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El Evangelio según Daphne Sorrow

por

En Ti creemos.

Tu voz inflamó nuestras almas. Tus brazos nos dieron cobijo en la fría soledad. Tus pies trazaron el camino de nuestras vidas. Tus ojos iluminaban nuestros sombríos espíritus. Nuestra devoción será eterna. Tú nos mostraste el paraíso del que renació el mundo. A pesar de lo que hemos recorrido, muchas tierras nos quedan por transitar. Tu palabra nos guía. Oramos por Él. Escuchad mi testimonio, su verdad.

Mi existencia era solitaria en el tiempo en que Él me encontró. Malvivía en otras tierras, a muchos soles y lunas de distancia en una aislada colonia, junto a mi pobre madre. Hacía tiempo que éramos las únicas habitantes. La tierra dejó de ser fértil, los colonos abandonaban buscando el sustento en otras comarcas. Mi padre murió en el asalto a una caravana exploradora y por eso a mi madre le aterraba abandonar nuestro refugio. Se convenció de que escondidas y solas estaríamos más seguras. Cada amanecer contemplábamos el cielo esperando unas pocas gotas de lluvia. Los soles abrasaban y las lunas traían pesadillas de hambre y desolación. Las bayas apenas eran nuestro único sustento y el ganado estaba desnutrido. Nos aferrábamos a la esperanza de que nada empeorase. En vano.

El sol reinaba más ardiente que nunca en el cielo. Llevé al ganado a pastar cerca de las rocas donde ya apenas crecían cardos secos. Por primera vez oí aquel sonido. Aunque lejano, consiguió paralizarme y espantar a las reses. Aquellos aullidos primitivos, agudos y penetrantes como cuchillos, me congelaron la respiración. Me escondí entre los riscos y me tapé los oídos con fuerza. No sé cuánto tiempo permanecí agazapada, aturdida. Hasta que pensé en mi madre y me incorporé. Ya sólo se oía el silbido del viento. Me acerqué con sigilo por la parte de atrás de nuestra cabaña. Había movimiento dentro. Ruidos sordos, de golpes. Abrí despacio la portezuela, temblando. Un gemido angustiado me recibió. Era ella. «¿Madre?», pregunté conteniendo un grito de terror. La habitación estaba oscura pero la luz de la calle me hizo inmediatamente distinguir la presencia de dos hombres. Eran los aulladores. La agarraban sobre una mesa. Sangraba por el cuello. Ella pataleaba y consiguió cruzar mi mirada con sus ojos desorbitados y gemir: «Daphne, hija, ¡huye!». Los aulladores, unos corpulentos hombres de terrible y abismal mirada me escrutaron como un cazador a su presa antes de atacar. Uno soltó a mi madre y avanzó hacia mí. Me giré, corriendo a trompicones. El hombre me persiguió y gritó a mi espalda para atemorizarme. Lo consiguió. Tropecé, caí, él me golpeó con su bota en un costado y me agarró del pelo. Toda mi visión se tornaba roja y brumosa. Grité desesperada. Me abofeteó y acercó su cara a la mía. Una cara de piel morena, agrietada, empapada en sudor, con una barba pobladísima. De su pestilente boca de dientes deformados me empezó a aturdir el sonido de su tenebrosa voz.

—Tranquila, pequeña, hacía tiempo que no probábamos carne de hembra tan joven —me dijo mientras olía mi cara y mis cabellos.

En ese momento me tiró de nuevo al suelo y rugió con aquel escalofriante aullido que ya me había paralizado antes. Tiró de mi pelo y con la otra mano se bajó sus pantalones. Metió sus sucias manos entre mis dientes, me agarró la nuca, me forzó… aulló terriblemente mientras me penetraba la boca. Me golpeaba y agitaba violentamente con su mano. Hasta que de repente se detuvo.

Me apartó violentamente de su lado. Nervioso y excitado, rebuscó en su espalda y extrajo una escopeta con la que apuntó frenéticamente. Un grupo de personas, de viajeros nómadas con túnicas y mochilas lo observaban a varios pasos frente a él. Un hombre alto, de piel bronceada, delgado pero imponente, apoyado en un cayado los encabezaba. Era Él.

—Baja el arma, por favor. No necesitas apuntarnos —solicitó tranquilamente.

El aullador se movía nervioso, oscilando la escopeta con sus manos temblorosas, apuntando a todas las personas del grupo. Pero Él avanzó unos pasos, extendiendo sus manos limpias y desnudas. El aullador disparó al aire. Pero Él siguió firme, sin detenerse. Y volvió a hablar.

—Escúchame, no quiero que vuelvas a causar más dolor a nadie. Mírame a los ojos. No te voy a atacar —insistía para tranquilizarlo.

En ese momento mi agresor pisó mi cuerpo y me apuntó con el cañón sobre la frente. Él estaba cada vez más cerca, hablaba sin titubeos.

—Suéltala, no sabes lo que estás haciendo —insistía.

Alcancé desde el suelo a ver el rostro del aullador. Estaba irritado, a punto de desatar su furia. Él ya se encontraba casi a su altura. El confundido aullador lo apuntó directamente el cañón al pecho.

—¿No te das cuenta del dolor que has infligido? Mírala. Mírate. Déjame ayudarte. Nosotros nunca arrebatamos la vida a nadie. Confía en mí, tú tampoco lo harás hoy. Sólo si me dejas podrás perdonarte a ti mismo —imploró al aullador.

El hombre agachó la cabeza y me contempló con tristeza a través de esos ojos que antes ardían con rabia. En la cabaña su compañero gritaba a través de la ventana algo que no se podría describir ni como risa ni como alarido. Mi agresor contempló su cuerpo desnudo de cintura para abajo con un gesto de repugnancia. De su boca surgió una arcada que casi no pudo reprimir. Su arma cayó al suelo. Empezó a gemir y a balbucear como un niño. Y se dejó caer en los brazos de Él.

Su compañero salió de la cabaña arrastrando el cuerpo degollado de mi madre. Contempló, sorprendido y en silencio, a todos nosotros mientras blandía un ensangrentado cuchillo. Escupió en el suelo y, aunque en su negro corazón hubiera deseado arrancarnos la piel a todos, decidió no enfrentarse al grupo y saltó sobre una motocicleta. Arrancó furioso el motor dejando una estela de agudos aullidos. El otro estaba sollozando arrodillado ante Él. Susurraba «perdón, perdón, perdón…», con una entonación perturbada, frenética. El resto del grupo rodeó a ambos en silencio, esperando acontecimientos. Él sostenía y acariciaba la cabeza del aullador, con paciencia y ternura. Se incorporó y me buscó con la mirada. Me encontró apuntando al salvaje agresor con su escopeta.

—No deberías hacerlo. La venganza no es el camino ni la solución —me rogó.

—Mató a mi madre, me iba a… —dije entre sollozos.

—Te puedo ayudar a sanar el dolor que has padecido. Si nos acompañas, mis hermanos te protegerán. Pero si matas a este hombre te encontrarás completamente sola —me advirtió.

No me atreví a disparar. No puedo asegurar si en ese momento fue el miedo o sus piadosas palabras. De todas formas les di la espalda. El arrepentido aullador se incorporó y se abrazó a Él. Le dijo algo al oído, en susurros. Él hizo un gesto afirmativo y llamó a su hermano Aidan. Acompañó al aullador a un árbol, ató sus muñecas y pasó la cuerda por encima de una rama, tiró con fuerza del cuerpo y lo dejó suspendido. Balanceándose en el aire, el hombre nos miraba con una espantosa sonrisa en la cara, balbuceando de forma repetitiva una única palabra con una entonación tenebrosa y grotesca: «¡gracias, gracias, gracias…!»

Todo el mundo empezó a recoger sus cosas. Me sentía extraña. Me acerqué a Él y le pregunté algo confundida:

—Si lo abandonáis así, morirá. Habéis dicho que no tomáis la vida de los hombres.

—No le he impuesto ese castigó, él mismo me lo ha rogado para poder expiar su culpa —me contestó—. Ha elegido su penitencia, desea arrepentirse de todo el dolor que me ha confesado que ha cometido. Sólo puedo admirar su valentía.

Aún seguía sin estar segura de acompañarlos ya que me alejaría de lo que había sido mi vida y mi refugio. Volví a ponerme a su altura y le pregunté.

—¿Qué hacéis, a qué os dedicáis?

—Caminamos —me contestó tranquilamente.

Y así me uní a su marcha para siempre. Durante las siguientes lunas una imagen y un sonido me persiguieron en pesadillas: el cuerpo ensangrentado de mi madre y los estridentes lamentos del aullador. «Gracias, gracias, gracias…»

Los soles quemaban. Las lunas eran desapacibles. Yo los acompañaba pero seguía sintiéndome ausente y distante. Seguía teniendo miedo. Sin embargo, ellos querían que me sintiera cómoda, que los conociera. Es una pena que hoy los añore, que llore su ausencia. Al viejo Tadeo, cojeando, ayudando siempre a tirar del cargamento, a la pobre Tara, una mujer delgada con una energía inagotable… y a tantos otros que no sobrevivieron. Todos se llamaban entre sí hermanos. Así lo quería Él. Aidan, sin embargo, sí era su hermano de sangre. El ayudante, el confidente de todos, siempre por detrás de Él cumpliendo sus órdenes y haciéndolas cumplir. Recorríamos unas tierras secas, fragmentadas, de interminables páramos. La gente de las colonias se nos iba uniendo. Porque Él les convencía. Lo que Él decía se sumergía en nuestros corazones. Hablaba de ideas que me eran desconocidas. De amor, de solidaridad, de piedad, de misericordia. De un principio que le guiaba y que debía guiar nuestra existencia: compartir con cualquier semejante todo lo que tuviéramos. Nos enseñó que nuestros pasos tenían un sentido, una dirección. Era su profunda y tranquila voz la que seducía. Pero no siempre. Mucha gente tenía miedo, desconfiaban de otros nómadas, de los saqueadores que ya los habían asaltado entre gritos y aullidos. Pero el que entraba en nuestra hermandad nunca más abandonaba. Él nos reunía todas las lunas, entre hogueras, cerca de los oasis negros a oír sus historias del mundo pasado. Porque Él sabía por qué se transformó el mundo.

Él sabía lo que sucedió. Había viajado a tierras lejanas hacía mucho tiempo y contempló la revelación. Las imágenes y las palabras que dejó nuestro creador, nuestro Dios, de la caída del hombre. Descifró los símbolos grabados en antiguos lenguajes que habían sido olvidados hacía cientos de soles y lunas. Nos describió el rastro de Dios, las visiones de un mundo completamente diferente, perdido, desencaminado. Un mundo donde los hombres se habían construido un infierno para vivir en él. Donde la tierra no se cultivaba sino que era ocupada por cemento, piedra y acero. Donde hacían levantar prisiones para convertirlas en el hogar de los hombres. Donde el cielo se oscurecía con un humo corrosivo. Un mundo atroz en el que para desarrollarlo los hombres desembarcaban en otras tierras para arrebatárselas a sus habitantes. Donde los hijos de los arrebatados saciaban su venganza en la tierra natal de sus conquistadores. Y todo por una razón. Por el combustible que alimentaba esa vida infernal. Por la sangre que tenían que extraer de la tierra. Por el agua sagrada que llamaban entonces petróleo. Era el motor de aquella vida. Pero escaseaba. Las reservas se agotaban. Los líderes de los hombres hicieron construir miles y miles de demonios de metal. Y los lanzaron a los cielos. Para atraer a la superficie la sangre negra que necesitaban con avaricia. Esos ángeles metálicos sin alma que llamaban satélites escrutarían todas las tierras y todos los mares haciendo vibrar sus superficies y profundidades. El corazón del mundo tembló. Un latido que hizo estremecer las entrañas de la tierra… y la hizo sangrar. La tierra se quebró como un fino cristal. Las mareas y los terremotos sacudieron toda vida. Emergieron, como manantiales malditos, inmensas corrientes de crudo negro. La superficie que pisaban los hombres se había vuelto del revés. El agua de los mares se oscureció y las frías cordilleras ardieron con una devastadora lava. El agua cristalina de la lluvia se evaporó. Nuestra sagrada agua negra es lo que inundó todo. Lo que pisamos ya no es tierra, son sus escombros. Su grava, su madera, su acero fundido, sus cristales, sus huesos. Los restos de construcciones más altas que montañas. Él conoció este testamento de Dios y nos lo transmitía. Él reconstruyó el mapa olvidado del antiguo mundo. Y sabía cómo volver a recuperar la fertilidad de las tierras, dónde encontrar las antiguas fuentes. Era la ruta que nosotros íbamos a recorrer.

En esos tiempos, para mí, sus historias eran cuentos. No sabía cuál era mi propósito allí. Su hermano Aidan me intentaba consolar. Yo quería volver a casa. Alguna vez, Él me intentaba animar.

—Tienes que dejar esa pena atrás —me decía—. Viajas con nosotros pero tu alma no camina a nuestro lado.

Pero todo me seguía causando dolor. Durante el sol eran los pies doloridos. Durante la luna, cualquier ruido parecido a un aullido. Desconfiaba de todos. Hasta que llegamos al gran oasis.

Hasta entonces sólo había contemplado pequeños charcos o riachuelos. Descendiendo por un oscuro valle hallamos una gran extensión de lo que Él denominaba la sagrada sangre de la tierra, el líquido negro que era el antiguo combustible del mundo. Nos reunió a todos delante del oscuro lago y nos anunció a los recién incorporados que nos relajáramos y nos dejáramos llevar. Nos iba a invitar a reencontrarnos con el nacimiento de nuestras vidas, a descubrir nuestro origen en la tierra y en las aguas, a simbolizar la comunión entre el hombre y Dios. Se adentró varios pasos en el lóbrego elemento y fue llamándonos, extendiendo sus brazos. Recuerdo a Danielle dando un tímido paso adelante, descalzándose, deslizando nerviosamente los pies. Cuando estuvo a su altura, Él inclinó con cuidado su nuca y la sumergió. Se reincorporó boqueando, tosiendo, algo aturdida. Sus ojos brillaban en contraste con la negra capa que recubría su piel, su rostro irradiaba felicidad y a continuación se lanzó a los brazos de Él con emoción. El resto de hermanos fue acercándose a la orilla, con entusiasmo, cada uno siendo mecidos en las turbias aguas. Todos acababan abrazados, alborozados, empapados. Rebosantes de gozo y placer. Yo cerré los ojos. Me oculté entre el resto, acobardada. Sentí que Él me buscaba y su fuerte mirada se cruzó con mis avergonzados ojos. Se levantó la luna y acampamos. Cené rápido, agarré una manta y me puse a caminar por la orilla del lago. A evadirme, a pensar a solas. Sólo quería desaparecer. Él me encontró.

—¿Quieres hablar? —me dijo.

—Quiero huir y no sé a donde ir —le contesté.

—Quizá te parezca poco —me confesó—, pero lo único que ofrecemos los hermanos es compañía en este duro y solitario camino que es la vida.

—Tengo miedo… —sollocé.

—Acompáñame —me pidió.

Tomé su mano y nos adentramos en el agua. Estaba cálida pero su contacto me recorrió un escalofrío en la espalda. Colocó su palma sobre mi nuca y me sumergió la cabeza profundamente. El intenso olor del petróleo me ahogaba y su amargura me quemaba la garganta pero fueron unos instantes en los que mi mente se despejó y mis ojos se cegaron con la imagen de un brillante destello blanco. Sentía un nuevo renacer en mi piel y en mi entrañas. Volví a respirar. Estremecida, me agarré a su cuerpo buscando algo más que protección. Me observó. Sus ojos ya no tenían una mirada tierna sino un fulgor intenso que se encendía con la luz de la luna. Dejé que su boca recorriese mis pechos y mis labios. Sus dedos acariciaron mi pelo alborotado por las espesas aguas. Nuestras carnes se agitaban con las caricias de nuestras pieles aceitosas. Me levantó con sus fuertes brazos y, mientras me sostenía, le mordí los hombros en mi excitado frenesí. Me inclinó juntó a la orilla y me penetró con vigor, con furia, con dolor. Me entregué con delirio a su empuje y nos vaciamos y nos agotamos al abrigo de las aguas y la luna. Me despertó la luz del amanecer y su cariñoso beso. Me tomó la mano y volvimos junto a los hermanos. No nos dijimos nada. A partir de entonces comprendí que mi alma le pertenecía. Él me amaba. Nos amaba a todos los hermanos. Aprendí y acepté que compartía las lunas con la mayoría de las mujeres. Nos enseñaba al resto de hermanos que debíamos amarnos para engendrar las nuevas semillas, la descendencia que debía extenderse por todo el mundo, por el paraíso de Dios. Creía en todas sus palabras. Estaba convencida de que lo seguiría para siempre. Aún cuando nos esperasen tiempos sombríos de traición y muerte.

Divisamos las cuevas tras las duras jornadas en que rodeamos los grandes cañones. Hacía un fuerte viento y desde hacía varios soles unas negras nubes acompañaban nuestra ruta. Decidimos que, resguardados, podríamos esperar tranquilamente a recoger la lluvia. Entramos en las cuevas y encendimos unas antorchas. Sus paredes eran húmedas y el suelo resbaladizo. Había huellas y un marcado olor residual a podredumbre. En cierto momento Él nos mandó callar. A lo lejos se oía algo, voces y ajetreo. Nos acercamos más con precaución. El olor era más penetrante, la suciedad más visible. Nos debieron oír o quizá los asustó nuestra luz. Él avanzó con decisión y los alcanzó. A primera vista, todos juntos y acurrucados, me parecieron un asustado rebaño de corderos. Hacinados, apestando, gimiendo. Daban una profunda lástima. Se tapaban los ojos, les dolía la luz. Se abrazaban entre ellos con espanto. Niños, bebés, ancianos, jóvenes. Él nos pidió apagar las antorchas y se acercó a esas personas, compungido. Su hermano Aidan también parecía afectado. Me dijo que en sus viajes habían encontrado algún hombre salvaje como aquellos, sin contacto con sus semejantes. Los conocían como los aislados. Pero nunca habían visto a tantos. Personas que, seguramente, desde hacía generaciones, habían vivido incomunicados, con la capacidad de hablar atrofiada, que se habían apareado entre ellos, hermanos con hermanas, padres con hijas, hijos con madres. Una progenie de deformes, enfermos e inválidos que se alimentaba de carroña y Dios sabe de qué más.

Cuando Él vino a nosotros y nos anunció: «hay que ayudarlos, serán nuestros nuevos hermanos», enseguida se alzaron voces en contra. «Nos contagiarán enfermedades. Son salvajes. No se pueden controlar. Son espantosos. No sabemos qué nos podrían hacer. Serán una carga. No hay suficiente comida para todos». Él escuchaba pero agachaba la cabeza negando. Alzó la mano. Silencio.

—Nuestro propósito es dar a nuestros semejantes lo que tenemos. Saciar en lo posible el hambre y la sed, el dolor y la soledad. Sin distinción. Si los abandonáis yo me quedaré con ellos —sentenció.

Todos lo miramos, callados. La vergüenza atenazaba a algunos. A mí no, estaba completamente de acuerdo con sus palabras. Avancé unos pasos y de mi zurrón saqué algo de pan, manzanas y agua. Los aislados se agazaparon y me evitaron. Gemían lastimosamente, me atenazaban el corazón. Me acerqué a un pobre hombre enfermo que respiraba pesadamente. Estaba febril y no rehuyó mi alimento. Mientras, Él se dirigió al resto y los invitó a hacer lo mismo. Cada uno entregó lo que tenía. Alimento o consuelo. Los aislados empezaron a abrazarnos. Él estaba transmitiendo su mensaje, a los aislados y a nosotros. Cogió la mano de uno y empezaron a caminar. El resto de aislados seguían desconfiados pero, viendo lo que hacía el primero, empezaron a imitarlo y agarraron nuestras manos como niños perdidos.

Fuera nos recibió un cielo oscuro y amenazador. Caía lluvia. Primero pequeñas gotas, luego un torrente inmenso. Los gemidos de los aislados se tornaban en una esperpéntica risa. Volvían a sentirse renacidos. Y también nosotros. Nos bañamos en un frenesí de gozo mientras el sol estaba en lo alto. Él nos observaba satisfecho. Al salir la luna, sin embargo, su semblante parecía reflexivo. Su hermano estaba a su lado, comentando problemas y sugiriendo ideas para organizar la siguiente jornada. Aidan hablaba pero Él estaba ausente. Sólo acerté a oírle reflexionar: «Apenas hay mujeres, hermano, ¿dónde están sus mujeres?». Me percaté de que, efectivamente, entre los aislados había hombres de diferentes edades, algunas  niñas y ancianas pero ninguna mujer joven. «Las mujeres…» seguía repitiéndose.

No encontramos demasiadas colonias en las siguientes jornadas. Cada vez eran más pobres y desconfiadas, pocas nos ayudaban. La mayoría habían sido asaltadas y desvalijadas, sus tierras apenas tenían pastos. Se nos unieron muy pocos hombres y mujeres, sólo los más desesperados. Muchos veían a los aislados y nos maldecían y expulsaban sin miramientos de sus propiedades. En el silencio de las lunas se oían a veces espantosos y familiares aullidos. Todavía parecían lejanos.

Las marchas eran lentas y pesadas. Nuestra comunidad se había hecho muy grande y los aislados ralentizaban el ritmo. Por eso Aidan no quería aventuras. Cuando detectamos varias huellas de hombres y ruedas Él quiso comprobar su origen pero su hermano se inclinaba por evitar más incidentes. Pero Él insistió y todos lo seguimos. Las huellas nos acercaron a una gran construcción de hormigón y acero de dos pisos. Nos ordenó permanecer alejados en una colina y ellos dos se acercaron con sigilo. Había un vehículo cerca de la entrada. El tiempo pasaba y no sucedía nada. Inquieta, cogí unos prismáticos de la mochila de Aidan y vigilé la entrada. Después de mucho tiempo salieron ambos hermanos con gesto aturdido. Aidan tenía las manos manchadas de sangre. Salí corriendo y me los encontré discutiendo. Él trataba de consolar y tranquilizar a su hermano.

—Tienes que convencerte, Aidan. Es lo único que podemos hacer. Salvaremos vidas y no volverás a arrebatar ninguna… —acerté a oír.

Entonces no entendí de qué estaban hablando. Estaban concentrados en su dialogo y no se esperaban encontrarme. Aidan negaba nerviosamente y trataba de buscar algo con lo que limpiar sus temblorosas manos

—Está decidido, Aidan —interrumpió Él—. Volvamos con el resto de hermanos. Se lo voy a anunciar.

Nos reunió. No recuerdo sus palabras exactas ya que la ansiedad me volvía a paralizar. Simplemente nos confesó que nos dejaría por un tiempo. Que habían descubierto algo y para asegurar nuestra supervivencia en el siguiente trayecto no nos acompañaría. Volvió a bajar la colina y se fue. Me volvía a sentir sola en el mundo. Aidan se quedaba a cargo de dirigir el camino. Pero en su aturdido rostro ya se adivinaba el reflejo del sufrimiento y el pánico.

El paisaje, el clima. Los tensos silencios, los ruidos amenazantes. Todo se volvía más peligroso sin su presencia. Ya no encontrábamos colonias pobladas. La comida ya escaseaba. Y Aidan se refugiaba en una inquietante paranoia. Susurraba para sí, lloraba a solas. Musitaba cosas intrigantes. No dormía, vigilaba durante toda la luna. Yo me despertaba sobresaltada por los horribles aullidos que me estremecían en la oscuridad. La falta de comida y agua hacía delirar a algunos. Varios hermanos enloquecieron y nos abandonaron aún sabiendo que encontrarían la muerte en aquellas tierras yermas. Durante una luna me percaté de que Aidan no estaba en su puesto. No sabía qué hacer. Me acurruqué en la manta presa del pánico. Los aullidos eran más intensos, ásperos y desquiciantes. Estábamos abandonados. Cerré los ojos convencida de que no volvería a despertar de mis angustiosas pesadillas.

Un poco antes de la salida del sol, Aidan me despertó. La tranquilidad de saber que estaba con nosotros se esfumó por la inquietud que provocaba su tenso rostro. Reanudamos la marcha sin explicaciones. Al filo del atardecer paramos a descansar. Aidan me apartó del grupo y nos alejamos mientras me agarraba con fuerza de un brazo. Hablaba nervioso, histérico, atenazado por la confesión que le abrumaba:

—Encontramos a las mujeres, Daphne… sí, las mujeres de esos tullidos aislados… no puedes ni imaginar lo que hacían con ellas… esos hombres las secuestraron, las arrancaron de sus familias… sí, esos asaltadores que aúllan sin descanso… las secuestraban, sólo mujeres jóvenes, con edad para engendrar… las encerraban sin ver nunca el sol… ¿porque lo tuve que ver?… le dije a mi hermano que siguiéramos con su maldita ruta, que no nos desviáramos… no quiero que acabes como ellas, Daphne… las encerraban sólo para… no teníamos que haber entrado… moriremos… yo puedo salvarte… créeme, si hubieras visto lo que vimos… las encadenaban y sólo las mantenían vivas para… perdóname… esos hombres, los que aúllan, los que arrasan las colonias… las secuestran, las vigilan… ellos se turnan por grupos… hay decenas de ellas… sssh, no puedes hablar, sólo te lo cuento a ti porque quiero salvarte… Daphne, tienes que comprenderlo… pobrecitas, sólo vivir para eso… lo que debían sentir cada vez que oían los aullidos acercarse… no hay esperanza, no podemos luchar… Él y sus malditos mapas, ¿de qué nos servirán ahora?… ay, mi buen hermano… nos dejó solos… pero tú lo vas a entender… a lo que nos enfrentamos… les he ofrecido un pacto… sí, a ellos, a los aulladores… porque la alternativa es… dame fuerzas, no, no, no… bajo ese techo las desnudaban y encadenaban sus cuellos, sus brazos y sus piernas… he visto los ojos de esas mujeres, sus cicatrices, sus gritos de dolor… las violan, Daphne, por placer, por sadismo… durante varias lunas y soles… ja ja ja, ahora ya lo sabes… pero eso no es lo peor… las mantienen vivas… mientras su piel sea joven… engendran hijos en sus vientres… las tratan como ovejas preñadas… hay poco agua en esta zona, la han agotado toda… las quieren embarazadas… sólo por la dulce y maldita leche… las ordeñan, las exprimen hasta que secan sus pechos… y vuelta a empezar, vuelta a ser violadas, embarazadas, ordeñadas… los bebés estorban, no son útiles, los abandonan allí, los revientan, los dejan morir de hambre… pequeños cuerpecitos podridos junto a esqueletos de mujeres que han quedado inválidas, sin fuerzas para procrear… yo te evitaré ese calvario, Daphne… les tenemos que devolver a esas mujeres… Él se las llevó consigo, a un lugar seguro… iluso, fracasado, loco… me ordenó matar a los guardianes con mis manos… Yo… Él no hizo nada, simplemente nos abandonó para salvar a esas mujeres… nos ha condenado… puedo salvar a alguno de nuestros hermanos… están muy cerca, he hablado con ellos… sólo quieren lo que es suyo… los aulladores me prometieron… no te entregaré, Daphne, tú serás para mí.

Con los ojos encendidos Aidan me relataba aquel delirio. Quería huir, quería escapar pero me tenía bien agarrada. Intenté razonar y salvarlo de esa locura.

—¿Qué va a ser de nuestros hermanos? —le pregunté entre sollozos.

—Su destino está marcado, los aulladores elegirán quién vivirá. Serán misericordiosos con los que dejen vivos sólo si Él colabora. A los que les llegue la muerte será una bendición en comparación a lo que les esperaba —me dijo convencido.

—Nuestros hermanos… —rogué.

—La muerte está caminando entre ellos —admitió—. Ahora mismo estarán cayendo los primeros.

Corrí hacia el campamento asediado por los aullidos y los rugidos de los motores. El polvo y la arena apenas ocultaban un aberrante paisaje de destrucción humana. Los cráneos eran aplastados, los cuellos eran rasgados y arrancados, los torsos acribillados por armas oxidadas. Los primeros muertos tuvieron suerte. Las mujeres eran golpeadas para dejarlas inconscientes sobre la misma sangre de los muertos y eran seleccionadas una a una. A las débiles y las ancianas las decapitaban, a las jóvenes las desnudaban y las ataban en cadena. Los niños eran abandonados o aplastados por las ruedas. Era el fin de nuestro sueño. El principio de la desesperación.

Durantes dos soles estuvimos viajando en oxidados camiones siguiendo las indicaciones de Aidan. Acampamos en el punto señalado durante tres soles y tres lunas más. La espera era angustiosa pero sin incidentes, Aidan acordó que el resto de hermanos no fuésemos maltratados. Y a la tercera tarde Él apareció como una presencia volátil, recortándose frente al sol. Su semblante parecía frío y distante, al ver a sus hermanos no se mostró nada afectado. Aidan parecía decepcionado, pensaba que las mujeres aisladas lo acompañarían. Se acercó a Él, a embaucarlo con una retorcida mentira. Le intentó convencer de que nos atacaron, que nos robaron los víveres y que nos secuestraron. Pero que nos prometían conservar la vida a cambio de que Él les devolviera a las mujeres de los aislados. Y que nos ofrecían también ser parte de su tribu y ayudarnos mutuamente a subsistir. El silencio y la tensión esperaban su respuesta.

—Cuando se oculte la luna dirigíos al este —anunció—. Allí nos volveremos a encontrar y mis hermanos y los vuestros se unirán. Convocaré a las mujeres que os pertenecen y volverán con vosotros.

Tras hacer el anuncio, dio media vuelta y se fue. Ninguno de los nuestros quiso decir nada, la decepción era evidente en los ojos de mis hermanos. Yo seguía manteniendo la confianza, era lo único que tenía.

Viajamos junto a toda la tribu de aulladores siguiendo el camino que Él nos indicó. Lo encontramos al pie de una gran laguna de agua negra, esperando junto a la orilla. Los aulladores gritaron acelerando sus vehículos. Nos bajaron a todos. Su líder se puso a su altura, bufando a través de su aliento de muerte.

—Nuestras hembras… —reclamó.

—Antes debemos confirmar nuestro pacto —le contestó Él —, si vais a ser parte de nuestra hermandad habréis de participar en nuestro bautismo. Dejad a los míos a mi lado y bañaos en la sangre de la tierra.

Los aulladores rugieron y rieron haciendo gestos obscenos. Aidan, con semblante serio, les hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Los hombres y mujeres de la tribu se miraron y empezaron a discutir entre ellos. El líder empezó a empujar a alguno de los suyos y penetraron en el agua de forma despreocupada, entre bromas y peleas, para cumplir la apariencia. Cuando se encontraron todos dentro del negro oasis, su líder se puso delante, cruzó los brazos y señaló con impaciencia con el dedo.

—¡Tráeme al resto de las hembras! —bramó con furia.

—Jamás —respondió Él.

—Arrastraré tu cuerpo hasta hacerte hablar, hombrecito —amenazó el aullador.

—No volverás a herir a nadie —y alzando los brazos al cielo exclamó con una voz potente y profunda—: ¡arded!

De sus manos estalló un fulgor que dirigió contra el pecho del líder. El cuerpo de éste empezó a arder y las llamas rápidamente se extendieron a velocidad vertiginosa por toda la espesura negra en la que estaban atrapados los aulladores. Un torbellino de fuego los devoraba, consumiéndose en espantosos gritos de agonía, desintegrados al final en un humo diabólico. Sus vehículos, que contenían los últimos víveres que nos quedaban, estallaron. Los nuestros huyeron despavoridos de la violenta escena. Aidan se cruzó por delante nuestro, desesperado, furioso. No era lo que quería, su plan había fracasado. Desenvainó un cuchillo y se enfrentó a Él, cara a cara.

—¡Has destruido todo! Iban a ser nuestros protectores, nuestra última esperanza de sobrevivir —se lamentaba—. Les has arrancado sus vidas, asesino.

—No lo comprendes, Aidan. Estaban más allá del perdón, hermano. Ven —le rogó—, quiero que enmiendes tu error.

Aidan se acercó nervioso empuñando el cuchillo y… se derrumbó en sus brazos, abatido, arrepentido. Él le consoló, le susurró al oído. Qué le diría, qué le pediría… nunca lo sabremos. Aidan se enjugó las lágrimas y le entregó el cuchillo a su hermano. Sólo le entendí un emocionado «gracias» y se dio la vuelta y se dirigió andando hacia el lago de llamas. Caminó entre ellas como si se bañara en las aguas y, después de unos tambaleantes pasos, su cuerpo se desplomó sobre las ardientes cenizas.

Fui la única que se encontraba junto a Él. Posiblemente la persona que ha sido testigo del único momento de fragilidad de su espíritu. Lo sostuve con mis hombros, su alma se estaba derrumbando. Las últimas decisiones, las dudas, la culpa y la incertidumbre parecían cicatrizar su cara. Encontró mi oído para aliviar su dolor.

—Siento que mis pies han encontrado el final. He cometido los peores errores que mi conciencia y mi corazón pueden soportar. Reúne al resto de hermanos, Daphne. Quiero despedirme de todos vosotros.

 Obedecí sus órdenes. Nos reunimos en el oasis y al poco apareció Él acompañado de las pobres mujeres aisladas a las que había estado protegiendo. Nos abrazamos con emoción a ellas, tan tiernas y frágiles. Él nos interrumpió y tranquilamente, frente al oasis de fuego, nos anunció su despedida:

—Estáis muy cerca de bendecir este mundo con vuestra hermandad y honrar este paraíso. Yo no seré testigo pero no temáis, habéis crecido, habéis resistido muchas pruebas y obstáculos. Quiero que descanséis y recuperéis el aliento. Yo os daré fuerzas. Tomad de mí el sustento.

Empuñó el cuchillo y se acercó al fuego. Se desprendió de su ropa, deslizó la hoja sobre unas llamas y se tendió en el suelo. Con un corte superficial desgarró parte de la carne de su muslo y la acercó al fuego. Apenas pudimos contener nuestros gritos pero Él, dominando el dolor, invitó a acercarse a una de nuestras hermanas. Sujetó su mano y le acercó la carne a la boca. Seguimos llorando y gritando pero Él nos fue solicitando a todos y cada uno que nos alimentáramos de su cuerpo. De su torso, de sus piernas, de sus costados y de su espalda, de sus brazos mientras pudo sostenerlos. Nos dio vida, su vida, para que sus hermanos continuaran caminando. Yo me quedaba atrás, paralizada, ahogada en mis lágrimas. Casi agonizando, mientras el resto se consolaba mutuamente, me llamó en un susurro y deslizó su palma sobre la mía.

—Tienes que mantenerte firme, pequeña Daphne. Tienes que encabezar a tus hermanos y ayudarlos a seguir en pie. En tu vientre hay una semilla, cuídala y cuida también de los otros. Para eso debes dejar que desaparezca para siempre tu pena, tu pena…

Se fue. Ese fue su último suspiro. Sus palabras resonaban en mis oídos. Entre mis brazos pereció su pálido cuerpo, desbordado de sangre y vísceras, desgarrado hasta lo más profundo en sus carnes y en su alma.

Volvimos a caminar. Recorrimos las últimas tierras que marcaban sus mapas, donde permanecían en pie las últimas fuentes. Las oxidadas máquinas del antiguo mundo que perforaban la corteza para extraer la sangre de la tierra, el antiguo petróleo. Campos y campos enteros cubiertos de picudas torres de metal abandonadas. La mayoría estaban derruidas, inactivas, pocas quedaban en pie. Durante soles nos empeñamos en hacerlas funcionar y activamos su penetrante movimiento vertical. Desconocíamos cuál era el objetivo final y no conseguíamos ningún resultado. Ya éramos pocos los hermanos que habíamos resistido y  la esperanza se desvanecía. Hasta que durante una luna, del agujero excavado, emergió algo. Agua. Cristalina. A raudales. El milagro se había cumplido. Tierras que serían fértiles. Él lo sabía. Habíamos recuperado el rastro del paraíso que Dios nos había entregado.

Soy la última de los hermanos que llegaron a estar en su presencia. Hemos cultivado su semilla en nuestras tierras y en nuestros vientres y ahora somos legión. He predicado su palabra desde las últimas fuentes hasta las orillas de los mares más remotos. Y seguiré caminando. Para lograr que todos los hombres compartan sus bienes con los necesitados. Para que las negras aguas sagradas sigan simbolizando nuestra hermandad. Para que la penitencia borre la culpa de los pecadores. Para que el fuego arda con justicia en el cuerpo de los traidores y de aquellos que no respeten la vida ni las tierras. Hoy celebramos su gloria saciándonos con la carne que uno de nuestros hermanos va a entregarnos en sacrificio.

Él nos ama.

Caminad. Predicad su palabra.

En Él creemos.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Señor Levast, sólo deseo que no viva para ver un futuro como el que ha pintado con maestría: post-apocalíptico de verdad 😉

  2. Tai y Chi dice:

    He de confesar que tus relatos son los que más me gustan de todos. Y este como no me ha encantado. Sobrecogedor.

  3. SonderK dice:

    simplemente espectacular, una religion en estado puro, supervivencia y mezquindad, cuando sea mayor quiero escribir como tu «hermano»

  4. levast dice:

    ¡Qué gusto da leer comentarios así! Gracias chicos. Sobre el relato, admito que el mundo del Evangelio es violento y desesperado pero el que deja el triunfo de Daphne y los suyos también tiene un punto inquietante y sombrío.

  5. marcosblue dice:

    Ese ritmo de frase, punto, frase, punto se te mete hasta los tuétanos. El simbolismo que subyace respecto a alguna religión que conocemos, ambientado en ese mundo de lagos de petróleo, me parece, sencillamente, genial. Un relato que pone los pelos de punta, hermano, muy bien construido y narrado con un pulso alucinante.

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