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El motín

por

El reto

Madrid. Palacio Real. Una de la tarde. Acaba de comenzar la primavera; es una tarde fresca del mes de marzo; dos figuras pasean tranquilamente por los Jardines del Campo del Moro, en el Palacio Real de Madrid. Hablan bajo, casi en susurro, su conversación no debe ser escuchada, y mucho menos allí.

El más joven rondará los veinte años, y su acompañante no muchos más, veintidós si acaso. Ambos de porte gallardo, elegante vestidura a la francesa, gorro de tres picos al modo de Flandes y polainas hasta la rodilla con zapatos hechos en Italia. Gesticula el más joven y cautamente mira alrededor para asegurarse que no hay ningún guardia Valón por las cercanías.

—¿Pero Diego, cómo se te ha ocurrido? ¿Estás loco? —le interpela el más joven.

—Fue un impulso, Gonzalo, un arrebato. ¡Sinceramente no lo pensé! —a los oídos de su joven acompañante suena más como una excusa que una explicación y claramente la preocupación se marca en su rostro.

Hay un momento de silencio espeso. El aire fresco de Madrid azota los rosales del jardín, en donde los capullos de las futuras rosas se marcan entre las espinas puntiagudas.

—Gonzalo, tú sabes que soy hombre pacífico, letrado. Licenciado por la Universidad de Alcalá, he viajado por toda Europa y tengo, gracias a Dios, una elevada posición en la Corte. No he llegado a ser el ayudante de cámara del señor marqués por casualidad o arribismo. Y no me mires así que sé lo que vas a decirme… que ¿por qué?

Madrid. Una de la tarde. Calle de Los Carneros, cerca del Rastro, donde estaba el antiguo Matadero. En la esquina más al sur, cerca de la confluencia con la calle Toledo, está la Posada del Tuerto. Mugrienta y maloliente. Su puerta cerrada. No da comidas, solo abre a las seis, cuando el sol cae. Dentro dos figuras hablan frente a frente, sentados en una de las mesas bajas. Jarra de vino a su diestra y vasos llenos. Miradas tensas.

—¡Qué cojones! —grita uno de ellos, y golpea con el vaso la mesa. El vino se derrama. Rápidamente su acompañante le vuelve a llenar el recipiente.

La figura que tiene delante le da miedo. Y el posadero curtido en mil batallas no es de los que se arredra fácilmente. Pero el capitán, mejor dicho, el ex capitán Rodrigo es de temer. Se sabía que había ensartado a más de dos por un “apártate que paso yo primero”. Eso sin contar los franceses que había matado en los últimos días de los Tercios.

Miró fijamente al posadero, la ira contenida y con un hilo de voz que dejaba salir entre dientes, exclamó.

—¡Ese Esquilache! Ese italiano traidor que tiene sorbido el sentido a nuestro Rey Carlos. Ese miserable masón que si le tuviera delante le ensartaba de una estocada. Ese ruin y judío que quiere acabar con las tradiciones de España. ¡Mal rayo le parta!

El posadero asiente con la cabeza las afirmaciones y apostilla con seguridad.

—Dicen que hay preparada un revuelta en Madrid para echarle por las buenas o por las malas —y al decir esto bajó el tono de voz, como dando a entender que era un secreto.

—Sí ya lo sé; para mañana 23 de marzo. No me extraña. Esas disposiciones suyas de maricón —y al decir esto su tono de voz parecía girar hacia lo burlón adoptando con la mano una pose forzada.

—¡Que si hay que modernizar España! Que si hay mucha inseguridad al caer el sol ¡que hay que poner luces en Madrid! porque nos amparamos en las capas y el gorro de ala ancha para cometer fechorías. Quiere que nuestra Santa Madre Iglesia pague rentas por las tierras. También se ha metido con los jesuitas. Se ha metido con las fiestas. ¿Sabes que quiere hacer plazas de toros y quitarlos de la Plaza Mayor? Y la gota que ha colmado el vaso, ¡lo último! ¡quiere hacernos como los franceses! El muy marrano quiere cortarnos la capa y quitarnos el gorro. ¡Miserable, italiano! nos quiere poner casaca y redingote.

 Levantó sus ojos y dijo: ¡Eso nunca!

En los jardines de Palacio, Diego y su amigo Gonzalo paseaban pesarosos. Diego, el más joven, parece querer explicar lo acontecido.

—Estaba en una taberna de la calle Carneros, un tugurio. Pero dan buen vino y unos torreznos más que aceptables. Venía de la calle Atocha y me encaminaba a Palacio para terminar unos asuntos. Bueno, el caso es que no sé por qué salió la conversación con un parroquiano. Él decía que el Marqués de Esquilache se equivocaba al cortar la capa…

Se hizo un silencio, Diego tragó saliva al recordar. Sus ojos se perdieron en el cielo azul celeste de Madrid. Buscaba las palabras, la oratoria para hacer comprender a su mejor amigo lo que sucedió. Pero por más que lo intentaba era incapaz de ordenar sus ideas. Los nervios le atenazaban.

En la Taberna, el ex capitán Rodrigo Cortés, seguía con su monólogo.

—Estaba allí. Sentado con Juan el panadero. Con su librea limpia —no pudo evitar una mueca de asco—, sus zapatos relucientes… y ese gorro francés. Yo ahí en la barra escuchaba, cada vez más cabreado, con la mano en el estoque —y se tocó la empuñadura de una magnifica espada toledana que colgaba de su cinto.

Una ráfaga de viento frío hizo volver a Diego de sus pensamientos.

—¡Fue el vino!, yo no bebo habitualmente. Tú lo sabes, Gonzalo. Pero el otro día bebí. Y mi lengua siempre cauta y silenciosa, decidió que libre de las ataduras del recelo y la cordura ya era hora de salir, cual pajarillo de su jaula, y decir y hablar y revolotear sin freno. Así que le dije al parroquiano que España era un país de pandereta. Que estaba atrasada, anclada en el pasado feudal, atenazada por la Iglesia y los nobles. Que yo había recorrido Europa entera durante muchos años. Que estábamos en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Que en Europa se hablaba de Rousseau, de Kant, del poder de la razón, de la libertad del individuo, del contrato social, de la necesidad de progreso en la sociedad. Que en Francia conocí a un tal Voltaire, que ha escrito un libro en el que critica la sociedad actual y el poder divino de los Reyes..

Y dicho esto miró a su acompañante buscando una complicidad a sus palabras, un asentimiento a sus creencias.

En la Posada el capitán seguía taciturno con el relato al posadero. De vez en cuando un sonoro trago de vino interrumpía sus palabras, pero rápidamente continuaba..

—Yo,  cuando comenzó a cuestionar a nuestro Rey Carlos, ya estaba dispuesto a ensartarle, pero le dejé continuar con su sarta de mentiras. ¡No te fastidia! Si dijo que un tal Adam Smith, que era inglés o irlandés, no sé, había escrito que la tierra era un producto y que el mercado regula los precios. ¡El mercado! ¿Quién cojones es «el mercado»? Los precios los pone el Concejo y el gremio, y a mayores el Rey. ¡Pero cuando se puso a defender a Esquilache…! —aquí sus ojos centellearon de rabia.

El joven Gonzalo, aturdido, continuaba con la explicación a su amigo.

—Bueno, en un momento dije que el Marqués de Esquilache, sólo había querido modernizar España. Que era un asco Madrid, con sus calles llenas de mierda de caballo y de personas. Que al caer la noche y amparados en esas capas de nazareno, pululan maleantes de la peor calaña dispuestos a matarte por dos maravedís. Que no debemos llevar espadas por la calle, que en Europa, ya nadie viste como en el siglo XVII. Que en París la Reina ha hecho construir un Palacio y unos jardines maravillosos para imitar la naturaleza. Que debemos avanzar con los nuevos tiempos que vienen…

En la posada, el ambiente se cargaba a medida que los vasos de vino eran rellenados y vaciados continuamente, las dos figuras ya eran prácticamente una de lo juntas que estaban.

—Pues bien, Macario —dijo el ex capitán Rodrigo apretando los dientes con rabia— cuando defendió a ese judío italiano de Esquilache, ya no aguanté más, desenfundé la espada y le puse el estoque en la golilla dispuesto a terminar. Y créeme que lo hubiera hecho, pero el muy mamón, sabes, va y me dice que está al servicio en la Corte de su Majestad y que si se me ocurre ensartarle me espera el garrote en la Plaza Mayor. «¡Cobarde!», le grito, «¡no tienes agallas para batirte en duelo!».

Los dos amigos se detienen, uno de ellos coge del brazo al otro y Diego, llegado a ese punto, dice:

—Y cuando me dijo cobarde algo en mi interior se reveló, un impulso irracional. Ilógico. No lo pensé, sólo le contesté mirándole a los ojos, que si a espada o pistola de miguelete. A espada española, me contestó con altanería, mañana a las siete de la tarde cuando el sol se ponga detrás de la Ermita del Santo, junto al rio Manzanares y lleva a un amigo que te sujete en la agonía… me dijo.

Gonzalo le miró con una mezcla de extrañeza y admiración y la verdad le costaba digerir lo que su amigo le estaba exponiendo. Así que claramente y elevando la voz por encima de lo prudente le dijo.

—¡Por supuesto no pensarás ir! Te basta con decírselo al señor Marqués para que mande un piquete de la Guardia Valona y le prendan a ese miserable altanero. No puedes batirte a espada con un matón como ése. Te va a matar.

—No Diego —respondió su amigo— voy a ir, no soy ningún cobarde. No me voy a arrugar ante ese miserable, aunque me cueste la vida.

En la posada de la calle del Carnero, era ya bien pasado el mediodía. El sol todavía sin la fuerza del verano, se escondía pronto dejando a Madrid sumido en las sombras.

El antiguo capitán Rodrigo, ya cargado de vino, y para hacer tiempo hasta la hora del duelo, pensó en dejarse caer por los prostíbulos de la calle de las Huertas que no muy lejos de allí estaban.

Diego por el contrario, una vez citado con su amigo, que como padrino del duelo tendría que acudir con él, pensó que lo mejor era ir a misa primero, para preparar el alma ante Dios por si acaso, y después comió un poco, no fuera que le abandonasen las fuerzas en el momento de batirse.

El duelo

A la hora fijada en el lugar indicado cuatro figuras se recortan contra la pared de la Ermita del Santo en la Pradera de San Isidro. Hace frío. Dos de ellos visten a la antigua. Capa negra larga, que sólo al final deja vislumbrar unos botines negros gastados. Debajo de la capa, ropa sin lustre con polainas a lo manchego, todo el conjunto negro, excepto el salva cuellos, que es de un blanco negruzco. Uno de ellos más grueso que el otro, no lleva espada. Del otro  asoma la punta de su arma por detrás de la capa.

Los otros dos situados a veinte pasos de los anteriores se visten cumpliendo las Disposiciones del Marqués de Esquilache, con capa corta, sombrero a lo francés o de tres picos, chaqueta, que a todas luces se ve de buen paño, y chaquetilla de fino punto holandés. Calzaban buenos zapatos con hebillas relucientes y sin mácula de polvo.

Dos figuras se separan de cada grupo y se acercan el uno al otro. La noche es cerrada ya. A lo lejos se recorta la silueta del Palacio Real. Es una visión rara, pues hasta hace bien poco la oscuridad la envolvía y ahora es visible por las escasamente diez farolas de sebo que el señor Marqués había obligado a instalar a los madrileños.

En el centro de la pared más occidental de la Ermita, se encuentran cara a cara los dos contendientes.

El ex capitán Rodrigo ve por segunda y última vez, y de eso está seguro, al que va a ser su víctima. Sus ojos se encuentran con una cara joven, ojos grandes, labios fijos y una nariz grande que afea un poco el conjunto. Instintivamente baja la mirada y se fija en la mano diestra que reposa en la empuñadura de la espada. Mano sin cortes, sin callos, perfectamente limpia, mano de escribano, sin duda. Sin quererlo, una mueca de satisfacción asoma a su rostro.   

A Diego, por el contrario, le cuesta ver ante quién se encuentra. Ese enorme sombrero negro que le cubre toda la cabeza y casi toda la cara le impide la visión. Tiene el pulso acelerado. Sólo se fija en una enorme cicatriz en el pómulo derecho. Perfectamente dibujada con su línea longitudinal y los puntos dados para cerrarla, más pequeños, que forman pequeñas líneas perpendiculares a la anterior. Al fondo, desde la profundidad más oscura, unos ojos que asemejan dos fuegos, se clavan fijos en el interior de su alma.

El que viste al modo español, espeta a su contrincante no sin cierta chulería.

—¿Bueno vamos a estar así toda la noche, o es que vas a escribir un libro?

Diego, herido en su amor propio, empuña el arma con fuerza, desenvaina y dando un paso atrás enseña el acero a su oponente. Éste hace lo propio, sin quitarse el sombrero, aparta el faldón de la capa, agarra el estoque toledano y desenfunda dispuesto ya a empezar el duelo.

Diego, aprendió esgrima de joven, de modo que se mueve ortodoxamente sobre el suelo. Marca la línea directriz por donde quiere que se mueva su oponente, apoya el peso del cuerpo con fuerza en las piernas ligeramente flexionadas y acomete con un golpe de fondo, intentando clavar más que tajar, ya que sabe es más efectivo.

El capitán Rodrigo para el golpe de su oponente con un giro seco a izquierdas de muñeca.  Su respuesta en un golpe semicircular siguiendo la trayectoria de la parada que busca el cuello de su oponente en el descenso.  Diego finta, rompe dos pasos para poder tener mejor visión y fijar a su contrincante. Le tantea. Es bueno y rápido. Su corazón late con fuerza.

A continuación chocan los filos en un molinete que pretende ser un descanso de la acometida anterior. El capitán, sabedor de su mayor fuerza, acomete con furia a Diego, lanzando una serie de golpes de ataque derecha izquierda rápidos y secos. Diego, se ve sorprendido por la energía de la espada contraria. Recula, cede terreno para poder esquivar mejor los golpes, pero se ve superado pronto y sus paradas no logran detener los envites del arma contraria.

El primer corte lo siente en su brazo izquierdo. No le da importancia, la sangre brota por el tajo que le han dado.

Piensa que es mejor un golpe final, jugárselo el todo por el todo, porque la fortaleza de su oponente le irá minando poco a poco su resistencia.

Se decide por un golpe contundente de derechas que seguido de un pinchazo directo al estómago de su rival terminará la pelea. Levanta el hierro para el envite y en ese momento siente como se le clava en las entrañas con un dolor inhumano el acero de su oponente.

El capitán, curtido en mil duelos, ha  intuido sus intenciones y se ha adelantado con un movimiento profundo, recto, ofensivo y definitivo.

Diego está herido de muerte, suelta la espada y se sujeta con las dos manos la herida, por donde mana la sangre a borbotones. Hinca las rodillas en el suelo, se dobla por el centro, y finalmente cae de lado en posición fetal.

Su amigo Gonzalo corre a socorrerle. Cuando llega a donde está su cuerpo lo único que puede hacer es asistirle en la muerte. Reza y le consuela. Sujeta la cabeza del joven contra su pecho y llora, llora amargamente mientras el alma de Diego se escapa del cuerpo.

El capitán Rodrigo se queda mirando la escena. Siempre tiene la misma sensación después de haber matado a alguien. Es una mezcla de curiosidad, misericordia, ira y desdén. Siempre se excusa con lo mismo y para sus adentros piensa: “se lo ha buscado”. Como si hubiera una justicia divina ante la cual tiene que justificar sus actos.

El desenlace

La sangre de Diego regaba la Pradera del Santo en un charco espeso cuando el ex capitán Rodrigo, una vez pasado su minuto de reflexión sobre el sentido de la vida, giró y dando la espalda al cadáver del que había sido su oponente dijo:

—Vamos Macario, aquí ya no tenemos nada que hacer.

Y acto seguido envainó la espada, miró hacia el posadero, éste asintió y ambas figuras envueltas en sus capas se  encaminaron de vuelta a la Posada. Paso firme y decidido.

A medida que se alejaban, el llanto desgarrador de Gonzalo se perdía en la noche madrileña teñida de dolor.

—Bueno Macario, estoy pensando en tomarme unas jarras de vino con unos torreznos, que esto de liquidar masones da hambre y sed —masculla el capitán en tono un poco más alto de lo deseable.

El posadero asiente, y mira al suelo queriendo descargarse la culpa que siente en su corazón.

Su conversación da un giro hacia lo banal, lo intranscendente, hacia los tiempos de los Tercios, las batallas contra los franceses, de cuando España era dueña de Europa.

Acaban la cuesta que termina en la calle Toledo.

Llegan casi al final de su paseo cuando al doblar la calle Toledo se dan de bruces con un Piquete de la Guardia Valona que hacía su ronda nocturna.

—¡Alto en nombre del Rey! —le espeta el capitán del piquete a los dos paseantes.

Estos se detienen, e instintivamente el capitán Rodrigo hecha mano de la empuñadura todavía caliente de su espada.

—¡Están contraviniendo las Disposiciones del señor Marqués de Esquilache en su vestimenta! ¡Pasadas las seis de la tarde no se puede usar la capa y el gorro de ala ancha! —grita el capitán seguro de su poder—. ¡Tendrán que acompañarme!

La sangre todavía fresca en el filo del acero delataba su acción, y además su temperamento no estaba del todo asentado después del duelo; de modo que el capitán Rodrigo no iba a dejarse atrapar fácilmente por ese extranjero y sus bisoños acompañantes.

Instintivamente desenfunda de nuevo la espada para asaetear a ese capitán fanfarrón. La esgrime con rabia, la voltea para abalanzarse de nuevo, cuando la lanza de un guardia lo atraviesa de lado a lado.

 Le parte el pecho y le quita la vida en un instante.

No quedó nada; los ojos blancos denotaban que allí terminó su existencia. Su cuerpo ensartado cayó cuando el capitán Rodrigo fue atravesado por el guardia Valón.

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El posadero solo pudo asistirle en el último suspiro y darle el consuelo a la vez que maldecía a los piqueteros. Éstos, una vez acabado el corto enfrentamiento y temerosos de que los gritos del posadero encendieran los ánimos de los vecinos, se alejaron de la escena del crimen y rápidamente se encaminaron hacia el Palacio Real.

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Comentarios

  1. Eugintonic dice:

    NOTA DEL AUTOR: Es un hecho contrastado que el comienzo de la revuelta que acabó con el Marqués de Esquilache el día 23 de marzo de 1766 comenzó con la muerte de un madrileño en un enfrentamiento con la Guardia Valona.

Los comentarios están cerrados.