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El último Mentalkree

por Relato ganador

—¿Os habéis portado bien pequeñines? ¿Quién os quiere más? ¿Quién? ¿Quién? Pues la mami, ¡ay, qué guapísimos sois todos!

Mamaaaa, mamaaa quiero aguaaaaa, quiero quiero quiero —responde un tecnocactus a Nisia.

—Calla, asqueroso —interrumpe otro tecnocactus—, siempre te da gotas de más y continúas quejándote.

—¿Quiénes son esos señores feos? —pregunta el tercer tecnocactus—. Y quiero más agua.

—Tranquilos chicos, hay agua para todos. Además le he añadido un poquito de concentrado de nitrógeno y silicona saturniana: está de rechupete y creceréis fuertes y sanos.

Nisia les acerca una jarro de agua y les echa por encima unas gotas a cada uno. Los tecnocactus se mueven como bailando y parece que sonríen, aunque intento ver dónde tienen la boca y los ojos y no los veo. Me llama la atención pero sigo pensando que son una mierda de tecnología para solteros. Serguei los mira con atención, pero no parece entender ni sus palabras ni sus chillidos; en seguida pierde las ganas y se queda mirando fijamente una pared con la boca semiabierta.

Probabilidad de que se le mueran los tecnocactus en el año en curso: 73,04 por ciento.

Salimos del ático del Nisia. Nos ha costado que dejara su cubil y sus malditos tecnocactus. Pienso que son una moda peligrosa, pretender hablar con unos cactus de cinco centímetros es de locos y que además te respondan, claro que viniendo de ella… Dejamos llorando a sus amiguitos.

No hay muchas palabras entre nosotros, sabemos que empieza el trabajo y nuestras atención y concentración tienen que ser máximas.

El cielo está nublado. Empieza a llover, siempre llueve a esas horas en Nothing Hill. Cuando fue construida sobre las cenizas de la antigua Londres sus altas torres blancas y acristaladas lo iluminaban todo. Era una ciudad moderna, rica, con gente emprendedora e inteligente, las calles rebosaban de alegría y buen karma: todo iba bien y sus treinta millones de habitantes eran participes de un nuevo nacimiento.

Las luces y la alegría duraron poco: invasión de inmigrantes, la caída de la bolsa, impagos a sus funcionarios y varios escándalos de sus políticos más correctos hicieron el resto.

Llueve como todas las tardes. A veces es sólo agua, otras veces una mezcla con ácido sulfúrico, debido al accidente petroquímico de la anterior década. Unas veces la lluvia ilumina el cielo de color purpúreo y la mayoría de las veces sólo nos moja a todos, molesta el tráfico y empapa nuestros zapatos. Subidos en nuestro aerodeslizador recorremos la calle sin mirar a ningún sitio en especial, con nuestros pensamientos que se volatilizan entre nuestras neuronas quemadas.

La ciudad es un estercolero, suciedad y miseria por doquier, delincuencia y gentuza en todas partes. No es un buen sitio para vivir pero sí para trabajar, por lo menos para nosotros. Somos detectives privados, mercenarios, protectores, a veces ladrones y, otras menos, asesinos a sueldo: vivimos sobre una línea difusa entre el bien y el mal. Intento dirigir a mis dos compañeros y amigos hacia delante sin que pierdan la cabeza… más.

Más de ciento cincuenta nacionalidades campan a sus anchas por la ciudad. Hay barrios donde tenemos que utilizar nuestros traductores automáticos, ni si quiera yo con mi procesador C95 Kree conozco todos los idiomas y dialectos. Las bandas de delincuentes, las mafias y la policía se reparten la ciudad como buenos hermanos.

Shogun-magras, tecnopunkis, metalikos, pikachus y synth-artistas… Todos diferentes, todos iguales: venden drogas, roban bancos, tiendas y turistas. Asesinan cuando es necesario e intercambian tecnología prohibida sin control gubernamental. Éste es nuestro caldo de cultivo, de lo que vivimos. Nuestro pan de cada día.

Probabilidad de que seas atracado/violado/muerto este año en Nothing Hill: 5,83 por ciento.

Intento recordar cuándo fue la última vez que vi el sol y las estrellas. Parece que vivimos en un día nublado perfecto, en el que nuestras vidas pasan difusas y como en un sueño que nunca acaba. Quizás no veamos el sol nunca más, este mundo se quiebra, se rompe entre nuestras manos y hemos dejado que suceda, sin más.

En las colonias se vive mejor, pero después de la guerra no tenía muchas ganas de volver por allí. Al final éste es mi sitio, mi hogar. Lejos me siento siempre extranjero, fuera de lugar.

Miro de reojo a mis compañeros, a mis amigos, los únicos que tengo. Como yo, no son trigo limpio, pero se puede confiar en ellos. Puedo contar con los dedos de una mano la gente de confianza, la experiencia y todos estos años de muerte, mentiras y vanas excusas han pasado factura en mí y mi confianza en la raza humana, o lo que queda de ella.

Serguei es un Orsus versión 5B de la extinta corporación Prokoviet, entrenado para la demolición y la destrucción. Luchó contra nosotros en las Guerras de Corporaciones —años 2147-2151.

Cuando lo encontré en un bar estaba bebiendo kamilk sin sentido, en las ruinas de lo que fue la antigua San Petersburgo unos meses después de acabada la guerra. No tenía un oficial al que seguir: sin ejército, sin país, sin corporación, solo, con mala leche reconcentrada en un cuerpo cubierto de metal y un coeficiente de humanidad del 37,5. La película de la noche no se hizo esperar, un par de centuriones de la corporación Millenium Berlín se rieron a sus espaldas por la manera de sorber el kamilk y compararon a su madre con un yak de Nepal con amplias sonrisas de espabilados ignorantes. Un segundo después desde la palabra «yak» —y lo sé porque mi grabadora funcional S8 grabó enterita la escena—, había dos cabezas destrozadas entre las manos enormes de Serguei. Sangre por doquier, trozos de cerebro en el techo y dos cuerpos inertes en el suelo. La mirada de Serguei perdida entre la multitud, estático y con las manos llenas de sangre. Permanecía impávido en medio del bar. Los parroquianos se habían quedado petrificados y no se atrevían ni a respirar.

Probabilidad de que fuera detenido por la policía en las siguientes dos horas: 85,11 por ciento.

Sin tener tiempo a pensar ya se oían en la lejanía los sonidos de las patrullas de la policía militar. Actué rápido, le cogí de una mano y tiré de él. No se movió ni un milímetro. Volví a intentarlo y bajó la mirada desde sus dos metros veinte hacia mí. Sus ojos no decían nada. Parecía que la muerte tecnológica nadaba en ellos.

—¡Si quieres que te detengan y te despiecen lentamente quédate aquí, pero yo puedo sacarte sin que nos vean! —le dije gritando entre la multitud, que entonces empezaba a reaccionar y corría en tumulto hacia todas las salidas.

Su cuerpo se puso en movimiento y se dejó guiar por mí. Corrí veloz entre la gente y él me siguió sin rechistar. Era imposible salir por la puerta principal, así que me dirigí a la de emergencia. Cerrada.

Probabilidad de que fuera detenido por la policía en las siguientes dos horas: 13,24 por ciento.

Puse mis dedos en el teclado de seguridad y los filamentos de silicio-vibranium salieron de entre mis uñas, penetraron y se infiltraron en las conexiones de apertura. La puerta se abrió con gran estrépito y salimos pitando de allí. Una hora después y a veinte kilómetros de distancia subimos a un movilizador terrestre y por fin descansamos sin mirarnos.

—Gracias —me dijo con una voz grave y con tono metálico.

Para ser un Orsus de CH37,50 era todo un logro demostrar agradecimiento. Todavía hay un humano al volante dentro de ese cerebro positrónico, me dije.

De eso hace ya siete años.

Por su parte, Nisia tenía esa mirada felina que te hipnotiza, esos andares casi musicales, un cuerpo de metro y medio, calibrado, medido, estructurado, entrenado y cuidado para matar a sus enemigos. Era una Ona Bugeisha de nivel 7, producto de la corporación Telectric, perteneciente a una antigua familia nipona de samuráis; llevaba la lucha y el honor en su sangre, unas cuantas modificaciones corporales para la batalla habían hecho el resto. La sigilosa muerte andante. CH77,48.

En las Guerras Coloniales —años 2153-2155— quedaban pocas corporaciones y combatieron juntas contra los khinax en nuestras colonias de Alpha Centauri. Así es como nos vimos envueltos Serguei y yo de nuevo en batalla como asesores militares o, por emplear términos más honestos, mercenarios, soldados de fortuna.

Cuando iniciamos el ataque a la fortaleza de Quant los primeros en avanzar fueron los Orsus para demoler las defensas, entre ellos Serguei, con su sonrisa horizontal de siempre. Una hora después y abierta una brecha en el muro norte, las Ona Bugeishas, corriendo unas juntas a otras con sus espadas de láser iónico por encima de sus cabezas y esos ojos diabólicos encendidos en la noche, se colaron dentro de la fortaleza solo para encontrarse con otro muro interior defendido por cañones de protones y trampas ionizadas. Detrás de ellas íbamos los demás: infantería de batalla, tanques deslizadores y demás morralla de un ejército mal avenido y con ganas de juerga.

La primera vez que vi a Nisia estaba encaramada al muro interior y cortaba cabezas de khinax con sus dos espadas: las cabezas deformes, verdes y asquerosas de nuestros enemigos iban cayendo hacia abajo formando un pequeño montículo de muerte y destrucción.

Fuimos subiendo poco a poco por el muro con nuestras propias ventosas manuales. Cuando llegué al borde pude contemplar la escena: Orsus y Bugeishas avanzando como una cuña entre los mares de enemigos sin freno, sin vacilación. Y allí estaba Nisia a mi lado. Señaló tranquila hacia abajo para que iniciara mi descenso y cuando me preparaba para ello un láser iónico le dio de lleno en el pecho; al momento vaciló y cayó. Pude agarrarla de la mano y con esfuerzo la subí de nuevo al borde del muro, y me hice a un lado para dejar que bajaran mis compañeros.

Probabilidad de que muriera desangrada en las siguientes veinticuatro horas: 74,22 por ciento.

Rápidamente enchufé mi conexión neural a la suya. Podía ver en mi mente sus constantes vitales y sus daños más inmediatos. Gracias a su coraza intrapiel de titanio no había muerto en el momento: dos costillas rotas, fisura en la pleura y el hígado dañado al 20 por ciento. Saqué mi kit de emergencia y le apliqué una inyección de nanorreparadores. Sus ojos permanecían cerrados, eso sería lo mejor, porque no me hubiese dejado hacer lo que tenía pensado. Abrí mi mochila de combate y extraje dos pequeñas cuerdas elásticas con las que até a Nisia a mi espalda: esa pequeña gatita japonesa no iba a morir allí arriba si podía evitarlo.

Probabilidad de que muriera desangrada en las siguientes veinticuatro horas: 11,40 por ciento.

Bajé más despacio con ella encima, pero por fin llegué al suelo. La escondí detrás de una pared de acero reforzado que estaba destrozada y continué yo solo; un instante antes ella abrió un ojo y me vio, sólo para un segundo después volver a cerrarlo desmayada.

Unas horas después la fortaleza era nuestra. Serguei tendría que hacerse alguna reparación y perder algún punto más de CH pero nada que le supusiera un problema. Yo descargué unos cuantos virus para desestabilizar la conexión con la nave nodriza de nuestros enemigos. Limpié mi memoria de las escenas más cruentas de la batalla y dejé lo esencial para la inteligencia de nuestro ejército y para mi cordura en general.

Cómo no, Nisia nos encontró donde siempre estábamos, un bar.

—Te encontré, Mentalkree. Te debo la vida.

Se había quitado la máscara de batalla y sus ojos parecían cansados, no tendría más de veinte años.

—No me debes nada, Bugeisha, tú habrías hecho lo mismo por mí —contesté con una sonrisa.

—No, no lo hubiera hecho, no te conozco de nada. Aun así te debo la vida, y por mi honor juro que te devolveré el favor.

Hizo una reverencia, se sentó a nuestro lado y pidió un zumo de rábano.

Han pasado tres años desde aquel juramento y me ha salvado la vida más veces de las que me gustaría recordar. Y seguimos juntos.

Al final, después de todo, nos hemos juntado tales para cuales. Nuestro trabajo nos da para vivir relajados y sin penurias. A cambio, estamos en la cuerda floja, siempre.

A veces intento psicoanalizarme, pero enseguida pierdo el interés: sé quién soy y sé por qué hago las cosas. Mis motivaciones son claras, quizás no tanto por qué sigo con vida. Quizá tenga un final feliz, aunque todos mis datos indican que no.

Probabilidad de que muera trabajando antes de los cincuenta años: 58,09 por ciento.

Soy un Mentalkree. Quizás el último. No sé si quedará alguno de mi antigua promoción, la única que existió. Fuimos modificados para las Guerras de Corporaciones por la corporación ATT. Me captaron en una oficina de estadística accionarial monetaria: yo y mis números, mis probabilidades, hacer dinero con las matemáticas, ese era mi trabajo.

Hasta ese día no tenía ninguna modificación corporal importante, sólo un pequeño procesador de datos C15 que me ayudaba en mis cálculos, pero todo cambiaría pronto. Me explicaron el proceso de cambio, me explicaron el porqué me necesitaban, el tiempo de recuperación, mi pérdida de CH, me convencieron de que era lo correcto, de que mi momento para ayudar y arrimar el hombro en mi corporación había llegado. Salvaríamos vidas, ciudades, nuestra civilización al completo sobrevivía a las demás. Me lo creí a pie juntillas y con ese aire de héroe feliz me entregué a ellos.

Cambiaron mi procesador de datos por un C95, última generación. Conexiones neurales a ambos lados de la cabeza, una memoria de diez billones de terabytes, capsula de nanomédicos en el brazo derecho, GPS y consola táctil en el brazo izquierdo y filamentos de silicio-vibranium en todos los dedos de mis manos. CH87,59.

Después de tres meses de entrenamiento físico y mental, era un sofisticado equipo de espía y médico, con extensas nociones de combate con armas cortas, largas y combate cuerpo a cuerpo. Hasta ahí no nos diferenciábamos demasiado de un integrante de los marines espaciales.

Nuestro fuerte era el sistema Nova.

Después de una operación de tres horas, me habían colocado al lado del corazón un sistema Nova, una bomba de pulso electromagnético con capacidad para hacer desaparecer todo en cien metros a la redonda y destruir todos los circuitos de cualquier aparato, humano modificado y todo lo que tuviera chips a menos de tres kilómetros.

Probabilidad de muerte del Mentalkree una vez iniciado el sistema Nova: 93,47 por ciento.

Era la solución final de ATT, nuestra querida corporación amiga, para las guerras que mantendría con las demás corporaciones: «suicidio inducido por honor» lo llamaban. Y todos nos lo creímos.

Todavía recuerdo la batalla de Krasnoyarsk como si hubiera ocurrido esa misma mañana: miles de soldados de infantería, tanques iónicos, cañones doble láser, marines espaciales y trescientos Mentalkree en la vanguardia de la invasión de la ciudad. La corporación Prokoviet defendiéndose y más tarde atacando nuestras filas con fuerza, miles de Orsus encabezando su ataque, diez batallones de Necro cosacos ávidos de sangre y nosotros retrocediendo. La inteligencia militar ATT nos había vuelto a dar por el culo a base de bien: no sabíamos de la existencia en esa provincia de Necro cosacos y claro, matar a un muerto no era fácil. Nuestra infantería cayendo como moscas y los tanques ardiendo por doquier, miles de compañeros retrocediendo metro a metro.

Y llegó la orden, la única orden que se podía dar si queríamos ganar esa batalla.

Solución final con el sistema Nova. No dudé ni un instante: por fin sería necesario en la victoria, por fin todos nuestros esfuerzos serian recompensados. Qué engañados estábamos.

Tomamos posiciones, cada uno a cien metros del siguiente. Los demás corrieron despavoridos a nuestras espaldas: trescientos Mentalkree combinados harían mucho daño. Sí, lo haríamos. Solos. Podía ver las caras de satisfacción de mis compañeros, mirando hacia delante y dejando que se acercaran lo más posible a nuestros enemigos.

No tardaron mucho en cercarnos y cuando los teníamos encima… Mi mente dio la orden de iniciar el sistema. Estaba tranquilo, contento incluso. Dos minutos después estallamos sincronizados y todo a nuestro alrededor se volvió difuso: una onda invisible de muerte y destrucción recorrió la estepa siberiana.

Pude abrir los ojos para verlo todo con claridad: mi sistema no había funcionado, no se había activado ni estallado, no había hecho nada por mis hermanos, mis compañeros de armas que ahora estaban todos muertos y repartidos en mil pedazos. A mi alrededor había miles de cuerpos y máquinas terrestres y voladoras en el suelo, fuego, gases, gritos. En varios kilómetros a la redonda la batalla había concluido y sólo teníamos que recoger los cuerpos sin vida de los nuestros y de los suyos. Lloré por no haber servido para nada, por mi sistema defectuoso e inservible. Mis amigos permanecían muertos y con los ojos vacíos y yo seguía vivo. Mis oficiales me dieron la enhorabuena por el trabajo bien hecho, y repararon todos mis sistemas destruidos. Incluso volvieron a colocarme otra Nova en el pecho. Quizás la siguiente vez funcionaría.

No he vuelto a ver a ningún Mentalkree. Unos dicen que en las colonias quedan algunos supervivientes de esa batalla pero son habladurías. Nunca más ATT colocó de nuevo el sistema en humanos. Solo yo tenía de nuevo la solución final.

Con el tiempo todo se ve de otra manera. Ni buena ni mala, sólo de otra manera. Los olores, las sensaciones, la brisa del aire en tu cuello, el áspero tejido del uniforme en el pecho, el peso de mis armas en la cadera, eso sí queda intacto, puro.

Ahora vamos a la mansión de un jefe de la mafia taiwanesa. Nuestro encargo es su muerte. Fácil de decir y difícil de realizar: sabemos que tiene un ejército dentro de esas paredes. Pero ninguno de los tres ha demostrado miedo, ni siquiera respeto: tenemos que hacerlo y ya está.

Cuando llegamos a la urbanización cerrada a cal y canto, utilizo mis filamentos para abrir la puerta exterior. Recorremos los últimos doscientos metros hasta la mansión y bajamos silenciosamente del aerodeslizador. Nuestro plan es sencillo: entramos, matamos al mafioso y nos vamos. No tenemos plan B, ni siquiera tenemos un plan desarrollado.

Serguei carga contra la puerta principal que estalla en mil pedazos en todas direcciones: sin meditarlo un segundo entra el primero disparando y pisando todo lo que se mueve. Detrás le sigue Nisia como un gato enfadado con las espadas en las manos y su máscara de combate pegada a la piel de su cara. Pronto desaparece entre el humo. Justo detrás encamino mis pasos hacia la casa.

Cuando por fin mis ojos se acostumbran al fulgor del fuego y las sombras dominantes en la casa, entreveo cuerpos a mi alrededor, Serguei disparando y matando a sicarios del mafioso más adelante y Nisia corriendo por la pared de mi izquierda y rebanando cabezas que caen sin vida a mi alrededor.

Cuento, asimilo y calculo.

Probabilidad de salir vivos de la mansión: 83,47 por ciento.

Probabilidad de matar al jefe mafioso: 89,43 por ciento.

Saco mis pistolas fotónicas y disparo en todas direcciones. Caen cuerpos sin vida a nuestro alrededor y continuamos avanzando. En la segunda sala vemos cuatro Orsus de última generación. Serguei sonríe por primera vez en años. Se agacha cuando le dispara el primero para acercarse a él, arrancarle un brazo de un tirón, morderle el hombro y hacer que salgan chispas, para acabar presionando su pecho hasta reventarlo. Un segundo Orsus se le echa encima y le dispara todos sus cargadores en la espalda y brazo derecho: éste sale despedido hacia la pared y Serguei se queda embobado mirándolo.

—¡Serguei! —le grito y señalo a su enemigo mientras tomo posiciones para atacar a los otros dos que quedan.

Serguei se mira el hueco donde antes estaba su brazo: un líquido color verde se desparrama por el suelo haciendo las veces de sangre artificial. Arremete con fuerza contra su enemigo y los dos caen con gran estrépito en el suelo mientras se golpean.

El tercer Orsus viene hacia mí y me escondo detrás de un pilar, momento que aprovecha Nisia para volar desde el techo a su espalda y clavarle las dos espadas en el cuello. El Orsus se revuelve y coge a Nisia de la cabeza para estrellarla contra el suelo. De la cabeza del Orsus salen muchas chispas y sangre verde artificial, por un momento se queda quieto como meditando que hacer, para cuando lo ha decidido Nisia ha desaparecido. Puedo verla detrás de una columna, sin mascara de combate y un hilillo de sangre en la ceja derecha. Me sonríe y desaparece. No sé dónde está pero sé qué va a hacer, puedo oler el delicado sudor que emana su piel, siento las ondas de aire provocadas por su cuerpo al moverse por la sala, así que salgo de mi escondite y corro hacia el Orsus, esquivo sus disparos y le hago girar hacia la izquierda. Nisia aparece justo detrás de él e introduce sus dos espadas en la parte donde deberían estar sus riñones. El Orsus se quiebra, se retuerce e intenta agarrar a la Bugeisha sin lograrlo. Me acerco despacio y accedo al sistema central del Orsus con mis filamentos. Un segundo después un virus letal ha fundido lo que quedaba de su cerebro positrónico y cae como un muñeco desmadejado.

Serguei ha acabado con su enemigo y ahora tiene su cabeza en la mano; la mira un segundo y después la tira hacia atrás sin interés ninguno.

El último Orsus sale volando por la ventana más cercana: ha visto claro su futuro y se ha creado uno nuevo huyendo.

No pasa mucho tiempo sin que aparezcan más lacayos del mafioso. Ona Bugeishas, descatalogadas diría yo: de buena factura pero muy usadas. Aparecen docenas.

Cuento, asimilo y calculo.

Probabilidad de salir vivos de la mansión: 58,22 por ciento.

Probabilidad de matar al jefe mafioso: 64,18 por ciento.

Serguei pone en funcionamiento sus ametralladoras de iones y reparte muerte por doquier. Nisia, al ver a qué nos enfrentamos, me mira y me guiña un ojo, antes de salir disparada hacia el centro de la estancia. Un segundo después siete Bugeishas se abalanzan sobre ella. Parecen bailar sin tocarse, medirse y retarse sin mover un músculo, pero su velocidad es increíble y algún brazo cae al suelo, una pierna por aquí, una oreja, varias cabezas, gotas de sangre impregnándolo todo. Tiro una granada de fósforo marciano a la puerta y caen tres inmóviles con los ojos en blanco.

Al fondo de la estancia aparece su jefe. No más alto que yo ni más guapo ni más inteligente, sólo que con más dinero y más poderoso. No tiene miedo, levanta la cabeza orgulloso y mira los movimientos de sus lacayos, cómo van cayendo poco a poco. Ni se inmuta.

Detrás de él aparecen más Bugeishas, docenas más, que se lanzan contra nosotros.

Cuento, asimilo y calculo.

Probabilidad de salir vivos de la mansión: 22,97 por ciento.

Probabilidad de matar al jefe mafioso: 28,93 por ciento.

Nuestro futuro en los próximos minutos es poco halagüeño, así que me escabullo como puedo y me dirijo lo antes posible hacia el jefe mafioso para matarlo antes de que ellas nos destrocen. Los segundos pasan a cámara lenta.

Puedo ver cómo ocho o más de las asesinas están encima de Serguei y cada vez le cuesta más quitárselas de encima. Su ojo derecho cae al suelo; él ni se inmuta, logra agarrar a una con la mano abierta y reventarle el cráneo.

Una nube de espadas rodea a Nisia. Devuelve la mayoría de los golpes pero algunos van hiriendo poco a poco su cuerpo pequeño y menudo. Por primera vez en sus ojos veo algo parecido al miedo: sabe que son demasiadas y las fuerzas no son eternas.

Una enemiga consigue hacerme un corte en el muslo, para descubrir que tiene una de mis pistolas apoyada en el pecho. La bala iónica le hace un agujero como un puño. Cae sin vida delante de mí y continúo avanzando por la estancia.

Dos más caen ante mí. El jefe se abalanza hacia mi cuello con un cuchillo de grandes dimensiones. Consigo desviarlo a duras penas, me rasga el hombro y siento su frío y acerado contacto. Antes de que pueda ponerle la pistola en la sien me golpea duramente en la muñeca y mi arma sale disparada por el aire.

Y allí, en ese momento, todo se para, se congela, nuestro alrededor se difumina y consigo percibir algo extraño: un reconocimiento, algo que me resulta muy familiar. Nos tenemos agarrados el uno al otro por el cuello y no siento su presión en mi carne. Por un instante nuestras pieles parecen fundirse y empiezo a entender todo.

Un milisegundo.

Con el rabillo del ojo busco a mis compañeros. Nisia tiene todo el cuerpo lleno de heridas y debajo de ella los cuerpos muertos se amontonan, le cuesta levantar las espadas y aún así sigue luchando. Son demasiadas para ella. Esto no va a acabar bien.

Cinco milisegundos

Serguei está tumbado en el suelo boca arriba. Sin un brazo y con la vista algo estropeada intenta seguir defendiéndose, pero dentro de sus posibilidades ya no está la de atacar. Tiene varias espadas clavadas por el cuerpo y el suelo esta empapado con su sangre artificial.

Diez milisegundos.

Sé qué ha pasado, por fin he visto la verdad. Nuestros filamentos de silicio-vibranium se han unido y se han reconocido: mi enemigo es un Mentalkree como yo, un superviviente de Krasnoyarsk. Él también me ha reconocido y ahora permanecemos en una especie de limbo, un éxtasis catártico, en el cual los dos sabemos qué hacer y quien primero dude morirá sin remedio. Dos supervivientes, destinados a destruirse. La vida da muchas vueltas. Casi siempre a peor.

Veinte milisegundos.

Busco los ojos de Serguei e intento con la mirada decirle todo: que corran, que salgan de allí lo antes posible, que si no lo hacen en el siguiente segundo morirán, que sus cuerpos se volatilizarán en pequeños átomos invisibles, que toda su vida, pensamientos y deseos desaparecerán y no quedará nada que los recuerde, que todos sus miedos y momentos felices se escurrirán entre sus dedos manchados de sangre.

Treinta milisegundos.

Puedo casi tocar su Nova. Como la mía, está operativa. Desconozco si es la primera que le pusieron o es nueva, no voy a perder el tiempo intentando descubrirlo. He decidido el siguiente paso y sin más dilación ejecuto mentalmente el código alfanumérico de iniciación de mi propio sistema. Espero que Serguei me haya entendido.

Cuarenta milisegundos.

Mi enemigo también se ha activado pero yo lo hice primero. Ya está todo hecho, y para bien o para mal he ganado. Siento la sangre hervir dentro de mí, la piel se me tensa como la de un tambor, mis ojos parecen a punto de estallar. Aprieto los dientes con tanta fuerza que alguno se astilla, siento el sabor metálico de la sangre en mi boca y cómo lágrimas de color rojo asoman en mis ojos. Siento vibrar el suelo debajo de mí y cómo me mira el mafioso Mentalkree: veo su miedo, su desesperación, sabe tan bien como yo lo que va a suceder.

De repente el sonido desaparece: una gran luz me atraviesa y no puedo ver nada. Ni siquiera siento dolor, ni la estancia, ni mis enemigos, ni mis compañeros, sólo el vacío, un extraño y sensacional vacío que me relaja, como si flotara en gravedad cero. Sólo está mi consciencia, mi yo más profundo. Y después nada.

Creo abrir un ojo y ver una cara conocida. Es Nisia. La noto preocupada y me grita, aunque que no escucho nada. Y de repente, sin previo aviso, como un misil chocando en mi frente, siento un dolor por todo el cuerpo que me paraliza. Mis nervios crispados se tensan y suelto un grito agonizante que no escucho. Algo pasa con mis oídos, veo cómo sigue gritándome Nisia y siento cómo me arrastra por el suelo. Huelo a cuerpos y circuitos quemados. Quiero desmayarme y dejar de sentir por fin, pero no puedo.

Desde el suelo y mientras me arrastran veo la mansión derruida a nuestro alrededor y llamas por doquier. Huelo el frescor de la tarde que empieza a inundarlo todo.

Nos paramos y grito en silencio de nuevo. Debo de tener todos los huesos del cuerpo rotos, pero me siento vivo, más vivo que nunca.

—¿Estás bien, gilipollas? —me grita en la cara la muñequita ninja; tiene la cara amoratada y salpicada de sangre, percibo preocupación y sorpresa en su voz, nunca la había visto tan alterada.

—Joder, qué fea estás… —consigo decir en un hilo de voz.

—Hijo de puta —me dice entre dientes y me abraza con fuerza, con tanta que vuelvo a gritar de dolor.

—¿Y Serguei? —pregunto dolorido.

—No te preocupes, está bien, sólo que no se puede mover —me contesta con una sonrisa malévola.

Me ayuda a levantarme y nos arrastramos hacia donde está el Orsus. Permanece tirado boca arriba sin moverse. Me saluda.

—Estoy biiien no te preoccupeees, pero necececesito ayuuda urrgente. Esa maaalddita bommba tuya meee ha inutilizaaado casi tottalmnnente, necccesito circuuitos que funcioneenn.

—Me descojono, Serguei, pareces un muñeco roto de feria, joder —sonrío son esfuerzo y él hace lo propio.

Creo que voy a comprarme unos tecnocactus chicos.

Nisia hace una llamada urgente a Trauma Team, nuestra aseguradora médica personal, para que nos recojan y nos lleven a su hospital más cercano. No tardarán más de cinco minutos, son los mejores profesionales y los más caros.

Me cuentan cómo Serguei sin saber cómo entendió mi mirada, lo que conllevaba y lo delicado de la situación. Se quitó de encima a todas las Bugeishas, agarró del brazo a Nisia y salió disparado por una ventana de la mansión. Cuando mi Nova explotó ellos ya estaban a más de cien metros. No se pulverizaron pero sus sistemas estaban fundidos. Como yo, habían vuelto a la Edad de Piedra.

Como todas las tardes, empezó a llover esa extraña mezcla de agua y ácido sulfúrico. Y nosotros allí, sentados en el fango, doloridos y la vez contentos, viendo las volutas de humo subir y desaparecer y escuchando el crepitar del fuego consumir a nuestros enemigos. Por un momento me vuelvo a sentir humano, vivo, perteneciente a algo.

Ahora mismo no necesito contar, asimilar ni calcular.

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Comentarios

  1. José Luis Vassallo dice:

    Muy buen cuento la verdad. Muy entretenido y un buen final. Me gusto la verdad. Muchas gracias. Slds.

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