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El espectro de Sulphurtown

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¡Beban, beban, damas y caballeros! ¡Niñas, niños, abuelas y abuelos! ¡Gatos, ratones, bueyes, caballos y perros! ¡Beban el prodigioso elixir del Doctor Alcides Mertbold, el increíble elixir de la fuerza y del talento! ¡Que le duele un pie, escánciese, que le duele el lumbago, échese un trago, que no cumple con hombría, beba, beba, verá que le toca su señora la carga del Séptimo de Caballería! ¡Observen, observen a ese chucho pulgoso…!

—¡Cuéntanosla otra vez, Sam!

—Ya se la he contado varias veces, caballeros.

—¡Venga, hombre, no seas cruel con la parroquia, andamos aburridos en este pueblucho! ¡Sirve una ronda para todos y cuéntanos esa puñetera historia!

—Como gusten, caballeros.

Lo que les narro sucedió hace tantos años que yo aún era un hombre vigoroso… el tiempo no perdona ni un centavo que le debas; no se rían, caballeros, que algún día a ustedes también les bailará la dentadura postiza. Su llegada coincidió con aquella espantosa ola de calor. Nunca los habitantes de Sulphurtown habíamos padecido semejantes cincuenta y cuatro grados a la sombra. Parecía que las lagunas de azufre que, como saben, dan nombre a la población y que, como saben, se hallan a más de ochenta millas de distancia, se hubieran derramado enteramente por estas calles.

Era el atardecer. Lo recuerdo bien. Se bajó de un caballo grande, fuerte y oscuro como un bisonte de los Apalaches, levantando una polvareda espesa bajo sus botas tejanas. Vestía de negro, con un chaleco de terciopelo color burdeos, un sombrero Open Crown de pelo, un enorme revólver LeMat del 56, de 9 cartuchos —uno de esos cañones sureños— asomándole por la pantorrilla, y un chaquetón de cuero que nadie habría sido capaz de llevar encima con esos calores, y menos a esas horas, pues por la noche subía todavía más la temperatura. Pero no sudaba ni una gota, se lo puedo asegurar.

Sus espuelas sonaron con un lento compás metálico mientras entraba en el Saloon. Apoyó un codo en la barra, me miró de soslayo y señaló una botella de whisky de cactus, rechazó el vaso que le ofrecí y se embuchó la mitad del contenido del primer trago. Chasqueó la lengua y se dirigió con una voz pausada a los presentes, que le contemplaban en silencio con cara de coyotes hambrientos, con la mitad de los dientes por fuera de los labios y con la mano acariciando la culata de sus respectivas (armas, se entiende).

—¿Alguno conoce a Jhonny Malero?

Hubo un perceptible retemblor entre los coyotes. Aquel nombre no nos resultaba grato. Cameron Rat, altivo, ya le conocéis —el otro día le volvieron a partir una pala en la cabeza, a su edad— escupió una bola de tabaco y exclamó:

—¿Al hijo de Satanás? Por qué lo buscas, forastero, ¿es amigo tuyo?

El forastero se bebió de un trago el resto del whisky y chasqueó de nuevo la lengua mientras me señalaba otra botella.

—No. He venido a matarlo.

Cameron Rat soltó una carcajada de buitre y se metió un desproporcionado taco de tabaco —miren, la rima— en la boca, observándole fijamente sin decir palabra, pero retándole y menospreciándole cada vez que masticaba. Al forastero, caballeros, no parecía importunarle, bebía whisky como no he visto beber en mi vida humana, ni volveré a ver. En ese momento nos dimos cuenta de que llevaba otra cartuchera a la izquierda de la cintura, pero vacía. Una cosa rara.

La aparición del forastero y sus intenciones llegó de inmediato a oídos del Sheriff, que hizo acto de presencia bamboleando sus ciento veinte kilos a un lado y otro de su mugrienta estrella, remangándose las pistolas y sudando a chorros. No se sabía si empuñaba el Winchester o, simplemente, lo llevaba bajo el brazo por si se vencía hacia adelante poder apoyarse en él antes de aplastar la tarima. Se plantó con ínfulas de héroe delante del forastero —mirando por el rabillo del ojo a la parroquia y a su ayudante, que sostenía una escopeta de cartuchos— y le espetó, sorbiéndose los mocos, sujetando el rifle y pasándose el pañuelo por la frente, todo a la vez: «¿Cómo te llamas, forastero?».

—Gail Keepa —dijo él, señalándome otra botella. Yo estaba encantado, hacía mucho que el stock de whisky de cactus no tenía alegría. Y por si acaso se negara a pagar, ahí estaban todos esos coyotes que, como saben, están enterrados ya la mayoría de ellos.

—¿Por qué andas buscando a Jhonny?

—Mató a mi hermano —ladeó la cabeza, chasqueó la lengua—. A mi hermano… gemelo.

—Vamos a ver, amigo —dijo el Sheriff escurriendo el pañuelo, la temperatura subía por momentos—. Ni nos gusta Jhonny Malero, ni nos gusta nada que tenga que ver con él, ni nos gusta que nadie nos importune, bastantes problemas tenemos ya, amigo.

—¡No nos gustan los forasteros! —exclamó Cameron Rat escupiendo. La verdad es que me alegro de que este tipo esté en una silla de ruedas, me dejaba el suelo hecho un asco.

Por primera vez le vimos los ojos. No tenían expresión ninguna, pero eran duros como el acero. Un pesado matiz de tedio y un reflejo de tristeza.

—A mí tampoco. Yo no tengo patria, para mí todos vosotros lo sois.

Cameron Rat sacó el revólver. El primer disparo de Gail se lo arrebató de la mano, los siete restantes se dedicaron a hacerlo bailar por el aire.

—Me queda una bala, ¿te apetece masticarla, vaquero? —su voz era tan lenta como el humo que exhalaba el cañón de su pistola.

—¡Tranquilidad, tranquilidad…! —el Sheriff escurría el pañuelo sin cesar, al ayudante le temblaba la escopeta en las manos—. Vamos a ver… ¿Gail, no? Tranquilidad, ¡Cameron! ¿Eres tonto, hijo? Veamos, a ti Jhonny Malero no te cae bien, lo cual es una suerte, visto lo visto. A nosotros tampoco, pero el hecho… ¡Cameron, el tiro te lo voy a dar yo, deja ya de escupir! ¡Sam: dile algo! El hecho es que ya no está aquí, busca en otro sitio. Déjanos en paz, déjanos en paz con nuestros asuntos.

Me acuerdo de su expresión. Es la sonrisa menos parecida a una sonrisa que he visto en mi vida.

Nuestros asuntos tienen que ver con el Espectro, ¿verdad, Sheriff?

Al ayudante se le soltó el dedo y descerrajó compulsivamente una descarga sobre el sombrero de su jefe —los nervios, caballeros, después de la úlcera, son lo peor de la existencia.

—¡Jewediah, te mataré con mis propias manos! ¡No gana uno para sombreros, diantre! Y usted… ¿Gail, no? ¿Y usted qué sabe de ese Espectro?

—Más de lo que cree, Sheriff. El Espectro y Jhonny Malero son la misma persona. Está aquí. Es uno de vosotros. Si hay algo que sabe Jhonny Malero, es mimetizarse —miró a Cameron, me señaló otra botella de whisky de cactus—. Y no me iré hasta que lo haya mandado al infierno.

No se fue, caballeros, no se fue. Se alojó en el hotel de Betty Pretty Legs. Todas las noches la oíamos gritar. Y esto nos tenía preocupados, porque hasta entonces, a Betty Pretty la habíamos oído fingir los gemidos, pero gritar así, no la habíamos oído. Se pasaba los días en este Saloon, dentro de ese insoportable chaquetón de cuero en medio de ese insoportable calor que nos derretía la carne misma del cerebro. Aquí, el más valiente, andaba en mangas de camisa. Pero a él no parecía importarle la canícula. Casi nunca le veíamos los ojos; les confieso, caballeros, que era un alivio no vérselos, provocaban inquietud. Tuve que pedir una partida de aquel whisky que ya no bebían ni los obreros de la Western Union, los que se dejaban el lomo en los raíles. Hicimos amistad; sí, caballeros, amistad de la buena. Me contaba cosas que yo… nunca le he confesado a nadie.

—¡Pero si nos las has contado cien veces, Sam!

—Es una forma de hablar, caballeros, hagan el favor de no interrumpirme que pierdo el hilo.

Y hablando de hablar y de contar, habló con el Sheriff, que le contó lo de cuando vino Jhonny Malero. Le explicó que recibimos un telegrama del Marshall de Penny Lane avisándonos de la llegada de ese criminal. El pueblo al completo se preparó para darle un recibimiento a medida. No hubiera podido entrar ni el mismísimo General Lee con sus siete divisiones. Y apareció Jhonny Malero a caballo, por esa calle que ahora tiene esas aceras tan bonitas, vestido con un poncho y un sombrero mexicano. El Sheriff gritó: «Si eres Jhonny Malero, vete, ahora que puedes!» y él, que no cabía duda de que era el interfecto nombrado, exclamó: «Echadme». Para cuando quisimos soltarle la primera bala ya habían caído tres de nosotros. A la segunda bala, ya eran seis los muertos, algunos de ellos rebotando hacia el suelo desde los tejados, y para la tercera bala que quisimos incrustarle, sumábamos ya nueve fiambres. El espanto. Recargó el revólver galopando como un loco y provocó el caos, desde luego hacía honor a su fama —no en vano le llamaban el hijo del demonio— esto no se le puede discutir. Nos hizo trizas, pero conseguimos reponernos, porque éramos cuarenta y tantos, y le descargamos una andanada que no me explico cómo logró salir vivo. Caballeros, aún hoy no me lo explico. Y huyó, dejando dieciocho cadáveres en esa misma calle que ustedes ven. Descubrimos un rastro de sangre, por lo menos un plomo le metimos. Le perseguimos, pero no le hallamos, su rastro se perdió entre las peladas cornamentas del desierto. Desistimos. Lo que padecimos, ni se lo imaginan. Y perdonen la retórica, caballeros, así fue tal cual lo vivimos.

—Dieciocho muertos— dijo Gail Keepa—. Dos cargadores de un LeMat del 56, ni una bala en balde. Ése era mi revólver. —El Sheriff observó la cartuchera vacía y escurrió el pañuelo, ni una sandía estrujada suelta tanto jugo— No se preocupe, Sheriff, si yo fuera Jhonny Malero, estarían todos muertos. ¿Cuánto hace de eso?

—Tres años, más o menos.

—¿Y cuánto hace que apareció el Espectro?

—Unos seis meses, semana arriba, semana abajo. ¿Hace mucho que le persigue?

—Mucho tiempo, Sheriff, mucho tiempo…

—¿De dónde sale usted, Gail, si no es indiscreción?

—De un lugar tan lejano que tardaría toda su vida en llegar a él. ¿A quiénes mató?

—Bueno… a Fisher, el barbero, a Carl, el del almacén de maderas, a Rudolph, el enterrador, a Sebastian, el herrero, al chino, que no me acuerdo cómo se llamaba, a Beckett, el pianista, a mi antiguo ayudante que en la gloria esté, el padre de ¡*#*! Jewediah, a Ted, el sacamuelas, a…

—¿Tiene una lista? —El Sheriff afirmó— Démela. Los que llegaron después para cubrir esos puestos, ¿son gente de fiar?

—¡Oh, sí! Un pueblo no puede estar sin, digamos, un barbero, compréndalo. Enseguida vinieron hombres de bien, por el trabajo. Pero son gente de bien, se lo aseguro. Se han integrado… Mire, en confianza, el nuevo barbero, Glenn, está casado con mi hija, ¡un tipo estupendo!

—Es uno de ellos. Cualquiera de ellos. Ha vuelto para vengarse. Incluso puede que sea Glenn, Sheriff.

—¡Oh, no, imposible, usted no conoce a mi yerno…!

—Quizá usted tampoco lo conozca. Usted no conoce a Jhonny Malero.

Daba vueltas por el pueblo, como un fantasma negro. Cada vez hacía más calor. Iba a la herrería, se afeitaba en la barbería, se daba un baño en el Hotel Nuevo, compraba clavos en el almacén —luego me los regalaba—, hacía gritar a Betty Pretty, se pulía las cajas de whisky de cactus, le cambiaba las herraduras a ese caballo enorme que nos contemplaba como si nos fuera a devorar en cualquier momento…

Un día le abordó el enterrador, un individuo enjuto de nariz aguileña.

—Disculpe, yo vi a Jhonny Malero, en cierta ocasión, en Northfortville. Es por ello que me veo en la obligación de tomarle medidas.

Gail asintió con esa sonrisa extraña, mirando al horizonte.

—Dicen que mató a su hermano gemelo. ¿Se parecía mucho a usted? —Gail giró levemente la cabeza hacia el enterrador— ¡Oh, perdóneme, soy un entrometido; hablo demasiado! Uno ochenta, por cincuenta… es usted un hombre fornido, espero no tener que hacerle un ataúd, gastaría una considerable cantidad de madera —el enterrador se sonrojó—. ¡Le vuelvo a pedir disculpas, no pretendía ser descortés!

—No se preocupe, enterrador. Cumpla con su oficio.

Esa tarde me dijo, aquí, en esta barra, mirándome a los ojos: «¿Qué recuerdas de Jhonny Malero, Sam?». Le serví una botella de whisky, yo sentía una gran desazón por dentro, pero como soy negro y tengo ritmo, no se me notaba. Le dije: Una persona robusta y fuerte, caballero Gail, por lo que recuerdo. Tenga en cuenta que yo, después del tirachinas, no había vuelto a empuñar un arma, y cuando entró en el pueblo yo estaba parapetado detrás del carro del alcalde y me temblaba todo. Pero sí, era un hombre de los que dan miedo nada más verlo. Con unos brazos musculosos, y manos como cepos de lobo. Con unos ojos feroces. Casi tanto como los suyos, caballero Gail… «¿Qué sabes del Espectro?», me interrumpió. Yo, lo que todos, le contesté. Que desde hace unos meses violan a mujeres, matan a hombres, queman los campos de trigo, degüellan al ganado… Este lugar se ha vuelto insoportable, caballero Gail, se ha convertido en el burdel del infierno, ya nadie confía en nadie, estamos aterrados, nadie se siente a salvo. «¿Alguien le ha visto?», me dijo; por las noches comete sus atrocidades, le dije, nunca de día. Los pocos que le han visto y viven para contarlo dicen que es una calavera, el demonio en persona, que no tiene carne en la cara, ni nariz, su cabeza es el cráneo pelado de un muerto, sus víctimas conservan tal expresión de terror, aún frías, que no se puede describir… ¡Qué calor, santa madre que me dio el ser! ¿Otra botella?

—¿Quieres oír una historia, Sam?

—Como guste, caballero Gail.

Y me contó la historia y yo, la historia, se la cuento a mi manera. Por lo visto Jhonny Malero era un maestro del disfraz, podía tomar muchas apariencias. Por eso Gail Keepa tenía la certeza de que estaba entre nosotros. Además de un asesino sin piedad, era vengativo, cruel y desaforado. Todo lo que me contó el caballero Gail, santa madre de los pecadores que somos, no está en los escritos, así que sólo les relataré algunos episodios. Procuren que no se les soliviante el espíritu.

—¡Sirve otra ronda, Sam, que te espesas!

Después de trabajar en un circo, donde debió de aprender a disfrazarse, lo echaron por estrangular al domador de serpientes enroscándole una cobra al cuello, por un asunto de faldas —por lo visto la mujer barbuda, sin barbas, daba que hablar—. A partir de ahí, siendo ya un proscrito, cometió un sinfín de delitos menores hasta que dio el salto a cosas mayores. Durante una época liquidaba a los encargados y los jefes de postas del Pony Express y se vestía con su atuendo. Cuando llegaba el Pony Express, se cargaba al confiado jinete y se quedaba con todo lo que llevara la montura, a menudo letras de cambio muy valiosas, y pagarés que luego hacía efectivos. Se creó una psicosis y de aquí a Massachusetts no había correo que se atreviera a acercarse al puesto de refresco. Tuvieron que poner una escolta de cuatro hombres al Pony Express, de manera que las cartas llegaban antes en mula, porque el Pony corre mucho y la escolta, con sus gruesos caballos, muy poco. El gobierno cayó en la cuenta de obviar la escolta y, en cambio, reforzar con veinte guardias cada posta y esa fue la razón de que, no lo recuerdan porque ustedes aún andaban mamando las leches de sus madres, nos costara enviar una carta más de ¡cuarenta y ocho centavos! Luego asaltó un tren poniéndose en el lugar del maquinista —el ayudante fue usado como combustible—, lo paró en mitad del desierto donde esperaban sus cinco compinches, bajaron a todo el pasaje y no dejaron pasajero vivo, ni siquiera a un pastor protestante que les perdonó, aunque protestando, justo antes de que le cortaran el pescuezo. Cuando se repartían el botín alrededor de una hoguera invitó a sus cinco compadres a un puro para celebrarlo. Y el puro, después de tres caladas, les estalló en las narices reventándoles las cabezas —ya tuvo que tener tino, el individuo, para hacer el cálculo de las mechas y el orden de encendido—. Se apropió de todo el botín y se dirigió a River Village, una población ya por aquel entonces significativa, disfrazado de viuda rica. Ingresó importantes sumas de dinero en el banco principal de la ciudad, y no me pregunten, caballeros, no me pregunten, el director del banco, que era viudo, se enamoró de la viuda. Con la promesa de una noche apasionada y un futuro hogareño, le invitó a su casa y aún hoy le están contando los agujeros que tiene en el cuerpo, el viudo. Tomó las llaves del banco y al día siguiente encontraron dos telarañas en la caja fuerte, por decir algo, y al tipo que regentaba el negocio de alquiler de carros metido boca abajo en un barril de agua, y un carro menos. Ya había conseguido que doce Marshalls fueran en pos de él; lo habían baleado, igual que luego hicimos nosotros, en diversos lugares y circunstancias, pero parecía ser que las balas jamás le alcanzaban, por muy de cerca que se las disparasen. Así empezó su leyenda. Decían las gentes que era inmortal, que era el hijo del demonio. Me van a permitir que me eche un trago.

—¡Nos cuentas cada trola, Sam! ¿Cómo sabes tú que todo eso es cierto?

—Lo sé, caballeros. Lo sé.

A Chappeltown llegó con el aspecto de un comerciante (entiéndase, de un charlatán) en un carromato, vendiendo a centavo un elixir maravilloso que daba fuerza y rejuvenecía mágicamente. Cuando vieron que un perro pulgoso, tras haber lamido el tapón de una botella, se liaba a dar saltos y hacer cabriolas por el aire, lo probaron todos, grandes y pequeños, sanos y enfermos, y no quedó individuo que no se tuviera que sujetar las tripas para que no se le salieran por las narices. Tranquilamente expolió todas y cada una de las casas, dando patadas a aquellos infelices que se retorcían por los suelos como culebras, envenenados con una mezcla de zarzaparrilla y peyote y cagándose hasta en, perdónenme la expresión, la madre que parió a las zarigüeyas. Lo de Chappeltown fue sonado, léanse las crónicas, caballeros, léanselas, pero más lo fue lo de los cuáqueros. Trabó amistad con uno de los pocos que bajaban al pueblo a proveerse de herramientas y utensilios, esto sucedió en Hastingmore, e ingresó en la congregación. Como meter una comadreja en la conejera. Fuego, caos, desolación, miseria, abusos, atrocidades. A las siete de la tarde llegó, a las siete de la mañana se fue, diezmando a un asentamiento de más de doscientos individuos, muchos huidos, casi todos muertos. Pero el viejo patriarca, su hija y un sobrino, sobrevivieron milagrosamente. Los cuáqueros son pacíficos…

—¿Cómo es que había cuáqueros tan lejos de Pennsylvania, Sam?

—Porque cuáqueros hay hasta en la sopa, caballeros. lo que pasa es que no se hacen notar, ¿prosigo?

Como iba diciendo, los cuáqueros son pacíficos, no estaba en sus intenciones tomarse la justicia por su mano, sería ofender al dios. No obstante el viejo patriarca contrató, con un dinero que ocultaba en un cajón enterrado en los maizales, a veinte matones. Sin tocar el dinero con las manos, les pagó bien, a aquellos miserables convertidos en justicieros —le violaron a la hija antes de irse, ¡ojalá estén colgados de una soga, ellos y todos los de su calaña!—. Pero estos perros sedientos de sangre dieron con Jhonny Malero, la mala hierba crece junta, lo acorralaron en un bosquecillo cerca de Campsvire y le soltaron plomo a bocajarro como para tender raíles hasta Ontario. E, inexplicablemente, escapó. Aseguran que se lo tragó la tierra. Creyeron haberlo matado, pero ya ven que no es así.

—¿Y qué hacía con tanto dinero, Sam?

Tal cual lo ganaba, tal cual lo gastaba. Compró jueces, mujeres, pueblos, alcaldes —bueno, comprar alcaldes tampoco tiene mucho mérito, seamos sinceros—. La mala vida, con dinero, resulta confortable. Incluso viajó a Europa. A Londres en concreto, se hizo llamar Jack. Volvió. Fue a caer aquí, maldita sea nuestra suerte. Convirtió nuestra apacible rutina en una penitencia. Estábamos peor que los indios de la reserva de St. Louis, aquellos que acabaron alcoholizados perdidos pasándose a machete unos a otros.

—¿Los que hicieron un Tótem al Gran Jefe con el pellejo del Gran Jefe?

Los mismos, que ya ni visten, ni calzan. Es un decir, caballeros. Por las noches no se atrevían a salir a la calle ni las polillas, por miedo a ser asesinadas. Ahí fue cuando engordó el Sheriff, de ansiedad, con decirles que antes de aquello pesaba sesenta y dos kilos…

«¿Cuántas botellas de whisky te quedan, Sam?», me dijo un atardecer. «Una», le dije yo. «Guárdamela», me dijo él. «Necesito hacerle una visita al enterrador, tengo un mal presentimiento», me dijo. «Aún no me ha pagado la cuenta, caballero Gail», le dije, «lleva usted ciento ocho botellas» —uno no puede evitar ser barman, por mucha amistad que haya—. «Te pagaré», me dijo. Y yo ya no dije nada ni él dijo nada más. Tenía una mirada que ardía como el aire mismo. Cameron Rat se lo cruzó en la puerta y se tragó la bola de tabaco. Hacía un calor horroroso, sudaban hasta las cucarachas, y él con su chaquetón de cuero negro y su sombrero negro de pelo negro, impasible. Y ese caballo inquietante de ojos rojos atado ahí, sin comer, sin relinchar. Sólo de recordarlo se me empapan los sobacos. Discúlpenme el aroma, caballeros.

—Enterrador…

—¡Señor Gail, cuánto honor!

—Hace calor, ¿verdad, enterrador?

—Un calor abrasador… —el enterrador sonrió de oreja a oreja enseñando dos hileras de dientes amarillos—. ¿Desde cuándo lo sabes?

—Nunca he conocido a un enterrador que fuera amable, enterrador. ¿Dónde está mi revólver?

—En el cajón de la mesilla, al lado de ese ataúd de caoba.

La temperatura subió de golpe. La madera de las paredes crujía al dilatarse. La nariz del enterrador se empezó a derretir y un pegote informe cayó al suelo, dejando en su rostro una espeluznante imagen cadavérica, con los alveolos nasales descubiertos. Se miraban como si el demonio se contemplase en un espejo. Y en ese momento Gail Keepa sintió cómo un tremendo cuchillo de trampero, salido de no se sabe qué manga, se metía dentro de su corazón hasta que las cachas se le juntaron al pecho. El enterrador se quitó una peluca rancia. Ahora sí que era la visión del mismísimo Espectro de Satanás.

—Así que te llamas Gail. No sabía que aquel desgraciado tuviera un hermano gemelo. ¡Qué familia, qué trabajo dais!

—Jhonny Malero… —Gail chasqueó la lengua, mirándole.

—¡No sabes lo que yo he pasado! Estos canallas me reventaron la nariz de un tiro. Cuarenta contra uno, ya les vale, ¡qué valientes! Casi me achicharro en el desierto. Conseguí llegar a las lagunas de azufre, un lugar solitario ¿verdad?, y allí me quedé, comiendo arañas y lagartos, dejando pasar el tiempo, preparando mi venganza. ¿Ves qué fácil? Un poco de cera y una peluca y, noche tras noche, los iré matando uno por uno, hasta que en este maldito pueblo no queden ni las ratas. Has interrumpido mi tarea, Gail, y eso me molesta —apretó aún más el cuchillo, sonriendo exageradamente—. Pero he aprendido las inmensas virtudes de la paciencia. Adiós, señor Keepa, ha sido un placer conocerle. Salude a la familia de mi parte.

—¿Sabes Jhonny? —Gail lo miraba a los ojos, apenas podía hablar—. Aquel día, cuando… mi hermano, hice un pacto con el Diablo, le pedí encontrarme algún día contigo, así, cara a cara…

—Pero seguro que no te lo habías imaginado así. El Diablo es un tipo imprevisible, debes tener cuidado con sus tratos, siempre tienen truco… —se rió como un cochino rebozándose en el barro—, ¿qué te pidió a cambio, amigo, tu alma?

—No, Jhonny, no —Gail chasqueó la lengua—. Me pidió la tuya.

En un visto y no visto se sacó el cuchillo entero del pecho, giró la muñeca y se lo incrustó a Jhonny Malero en mitad de las dos oquedades de la nariz. Los ojos de Jhonny se abrieron desorbitadamente, emitió un espeluznante gruñido nasal y cayó de frente al suelo todo lo largo que era. Quedó tendido, tieso como cuerno de toro, con la punta del cuchillo asomándole por la nuca. El grito, dicen los de Penny Lane que lo oyeron.

—Me van a permitir otro traguillo, caballeros.

Gail tomó su revólver del cajón de la mesilla y vino aquí. Yo juraría que tenía el pecho empapado de sangre, pero como el chaleco era color sangre, no se lo puedo asegurar. Me pidió esa última botella de whisky de cactus y me narró lo sucedido, es decir, lo que yo les acabo de contar. Respiraba con dificultad, apretando las mandíbulas. Empezó a entrar gente diciendo que el Espectro había muerto, y que daba miedo mirarlo aún inerme. El Sheriff pasó corriendo como un búfalo hacia el taller del enterrador, dándole patadas a Jewediah, al que hacía ir delante. Y fue entonces cuando yo le hice aquella pregunta.

—Hay algo que no entiendo, caballero Gail, si usted me lo permite…

—Habla con franqueza.

—¿Por qué le pediría el Diablo el alma de Jhonny, y no la suya? ¿Por qué querría deshacerse de un servidor suyo tan bueno, o sea, tan malo?

—Cuando lo de los cuáqueros, cuando los matones lo tenían acorralado, Jhonny Malero exclamó, viéndose perdido: «¡Dios, ayúdame!». A Dios le gusta gastarnos bromas de vez en cuando, Sam, y le ayudó. No se lo tragó la tierra, sino que dio un paso atrás y se abrió bajo sus pies la madriguera de un tejón. La entrada se derrumbó y allí estuvo siete días, no lo pudieron encontrar, por más que lo buscaron.

—Ya, pero…

—Como comprenderás, al Diablo no le gusta que sus hijos le reclamen ayuda a Dios. Del mismo modo que fue su protector, le retiró sus simpatías. Y el Diablo, a diferencia del otro, no se anda con bromas.

Se bebió la botella entera de un trago, soltó encima de este mostrador una moneda de dólar de oro puro. Yo no daba crédito a lo que estaba viendo.

—¿Quedamos en paz?

—¡En paz y en gloria, caballero Gail!

Contemplaba el horizonte.

—Me marcho, Sam. Me queda un largo camino por recorrer.

Se dirigió a la puerta despacio, haciendo sonar sus espuelas. Se giró hacia mí antes de salir y me dijo:

—Por cierto, Sam, te confesaré un secreto, pero no se lo cuentes nunca a nadie.

—¡Oh, no, caballero Gail, puede usted confiar en mí!

—En realidad —chasqueó la lengua— no tengo ningún hermano gemelo. El Diablo no regala nada. Ni siquiera la venganza.

Su mirada me penetró hasta el tuétano de los huesos. Se subió al caballo y desapareció. No lo he vuelto a ver, y no crean que le echo de menos, no. Esos ojos me inquietaban demasiado.

—¡Vaya historia, Sam, vaya historia!

—¡Cada vez que nos la cuentas te inventas algo nuevo!

—¡Sirve otra ronda, bebe con nosotros!

—¡A tu salud, viejo!

Todo lo que les he contado es cierto. Y, caballeros, pueden creerme, si hacen tratos con ése de ahí abajo procuren cumplirlos, porque estoy seguro de que Gail Keepa sigue cabalgando por el mundo, con sus dos revólveres, encima de ese estremecedor caballo negro. A la suya, caballeros.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    «[…] pero como soy negro y tengo ritmo, no se me notaba.»

    Por toques como éste sembrados por todo el relato lo hacen impagable; ninguno tan divertido como éste 😉

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