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El extraño caso de Angélica Gaetani

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No había vuelto a tener noticias de Angélica desde finales de junio.

Estábamos a mediados de noviembre, plenamente integrados en el nuevo curso, y cada día que pasaba las posibilidades de un hipotético reencuentro con mi antigua compañera iban siendo más escasas. Nadie sabía a ciencia cierta la causa de su ausencia y las respuestas de quienes podían aportar algo de luz sobre el tema, amigos o profesores, no pasaban de ser, en el mejor de los casos, breves y forzadas, cuando no simples evasivas que dejaban traslucir una extraña incomodidad. Lo único que conseguí averiguar fue que, en fecha relativamente reciente, se había matriculado para el presente curso como en años anteriores, perdiéndose a partir de ese momento todo rastro de su paso por la tierra. Era como si se hubiese evaporado; no estaba en su antigua dirección, ni contestaba a los reiterados mensajes y llamadas de los responsables del centro, hechos que por sí solos me sumieron en el más completo desconcierto. Aquella forma de actuar no encajaba con la forma de proceder de Angélica, al menos con la Angélica que yo presumía conocer.

No obstante el enorme vacío dejado por su desaparición, poco a poco, con el paso de las semanas y los efectos anestésicos de la costumbre, fui habituándome al nuevo orden impuesto por la rutina. Y aunque estaba convencido de no ser el único en lamentar esta circunstancia, a partir de no sé que momento, un espeso manto de silencio envolvió su nombre y cuanto la rodeaba. Mirar hacia adelante y echar siete candados al arcón de los recuerdos, parecía ser el pacto que todos, tácitamente, habíamos acordado suscribir.

Por eso, cuando aquella mañana, Sara me comentó que la había visto mientras salía de un portal, y que incluso habían mantenido una pequeña conversación, ya no pude pensar en otra cosa que volver a verla.

***

Abordé a Sara nada más salir de clase. Por la expresión de su rostro deduje que se aprestaba a escucharme con cierta resignación, tanto por el inminente interrogatorio al que esperaba ser sometida, como por la inconveniencia de haberme hecho partícipe de su secreto.

—Sara, necesito que me lo cuentes todo, hasta el más mínimo detalle.

—¿Todo? ¿Qué entiendes por todo? ¿Cómo iba vestida, si continúa llevando el pelo largo? Mira, no sé qué idea te habrás hecho, pero sólo fue un momento, apenas cinco minutos.

—Bueno, pero de algo hablaríais. Me imagino que le preguntarías por qué abandonó el nuevo curso antes de comenzarlo.

—Está bien, te contaré como fue, no me llevará mucho tiempo. Aunque te advierto que la información no te saldrá gratis; esas cosas tienen su precio —concedió Sara con una sonrisa maliciosa, adoptando un cambio radical de estrategia.

—Sara, por favor, esto es serio.

—Sí, claro… cualquier cosa que tenga que ver con Angélica lo es.

—Venga, Sara, no es el momento de ponerse celosa.

—No, no son celos. Tampoco niego que antes no los tuviera, pero ya no —el rostro y la voz de Sara adquirieron un aire y un tono inesperadamente sinceros—. Con el tiempo he ido aceptando las cosas como son. La cuestión no es que todos los hombres, tarde o temprano, sucumbieran a sus encantos, sino si existía alguna posibilidad de escapar a ellos. Y no, no la había; la única forma de hacerlo era estar ciego. A veces, pocas gracias a Dios, se encuentran personas que son como esas fuerzas de la naturaleza que arrasan cuanto se pone en su camino, seres que destacan en medio de la mediocridad general; son bellos, inteligentes, divertidos… Pero en el caso de Angélica he comprobado que además es una buena persona, leal y generosa, alguien incapaz de hacer daño a propósito. En fin, aunque esté bien reconocer estas cosas, no por eso el mundo deja de estar muy mal repartido.

—Sí, en eso tienes razón. Pero ahora cuéntame: ¿qué fue lo que te dijo Angélica?, ¿por qué desapareció de esa forma?

—Verás, como ya te he dicho antes, apenas hablamos unos minutos y hubo cosas que no me quedaron muy claras. Me dijo que se había tomado algo así como un año sabático, un tiempo para reordenar sus ideas y enfocar de forma diferente el futuro. Algo que me sorprendió bastante, porque siempre me pareció una persona muy segura de sí misma y de lo que quería hacer en la vida. Y puede que sólo sea una impresión personal, pero creo que volver a la escuela no forma parte de sus planes. También me llamó la atención su aspecto. Está más delgada y más pálida, como si no durmiese bien o arrastrase alguna dolencia física. Es posible que se diera cuenta de lo que estaba pensando porque puso mucho interés en asegurarme que se encontraba perfectamente. Casi tanto como en pedirme que no le dijera a nadie dónde nos habíamos visto.

—¿Y no te parece todo eso muy raro? A mí sí. Y sea lo que sea estoy dispuesto a descubrirlo. Pero para ello necesito que me des su dirección.

—No sé, qué quieres que te diga. Si no desea volver a la escuela ni que sepamos nada de ella, no tenemos ningún derecho a cuestionar sus decisiones. Ya es mayor de edad.

—Pero, ¿no te das cuenta de que necesita ayuda? Es posible que ni ella misma sea consciente de su situación, o no quiera admitirlo, pero hay algo que no marcha bien. ¿Por qué si no ese empeño en ocultarse? Mira, si me hubieras dicho que te la encontraste patinando en el Retiro o, no sé… agitando una pancarta en una manifestación, me sentiría más tranquilo. El aspecto físico de una persona que practica el deporte habitualmente no se corresponde con el que me has descrito. Sara, por favor, sólo necesito hablar una vez con ella.

—Lo siento, no puedo hacerlo porque le di mi palabra de que no facilitaría su dirección a nadie —Sara hizo una pausa sin dejar de mirarme fijamente—. Claro que también puedo señalar una zona en el plano y ayudarte de esa forma sin traicionar mi promesa. ¿Qué me dices? ¿Estás de acuerdo?

Asentí con un movimiento de cabeza. Mi infalible instinto me aseguraba que aquella mínima concesión era lo único que podría obtener de ella.

***

Armado con un plano de Madrid —en el que el círculo rojo dibujado por Sara acotaba buena parte de los barrios de Latina, Antón Martín y Embajadores— y la fe de un converso, inicié la infructuosa búsqueda de Angélica, robándole horas a los días y a las obligaciones que como alumno de la Escuela Superior de Arte me correspondían. Ello me valió el reproche de algunos de mis profesores, sorprendidos por la inconsistencia de mis últimos trabajos, muy distintos de otros anteriores, en los que el cuidado en los detalles y la extensa tarea de documentación constituían algo así como sus señas de identidad. Aunque herido en mi orgullo, tales críticas no me hicieron desistir en mi empeño.

Proseguí pues inspeccionando el terreno. Durante aquellas escapadas recorrí numerosas calles y plazas, mientras escenificaba en mi imaginación el esperado reencuentro con Angélica. Cada nombre era una nueva oportunidad, una puerta que se abría, una posible victoria sobre la fortuna adversa. Bien es verdad que algunos de estos nombres despertaban mi interés más que otros, ya fuese por su significado poético o por su especial sonoridad, y que mi entusiasmo aumentaba o decrecía según tan aleatoria circunstancia. Pura estética, lo reconozco. Pero era más probable, pensé, que una persona como ella residiera en la calle de la Primavera que en la de Sombrerete, o la del Oso. Más adelante introduje alguna variante en mi investigación, esta vez aplicando cálculos cabalísticos —cada calle tenía asignado un número, susceptible de ser combinado de múltiples formas— que no obstante arrojaron el mismo resultado.

Al final Sara debió apiadarse de mí. Una tarde, mientras contemplaba absorto el famoso plano, me lo arrebató de las manos y sin mediar palabra trazó una línea recta entre dos manzanas de casas. Con ello quedaba despejado el camino de un buen número de obstáculos.

Pasé todavía algún tiempo apostado en las esquinas, espiando el ir y venir de los transeúntes, intentando sorprender su silueta en una ventana, cuando no buscando directamente su nombre en los buzones, a sabiendas de que si había decidido desaparecer, no tenía mucho sentido que acreditara su presencia de ese modo. Sin embargo la vida está llena de incongruencias y sorpresas y un buen día, a media mañana, descubrí una sencilla cartulina en la que figuraba, escrita a mano, la anhelada inscripción: Angélica Gaetani. Al instante me pregunté qué la había impulsado a dejar aquella nota y arriesgarse así a desvelar su paradero, pero no encontré una respuesta convincente. Hubiese bastado pedirle al portero que le guardara la correspondencia.

Fue precisamente el guardián de la finca, un hombre de aspecto taciturno, con las mejillas surcadas por dos profundas arrugas, quien interrumpió el curso de mis reflexiones.

—¿Busca usted a alguien?

—Sí: a la señorita Angélica. Soy un compañero de clase.

—Ha salido, hará una media hora —respondió aquel hombre con sequedad, tal vez un poco sorprendido por la firmeza de mi respuesta.

—¿Sabe dónde puedo encontrarla?

—Está en el cementerio de la Almudena, en el entierro de una joven que vivía por aquí cerca. Pero no puedo decirle más, no sé cómo se llamaba la difunta.

—Es igual; muchas gracias por la información.

Tomé el metro hasta las cercanías del cementerio y una vez en él me di cuenta de lo difícil que sería encontrar el lugar de las exequias con tal escasez de datos. Ni siquiera la palabra «joven» me serviría de gran cosa ya que, como he comprobado muchas veces, ésta suele estar sometida a interpretaciones muy diversas. Le pregunté dónde podría tener lugar la ceremonia a un hombre con aspecto de enterrador, y éste me informó que lo más seguro es que hubiese sido incinerada, por lo cual debía trasladarme a otra parte del cementerio que él me indicaría. Después de caminar en aquella dirección unos veinte minutos —como la mayoría de los madrileños sabe, la necrópolis de la Almudena es muy extensa— conseguí llegar a mi destino en el momento en que varios grupos de personas intercambiaban abrazos y condolencias.

Tardé un poco en descubrir la figura de Angélica entre el resto de personas que la rodeaban, a pesar del poderoso magnetismo que irradiaba su personalidad. Era cierto que estaba más delgada y más pálida, como despojada de la avasalladora energía que exhibiera tan sólo unos meses atrás, pero había algo que permanecía intacto: un atractivo que iba más allá de unos rasgos hermosos o de un cuerpo perfecto, una especie de luminosidad que emanaba de su interior y que parecía envolverla como una aura protectora. Al verme esbozó un gesto de sorpresa, pero enseguida se acercó hasta mí.

—¿Cómo has sabido que estaría aquí? Bueno, no sé por qué te hago esa pregunta, tarde o temprano tenía que ocurrir. Lo supe nada más despedirme de Sara.

—Por favor, no seas injusta con ella. Me facilitó algunas pistas pero no tu dirección; encontrarte ha sido trabajo mío. Y me ha costado mucho, no creas.

Mientras intercambiábamos estas palabras, observé que un hombre de elevada estatura y aspecto distinguido, enfundado en un largo abrigo de piel, nos miraba discretamente a pocos metros de distancia. Angélica giró el rostro hacia donde se encontraba el desconocido y éste, como si hubiera estado esperando aquel gesto, se aproximó hasta nosotros.

—Este es el profesor Transilvanus, que ha tenido la amabilidad de acompañarme en unos momentos tan duros —dijo Angélica mientras aquel hombre y yo esbozábamos un saludo sin palabras—. Aunque apenas tuve la suerte de tratarla unos meses —prosiguió—, Laura era el ser más bondadoso y sensible que he conocido, un verdadero ángel. Cuando suceden cosas así, te quedas como vacía, sin saber qué hacer ni qué decir. Llena de dolor y de rabia.

—Lo siento mucho, Angélica. Tal vez no haya hecho bien en venir aquí.

—No, no, al contrario; es precisamente en estos momentos cuando más se agradece la presencia de los amigos.

Sólo unos instantes más tarde la comitiva empezó a disgregarse en pequeños grupos. Antes de abandonar aquel lugar Angélica saludó a un par de personas y luego los tres nos encaminamos hacia la salida —una travesía interminable en medio de árboles desnudos y pequeños túmulos de hojas muertas—. Una vez ya fuera del cementerio, me ofrecí a acompañar a Angélica y al doctor Transilvanus de regreso a casa. El doctor se excusó, dado que, según sus palabras —ni el menor acento revelaba su más que probable origen extranjero—, tenía una cita ineludible. No sé por qué, pero conforme aquel caballero de modales aristocráticos y anticuados se alejaba, empecé a experimentar una reconfortante sensación de alivio, igual que si el sol ahuyentara las nubes, algo muy raro, para lo que no logré encontrar una explicación racional. Como era de esperar en tales circunstancias, Angélica y yo apenas intercambiamos unas pocas frases durante el trayecto de vuelta. Imaginé que, después de tantas emociones, desearía estar sola. Por ello me sorprendió mucho que me invitara a pasar, cuando, ya a la puerta de su casa, me disponía a marcharme.

Encendió una luz en la entrada y pasamos al salón. Este tenía las cortinas echadas, de forma que apenas se distinguía el resto del mobiliario: un tresillo, una mesita y unas estanterías. Lo que más me llamó la atención fue la ausencia de cuadros en las paredes o en cualquier otra parte del cuarto, y sólo la presencia de unos pinceles, agavillados en un tarro, atestiguaban que nos encontrábamos en el hipotético estudio de una pintora. Angélica descorrió un poco las cortinas y una débil claridad iluminó la estancia.

—Me gusta estar así… últimamente no soporto la luz. Espero que no te moleste.

—No, no molesta, es agradable —afirmé—. Verás, son muchas las preguntas que quisiera hacerte, aunque reconozco que éste no sea el momento más oportuno. Sí me gustaría saber, al margen del dolor por la pérdida de tu amiga, cómo te encuentras.

—Bien, estoy bien. En paz.

—¿No vas a volver entonces?

—Por ahora no. Pensarás que soy una desagradecida por haberme olvidado de la escuela y de los compañeros, pero eso no es del todo cierto. Muchas veces me acuerdo de vosotros.

—Está bien que nos recuerdes, pero eso no es lo importante. Dime: ¿por qué has dejado de pintar? No veo el menor rastro de tu trabajo por ninguna parte.

—Pues ahí te equivocas; sigo pintando. Constantemente. Es sólo que no materializo mis ideas.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no pasas de imaginar tus cuadros?

—Exactamente. No resulta fácil de explicar, pero ya no siento la necesidad que antes tenía de plasmar en un lienzo lo que siento. Y no creas que por ello mis nuevas obras requieren menos trabajo. Soy muy meticulosa y visualizo hasta el último detalle. Pero me gustaría que dejásemos eso ahora; hablar de mí es una tarea que me aburre. Mejor cuéntame cómo te va, qué proyectos tienes. ¿Sigues con el ensayo que estabas escribiendo sobre aquellos pintores rusos ambulantes? ¿Cómo se llamaban? ¿Los perniki? Ah, nunca consigo recordar el nombre.

—Los peredvízhniki. Sí, ahí sigo, acumulando más y más información, tanto de ellos como del tiempo que les tocó en suerte. Una época bastante más difícil que la nuestra, en la que debieron  afrontar unas condiciones de vida muy duras. Eso es algo que se ve con bastante claridad en sus obras, sobre todo en los autorretratos. Hay uno de Víctor Vatnesov, de 1873, que a mí me resulta revelador. El artista, que en esa fecha apenas cuenta veinticinco años, aparece como si fuese mucho mayor de lo que en realidad es. Basta una mirada al cuadro para percibir la fatiga del autor, esa madurez anticipada, forzada por la necesidad. Todo ello en medio de un ambiente represivo y provinciano. Lo que más me admira de estos pintores es cómo, a pesar de tales circunstancias, consiguieron desplegar una fantasía tan desbordante, transformar el bárbaro primitivismo de la mitología y el folklore local en algo verdaderamente atractivo mediante la belleza de sus ilustraciones. Aunque mi debilidad, te confieso, son los paisajes de Isaac Levitan, esos espacios abiertos, infinitos, ese colorido… Perdóname, pero cuando empiezo con el tema ya no sé cómo parar.

—No, por favor, continúa.

Iba a seguir disertando sobre aquellos artistas que llevaron sus pinturas fuera de los museos hasta los más remotos pueblos y aldeas de la Rusia zarista, cuando reparé en una lámina que colgaba en un rincón y que no había visto en un primer momento. En ella figuraban tres personajes muy extraños sentados alrededor una mesa, uno frente al espectador y los otros dos de perfil, a izquierda y derecha. Mediante unas pajas muy largas extraían el jugo a unas cerezas, una sandía y un tomate, respectivamente. Había también un plato de fresas. Aquellos seres, enfundados en unos trajes de color ocre dorado, tocados con sombreros de los que parecían salir unas alas extrañas, componían uno de los conjuntos más curiosos y estrafalarios que había visto nunca.

—Veo que te ha llamado la atención esa lámina —intervino Angélica—. Es una reproducción de un cuadro de Remedios Varo, una pintora española exiliada en Méjico, titulado Vampiros vegetarianos. Me la regaló el doctor Transilvanus hace poco. ¿Qué te parece esa exaltación del rojo? ¿Y la idea no la encuentras divertida?

—Desde luego; nunca antes había visto tratar el tema de una forma tan original.

***

¿Qué te ha ocurrido Angélica, qué fue de tu vitalidad, de tu lozanía, de tu entusiasmo?, no cesaba de preguntarme de regreso a casa, abrumado por una amarga sensación de impotencia. ¿Qué hacía allí, recluida en la penumbra del salón mientras derrochaba su talento levantando mundos imaginarios? Recordé lo que para mí eran sus verdaderos cuadros, aquellos que aún conservaban el olor a óleo y barniz, sus series de personajes mitológicos, sobre todo masculinos, cuya imagen convencional lograba transformar con sólo añadirles algún detalle audaz o pintoresco. Otro tanto sucedía con sus «bodegones para daltónicos», en los que la simple variación cromática de frutas y hortalizas las dotaba de un aspecto insólito y perturbador. Parece que aún estoy viendo el trabajo que presentó al final del curso pasado. Se trataba de una versión de Apolo y las musas. En ella aparecía el joven dios embutido en unos ajustados jeans y portando unos auriculares, mientras las musas, más pendientes de adoptar poses clásicas que de otra cosa, danzaban a su alrededor, envueltas en vaporosos velos. El contraste entre ambos no podía ser más brutal. Aunque lo mejor fue la forma en que Angélica explicó su obra cuando el jurado encargado de valorar los trabajos le preguntó por qué había representado la escena de aquel modo. «El dios —nos dijo— desciende a la Tierra, un hecho bastante insólito en estos tiempos, y se sorprende del género de vida que llevan los hombres. Pasa un tiempo entre ellos, compartiendo sus costumbres, pero llega el momento en que debe regresar al Olimpo. No obstante, quiere llevarse un recuerdo de su visita y elige unos cascos y unos vaqueros. En cuanto a las musas, que nunca han viajado a ninguna parte, siguen entregadas a la danza, lo único que saben hacer.»

Una carcajada general puso el broche festivo a sus palabras.

Otro de los motivos recurrentes de su obra fueron las sucesivas versiones del mito de Prometeo. Poco a poco, la figura del titán, representado siempre según la tradición, esto es, soportando estoicamente los tormentos a los que los dioses le han condenado por entregar el fuego sagrado a los mortales, fue adquiriendo unos tintes cada vez más sombríos. Como no podía ser menos, aquí también abundaban las licencias. En uno de ellos, posado junto a la cruel herida abierta del costado y en lugar del águila justiciera, figuraba un pollito de suave plumón amarillo. En otro, un caritativo pájaro tejedor cosía, con un hilo cogido del pico, la carne lacerada. Los más recientes eran monocromáticos —morados, azules, verdes, anaranjados— y producían un extraño efecto, como si tuviesen delante un cristal de colores o reprodujesen la atmósfera acuosa de los fondos submarinos. De todos ellos, el más extraño era el último, el único de la serie que llevaba añadida la palabra «encadenado». En lugar de las montañas del Cáucaso, el paisaje lo formaban cientos de pantallas de televisores y de vídeos, amontonados sin orden ni concierto, mientras en el centro de aquel vertedero informático, Prometeo, cubierto de cables por todo el cuerpo, hablaba por un teléfono móvil.

—Angélica… —musité, sin poder apartar su imagen de mi mente.

Angélica la doncella de las múltiples caras, la muchacha que admiraba a los artistas del Renacimiento con la misma naturalidad que corría una media maratón o nadaba los doscientos espalda. Angélica la bella, la inexpugnable. Sí, nada más cierto; siempre centrada en su trabajo, nunca salía con nadie si no era en grupo —y eso después de mucho insistirla—, ni se la conocía ningún tipo de aventuras, una actitud, cuando menos inusual, que dio lugar a toda clase de especulaciones y comentarios. Aunque me avergüenza contarlo, creo que tengo la obligación moral de aportar mi experiencia personal en este asunto. Al finalizar el curso pasado organizamos una pequeña fiesta de despedida. Estaba charlando con ella cuando, sin pensar demasiado en lo que hacía y animado por el par de copas que llevaba encima, decidí besarla. Inmediatamente Angélica puso un dedo en mis labios al tiempo que me fulminaba con una mirada a la vez severa y reprobatoria, la misma con la que se castiga a un niño que acaba de perpetrar una travesura. No necesitó más. Para concluir diré que pocas veces en mi vida me he sentido más ridículo, ni me han desaparecido tan rápidamente los efectos del alcohol.

Qué misterio más insondable, el tiempo. Apenas habían pasado unos meses y qué lejos quedaba ahora todo aquello. El mundo se transformaba a toda velocidad y a duras penas conseguía seguir su estela. ¿Qué sabía en realidad de la nueva Angélica? Prácticamente nada. Aunque hubiésemos estado conversando varias horas, sospecho que me habría marchado igualmente con las manos vacías, sin llegar a comprender el significado de su ruptura, la distancia sideral que la separaba de lo que hasta entonces había sido su vida anterior.

Me disponía a entrar en casa cuando tuve un extraño presentimiento. Noté como si una difusa amenaza gravitara sobre todos nosotros, los habitantes de aquella ciudad ruidosa y confiada, como si una sombra, afilada y siniestra, se aproximara muy despacio, presta a señalar con la sangre del cordero las puertas de los elegidos.

***

Dos semanas más tarde, al salir de clase, fui a visitar a Angélica. Hubiese querido hacerlo antes, pero estábamos en época de exámenes y ya había descuidado bastante mis obligaciones. Por el camino me fui preguntando cómo me recibiría esta vez. Aunque no habíamos quedado en volver a vernos, lo cierto es que tampoco dijimos nada en sentido contrario. No obstante éste podría, por diversas razones, no ser un buen momento y debía estar preparado para afrontar cualquier contingencia.

Unos metros antes de llegar a su portal, me crucé con el portero de la finca.

—Si va a ver a la señorita Angélica, ha hecho el viaje en balde. Está en el hospital.

—¿En el hospital? ¿Pero qué es lo que ha pasado?

—Qué va a pasar; lo que les pasa siempre a quienes tienen pocos años y la cabeza a pájaros. ¿Recuerda usted que la primera vez que vino a verla estaba en el entierro de una muchacha? Pues ayer mismo falleció otra más, y ahora es ella la que está ingresada. No sé, de verdad no sé qué es lo que piensa esta juventud.

—Pero, ¿qué es lo que ocurre, de qué me habla?

—De que sólo se preocupan de su cuerpo, de estar cada vez más delgadas, de eso hablo. ¡Vamos, que dejar de comer, así, por capricho! ¡Cómo se ve que no han pasado necesidad! ¿Sabe qué? En mis tiempos seríamos más ignorantes, pero no ocurrían esas cosas.

Después de escuchar un rato sus quejas pude sacar en limpio que Angélica había sufrido un desvanecimiento allí mismo, en el rellano de la entrada, y que el doctor que la atendió había solicitado y obtenido su inmediato ingreso en el Doce de Octubre. Según sus palabras, mi antigua compañera era una víctima más de aquella moda mortal que estaba asolando el barrio y que parecía cebarse en las más jóvenes. Una obsesión por la propia figura que las inducía a mantenerse consumiendo el mínimo alimento, ignorantes del peligro que con ello corrían. Sin pérdida de tiempo me dirigí al hospital.

Una vez en él, subí a la planta que me indicaron en recepción, sin dejar de darle vueltas a cuanto me había contado el portero y a las extrañas circunstancias que rodeaban tan luctuosos sucesos. Tal como daba a entender aquel hombre, estábamos ante un brote de locura colectiva protagonizado por jóvenes obsesionadas con su figura, una afirmación que, en el caso de Angélica, me pareció desprovista de fundamento. Pero más allá de especulaciones más o menos arriesgadas, una idea no dejaba de acosarme: después de insistirle tanto a Sara para que me diese su dirección, no había vuelto a interesarme por ella. Esos eran los hechos, con independencia de las veces que la recordase —que fueron muchas— o los exámenes que tuviera. ¿Significaba que era, al menos en parte, responsable de lo ocurrido, que podría haber evitado semejante desenlace? No, claro que no, pensar tal cosa significaba otorgarme una importancia inmerecida. Algo que estaba tan fuera de lugar como suponer que Angélica tampoco era consciente de las consecuencias de sus actos.

La puerta la habitación estaba entreabierta. Golpeé suavemente con los nudillos y tras una pequeña pausa pasé al interior. Había dos camas. En primer término, de pie, una anciana, enfundada en una larga bata, doblaba cuidadosamente una chaqueta de lana. En la otra, junto a un gran ventanal, Angélica —difícil distinguir si se trataba de ella o de una copia devaluada— se hallaba postrada boca arriba, inmóvil como una estatua. A su lado, colgada sobre una percha metálica, una bolsa de suero dejaba escapar, a intervalos regulares, brillantes gotas de un líquido perlado. Me acerqué hasta ella y al cabo de unos segundos me dirigió una mirada inexpresiva, en la que no había el menor rastro de asombro, contrariedad o alegría, como si mi presencia fuese una parte más de la pesadilla a la que estaba siendo sometida.

Posé mi mano sobre la suya libre del goteo, al tiempo que le preguntaba cómo se sentía. Por toda respuesta Angélica esbozó una sonrisa casi imperceptible, como si aquel mínimo gesto le costara un trabajo infinito. Nunca antes la había visto con el pelo recogido, ni siquiera cuando salía a correr, una circunstancia que acrecentaba la sensación de extrañeza que me asaltó nada más entrar en el cuarto. Observé detenidamente la blancura del rostro, los labios resecos, las ojeras… Así, entregada a un abandono absoluto, tenía el aire ausente de una de aquellas heroínas de los antiguos grabados románticos.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para sobreponerme a la idea de que estaba ante la misma mujer que apenas unos meses atrás nos sorprendía con sus marcas deportivas, para disimular la congoja que me causaba verla reducida a semejante estado. A fin de no hacer más embarazosa la situación, no se me ocurrió nada mejor que hablar. Durante no sé cuánto tiempo, obedeciendo aquel impulso y como si estuviese aplicando una terapia de efectos milagrosos, no dejé hablar, de improvisar, de contar lo primero que me pasaba por la cabeza, mezclando las cosas más diversas, algunas ciertas, como el famoso viaje de fin de curso a Italia —famoso porque ya había sido aplazado en dos ocasiones—, con otras que ahora no recuerdo, probablemente inventadas. Lo importante, me decía, era captar su atención, mantener el frágil vínculo que aún nos unía, antes de que nos convirtiésemos en dos perfectos desconocidos. Al final me di cuenta de que todas aquellas iniciativas no pasaban de ser una estrategia, una rudimentaria forma de combatir el miedo. Más que al silencio, lo que yo temía era que cerrase los ojos.

Por fortuna, en aquel momento llegó una doctora acompañada de una joven ATS. Me instó a que, dada la hora que era, abandonara la sala en el plazo de unos minutos, pero antes, al saber que habíamos sido compañeros de estudios, me sometió en un aparte a una serie de preguntas relacionadas con Angélica. Al parecer no acababa de entender el énfasis que ésta había puesto en que no avisaran a su familia. Dado que vivía sola en Madrid, no tenían a quien dirigirse en caso de necesidad, salvo que yo estuviera dispuesto a asumir aquel papel de enlace. En caso afirmativo bastaría con dejarles mi número de teléfono. Así lo hice, pero antes de abandonar el lugar aproveché para preguntarle si aquel podía considerarse un caso de anorexia, tal como parecía haber insinuado el portero. La doctora me aseguró que en ese sentido podía estar tranquilo: su perfil no encajaba con el de las personas que sufrían aquel tipo de trastorno psicológico.

Dirigí una última mirada hacia Angélica. Ella me saludó con un leve movimiento de la mano y después inclinó suavemente la cabeza hacia aquel ventanal donde el atardecer desplegaba su espléndida y efímera coreografía. Apenas unos minutos faltaban para que las densas sombras de Caravaggio terminaran por imponerse a los exuberantes dorados de Rubens.

***

Durante el resto de la semana fui a visitarla todas las tardes, una vez finalizadas las clases. Angélica se recuperaba rápidamente y su aspecto mejoraba día a día. A medida que regresaban las fuerzas a su cuerpo, también su ánimo experimentó una notable transformación, pasando a interesarse por un número de cuestiones cada vez más amplio. Una buena señal, sin duda. Muy pronto llegarían las vacaciones de Navidad, pero antes debía presentar un par de trabajos. Debido a ello, buena parte de las tardes las pasaba consultando libros y tomando notas a su lado, aunque no siempre lograba alcanzar la concentración necesaria. Estaba seguro de que ella, aunque respetara mi empeño, no entendía la razón de tan continuado esfuerzo. A sus ojos no pasaba de ser un muchacho voluntarioso y aplicado, que perdía el tiempo avanzado por una vía muerta.  Y aunque hasta hace poco compartíésemos un buen  número de inquietudes y proyectos, nuestra forma de entender el arte no podía ser más diferente. Era la misma distancia insalvable que existía entre la pasión de un verdadero creador y el entusiasmo de un simple teórico.

Pese a todo, la última hora la dedicaba a cambiar impresiones con ella. A petición suya le mostré algunas ilustraciones de aquellos pintores rusos sobre los que conversamos en su casa. De ese modo, no sólo fue conociendo los cuadros sino también sus fuentes, los numerosos cuentos y leyendas en las que la mayoría de ellos se inspiraban. Algunos tan sugestivos como la misteriosa isla Buyán, que aparecía y desaparecía en el océano y donde habitaban las criaturas más terribles y maravillosas, el suntuoso palacio del zar Berendéi, la princesa que nunca sonreía, rodeada de su afligida corte, Koshchei el inmortal, la zarevna rana, el gallo de oro, Sadkó visitando el reino submarino y otros muchos. De tal forma llegó a interesarse por ellos que una tarde me insinuó la posibilidad de realizar juntos una visita a la galería Tretiakov de Moscú, en la que buena parte de aquellas obras se hallaban expuestas y donde yo podría ejercer mis buenos oficios de guía. Una idea que, a pesar de resultar poco menos que irrealizable, bastó para despertar en mi ánimo tanta emoción como desasosiego.

Fue el lunes de la semana siguiente a su ingreso cuando recibí una llamada de la doctora que la atendía para informarme que, sin causa que lo justificara, Angélica había sufrido una recaída y se encontraba en la unidad de cuidados intensivos. Poco más podía decirme, salvo que permanecía estable y que se hallaba en observación. No obstante confiaba en su juventud y su fortaleza. Había querido avisarme personalmente porque sabía de mis visitas diarias y deseaba evitarme la sorpresa. Tampoco era necesario que fuese aquella tarde, al menos hasta que la trasladaran de nuevo a planta, aunque semejante decisión quedaba a mi criterio.

Inmediatamente me puse en camino, sin terminar de dar crédito a una noticia tan descorazonadora, más cruel si cabe al hallarnos tan cerca de la recuperación final. ¿Por qué?, me preguntaba una vez tras otra. ¿Qué podía haber ocurrido? Repasé mentalmente las últimas horas pasadas a su lado aquel mismo domingo por la mañana, pero no encontré el menor indicio de que algo no marchase como debiera. Todo tan normal y de pronto aquel golpe bajo, infame, de una alevosía inaudita. Qué pequeños y vulnerables éramos los seres humanos, pensé, caminando constantemente a ciegas por el borde de un precipicio, sin darnos cuenta del peligro, sin sospechar que el próximo minuto podría ser el último. Dándole vueltas a estos y otros pensamientos, de naturaleza igualmente soluble, llegué al hospital.

Durante un momento —no me permitieron otra cosa— pude contemplar a Angélica tras unos cristales. Aislada en una especie de urna, parecía la bella durmiente del bosque, si no fuera por la inevitable bolsa de suero y la presencia de aquellas máquinas que registraban sus constantes vitales. Después de mucho tiempo en semejante actitud contemplativa, comencé a deambular por un largo pasillo, cruzándome con enfermos que caminaban con gran dificultad, hasta que finalmente, casi por inercia, llegué hasta su habitación. La anciana que compartía con ella aquel espacio continuaba en pie, como la primera vez que la vi, doblando pequeñas prendas con metódica y exasperante parsimonia. La saludé y di media vuelta.

—Vino el hombre alto —sonó su voz a mis espaldas.

—Perdone, ¿qué es lo que ha dicho? —pregunté mientras me volvía hacia ella.

—Qué el hombre alto estuvo aquí hace unas horas, hablando con su amiga.

Inmediatamente me vino a la memoria la singular figura del doctor Transilvanus, envuelta en su largo abrigo de piel. Y en ese mismo instante una idea, semejante a un resplandor vivísimo, se abrió paso en mi cerebro.

—Cuando quiera saber más cosas, venga a verme… lo veo todo —escuché aún decir a aquella anciana, mientras me precipitaba hacia la salida.

***

Recorrí la plaza de Lavapiés y sus aledaños varias veces, entre una abigarrada multitud de jóvenes que iban de un lado a otro como gatos vagabundos, ligeramente ausentes y felices, como si no tuvieran más ocupación que pasear, ni más techo que los acogiera que aquel cielo obstinadamente azul. De aquella plaza hacia la de Tirso de Molina y desde Argumosa hacia Antón Martín, subían unas calles angostas y empinadas que formaban un entramado singular, una especie de burbuja comunitaria en la que aún era posible encontrar maestros artesanos y otras reliquias semejantes, o donde la mayoría de los vecinos se saludaban por sus nombres. Todo un concepto de barrio que había ido desapareciendo en amplias zonas de Madrid. Tal vez mis prisas, mi desesperada búsqueda del doctor Transilvanus resultara impropia en aquel ambiente, pero no me quedaba otra alternativa que encontrarlo cuanto antes. De ello dependía el futuro de Angélica.

Poco a poco fue llegando la noche y el cansancio empezó a hacer mella en mi cuerpo y en mi ánimo. Después de tantas idas y venidas persiguiendo una sombra no sabía dónde ir. A la altura de la calle de Santa Isabel con Salitre, doblé por esta última y luego me detuve un momento, dejando que mis ojos se deslizaran por aquella cuesta abajo, cuando sentí que alguien me estaba mirando. Exactamente eso. Aun reconociendo lo absurdo que puede resultar semejante afirmación, no hay duda de que sucedió así. Me encontraba frente a la Taberna Encantada, una antigua bodega en la que se destacaba su hermosa fachada de azulejos y donde intuí que debía hallarse mi observador. Entré sin pensarlo dos veces y allí, sentado en un rincón, lo descubrí. Por su actitud corporal me dio la impresión de que me estaba esperando.

Me dirigí hacia su mesa y durante unos segundos mantuvimos fija la mirada el uno en el otro.

—Tenemos que hablar —dije desafiante.

—Sí, lo sé. Pero ha estado usted dando muchas vueltas y llega cansado; así es difícil pensar con claridad. Permítame que le pida algo. ¿Un coñac? ¿Un whisky?

—No me apetece nada, gracias.

—Vamos, tome usted algo fuerte, eso le ayudara a calmar los nervios. Está excitado, lleno de ira, pero no sabe exactamente cómo darle salida a todo ese caudal de sentimientos. Intuye cosas, pero lo ignora casi todo. Lo único que tiene claro es que soy el responsable de cuanto le ha sucedido a su amiga Angélica. Y en parte no le falta razón, aunque no es tan sencillo. Existen circunstancias, detalles a tener en cuenta. Pero no se preocupe, hablaremos de todo ello.

El doctor hizo una señal a un camarero y éste se acercó hasta nosotros. Al final pedí un whisky. Poco después me lo sirvieron y eché un trago. Apenas había comido y aquel líquido fue rodando hasta mi estómago como una bola de fuego.

—Me gusta este sitio, es tranquilo y acogedor —prosiguió—. También tiene buena música, aunque en ese aspecto no soy la persona más indicada para emitir un juicio acreditado, no tengo buen oído. No obstante será difícil que aquí nos entendamos. Le propongo que venga a mi casa.

—¿A su casa? No, no.

—Vamos, vamos, no tenga el menor reparo en venir conmigo. Por nada del mundo trataría de hacerle daño. Sé lo que está haciendo por Angélica y aunque, salvo en contadas ocasiones, no haya podido disfrutar de ese regalo de los dioses, la amistad es algo que valoro sinceramente. Una de las cosas más gratificantes de la vida, no hay duda. Venga, no lo piense más. Estaremos mucho más cómodos, créame.

Sin esperar mi respuesta, el doctor se puso en pie, se acercó a la barra y tras abonar la cuenta se dirigió a la puerta. Lleno de dudas lo seguí, mientras trataba de no dejarme seducir por la extraordinaria suavidad de sus palabras. Por ello y para mantener intacta mi cólera, me aferré a la última imagen que tenia de Angélica, aquella en la que yacía inerme en la unidad de cuidados intensivos.

Después de caminar entre unas calles que en la oscuridad de la noche cobraban un aspecto muy distinto al habitual, arribamos a un viejo caserón. El doctor abrió la puerta de calle y pasamos al interior. Unas escaleras de madera nos condujeron al primer piso. Entramos.

Lo primero que noté fue un intenso olor a humedad, como el de ciertas iglesias antiguas y otros lugares de parecidas características, sometidos a un progresivo abandono. Atravesamos un pasillo y fuimos a desembocar a un gran salón. El doctor encendió la luz y me quedé estupefacto ante las dimensiones reales de aquel espacio y la increíble altura de los techos. Había una mesa muy larga, con dos sillas en los extremos y dos butacones junto a una chimenea que daba la impresión de no haber sido utilizada en muchos años. Todas las paredes estaban forradas de grandes paños morados y pesadas cortinas de un color ligeramente más claro cubrían las ventanas. Por último, una gran araña de cristal coronaba el centro de la sala.

Mi anfitrión encendió una estufa y después me invitó a tomar asiento. A continuación hizo lo propio.

—Antes de nada debo contarle la historia de mi vida porque es necesario que disponga de todos los elementos antes de emitir cualquier juicio. Sólo entonces estará en condiciones de seguir los dictados de su conciencia.

—Lo escucharé, aunque no creo que nada de lo que vaya a contarme justifique su conducta.

—Entiendo perfectamente su enojo y no se lo reprocho. Lo que sí le pido es que escuche con atención y no dude de que cuanto voy a contarle es cierto, por increíble que parezca. ¿Está dispuesto?

No respondí. Algo en mi fuero interno se resistía a valorar sus razones, a contemplar la sola posibilidad de que existieran. Pero por otro lado, más que la curiosidad natural, me empujaba la imperiosa necesidad de saber.

—Antes de nada debo decirle que mi nombre no es Transilvanus, si bien le ruego que siga llamándome así. Al fin y al cabo, ¿qué es un nombre? Algo que no podemos elegir, que nos ha sido impuesto desde fuera —hizo una pausa, como si rememorara algo muy lejano—. Oh, perdone la digresión… Si le parece bien, comienzo mi historia.

»Nací en pleno siglo XVI, concretamente en el año de 1565, poco antes de que se fundara oficialmente el Principado de Transilvania, en una pequeña aldea de los montes Cárpatos. Podría hablarle de aquella revuelta época histórica, de las figuras de Juan Segismundo Szapolyai o de su sucesor Esteban Báthory, pero en honor a la verdad, fuese quien fuese la figura que rigiese los destinos del país, eso carecía de importancia para los campesinos que, como mis padres, bastante tenían con su propia supervivencia y la de su numerosa familia. Así pues crecí en medio de una naturaleza que todavía hoy conserva buena parte de sus aspectos más agrestes y salvajes: grandes extensiones de bosques vírgenes y las mayores poblaciones europeas de osos, de lobos y de linces. Un aislamiento que en mi caso fue doble. Cuando mi madre quedó embarazada por séptima vez, todos sus temores se concentraron en la futura criatura. Ya desde el principio, mi llegada al mundo estuvo marcada por el signo de la tribulación y la sospecha. Durante aquellos meses mis progenitores rezaron fervientemente para que fuese una niña y no se cumpliese la maldición. Debe saber que en la sociedad rural de aquel tiempo el séptimo hijo, si todos los anteriores han sido varones, tiene muchas posibilidades de convertirse en un strigoi, un vampiro. Esa fue la razón de que mi madre me ocultara en casa, a salvo de las miradas de los vecinos de la aldea, haciendo correr la voz de que el niño había nacido muerto.

»Durante los primeros años, todas las noches mi madre, antes de acostarme, me observaba desnudo durante mucho tiempo para cerciorarse de que carecía de aquellos rasgos físicos característicos de los strigoi, como el hueso sacro más pronunciado de lo normal o la abundancia de vello. Al no encontrar ningún rastro de estos signos, su rostro parecía relajarse, lo cual no impedía que a la noche siguiente se repitiera la misma escena. Como a medida que me iba haciendo mayor aquella situación se volvía más insostenible, mis padres idearon un plan consistente en hacerme pasar por un sobrino lejano, al que unos familiares habían dejado a su cuidado. No creo que aquello convenciera a unos campesinos de naturaleza desconfiada y temerosa, pero si albergaban alguna duda, no llegaron a manifestarla.

»Finalmente, sucedió un hecho que disipó todas los recelos y temores. Una mañana mi padre descubrió que un lobo había entrado por la noche en el redil, matando una de las ovejas. Cuando salimos a ver el cadáver, que tenía una profunda destellada en el cuello, mi madre puso los dedos sobre la herida y luego los aproximó a mi cara. Sentí tal repugnancia que al instante me eché a llorar. Ella se limpió la sangre y me abrazó llena de alegría, pues aquel rechazo era una demostración más de que no se habían cumplido las fatales previsiones.

»No obstante, todo cambió de la noche a la mañana con la repentina muerte de mi madre. Aquel trágico suceso marcó de tal forma el curso de mi existencia que ya nada volvería a ser igual. Con su desaparición, no sólo perdía el cuidado bondadoso y el cariño en los que me vi envuelto durante mis primeros años, sino todo acceso a lo desconocido, aquel mundo terrible y maravilloso que me descubrían sus palabras. Cada noche, después del examen físico, mi madre se sentaba a los pies de mi cama y me contaba viejas historias en las que lo real y lo fantástico se fundían en un solo estado, brujas y espíritus del bosque convivían con el recuerdo de los invasores que pasaron en oleadas a sangre y fuego por aquellas tierras. Tal era su poder de sugestión, que bastaba cerrar los ojos para escuchar los alaridos y el ensordecedor galope de caballos que precedía a las hordas de hunos, cumanos, mongoles, magiares… Otras veces eran los antepasados quienes protagonizaban la epopeya, aquellas imponentes figuras de voivodas guerreros, presididas por el más temible de todos: Vlad Tepes, «el Empalador». Un mundo de violentos contrastes, distinto, cuya puerta se cerraba ahora para siempre.

»Antes de que mi padre volviese a tomar esposa, un tío materno que vivía en la ciudad de Brasov se hizo cargo de mí. Todos mis hermanos eran mayores y ayudaban en las tareas del campo, pero aquel hombre pensó que, dada mi corta edad, aún estaba a tiempo de acceder a un destino más provechoso y atractivo. Otra razón para adoptarme podría ser la absoluta soledad en la que se hallaba. Con gran pesar me despedí de mi familia y emprendí el camino hacia lo desconocido.

»Después de enseñarme a leer y escribir, mi abuelo —no era tal, pero me rogó que lo llamase así— propició mi ingreso en un colegio eclesiástico, con la intención de que me ordenara sacerdote. Estudié numerosas materias: latín, retórica, religión, historia… Fue en esa época cuando sucedió un hecho que cambiaría mi vida para siempre. Tenía un compañero del que todos se burlaban por su aspecto tímido y sus frecuentes huidas de la realidad, siendo así que cuando entraba en alguno de sus trances perdía la noción de cuanto sucedía a su alrededor. Y si en ese momento algún profesor le preguntaba algo, él se limitaba a emitir confusos balbuceos, incapaz de dar una respuesta coherente. Cuando logré ganarme su confianza me confesó que tenía visiones místicas de ángeles y santos, aunque a veces también le asaltaban otras de infiernos y demonios. Una tarde accedió a contarme alguna de ellas. Tal fue el impacto causado por aquellas historias —la sobrecogedora lucha entre los ejércitos del arcángel San Miguel y los de Lucifer a las puertas del cielo era una de mis favoritas— que ya no pude pasarme sin ellas, obligando a mi paciente camarada a relatarlas una y otra vez. Finalmente, a mediados del segundo año, su vida se apagó sin ruido, sumiéndome en una profunda conmoción. Fue entonces cuando empecé a intuir lo que  tras aquel hecho se ocultaba. Y aunque todas las personas responsables del internado achacaron la muerte de mi amigo a su naturaleza enfermiza y delicada, sabía que, en buena parte, nadie más que yo era el causante de su desgracia.

»Así, al cabo de los años, en el difícil tránsito de la niñez a la pubertad, se revelaba mi verdadera naturaleza oculta: era un strigoi. Sin embargo algo había cambiado. Por una suerte de mutación espontánea, o por un accidente fortuito, la cadena se había roto, dando origen a una nueva especie, de la cual yo era, al parecer, el único representante. A diferencia de los vampiros clásicos no sentía la necesidad de sangre, sino la de aquellos anhelos más íntimos, proyectos, utopías, ensueños que constituían la otra cara de la realidad. Aquel fluido vital, que algunos identificaban con el alma o el espíritu, constituía mi preciado alimento. Para obtenerlo, poco a poco fui perfeccionando mis habilidades; aprendí a escuchar pacientemente, a ganarme la confianza de cuantos me rodeaban. Por desgracia, aquello tenía un alto precio: mis confidentes quedaban agotados, exhaustos, y cuantos más secretos me transferían, con mayor rapidez se encaminaban hacia el fatal desenlace. No obstante, una vez hube aceptado la realidad de mi existencia, ninguna consideración moral consiguió detenerme.

»A pesar de ello esperé unos años. Cuando mi abuelo falleció, consideré que ya nada me unía a la ciudad, ni al colegio, ni, por extensión, al resto de los seres humanos. A partir de ese momento mi soledad fue absoluta; era una anomalía sin encaje posible, una sombra que participaba de dos mundos opuestos, sin pertenecer a ninguno de ellos. Hay una cosa más que debe saber: no soy inmortal. Si he sobrevivido durante cuatro siglos y medio se debe a que he desarrollado al máximo el instinto de conservación. Además de intuir el peligro con cierta antelación, he acumulado una larga experiencia sobre la naturaleza humana. Ello me ha permitido caminar por una Europa en llamas, esquivar las guerras y revoluciones, hacer fortuna, aparecer y desaparecer sin levantar sospechas. Para completar la información, también le diré que no es la primera vez que visito España. Vine hace años, atraído por la leyenda romántica que la envolvía, aquella que divulgaron los viajeros ingleses del siglo XIX y la verdad es que éste me parece un sitio tan bueno como cualquier otro, mejor incluso en algunos aspectos. A grandes rasgos, esa es mi historia. Ahora ya posee una base sobre la que apoyarse y sacar sus propias conclusiones.»

—Dígame, ¿no le supone ningún problema de conciencia el que otras personas mueran por su causa? ¿No está cansado de provocar tanta desdicha? ¿No ha vivido ya bastante?

—No, no lo estoy; lo considero una simple cuestión de supervivencia. ¿Daría usted la vida por los demás? Por supuesto que no lo haría, con toda la razón del mundo. Ese egoísmo es lo que nos mantiene vivos como especie. Verá, yo no deseo la muerte de nadie y no siempre ese es el desenlace necesario. Depende sobre todo del grado de entrega de las personas, de su constitución física, de muchas circunstancias diversas. Mi compañero de escuela, por ejemplo, era un espíritu delicado, un pobre neurótico que igualmente hubiera muerto joven, estoy seguro de ello. Pero usted me considera un monstruo y quizá no le falte razón. Muchas veces me viene a la mente la pregunta que se hacía el escritor Julio Cortázar: «¿Quién puede tener piedad de una leona?». Observando una máquina de matar tan perfecta, es evidente que nadie. Pero creo que una pregunta más pertinente sería: ¿puede una leona dejar de ser lo que es? ¿No sería más justo pedirle eficacia, que sus víctimas sufrieran lo menos posible? Yo tampoco puedo renunciar a mi naturaleza. En cuanto a Angélica, de lo único que puede acusarme en justicia es de haberla convencido para que dejara de pintar de una manera convencional. A propósito, ¿no le gustaría conocer sus nuevos cuadros?

—¿De qué cuadros me habla? Angélica reconoció que se limitaba a imaginarlos.

—Eso es cierto, pero sólo en parte. Todas las monedas tienen dos caras. Permítame que se los muestre.

El doctor se levantó y me condujo a un cuarto contiguo. Encendió la luz y ante mí aparecieron tres lienzos de grandes dimensiones, espléndidamente enmarcados en molduras de madera dorada, con la superficie completamente en blanco.

—Pero, ¿qué clase de burla es ésta? —exclamé.

—No se trata de ninguna burla, aunque su reacción es muy natural: siempre tendemos a rechazar aquello que no comprendemos. Angélica los imaginó pincelada a pincelada, retocándolos día a día hasta que los hubo terminado. Déjeme que se los describa a grandes rasgos. Este de la izquierda se titula La llamada de los trópicos y en él aparece una mujer joven, cubierta por una colcha roja de cachemir. Está sobre un sofá, abrazándose las rodillas y la mirada soñadora, muy lejana, dirigida hacia una ventana que no vemos. La luz del atardecer inunda la pared que tiene tras de sí y en ella se refleja una sombra: la grácil silueta de un velero.

El doctor, que había estado señalando sobre el lienzo desnudo las diferentes partes de la escena, hizo una respetuosa pausa.

—Este del centro —dijo mientras se desplazaba a su derecha— lleva por título La segunda tentación de San Antonio. Aquí se nos muestra al santo de espalda al espectador, aunque apreciamos que se tapa parte del rostro con la mano derecha. Le cubre un gran manto de paño y va tocado con un sombrero muy ancho. Frente a él se abre un vasto panorama: pequeños valles verdes rodeados de bosquecillos. Al fondo, un enorme volcán expulsa fuego y cenizas por la negra boca de su cráter, junto con cientos de estrellas, soles y planetas. Contemple detenidamente la explosión de color, esas nubes de meteoritos incandescentes, como escorias de una gigantesca fragua, esa pirotecnia cósmica sólo comparable al genio del maestro Altdorfer. Por último, observe cómo el Maligno, situado a su derecha, sostiene una esfera terrestre con una cruz de hierro incrustada, símbolo del poder absoluto, y cómo, de manera taimada y servil, se la ofrece al santo varón con la intención de perderle.

Después de aquella presentación, el doctor Transilvanus se situó en un extremo y señaló el tercer lienzo.

—Este cuadro es mi preferido, por el que siento una gran admiración: Prometeo agonizante. Aquí, la figura del titán, apenas guarda un mínimo parecido con el original. Si hasta ahora todas las versiones conservaban algo de la grandeza del personaje, aquí yace como un leproso, lleno de heridas abiertas, derrotado. Pero no es el tormento la única causa de su quebranto: ha perdido la fe en los hombres. Véalo en sus ojos. Al cabo de los siglos ha podido descubrir cómo son en realidad: crueles, codiciosos, ruines, explotadores, incapaces de sentir empatía por los demás. La ingratitud y desdén ha sido el pago por su sacrificio y por ello se halla en semejante estado. Si antes le he comentado que este cuadro es mi preferido, es porque hay algo en él con lo que me identifico plenamente. Yo tampoco creo en el género humano. He visto demasiado, he sido testigo de cómo muchas personas, que se consideraban civilizadas, perpetraban toda clase de crímenes, cómo se mataban entre sí en nombre de Dios y de la patria, cada vez con mayor cinismo y eficacia. ¿Y todavía me consideran a mí un monstruo? Espero que nunca llegue a conocer hasta dónde son capaces de llegar sus congéneres.

—Está usted loco. Su visionaria descripción de estos cuadros en blanco lo demuestra. Y lo peor de todo es que ha inoculado ese mismo virus a Angélica, no sé cómo no me di cuenta la primera vez que hablé con ella. En cualquier caso su locura no es algo que me importe demasiado. Doctor Transilvanus, he llegado hasta aquí dispuesto a todo, pero sé que no puedo hacer nada sin su ayuda. Apelo por tanto a su sentido del honor, a su compasión. Le pido que la deje en paz. Si verdaderamente la aprecia, no vuelva a verla. Hay muchas otras personas en el mundo como ella.

—Oh, no crea que tantas. O por lo menos a mi me resulta cada día resulta más difícil encontrarlas; las personas como Angélica son una excepción. Vivimos en un mundo prácticamente virtual, cada vez más pequeño. Todo es rápido, instantáneo, cada minuto devora al anterior y de ese modo no hay nada que pueda germinar, que madure; no hay sueños más allá de las pantallas porque ellas nos dan cuanto necesitamos, no queda espacio para la imaginación. Lo mismo ocurre con los artistas: en lugar de intentar poner orden el caos, de producir obras que nos ayuden a descubrir nuestra verdadera naturaleza, aquello qué somos o anhelamos ser, se dedican a preguntarse qué objeto tiene el arte y cuál es su función social, a desempeñar, simultáneamente, la doble tarea de filósofos y comisarios. Y así podíamos seguir hasta el infinito, empezando por las ciudades… ¿Se imagina este mismo barrio a la vuelta de diez o veinte años?

El doctor quedó repentinamente en silencio, como abismado en sus pensamientos.

—Déjenos doctor. El mundo es muy grande y no tendrá ninguna dificultad en encontrar lo que busca.

—No sé, a veces me encuentro tan cansado… Está bien, lo pensaré. Pero sólo eso.

***

A la mañana siguiente, Higinio, nuestro portero, bedel oficioso y muchas otras cosas, me estaba esperando a la entrada de la escuela.

—¿Conoce usted a un tal doctor Transiberianus? —me interpeló a quemarropa.

—Sí, más o menos. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque ha dejado un sobre para alguien que, por la descripción que me hizo, no podía ser otro más que usted. Aguarde, ahora mismo se lo doy.

Higinio desapareció en su guarida y un minuto después me hizo solemne entrega de un sobre blanco.

—Aquí tiene. Me insistió mucho en que sólo lo entregara si estaba seguro de que quien lo recibía era la persona indicada. Usted me ha dicho que lo conoce y por tanto puedo estar tranquilo de haber cumplido bien el encargo, ¿no es verdad? Por cierto, muy amable el doctor, un verdadero caballero —añadió con un grado de admiración que, en términos económicos, debía corresponder a una propina de unos veinte euros.

Me guardé el sobre en el bolsillo interior de la cazadora y sólo cuando estaba en el metro, camino hacia el hospital, me acordé de su existencia. Abrí el sobre y encontré escritas unas líneas que decían así:

Mi estimado Lancelot:

Permítame que lo llame así, ya que desconozco su nombre —resulta increíble que no nos presentáramos como es debido la noche pasada—. He reflexionado mucho sobre alguna de las cosas que me dijo y no tengo inconveniente en acceder a sus demandas. En realidad, lo único que hago es adelantar una decisión que ya tenía tomada. Como le comenté, cada día tengo mayores dificultades para encontrar a las personas adecuadas. Por eso he pensado abandonar el continente; esta vieja Europa se ha vuelto cada día más mercantilista y sus habitantes sólo viven interesados en la economía, en cómo salir de la crisis —tanto la personal como la de su maltrecha democracia—, y en pagar sus hipotecas. A las doce en punto salgo en tren hacia Lisboa. Una vez allí, ya veremos qué decido. Aún quedan en el mundo tierras vírgenes, lugares donde los mitos permanecen intactos. Pueblos donde la magia forma parte de la vida cotidiana y los espíritus se instalan en cualquier rincón de la casa. Pienso en las tribus nómadas de África y de Asia, en los indios de América del Sur, en los navegantes polinesios de Oceanía.

Hacia esas latitudes parto. En alguna de ellas alguien me contará la ruta que siguieron sus antepasados, sin otro mapa que las estrellas del cielo, así como sus antiguas luchas y epopeyas. Con ello seguiré adelante.

Cuide de Angélica y no me guarde rencor por lo sucedido.

P.D.: Me llevo los cuadros. Nadie los necesita más.

Durante un buen rato estuve dándole vueltas a la nota del doctor Transilvanus, sin poder evitar la ambigua sensación de alivio y pesar que me provocaba su marcha. Imaginé lo que debía haber sido su vida, aquel caminar errante de un lado a otro, extraño a todos, sin llegar a establecer relaciones duraderas con nadie. No obstante, si de algo estaba seguro era de que seguiría adelante, como él mismo había escrito, prolongando la eterna maldición de su destino.

Tampoco pude sustraerme a las imágenes surrealistas que me provocaron la lectura de su posdata. En todas ellas se veía al doctor Transilvanus rodeado de porteadores que, a través de desiertos, junglas o altiplanos perdidos, transportaban aquellos tres lienzos en blanco, espléndidamente enmarcados.

Al entrar en la planta me encontré con la doctora. Todavía sin poder explicarse las causas del fenómeno, me comunicó que Angélica se había recuperado de forma sorprendente aquella misma mañana y que, tras comprobar su buen estado por las pruebas realizadas, sería trasladada a planta en unos minutos.

—¿Recuerda usted qué hora era cuando se produjo esa extraña mejoría?

—No sé… serían poco más de las doce. ¿Por qué lo pregunta?

—Oh, por nada, discúlpeme; era simple curiosidad.

En efecto, poco después Angélica era trasladada de nuevo a su cama. Antes de eso sucedió un hecho sorprendente. Como no encontré a la anciana que me avisó de la visita del doctor Transilvanus, pregunté por ella al personal sanitario. Para mi asombro nadie, absolutamente nadie la había visto, ni constaba que en aquella habitación hubiese algún otro paciente. Insistí en ello, aportando una detallada descripción de su aspecto físico, así como de su afición a doblar prendas de ropa, pero fue en vano. Oficialmente la cama estaba vacía.

Me aproximé a Angélica y ésta me dedicó una sonrisa que acabó por despejar todas mis dudas.

—Quiero pedirte un favor —me dijo de forma confidencial, como si quisiera evitar que alguien nos oyera.

—Lo que tú quieras, pero no hace falta que hables tan bajo, estamos solos.

—¡Sácame de aquí! Habla con la doctora, o con quien haga falta; diles lo que asumo toda la responsabilidad, que estoy curada, lo que quieran oír. Pero no me dejes encerrada en esta habitación. Hay tantas cosas que tengo pendientes…

—¿Recuerdas lo que te ha pasado, sabes por qué estás aquí?

—Sí, cuando se ha estado tan cerca de la muerte se comprenden muchas cosas —respondió con aire circunspecto—. Pero todo eso queda ya muy lejos, créeme. Por favor, habla con la doctora. ¿Me prometes que lo harás?

—Claro que sí, te lo prometo.

Entonces, sin que nada anunciara lo que iba a suceder, Angélica acercó su rostro al mío y me besó en los labios.

Para concluir diré que pocas veces en mi vida me he sentido más feliz, ni me han durado tanto tiempo los efectos de una embriaguez tan deliciosa. Más aún sin haber ingerido una gota de alcohol.

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Comentarios

  1. Pura González dice:

    Muy interesante el relato, sobre todo teniendo en cuenta lo trillado del tema. Mantiene muy bien el suspense hasta el final y no decepciona. Por otra parte bien documentado en cuanto al tema pictórico se refiere y muy bien escrito. Me ha gustado mucho.
    Felicidades a Juan Sanmartín.

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