, cuando noté esa sensación. Ese desasosiego que es lo que mis superiores denominan «mis poderes». Bien, saco la pistola, allí dentro del bar, me pongo en la puerta y grito: «¡todo el mundo al suelo!». Al principio obré como llevado por impulsos, sin meditar mucho mis actos y sus consecuencias. Luego a medida que tenía más clara la sensación lo hacía seguro de que allí pasaba algo, algo que me era revelado por una fuerza interna y poderosa.

Alrededor de cinco o seis personas estaban en el bar en esos momentos. Todos boca abajo, todos con la nariz pegada al suelo y el cañón de mi pistola apuntando a la nuca del primero, cuando de repente de detrás de la barra asoma lo que de lejos parecía una persona e intenta saltar la barra hacia donde yo estaba. El acto es reflejo, apunto y disparo, vuelvo a disparar, bueno, es cierto, vacié el cargador entero. Asustado, pido refuerzos y me acerco al lugar hacia donde había apuntado y vaciado el cargador y allí en el suelo, cosido a laserazos, el cuerpo de un zombi. Cojones, esto sí que es una sorpresa.

Allí estaba con los ojos o lo que quedaba de ellos vueltos y la boca abierta. Parecía una chica. Su cuerpo todavía humeaba y yo con la emoción del tiroteo y la contemplación del cadáver zombi no reparé en el resto de los clientes del bar. Increíblemente se levantaron y se dirigieron hacia mí, cojeando y babeando, los brazos caídos y las piernas arrastrando. No sé cómo habría acabado la noche. Mal seguramente. Pero gracias a Dios mis compañeros llegaron rápido y la escena terminó con todos los contagiados desparramados por el suelo del bar.

Lo que siguió fue un interminable interrogatorio por parte de la Brigada Interna, un sinfín de pruebas médicas para determinar que no estaba contaminado, un largo periplo por despachos y oficinas de jefes y superintendentes para explicar lo sucedido, y al final un dossier más grande que un libro de Santiago Posteguillo determinó que eran mis poderes especiales los que habían detectado al zombi intruso.

De modo que al final de todo me llamaron a capítulo para decirme que había sido asignado a la nueva y recién creada Brigada Detectora de Zombis (BDZ) y que puesto que era evidente que éstos se encontraban entre nosotros (los sanos, se entiende) ya sea por contagio o bien por los cuidados de familiares o amigos que los protegen y amparan, mi misión a partir de entonces era desenmascararlos y eliminarlos, por las buenas o por las malas, con licencia para quitar de en medio a quien se interpusiera o resistiera a la eliminación física de la plaga zombiana.

¿Es dura la vida de un desenmascarador?

Tengo que decir que no. Es desagradable. Es agotadora. Es, hasta cierto punto, un poco asquerosa y repugnante. Pero dura no es. Tiene su lado bueno. Como tengo licencia clase AA, puedo entrar donde me plazca. En cualquier sitio. A veces me llaman por indicios. Una vez una señora llamó porque había visto que se le caía un diente a un niño y pensaba que era zombi. Otra llamó porque su marido comía de pronto el solomillo poco hecho. Pero la mayoría de las veces eran falsas. Los zombis, en contra de lo que la gente cree, son muy listos y astutos. O por lo menos los de este lado del muro.

Una persona, pongamos por ejemplo yo mismo: me estoy afeitando y de pronto noto que se me cae el pelo. Al principio creo que es lo normal de la edad, pero luego veo que la piel se me aja y agrieta. Y mi cuerpo va cambiando y degradándose. ¿Qué hago? Pues ocultarlo lo máximo posible. Me compro cremas, me hago injertos, compro medicinas por internet. Todo lo necesario para no ser descubierto. Y en este impás, mi familia, amigos y conocidos, están en peligro, porque si por casualidad toso, o toco, o me acerco más de lo debido, los contagio también.

Otros cuando notan los síntomas van al trabajo como cualquiera o piden la baja médica. O recurren a pócimas, santeros, ritos, yo qué sé cuántos remedios desesperados, pero lo cierto es que ninguno funciona. Bueno, yo conozco dos que sí: el primero es salir por la Puerta del Destierro camino del Páramo donde tus amigos zombis te acogerán con las manos extendidas y ligeramente caídas (si no tienen mucho hambre); el segundo, recibir mi tarjeta de visita inesperada y seguro, seguro, que te curo para siempre.

Recuerdo el otro día, me presenté por casualidad en una casa, creo recordar que era un edificio bastante nuevo. Llamo. «Es una visita rutinaria de la BDZ», digo. Me abren, amablemente para no levantar sospechas. Doy una vuelta y lo noto. Noto el aviso de mi intuición. Desenfundo el arma y sin decir ni media me cargo a toda la familia. Hasta a la abuela. Todos fritos y refritos. Y éste es el aspecto peor de mi trabajo: luego viene el papeleo, la confirmación, la ducha y vuelta a empezar.

En este punto también tengo que confesar que lo peor desde que he ingresado en al BDZ es que fumo y bebo más que antes, que necesito pastillas para casi todo, que me he separado, que la gente tiembla al verme como flanes en una vía del tren, que he perdido a mis amigos por miedo o por temor a que vaya a sus casas, que mi familia vive escoltada permanentemente y que llego a casa perdido de miembros humanos en descomposición. Por el contrario gano más dinero, tengo trabajo seguro y además soy muy, pero que muy respetado socialmente, ya que todos me abren las puertas de sus casas cuando llamo a la puerta. Yo diría que soy tanto o más respetado que nuestro amado y nunca ensalzado lo suficiente señor Presidente.

¿Y qué pasó?

Bueno, pasó lo que tenía que pasar. Aquella noche había acudido por sorpresa a casa del magnate a su fiesta privada. Por supuesto que no estaba invitado, pero no hizo falta. Cuando me pidieron la acreditación presenté al gorila de la entrada mi placa especial y en el acto me abrió la puerta.

En el hall había mucha gente, todos bien vestidos, todos de la alta sociedad sana, todos con smoking y todas con trajes de largos escotes y pronunciadas espaldas a la vista de todos. Parecían querer decir: «¡Miren, miren lo sanas y lustrosas que estamos!». Mucho perfume caro, mucho coche de lujo y mucha pose y mucho intento de aparentar. En esto que aparezco en el zaguán, me paro un momento para ver el panorama y me escabullo por un lado sin querer hacer notar mi presencia.

Pero al momento el anfitrión, llama a todos.

—¡Atención, atención! Señores invitados, tenemos el gusto de tener entre los invitados —¡qué remedio!— al único y expeditivo miembro de la BDZ que se quedará a cenar con nosotros.

De este modo mi querido amigo les dijo a todos los presentes que si tenían niños que cuidar que se fueran pensando en abandonar la fiesta, no fuera que se quedaran huerfanitos los pobres. Pensé que el muy cabronazo se acaba de ahorrar así como cincuenta cubiertos o más. Y así fue, encanto que tiene uno.

En cuanto entré había notado mi intuición que un zombi estaba entre los presentes, sin duda, la presencia era inequívoca y clara. Dejé que fueran desfilando de uno en uno delante de mí con la mano puesta en la pistola laser, por si era alguno de los que les acaba de entrar la prisa por llegar a casa a cuidar de su familia. Pero no, todos más sanos que una pera. Era alguno de los que se quedaban a cenar.

Y así fue como reparé en ella. Sus ojos almendrados me cautivaron inmediatamente, pero no tanto como su cuerpo perfecto, sus pechos, sus largas piernas, sus… «Esto… ¿cuánto tiempo llevo solo con mi soledad solitaria?», pensé. Mucho, mucho, y larga es la travesía del Páramo Zombi.

Me solacé con la visión de la Venus Afrodita reencarnada cuando me sacó de la ensoñación el mayordomo para invitarnos a pasar al salón comedor donde nos esperaba la cena.

Durante la misma mi mente mantenía una lucha por centrar el aviso de la presencia del zombi y por mantener la mirada de la anfitriona que furtivamente buscaba la mía.

Ah, los detalles, antes dije que son importantes y realmente así es. Cuando uno se fija, qué cantidad de información proporcionan. Y eso que no soy ningún Sherlock Holmes. Pero cuando su marido se acercó para darle un beso de cariño, ella lo rechazó amable pero contundentemente, de hecho no dejó que pasara de su larga mano extendida.

«O le es infiel, o no quiere que le pase algo, quizá una enfermedad, quizá un contagio», pensé, y fue cuando ella captó que la miraba más atentamente y quizá adivinó algo de la lucha que en mi interior se estaba fraguando.

Tenía la confirmación de que era una zombi. Hermosa, hermosísima, pero una zombi al fin y al cabo. Con disimulo bajé la mano derecha, desenfundé el arma y dudé si cargármela allí mismo delante del sopero, y de paso al mayordomo también, o bien esperar acontecimientos. Pero en contra de mi costumbre y norma había bebido en acto de servicio (debilidades que tiene uno) y no tenía las ideas tan claras. Así que decidí esperar por lo menos a los postres, ya que tengo que confesar que uno es goloso por naturaleza.

La carne es débil (y a veces corrupta)

Efectivamente, así es. La señora, lista como una gata y astuta como zorro, cuando notó la mirada fija y se cercioró de mi decisión, pidió permiso y se levantó de la mesa alegando que se encontraba mal.

A los pocos minutos me levanté alegando que tenía que ir al servicio, o «WC» en fino. Como podéis imaginar nada de eso era cierto. Me encaminé directamente siguiendo los pasos de la señora. Busqué por entre las habitaciones de aquella inmensa villa, pero nada. El arma cargada, y la tensión al máximo, esperando el momento en que tendría que usarla.

Ya estaba a punto de terminar la búsqueda cuando reparé en una pequeña estancia que inexplicablemente se me había pasado por alto. Abrí despacio, muy despacio, percibiendo cada detalle. Y una voz me dijo, suavemente:

—Pase, pase —y continuó con una expresión que me dejó helado—, si tengo que morir que sea con placer.

Con cautela adelanté la cabeza para ver lo que me esperaba y, la verdad, no lo esperaba. Bueno, aquello superaba todas mis expectativas.

Recostada en la cama estaba ella, con un salto de cama (la verdad que el nombre está muy bien puesto, porque estaba para saltar a la cama) de color beige. Las piernas cruzadas y un pronunciado escote dejando a la vista lo justo y necesario.

Su mirada fija en mis ojos, mis ojos fijos en su mirada, mi mano fija en el gatillo y mi cuerpo fijo en sus instintos y hormonas. «O me la cargo a hora mismo o me hago zombi», pensaba, y sabía muy bien lo que eso significaba.

Bueno, ya estoy terminando mi pequeña e insignificante historia, porque el final no pudo ser de otra forma.

Escribo estas líneas y os dejo, que tengo que ir a ver a mis antiguos amigos sanos de la Ciudad Alta, porque como podéis suponer al final me convertí en el líder de los zombis y en un feliz purulento.

Por cierto, ya sé cómo se reproducen los zombis.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Para los no asistentes a la ceremonia de entrega, dejo una breve reseña de lo que dije:

    «Relato cómico de nivel entrañable.
    Todo el relato es «original»: el planteamiento de la crisis zombi, el origen de los zombis, la escena de la oficina de Correos, el descubrimiento de los poderes del protagonista, el momento de su decisión… maravilloso.
    Los «cameos» de personajes históricos de otros relatos y la terminología novedosa adaptada a los años 2050 en adelante se entremezclan con encadenamientos y comparaciones de gran calidad.
    Eso sí, mataría al autor por dejarse el nombre en la impresión final del cuento.»

  2. marcosblue dice:

    Un relato sorprendente, me ha fascinado esa «normalización» zombi y el protagonista, que no tiene desperdicio, una especie de Blade Runner torrejonizado. Me ha gustado muchísimo, ese tono tranquilo, el toque de buen humor (lo del ojo en Correos es genial), el final, por la puerta grande… y oye, que te deja de buen rollo, vamos. Buscábamos originalidad en un tema tan trillado, ¿no? pues es que no se puede pedir más. Me ha encantado.

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