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El tarro

por Relato ganadorRelato Bluetal

Los dos hombres estaban sentados en el sillón frente a la mesa sobre la cual reposaba la caja. Tisdale no lograba desprenderse de la sensación de que aquel embalaje, de algún modo, resultaba extrañamente hostil. El señor Moore no apartaba los ojos de ella, como si quisiera penetrarla con la mirada y comprobar que, efectivamente, su contenido seguía encerrado en su interior.

Habían permanecido varios minutos en silencio. Tisdale miró a su alrededor mientras su anfitrión luchaba en su interior contra lo que le impedía explicarle por qué lo había llamado. Salvo por la lámpara de pie que proporcionaba una luz exigua y la vitrina de la que el señor Moore había sacado la botella de whisky de la que había servido dos copas, las paredes estaban casi en su totalidad cubiertas de paquetes de periódicos viejos y de cajas de cartón, cuyo conjunto despedía un cierto olor rancio. La entrada, el salón y los pasillos que habían atravesado desde que entrara en aquel antiguo caserón también contaban con aquel apilamiento obsesivo que indicaba una tara en la psique de aquel hombre.

—Un objeto no es sólo un objeto —dijo por fin el señor Moore, con la voz cansada de alguien que ha repetido aquellas palabras hasta la saciedad para sí mismo—. De alguna manera que actualmente aún no podemos medir, las experiencias psíquicas de los seres humanos dejan una huella en algunos seres inanimados.

Dio un sorbo a su copa, con la mirada aún fija en la caja. Por un momento Tisdale temió que volviera a hundirse en sus pensamientos y que lo tuviera esperando otro cuarto de hora. Sin embargo, con un suspiro seco como el que sigue a una determinación, el señor Moore continuó:

—¿Alguna vez ha visitado una cárcel, un hospital o un manicomio que hubiera sido abandonado? Es sobrecogedor, y no sólo por las connotaciones sociales, no sólo por las proyecciones emocionales de las imágenes que conjuran esos sitios: es por la… resonancia, a falta de un término mejor. La naturaleza de esos lugares se ve alterada, teñida, recubierta por una pátina de terror como un eco persistente, como una onda subliminal permanente. Cuando la ola emocional es masiva, provocada por el sufrimiento de decenas o cientos de seres humanos simultáneamente, son los lugares los que quedan manchados.

El señor Moore dio otro trago, luchando por concentrarse y apartar de su mente el tic tac del reloj del salón; en aquella silenciosa casa, ese sonido lo alcanzaba en cualquier rincón. Agitando la cabeza como quien espanta una mosca, prosiguió:

—¿Pero qué ocurre si esas emociones se enfocan más concretamente en un objeto? Entonces es posible que con una masa emocional mucho menor, digamos la de nueve o diez personas, se pueda impregnar del mismo horror un único objeto.

Instintivamente, Tisdale desvió la mirada hacia la caja. El señor Moore dejó escapar una agria sonrisa.

—Lo nota, ¿verdad?

El señor Moore sacó un sobre de un bolsillo del albornoz y se lo dio a Tisdale. Éste lo abrió y comprobó que contenía un fajo de billetes.

—Ese dinero es para que acepte esa caja y se comprometa a destruirla lo antes posible. Además, desde el momento en que ponga un pie fuera de esta casa no deberá permitir que me ponga en contacto con usted por ningún medio hasta que lo haga. Y sobre todo, bajo ningún concepto, debe mirar su interior.

En ese momento fue Tisdale quien dio un trago reflexivo.

—¿Qué hay en su interior?

—¿Acaso importa eso?

—Sí —respondió Tisdale dejando la copa sobre la mesa junto a la caja, reacio aún a guardarse en la chaqueta el sobre—. Si se trata de algo peligroso o ilegal debo saberlo para saber qué responsabilidad estoy aceptando.

El señor Moore volvió a clavar sus ojos en la caja.

—No es nada ilegal. Pero sí es muy, muy peligroso… —de nuevo sacudió la cabeza para alejar el tic tac—. Es un objeto maldito.

Por un momento Tisdale esperó a ver si su interlocutor añadía algo que le indicara en qué sentido figurado empleaba el término «maldito», pero una sombra en los ojos del señor Moore lo convenció de que estaba empleando aquella palabra de manera literal. Quizá la creencia en lo oculto fuese otra excentricidad de aquel rico misántropo.

—No me cree, ¿verdad? Yo tampoco lo creía al principio, hace ya veinticinco años, cuando lo heredé junto con esta casa… Pensaba que no sería más que una leyenda urbana como la del diamante Hope o la muñeca Annabelle, pero he descubierto que es dolorosamente real.

De nuevo se hizo otro denso silencio, y Tisdale no pudo evitar preguntar:

—¿Qué es?

—¿Recuerda usted La hora de Alfred Hitchcock? La original, me refiero.

—Creo haber visto alguna reposición.

—¿Vio un capítulo titulado El tarro?

—No, creo que no.

—Seguro que no; si lo hubiera visto no habría podido olvidarlo. Estaba basado en un relato de 1944 de Ray Bradbury, y la historia es bastante sencilla. El protagonista compra en un circo ambulante un tarro con algo dentro que recuerda vagamente una cara. Al volver a su pueblo de paletos en medio de los pantanos sus vecinos quedan extrañamente fascinados por el objeto, tanto que pasan tardes enteras sentados frente a él, mirándolo y compartiendo sus ideas sobre qué puede ser aquello. El protagonista consigue así el respeto de todos… salvo el de su mujer. Cuando al final de la historia ésta lo enfrenta con la realidad y vacía el tarro, mostrándole que en su interior no hay más que basura, él la mata y reemplaza el contenido del tarro con su cabeza.

»En esa historia se basó la adaptación de 1964. El guionista fue James Bridges, y el director Norman Lloyd. Pero el tarro… al tarro le dio forma el propio Hitchcock, quien proyectó en él toda su maldad, aunque no fue eso lo que lo convirtió en lo que es. No, quizá su forma definitiva no fuera más que azar, pero algo tenía que, de una manera inesperada, comenzó a ejercer sobre los actores el mismo influjo tenebroso que ejercía sobre sus personajes. Tanto es así, que al final del rodaje varios de ellos discutieron por ver quién se quedaba con aquella cosa. No obstante, la disputa se acabó cuando descubrieron que el tarro había desaparecido.

»Sólo que no había desaparecido sin más. Un carpintero lo robó, el padre de Marlene De Lamater, la niña que en el capítulo aseguraba que lo que había dentro del tarro era el hombre del saco. Desde el momento en que el padre se llevó a su casa aquello comenzó una vida de obsesión, encierro y pesadilla. No es casual que si se revisa el IMDB descubra que aquella niña comenzó su carrera en el 61 y que no volvió a actuar tras ese mismo año 1964.

El señor Moore hizo una pausa. Comenzaba a oscurecer más allá de las pesadas cortinas. Tras rellenar las dos copas, prosiguió:

—Marlene y su madre abandonaron al padre, pero aquello no las salvó. Cuando éste murió, doce años después, alcohólico y medio loco, les entregaron los pocos bienes que poseía. Entre ellos estaba el tarro.

»De manera totalmente incomprensible, Marlene, que había visto lo destructivo que podía ser aquel objeto, insistió en conservarlo. Sin darse cuenta, se volvió cada vez más huraña y más desconectada de la realidad. En apenas dos años parecía haber envejecido diez, y su salud era cada vez más precaria: pasaba largas horas encerrada, observando aquel falso rostro. Su madre, desesperada y aterrada, un día vendió el tarro en una casa de empeños. Esa misma noche, Marlene le prendió fuego a la casa y ambas murieron.

»Fue en ese año 1978 cuando el tarro llegó a manos de mi tía abuela, quien a pesar de su fortuna dedicaba horas y horas a recorrer las tiendas de segunda mano en busca de gangas. En cuanto vio el tarro sintió que había estado esperándola; al menos, eso fue lo que le contó a mi padre.

»Cuatro años tardó esa cosa en acabar con ella. Despidió al personal que atendía esta casa, convencida de que todos y cada uno de ellos pretendía robarle el tarro. Sola, olvidaba tomar sus medicinas e incluso comer, y acabó enfermando seriamente.

»Mi padre, cuando recibió la casa como legado, heredó también el tarro. Lo tenía siempre en esta sala, y la cerraba con llave. Como si fuera Barba Azul, cuando mi madre me traía aquí los días pactados en el divorcio, yo podía ir a cualquier parte salvo a esa habitación.

El señor Moore deja escapar una risa seca antes de dar otro trago a la copa.

—De niño eso me parecía misterioso y mágico… Luego, cuando mi madre se volvió a casar, nos mudamos de estado y apenas volví a ver a mi padre. Cada vez que lo hacía, cada vez más esporádicamente, lo veía más consumido, más distante. Y no volvería a pensar en el tarro hasta que heredé la casa, en el año 1991.

Tisdale nota la pausa prolongada, aunque no mira a su interlocutor. Poco a poco, sin ser del todo consciente, ha ido centrando su atención en la caja.

—¿Qué le ocurrió a su padre? —preguntó, impaciente por que el señor Moore continuara con su relato.

—Se suicidó.

—Lo siento.

—No tiene por qué, eso fue lo que lo liberó —dio otro trago—; siéntalo por mí, porque eso fue lo que me condenó.

»Cuando me mudé todavía estudiaba en la universidad. No acabé la carrera: al abrir el cuarto cerrado de mi infancia, me atrapó. Los dos primeros años los pasé recopilando toda la información de la que dispongo, sacada sobre todo del diario de mi padre.

»¿Sabía que Tim Burton vino a verlo? En el año 1984 le encargaron un remake de El tarro y, haciendo un alarde de investigación policial, dio con mi padre. Por supuesto, éste se negó a entregar el tarro para la nueva versión, pero sí permitió al por entonces director principiante verlo. Mi padre escribió que cuando lo hizo no quiso ni acercarse. Por eso en la versión de Burton sustituyeron el contenido del tarro por una masa de látex. Y ese es el motivo por el que el remake es tan malo: no es por las luces chillonas de neón ni por la falta de generalizada de talento dramático, sino porque el frasco no ejerce esa auténtica fascinación que ejerció sobre los actores de la primera versión, porque no destila esa malignidad seductora del original.

»En 1993, el mismo año que murió James Bridges, intenté contactar con el elenco original, no sé muy bien por qué; quizá para ver si alguno de ellos podía decirme cómo se libraron del influjo que yo notaba más pesado cada día. O quizá porque necesitaba contarle a alguien que pudiera comprenderme que aquel tarro me aterrorizaba y envenenaba mi vida día tras día pero que no podía deshacerme de él.

»James Best, que interpretaba a Tom, y George Lindsey, que interpretaba al pobre retrasado que había ahogado a los gatos, no quisieron ni recibirme en cuanto supieron el motivo de contactarlos.

»Los protagonistas, Pat Buttram, que fue Charlie, Collin Wilcox, que fue Thedy Sue, y William Marshal, que fue Jahdoo, sólo hablaron con cierta reticencia de los sentimientos encontrados que el tarro les provocó. Pero todos coincidieron en un detalle: veintinueve años después, todavía había noches en las que soñaban con él.

»Y desde entonces, el tarro me ha ido consumiendo. Con cada dueño impregnándolo de su ansiedad, de su devoción, ha ido ganando poder, acumulando más energía psíquica. Hay días en los que incluso creo que es consciente, y que disfruta devorándome. Dios, parece que tengo sesenta y tantos años, pero acabo de cumplir cuarenta y seis…

La noche había caído ya. Los ojos del señor Moore brillaban con las lágrimas contenidas cuando volvió a mirar a Tisdale.

—No cree nada de lo que le he contado, ¿verdad? —en ese momento sonó su teléfono móvil; media docena de tonos dejaron su eco en los rincones antes de que se levantara—. Discúlpeme.

El señor Moore salió de la sala, hablando en susurros.

Tisdale dejó la copa y el sobre encima de la mesa. Se puso en pie, y siguiendo un impulso que no pudo explicar, sacó su navaja del bolsillo. Extendió la hoja, y con movimientos precisos cortó la cinta de embalar que rodeaba la tapa de la caja. Al levantar ésta vio un montón de hojas de periódico arrugadas. Introdujo las manos en su interior hasta notar el tacto del vidrio, y sacó el tarro. Lo colocó sobre la mesa, notando que contenía el aliento, y se acuclilló hasta quedar a la altura de… la cara.

El agua turbia no podía ocultar la palidez como de hueso de aquella forma que asemejaba la amalgama de un cráneo y una cadera, el oscuro agujero que parecía la fusión del orificio bucal y los nasales, la hirsuta cabellera como algas muertas, aquel ojo fijo que pareció clavar en él su curiosidad.

Cuando se guardó de nuevo la navaja en su bolsillo, Tisdale notó cómo le temblaba el pulso. Sentía la repulsa y el horror, pero no lograba erguirse: se encontraba paralizado como cuando un golpe seco deja dormido un músculo.

El sobresalto que le produjo la voz del señor Moore fue lo que lo arrancó de aquel trance y le permitió ponerse en pie como si estuviera apartándose de un fuego repentino.

—Tiene que creerme —dijo Moore mientras retomaba la conversación interrumpida y guardaba su teléfono móvil—, le aseguro que llevo años haciendo acopio de fuerza de voluntad para poder hacer lo que estoy… —las palabras murieron en sus labios cuando entró en la sala y vio el tarro fuera de la caja.

Ambos hombres intercambiaron miradas y se comprendieron mutuamente: Tisdale comprendió la desesperación y el miedo del señor Moore; el señor Moore el deseo de Tisdale de huir y dejarlo allí, solo junto al tarro.

—Se ha hecho tarde, es mejor que se vaya cuanto antes… —dijo el señor Moore acercándose a la mesa con la intención de volver a meter el tarro en la caja.

—No… —Tisdale notaba la boca seca y le costaba formar las palabras—. Creo… creo que no voy a poder hacerlo. Quédese su dinero.

Sin más preámbulo, se dirigió hacia la puerta.

—No puede hacerme eso —dijo el señor Moore, agarrándolo de la manga de la chaqueta—, antes ha aceptado, ¡el tarro ahora es suyo!

Con un brusco tirón del brazo Tisdale se libró de aquella presa y salió caminando rápidamente hacia la escalera.

A punto de comenzar a descenderla notó que algo tiraba de su chaqueta y casi lo hacía caer. Cuando se giró vio al señor Moore, su cara descompuesta en una mueca a la vez suplicante e iracunda: con el brazo izquierdo sostenía el tarro, y con la derecha tiraba de él con una fuerza inesperada, propia de una crisis nerviosa.

—¡Tiene que llevárselo! ¡Tiene que llevárselo! —gritaba una y otra vez.

Tisdale agarró de los codos a Moore y lo apartó a un lado. No pesaba nada, como si fuera un hombre que hubiese crecido siempre al borde de la desnutrición, un cuerpo consumido por una enfermedad terminal. En comparación con la fuerza que demostraba, su masa era casi ridícula. Tisdale había imprimido demasiado impulso a ese movimiento, y durante un instante luchó por mantener el equilibrio sobre el último escalón.

Aquel instante fue suficiente para que el señor Moore le entregara el tarro.

Como acto reflejo, en un intento por aferrarse a algo, Tisdale abrazó aquello. Apenas tuvo una fracción de segundo para sentir terror y repugnancia: el peso adicional acabó por desequilibrarlo.

Hombre y frasco rodaron por las escaleras. El cuerpo de Tisdale golpeaba contra los peldaños, pero extrañamente sus brazos seguían aferrando el recipiente de cristal, como si una fuerza perversa lo empujara inconscientemente a protegerlo. Sólo cuando finalmente cayó contra el suelo del piso inferior, cuando su cráneo produjo un estremecedor sonido al chocar contra las plaquetas, fue cuando su presa se liberó, y la tapadera del frasco salió despedida a varios metros.

El agua sucia se mezcló con la sangre.

Los minutos pasaban. Lejanamente, el señor Moore podía seguir escuchando el tic tac del reloj del salón, pero su cadencia parecía sutilmente alterada. Poco a poco, como temiendo dar un paso en falso que revirtiera aquella situación a la de hacía unos pocos minutos antes, bajó la escalera.

Al llegar al último escalón se sentó en él. Sus ojos miraban un punto intermedio entre Tisdale y el frasco vacío. Permaneció absorto un tiempo indefinido antes de que los datos comenzaran a desplegarse despacio en su conciencia. Aunque no se hubiera partido el cráneo y la conmoción cerebral no fuera seria, el ángulo que formaba el cuello no dejaba lugar a ninguna duda de que Tisdale había muerto. En cuanto al tarro, en el interior del charco que se ampliaba a cada segundo que pasaba permanecía la basura que había contenido: un pedazo de arcilla, trozos de papel y algodón, la vieja cámara de aire de un neumático, una maraña formada por hilos y una peluca vieja y el ojo de una muñeca. Desgajados, despojados de su inquietante estructura, al señor Moore casi le parecía que los años de esclavitud que había sufrido no eran más que una comedia.

Poco a poco, comprendió lo que había cambiado en el sonido del reloj: había dejado de ser una cuenta atrás para el resultado inevitable de su maldición, ahora sólo era un sonido que marcaba una división convencional de un intervalo de tiempo. En medio de aquella confusión, Moore comprendió que había logrado escapar del tarro. Las lágrimas se le escurrieron por las mejillas mientras una risa incontrolable comenzó a sacudirlo.

Se puso en pie, liberado. Sin poder dejar de reír subió las escaleras, sin parar a tomar aire, sintiendo que una energía renovada recorría todas y cada una de sus células.

Volvió a la sala en la que apenas media hora antes había estado sentado junto al muerto. Se dejó caer en el sillón, controlando un poco la risa. Cogió una de las copas que seguían sobre la mesa y se la bebió de un solo trago. Luego hizo lo mismo con la otra, antes de rellenarla. Se miró las manos, las gruesas venas como cables bajo la piel anémica, como si acabara de percatarse de que en los últimos años había poseído un cuerpo.

Cogió la copa y caminó hasta el baño. Allí, frente al espejo, se desprendió de la bata. Repasó los rasgos prominentes, los hombros descarnados, la mermada musculatura carente de tono, las sombras de los huesos marcados bajo la fina carne. Se sentía extraño, desconcertado más que aterrorizado, como un secuestrado que cuando vuelve a su casa acepta que las penurias a las que ha sobrevivido inevitablemente le dejarán una huella indeleble. Pero al cruzar la mirada con los ojos de su reflejo, sonrió. Recuperaría lo que pudiera, se restauraría con algo de esfuerzo. Además, era rico: en su encierro apenas había gastado nada de la herencia de su familia. Podía pagarse dietistas, entrenadores, cirujanos. Se bebió el último trago de la copa. , se dijo: en un año sería un hombre nuevo.

Volvió a la sala a recoger la botella. Miró a su alrededor; como en el pasillo que había recorrido, los paquetes de periódicos y demás objetos inservibles se apilaban en precarias columnas. Se sorprendió con los descubrimientos que estaba realizando sobre sí mismo. En un primer momento se preguntó si padecía síndrome de Diógenes, pero luego comprendió que quizá había una explicación más sutil que no encajaba exactamente con el cuadro clínico: toda aquella basura acumulada había sido un intento de defensa simbólica, endebles barricadas levantadas para alejar al único objeto del que de verdad no podía desprenderse, tótems inefectivos, guardas vanas. A la mañana siguiente se desharía de todo aquello.

Se acercó a la ventana y corrió las pesadas cortinas. Cerró los ojos. Abrió las hojas e inspiró profundamente, notando cómo el aire frío de la noche le quemaba la garganta, agradeciendo aquel ligero dolor: estaba vivo. Sin abrir los párpados todavía, dio un largo trago a la botella. El calor se acumulaba en su estómago y su cabeza, y aquella grata sensación la aceptó como otro nuevo regalo.

La siguiente hora la pasó deambulando por la planta superior de su casa, descubriendo detalles del yo que había dejado atrás, ideando los cambios que realizaría lo antes posible. Mareado, se tropezó al pasar de nuevo junto al baño. La botella de whisky se cayó, rompiéndose en pedazos. Misteriosamente, aquello le pareció graciosísimo, y se quedó un rato en el suelo, riéndose. Después echó mano al albornoz que seguía caído junto al retrete. Del bolsillo sacó el móvil. Tras varios intentos logró acceder a la lista de contactos mientras se ponía en pie. Los nombres se deslizaban bajo su pulgar, muchos de ellos añadidos de manera mecánica tiempo atrás, de la agenda al primer móvil, de móvil en móvil desde entonces. A la mayor parte de los nombres no lograba asignarles una cara, pero algunos rescataron imágenes adormecidas durante años. Regresó a la sala, sacó otra botella de whisky, y comenzó a bebérsela, saboreando la bebida como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Siguió repasando los nombres, esforzándose por darles un contexto individual. Quizá a estas alturas lo habrían olvidado, amigos y conocidos de los que se había alejado durante su progresivo encierro. Pero quizá alguno respondería.

Apagó el teléfono y lo dejó sobre la mesa. Echó la cabeza hacia atrás, dejando que la luz difusa que entraba por la ventana alejara sus pensamientos, intentando no pensar en nada más que en la sensación de levedad que lo embargaba.

***

Cuando terminó la segunda botella se puso en pie. Tuvo que apoyarse en el sillón para no caer, y de camino a la escalera se golpeó varias veces con las paredes del pasillo. Frente a aquella, la euforia que había sentido hasta aquel momento se mitigó. A pesar de la penumbra de la noche y el alcohol, pudo ver que allí abajo el cuerpo tendido de Tisdale seguía inmóvil. Una idea fugaz le atravesó la mente. El tarro había hecho lo que siempre hacía: había matado a su último dueño.

Suspiró. Hubiera preferido que Tisdale no hubiera tenido un final tan trágico, pero mentiría si dijera que el resultado no le parecía aceptable.

Puso un pie en el primer escalón, y tuvo un destello de lucidez: haberse librado de una sentencia de muerte no lo volvía invulnerable. Respirando lenta y profundamente en un intento por serenarse, descendió la escalera agarrándose a la barandilla con ambas manos, deteniéndose y acuclillándose cuando el mareo amenazaba con sobrepasarlo.

Al llegar abajo recorrió toda la planta abriendo las ventanas, como había hecho en el piso de arriba. No encendió las luces, dejando que la iluminación fuera sólo la del exterior: no deseaba ver con demasiado detalle la escena al pie de la escalera.

Tenía que recoger. Quizá aquel no era el mejor momento para limpiar, pero quería hacerlo justo en ese preciso instante: a la mañana siguiente empezaría de cero, esa noche enterraría los últimos vestigios de la etapa que cerraba.

Arrastró el cuerpo de Tisdale a través del recibidor hasta la puerta que daba al garaje. Bajó las escaleras, escuchando el resonar de la cabeza del muerto contra los peldaños. Cuando llegó abajo lo depositó junto a su coche. Aceptó que aquella noche no podría conducir para deshacerse del cadáver; incluso sobrio tendría problemas después de tantos años sin conducir. Sin planteárselo más, regresó al salón.

El charco todavía estaba húmedo. Tambaleándose, fue hasta la cocina a por un cubo y una fregona. Al volver al salón se escurrió con el líquido del suelo y se desplomó. En el suelo, medio aturdido, volvió a reírse a carcajadas. Cuando se serenó, recuperó a tientas el cubo y la fregona.

Comenzó a fregar. Se vio obligado a escurrir la fregona en el cubo con las manos: con la caída el escurridor se había desprendido junto con el asa. Cuando creyó que había recogido todo el líquido se acercó a los pedazos de basura que habían quedado diseminados. Rota la maldición, no eran más que deshechos de hacía cincuenta años. Los metió en el cubo que sostenía contra su pecho y volvió a la cocina.

Comenzaba a notar el cansancio. Dejó el cubo en el suelo y se acercó al fregadero. Bebió directamente del grifo. Después intentó asir la fregona, pero esta pareció escaparse de entre sus dedos. Al intentar cogerla se desplomó de nuevo. Se sentó como pudo, sin poder evitar reír otra vez. Tamborileó con los dedos en el cubo de fregar que tenía entre las piernas tarareando una canción que no identificaba, notando como si su cerebro fuese una enorme gota de mercurio que ondulara dentro de su cráneo. Y, sin darse cuenta, se quedó dormido.

***

Abrió los ojos. En un primer momento sólo pudo ser consciente de la pesadez en los senos frontales de su cabeza, de la sensación pastosa en su boca y de las legañas arañándole levemente los párpados y la cornea. Notaba todo el cuerpo dolorido, recorrido por las contusiones. En un fogonazo recordó la noche anterior. Un leve miedo lo recorrió al pensar en la muerte de Tisdale, pero por lo demás sonrió.

Cuando abrió los ojos, aquella sonrisa se le congeló en los labios.

Estaba con la espalda apoyada en la puerta de la alacena, sentado frente al horno. En el negro del espejo que era la puerta del mismo se veía reflejado, con el cubo de fregar entre sus piernas. Sólo que no era el cubo de fregar.

Era el tarro.

Notó un sudor frío recorriéndole todo el cuerpo y unas lágrimas calientes escurriéndose sobre sus mejillas, mientras balbuceaba una negativa reiterada.

La noche anterior no se había dedicado a limpiar: se había dedicado a reconstruir.

Inmediatamente el tic tac del reloj del salón comenzó a martillearle la cabeza, otra vez.

No se movió, no podía. Poco a poco el monosílabo que repetía murió en sus labios. Sólo podía clavar sus ojos en el reflejo del tarro, ni siquiera era capaz de bajar la vista. Y en aquel momento, aquella cara que no era una cara, le pareció más viva que nunca.

Sin duda alguna, aquel ojo brillaba con una maligna inteligencia.

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