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El Medievo (por el Medievo)

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Hola. No sé si me conoces pero seguro que has oído hablar de mí. Llevo muchos siglos a cuestas, soy todo un veterano de la Historia. No me extraña que te cueste ponerme cara, siempre he tenido mala prensa. Desde el principio las cosas empezaron torcidas y de hecho, al final, me bautizaron con un apellido vulgar. Así es, soy la Edad Media. Aunque prefiero que me llamen el Medievo, simplemente por ser un nombre más distinguido. Sí, yo debía ser el que estaba en medio, yo debía ser el que estorbaba, el antipático. Incluso hay sabihondos que me descalifican como una época oscura. Pamplinas. Es difícil destacar cuando compites con los elogios unánimes hacia la Edad Clásica y los desplantes que te montan tus herederos del Renacimiento y la Edad Moderna. Hay cosas con las que no puedes luchar. Pero nadie me puede discutir que a mí también me tocó ser, mientras estaba al mando, la Edad Contemporánea de mi tiempo y creo que no salió del todo mal. Mis contemporáneos vivían de forma auténtica y tenían los mismos anhelos y preocupaciones que cualquier hombre de otra época: deseos de prosperar y miedo al futuro. La diferencia es que me tocó lidiar con muchos asuntos difíciles y no siempre salimos bien parados. Pero aquí estoy yo, para aclarar todas las habladurías y ofrecer algo de luz sobre mi trabajo.

Y vaya trabajo. Más de mil años de Edad Media, desde la Alta hasta la Baja, como jefe de operaciones. Siglo arriba, siglo abajo, más del doble que mis sucesores juntos, para que luego digan. Cualquier primerizo esperaría un relevo cómodo o una transición pacífica. Pues nada, tranquilo, para estrenarte te ofrecen el declive de todo un Imperio. Está comprobado, en todas las historias queda muy lograda la caída de Roma, muy épica y decadente, pero hay que estar ahí para resolver todo el asunto. No está mal para empezar, debutando con un público exigente. Pero bueno, al fin y al cabo se veía venir. El que te invadan unos pueblos supuestamente «bárbaros» suponía simplemente que los romanos bebieran de su propia medicina. A partir de ahí, tampoco es que todo fuese absolutamente traumático. Cambia al César o al Emperador de turno por un rey y no vas a notar mucha diferencia. Y cambia las provincias romanas por reinos. Y para de contar. La estructura de poder se transmutó y se adaptó a las tradiciones de los nuevos pueblos regentes. La política iba a ser igual que antes, excepto por un actor inesperado. Seguro que ya lo has adivinado, como diría aquel… «con la Iglesia hemos topado, Sancho».

Mucho se me ha criticado por el poder e influencia que llegó a conquistar la Iglesia cristiana en mi época. Pero qué quieres, si deseas que una institución triunfe y permanezca en el tiempo ha de sostenerse sobre cimientos fuertes. A alguien le tenía que encargar el ocuparse de todo el caos que dejaron atrás los romanos y que le diese un sentido a la nueva sociedad que estaba surgiendo. Por eso a la Iglesia yo la veo como la primera gran corporación global de la Historia. En todas partes y al servicio de todo el mundo. Sacándole todo el partido posible a la vida e imagen de un hombre humilde de Nazareth. A eso yo lo llamo rentabilidad. En serio, con tanto poder acumulado llegó un punto en que no tenían oposición pero es que si tenías delante al mayor grupo de presión del mundo era preferible no hacerles enfadar. Yo creo que la Iglesia vino a llenar un vacío emocional en los hombres. Y quizá también se aprovechó de su ignorancia, no te digo lo contrario, pero tampoco es que los griegos y los romanos alfabetizaran a toda su población. Y sus mitos y dioses, vale que fueran muy llamativos, pero hay que tener poca cabeza para tenerles miedo. En definitiva, para que toda la maquinaria de la Iglesia funcionase había que esmerarse en dos aspectos que son fundamentales para cualquier gran institución: su imagen y su personal.

La imagen, en cualquier civilización, la representa el Arte. Y el Arte, para entendernos, es como el departamento de relaciones públicas en una sociedad. Puede funcionar como propaganda política y religiosa, como entretenimiento para el pueblo, como forma de expresión de una corriente de creadores. En mi época, el Arte tenía un sentido muy práctico. Me explico. No digo que no admire la cultura de otras eras. No teníamos superestrellas como en el Renacimiento, nada de grandes egos que pasasen a la Historia simplemente por copiar los cánones clásicos. La nuestra no era una época de artistas sino de artesanos. Creábamos obras funcionales y de sobria majestuosidad. No se buscaba que el espectador admirase las obras como arte virtuoso sino que se sintiera empequeñecido por su contemplación. Que cualquier hombre que presenciase una misa se sintiera abrumado por todas las sensaciones posibles: el intenso olor del incienso, la brillante luz que se filtraba por las vidrieras, la gravedad de la entonación de los salmos en latín, la planta románica simbolizando la cruz, el Pantocrátor como icono definitivo. Eso era un espectáculo audiovisual inigualable. Incluso intentamos elevarnos para arañar el cielo con los pináculos de las catedrales góticas. Lo gótico nunca pasará de moda, está comprobado.

Como dije antes, el otro gran pilar para asentar el poder eclesiástico era su personal. Los más sacrificados, los verdaderos notarios y funcionarios de la Iglesia eran los monjes. Sobre ellos recayó la responsabilidad de ser los albaceas de toda la sabiduría occidental. Tristes y silenciosos, de acuerdo, pero su famoso ora et labora era de una eficacia sublime. Nadie les agradecerá su minuciosa labor de traducción y conservación de los textos latinos y griegos. Quizá alguno tachase alguna cosa, quizá en el tintero se olvidase algún asunto polémico o incómodo. Como todo en la doctrina de la Iglesia ha habido polémica. Pero es lo que pasa cuando tienes que interpretar la vida en base a un credo que está dando sus primeros pasos. El eclesiástico tenía que imaginar el mundo distinguiendo de forma absoluta el bien y el mal. Sin medias tintas, ambigüedades, zonas grises ni nada parecido. Y tampoco es que la Biblia sea un manual de instrucciones detallado. Al final, como siempre, el que tuviera más influencia aprovecharía las lagunas para usarlas a su favor. Pero lo fundamental era que todos los eclesiásticos se sintieran parte de una misma comunidad. Y así, piedra a piedra, se fue improvisando una estructura para la Iglesia. Una especie de Estado dentro del Estado. Perdón, un reino dentro de todos los reinos. Una organización jerárquica que iba desde el Papa hasta el último novicio. Asumiendo como propias competencias de cultura, desarrollo urbano, educación, economía y seguridad. Aunque, más que de seguridad, he de admitir que se trataba de represión. Vale, ese es un tema espinoso, la mancha de la Inquisición no me la voy a quitar nunca. Pero, chico, como si ningún régimen en la Historia no hubiera tenido su propia policía política…

El tema de la política, como siempre en toda la Historia, hay que ligarlo a la guerra. Luchas por intereses y luchas por el territorio, no hay que engañarse. El Papa y Saladino, como cualesquiera gobernantes, sólo querían expandir su influencia de poder y conservar la cabeza en el intento. Y, a menor escala, estaban los señores feudales a los que se les quedaban pequeños sus castillos. Los combates eran de verdad. Sofocantes asedios, luchas cuerpo a cuerpo. Máquinas de guerra movidas por decenas de hombres derribando las murallas de una fortaleza. Torreones escupiendo flechas y fuego. A ver en qué época te resisten una guerra de cien años. ¿Que si las Cruzadas eran una mentira? De acuerdo, al final consistían en una panda de mercenarios que luchaban en tierras lejanas para mayor gloria de sus gobernantes y por razones que poco concernían al ciudadano corriente. Vale, mea culpa, pero eso de conquistar, someter y colonizar pueblos remotos es una costumbre heredada que no ha dejado de practicarse en los siglos posteriores. No voy a señalar con el dedo, no soy una época rencorosa.

Hablando de fuerzas del orden, hay que tocar el tema de los caballeros. Otro gran cliché de la Edad Media. Caracterizados como románticos solitarios por unos, como descerebrados y crueles salvajes por otros. Ni una cosa ni la otra. Los caballeros eran unos profesionales más. Su trabajo era el combate, punto. ¿Que eran crueles y bárbaros? Quizá, pero poca delicadeza le puedes pedir a un hombre con un mandoble y una maza. ¿Y la gallardía y la caballerosidad? Pues no sé de dónde habrá salido esa imagen idealizada. En realidad, los torneos y las justas tenían poco de nobleza y honor. En ellos los guerreros pulían su destreza y entrenaban sus habilidades, la única oportunidad en tiempos de paz de medir sus fuerzas. Y la fuerza, empuñando espadas y lanzas, se demostraba derramando sangre. ¿Qué esperas de hombres rudos y con armas en la mano? Claro que había damas y alardes y prendas en las lanzas. Eran auténticos eventos deportivos y sociales para retarse, exhibirse ante las mujeres e incluso resolver rencillas personales a muerte. No me extraña que incluso la Iglesia condenase la supuesta indecencia de estos torneos. Pero con la boca pequeña, que a las Cruzadas no querían que acudieran precisamente enclenques. Los caballeros eran, en definitiva, uno de los tres vértices fundamentales del perfecto triangulo social medieval: los que rezan, los que combaten y los que trabajan. Vamos a echar un vistazo a estos últimos.

Mis contemporáneos sabían a lo que se dedicaban. Mi época tenía oficios para cualquiera. Campesinos que trabajaban el campo. Artesanos, herreros, carpinteros, lo que necesitases en la ciudad. Trovadores animando las calles. Mercaderes que vendían su género por un justiprecio. ¿Qué te ofrecen otras épocas? Únicamente esclavos y burgueses. Silencio, que no exagero nada. Las condiciones de trabajo podían ser durísimas pero la esclavitud nunca fue la norma en mi época. Teníamos el vasallaje que era un trato pactado entre el señor y el campesino. Teníamos el diezmo. Teníamos también situaciones peculiares como el derecho de pernada, pero al final cada uno sabía cuál era su función. Y los burgueses, ¿qué eran?, ¿a qué se dedicaban? Nunca lo he sabido. Yo lo que tenía eran hombres y mujeres que sabían muy bien lo que tenían que hacer. Tenían una labor concreta, no eran una «clase media» cualquiera. Es cierto que fueron apareciendo los burgueses al final de mi época, pero siempre me ha gustado identificar a mi población con una actividad, no con una clase social. Con suerte, incluso un individuo podía desarrollar una carrera ambiciosa. Lo demostraré con un ejemplo ilustrativo del que me siento orgulloso.

La vida de Pietro el Veronés, un mercader. Pietro nació en una familia de humildes campesinos y desde pequeño tuvo que emplearse en las tareas del campo. Era laborioso en la tierra, cuidaba con esmero a los animales y era muy diestro con cualquier instrumento. Esto lo aprovechó su padre para encargarle el curtimiento de las pieles y el tratamiento del cuero. Su señor quedó muy satisfecho con las calzas y las botas que Pietro confeccionó para él y autorizó a la familia a vender el resto de su producción en los mercados de la ciudad. Pietro, montado en un carro tirado por un burro, se encargó de transportar y vender la mercancía en el mercado todos los días. Cerca del monasterio hizo tratos con los monjes a cambio de carne y legumbres; con algunos hizo amistad y le enseñaron a leer. En los banquetes y celebraciones populares conoció a otros mercaderes importantes y le hablaron de las rutas más transitadas del comercio. Empezó a hacer tratos a cambio de monedas y su carro empezó a llenarse de telas y especias muy apreciadas. Y sus pasos le llevaron hasta ciudades y puertos más lejanos. En Venecia se percató de que el mar era la ruta más ambiciosa y que la mercancía de Oriente era la más apreciada. Un trato con un judío converso le ayudó a pagar su primer viaje en barco. Navegó hasta las remotas tierras árabes donde la hospitalidad y costumbres de sus gentes lo asombraron. El Veronés aprendió su lengua y acabó siendo estimado y apreciado por ser justo en los negocios. Volvió a su ciudad donde alcanzó una merecida fama y fortuna. Sin embargo, las envidias de unos pocos provocaron que fuera denunciado por herejía ante la Inquisición por sellar contratos con paganos y con infieles musulmanes. Pero los monasterios e iglesias de la zona habían comprado grandes cantidades de incienso oriental a Pietro y sus túnicas eran las mejores bordadas por sus artesanos. Hasta las cofradías de Verona intercedieron por él. Fue absuelto y sus negocios se multiplicaron con otros señores y altas autoridades. Contrató soldados para proteger sus rutas por tierra y por mar. Compró unas fértiles tierras de labranza en la Toscana. Y al final, acudió a una audiencia en la corte para que el rey le concediera un título. Todo un hombre hecho a sí mismo. Bueno, he de reconocer que es una historia harto improbable. La sociedad medieval se encontraba lejos de ser perfecta. La intolerancia, el miedo, las supersticiones y los abusos también campaban a sus anchas. Me imagino el ejemplo contrario. Que Pietro naciera en un castillo, en una familia noble. Pero con el estigma de ser tullido y con deformidades en la cara. El niño sería repudiado por los padres y abandonado cerca del monasterio. Lo consideraban un engendro del Diablo. Los monjes lo cuidarían con resignación pero cuando creciera le asignarían las tareas más ingratas. Lo maltratarían y lo humillarían y no lo echarían de menos cuando se escapase de los muros del monasterio. Pietro el Lisiado malviviría en las calles de la ciudad robando y pidiendo limosna. Algún alma cristiana le daría alguna moneda por caridad pero otras lo marginarían por considerar que Dios lo había castigado. Sus supersticiosos vecinos le negarían cualquier trabajo y sólo subsistiría por el dinero que ganase en fiestas y festivales como juglar. Los eclesiásticos lo castigarían más de una vez por blasfemia. Moriría de pulmonía una noche tras huir de una pelea en una taberna, desnudo y borracho en pleno invierno, cerca de las murallas de la ciudad. Es una historia triste pero más cercana a la realidad.

Tengo que admitir que muchos avances sociales se fueron al garete por diversas circunstancias. La devastación de las guerras, el abuso de poder de algunos señores y sobre todo la peste. La Peste Negra es de las peores cosas con las que he tenido que tratar. Un imprevisto durísimo y que casi me obliga a echar el cierre y a empezar de cero. Nuestros siglos nos costó volver a arrancar y para entonces mi tiempo prácticamente había terminado.

En resumen, así era mi vida. La vida en el Medievo. Éste era el espíritu de mi tiempo. Tranquilo, conservador. Mi mundo evolucionaba lentamente, con calma. Fue la era del latín, del incienso y de los escudos heráldicos. No era la mejor de las vidas ni la más pacífica, pero no puedes exigir a nadie el paraíso. Las cosas podrían haber sido de otra forma, es cierto. Pero, amigo, no hubiera sido la Edad Media.

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Comentarios

  1. marcosblue dice:

    Mi querido Rober, a pesar de que te has despistado un tanto en el relato, no me deja de maravillar tu ingenuidad; a este personaje tuyo de El Medievo dan ganas de invitarle a un café y darle dos palmaditas en la espalda. Eres un tipo desaprovechado, guardas una potencialidad económica asombrosa: Si hiciéramos peluches de El Medievo, nos forrábamos. Eres mi ídolo, tío.

  2. laquintaelementa dice:

    Levast, con ese nombre tan medieval no puedo dejar de imaginarte como una suerte de abuelo Cebolleta contando estas historias a tus nietos. Me encantan las apostillas que hace parecer al Medievo que está en el escenario del Club de la Comedia, como si no hubiera roto un plato. 😛

    Muy ingenioso el punto de vista narrativo y la idea de la personificación 🙂

    Pero no me vas a convencer de que fue «traquilo», jejejejejeje.

  3. SonderK dice:

    «el intenso olor del incienso, la brillante luz que se filtraba por las vidrieras, la gravedad de la entonación de los salmos en latín, la planta románica simbolizando la cruz, el Pantocrátor como icono definitivo. Eso era un espectáculo audiovisual inigualable»

    Me ha recordado un concierto!! jaja, relato muy original, la verdad es que aunque has pasado por el medievo de puntillas, se degusta amablemente.

  4. Juan Sanmartin dice:

    Un punto de partida curioso y estimulante. Desde luego que en muchos aspectos el Medievo fue una época oscura, pero todas han tenido y tienen su propia barbarie y ya era hora que alguien actuase como abogado del diablo y no como simple notario. Además que sin el Medievo no hubiera existido el Renacimiento. Otra cosa que me ha gustado mucho ha sido la doble historia de Pietro. Tienes imaginación y sabes usarla.

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