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El día aquel en que me enviaron a tuitear en tiempo real la aparición mariana predicha por una fallera cojita en un pueblo de mierda en medio de la Sierra de Gata

por Relato finalista

El hombre-dragón permanecía frente a la pantalla que iluminaba la sala. Alzaba su mano-garra y apuntaba a la imagen en ella mientras el humo se proyectaba desde sus fosas nasales hasta formar un remanso vaporino sobre el teclado, uno cuyas teclas presentaban una superficie uniforme bajo las capas de grasa dactilar, gotas de café y estratos de nicotina. Siguiendo la dirección que indicaba su dedo me encontré con una cara congestionada en un vídeo de YouTube enmarcada por dos pequeñas ensaimadas de pelo y coronada por una peineta, que brotaba como de un nenúfar de mantellina, horquillas, pendientes, encajes y broches. Fuera de cuadro debían de estar los dueños de los brazos que la sujetaban. Por mucho que luchaban por introducirle un billetero de imitación de piel en la boca, la cara no dejaba de balbucir: «Una aparición… una aparición mariana… el jueves de solemnidad de la asunción de la Santísima Virgen… Moratal de la Sierra…». Repetía aquellas palabras una y otra vez hasta que el montaje cortaba a un estudio de televisión. En él un clon de Patricia Gaztañaga entrevistaba a una fallera.

—Impresionante, Begoña. Ésta eras tú, en la víspera de San José, cuando… ¿cómo decirlo? Recibiste una señal.

—Sí, efectivamente. Me llegó así como una luz, y sentí como que caía y caía y caía… y cuando desperté me contaron… bueno, que eso… que había tenido una visión.

Ambas se asintieron la una a la otra, solemnemente.

—Y ahora, bueno, ¿qué es lo que vas a hacer?

—Pues voy a ir a recibirla con mi cofradía, porque además de fallera estoy en una cofradía de la Virgen de los Desamparados, y toda mi familia lo dice: «Bego, eso es por la devoción». Porque a mí, la verdad, la Virgen de los Desamparados es la que más cariño le tengo. Es más, que todos los años le canto.

El sosias de Patricia hizo un gesto de sorpresa que sólo podría haber parecido natural si la fallera se hubiera sacado un pecho de entre las bandas y encajes.

—¿Ah, sí? ¿Y podrías cantarnos algo?

En ese momento me temí lo peor y me aferré al escritorio del hombre-dragón.

—Claro que sí.

La fallera sonrió, humilde a la par que orgullosa.

Lo que siguió después fueron casi tres minutos de portamentos fallidos, un chirrido nasal que me provocaba el deseo de enterrarme en algún sitio con una profundidad a prueba de vergüenza ajena, y un crescendo en el Salve, Verge dels Desemparats que habría justificado una ejecución sumarísima frente a un tribunal de La Haya.

—Impresionante —dijo el doppleganger de Patricia, superado el trauma.

—Gracias. Y quiero aprovechar para decir que no pido para mí, aunque podría pedirle a la Virgen que me curara la cojera que tengo desde chica… pero que lo que quiero es paz para el mundo y a ver si hay un poco más de trabajo, que hay tantas y tantas familias que…

El hombre-dragón se derramó hacia adelante sobre su propio vientre y cerró el navegador dando por concluida la parte que podía aportar algo de interés.

—¿Qué te parece?

—Un ataque epiléptico seguido de una interpretación del mismo que pensaba que no podría darse ya en pleno siglo XXI.

El humo volvió a desplomase desde su nariz-hocico, pesado como una sentencia sin apelación.

—Me importa una mierda lo que pienses. Este jueves te quiero en Moratal de la Sierra.

En ese momento pensé que ese era uno de los problemas de trabajar en un periódico online de mierda: los capítulos psicóticos de mi jefe que me hacían perder varios días que podría haber dedicado a mejorar mi puesto en la liga de StarCraft II. Dije lo primero que se me ocurrió:

—Creo que no voy a poder. Tengo que terminar un artículo de opinión de dos mil palabras en contra de las pruebas de conocimientos en los concursos de belleza…

Saqué mi paquete de Marlboro del bolsillo, y estuve a punto de encender el cigarrillo que me había llevado a la boca cuando mi mirada se cruzó con la suya: el hombre-dragón entrecerraba los ojos y los clavaba en mí, transmitiéndome mentalmente el conocimiento de que no pertenecía a la casta a la que se le permitía fumar en la oficina. Volví a guardar mi cigarrillo mientras terminaba mi exposición:

—…mi argumento es que son tan absurdos como exigir veinte flexiones a los galardonados con un premio Nobel.

Su mandíbula se movió como si masticase mi respuesta con la intención de juzgar su veracidad. Por un instante casi creí que me había salvado.

—Me importa una mierda lo que estuvieras haciendo. ¡Esto es una redacción, coooño! —dijo con una muy castiza prolongación de la primera «o» de «coño»—. Vamos donde está la noticia, y tú vas a tuitear en directo la aparición. Y vas a ser tú por dos motivos. El primero es que eres el único que entiende esa mierda de las redes sociales. Y el segundo es que me caes fatal —asintió enérgicamente con la cabeza como si se hubiera convencido a sí mismo de aquel hecho—. No has hecho nada, pero es que, de verdad, me caes fatal. Qué se le va a hacer.

—Pero…

—Ni peros ni ejques. Para el viernes quiero que nos hayan retuiteado hasta los del Vaticano.

Los años me habían enseñado que la palpitación de la vena en su frente era signo inequívoco de que no cabía discusión posible, así que dejé escapar un seco suspiro para seguidamente dirigirme hacia la puerta.

—Y recuerda —dijo antes de inspirar una profunda bocanada de Ducados y blanquear los ojos como siempre hacía antes de emitir una perla de sabiduría—: como dicen en mi pueblo, «a cuatro patas no hay culo feo» —chasqueó los dedos—. Marchando.

Salí de la oficina a las escaleras de emergencia y encendí un cigarrillo justo debajo del cartel que me prohibía fumar.

Me preguntaba cómo era posible que tras licenciarme en dos carreras hubiese terminado trabajando en un sitio que me enviaba a tuitear una aparición mariana predicha por una fallera cojita. Pero, sobre todo, me preguntaba qué cojones había querido decir el hombre-dragón con aquella última frase.

***

Moratal de la Sierra. No lo busquéis en internet, porque no aparece. Gracias a Google Maps se han encontrado galeones hundidos, tesoros perdidos, restos arqueológicos y un cementerio de tanques soviéticos en Afganistán que es flipante. Pero no busquéis Moratal de la Sierra, porque no aparece.

Tras casi seis horas de deambular en mi coche por la Sierra de Gata, encontré aquel lugar, cuando ya habían dado las tres de la tarde.

Apenas había aparcado cuando me percaté del murmullo creciente que venía del fondo de la calle que cruzaba aquella en la que me encontraba. Sonaba como una turba dirigiéndose a un linchamiento. Cautelosamente me asomé a la esquina.

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Aquella muchedumbre era como una fiesta nacional organizada por los encargados de la localización de Misión imposible 3. Los rocieros reflejaban el sol sobre los anillos y colgantes de Ferrero Rocher, y su algarabía sazonada de guitarras y cajones flamencos destacaba aún más en comparación con los rostros mortificados y cenicientos de los numerarios del Opus Dei; junto a adustos seguidores del camino neocatecumenal corrían misioneros desharrapados, representantes del cuerpo de bomberos de Segovia con una imagen de la Fuencisla, viudas, pedigüeños, curiosos, buceadores de la Virgen submarina de San Juan de Gaztelugatxe, perroflautas fumados y hasta una pareja de mormones aferrados a las correas de sus mochilas, y muchos otros colectivos que no logré identificar. Y entre ellos, renqueando y protegida por su cofradía como si fueran el círculo de guardaespaldas de un rapero, Begoña la fallera elegida gritaba a pleno pulmón su invocación a la Virgen.

Casi diez minutos tardó el tropel en pasar frente a mí y perderse por el siguiente cruce. En ese tiempo pude comprobar que si bien el ambiente de regocijo y hermandad era algo que teóricamente todos y cada uno de aquellos grupos defendía, en la práctica me había parecido ver algún que otro codazo no muy amistoso.

La siguiente media hora la pasé caminado por la plaza, tomándole el pulso al pueblo a través de sus viejos, sentados en los bancos charlando de las obras públicas que habían visto años atrás y quejándose de que con la crisis les hubieran quitado uno de sus pasatiempos favoritos.

Mi primera apreciación fue que los nativos tenían una cierta tendencia a variar la velocidad de su discurso y a fundir varias palabras en un solo término, otorgándole a su dicción una cierta entonación musical. Una entonación musical armoniosa como la de un cencerro.

—Sí —me dijo Cecilio, un simpático vejete que apuntaba a la plaza con su garrota como si estuviera apuñalando al horizonte—, ahíandanlosjóvenes, buscando a la Virgen. Es que la fallera nosabeandevaaaparecer. Por eso siguen los portentos…

En la fuente del cruce los árboles que la rodeaban habían proyectado con su sombra la cara del Salvador. En una de las rocas de una vieja ermita el musgo había tomado la forma de un corazón de espinos. En la carretera vieja, una farola se había encendido después de quince años de estar apagada. En el monte unos mozos habían perseguido con sus motos al nuevo pastor porque era negro, no por maldad sino porque, citando palabras textuales, «nunca habían visto uno en libertad». Todos aquellos portentos —salvo el último, a pesar de ser digno de mención— habían traído en vilo —y corriendo de un lado a otro— a los apasionados devotos, de los cuáles el menos fervoroso llevaba más de cuarenta y ocho horas despierto de manera ininterrumpida. Estupendo, pensé, estoy en medio de un pueblo aislado rodeado de cristianos a los que mantiene en pie una fe desmedida o el tintorro, que deben de estar a punto de empezar a sufrir las primeras alucinaciones. Me encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a Cecilio. El hombre, que hacía más de siete décadas había comenzado a fumar liando picadura en tiras de periódicos viejos, consumió el pitillo de dos caladas y me miró como si la raza se fuera degenerando, porque los hombres ya no aguantaban lo que lo que los hombres debían aguantar.

Tras aquella reveladora conversación, empecé a pensar en mi cometido. Caminé por varias de las calles sin un rumbo concreto, con la mirada fija en mi teléfono, esperando que el dispositivo conectara con alguna red.

Más de media hora después, aburrido y profundamente frustrado, ya en las afueras del pueblo y al lado del río, me acerqué a otro jubilado que se apoyaba en el pretil de un pequeño puente.

—Disculpe, autóctono… —dije esgrimiendo mi iPhone frente a su cara — ¿aquí no hay cobertura?

El hombre miró mi teléfono intensamente unos segundos y después a mí.

—¡Sí que hay! —dijo sonriendo el lugareño—. ¡Pero entoloaltoelcerro, muchacho!

Miré hacia la ladera que me indicaba, y me descubrí firmemente convencido de dos hechos. Primero, que desde aquella altura quizá no sería capaz de apreciar la aparición de la Virgen, aunque siendo sincero aquello era una pobre excusa: un evento de tal magnitud posiblemente sería lo suficientemente apoteósico como para captarlo desde varios kilómetros a la redonda. Segundo, que ni de coña me iba a subir a un puto cerro. A tomar por culo, pensé, diré que en el pueblo no había cobertura.

Y así, repentinamente, me encontré en una situación totalmente absurda: había recorrido kilómetros y kilómetros para localizar un pueblo perdido sólo para no hacer mi trabajo.

Mi primer impulso fue coger el coche y volver a Madrid. Pero como tenía suficiente hambre como para comerme al niño Jesús y un cansancio proporcional, me quedé allí, y gracias a ello tengo un relato que contar. Además, para colmo, una llamada de sirena alcanzó mis oídos:

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Un barbo nadaba contra corriente, hecho singular y sin duda milagroso. El jolgorio pesadillesco había incrementado su volumen desde hacía una hora y algo, y en aquel grupo variopinto se apreciaban ya las primeras marcas de guerra: moratones y arañazos en aras de la devoción mariana. También era patente la tensión entre las diversas facciones: los cofrades valencianos chocaban con los bomberos segovianos, los misioneros intercambiaban imprecaciones con los seguidores de Escrivá de Balaguer, los rocieros hacían alarde de duende y a los mormones los odiaba todo el mundo.

Independientemente de los deseos del hombre-dragón estaba claro que aquello iba a ser un espectáculo digno de verse.

Así que, como tengo cierta tendencia a sumergirme en este tipo de situaciones al estilo kamikaze, recordé un regalo que me había hecho un amigo psiconauta adorador de Albert Hofmann: en mi cartera, entre las tarjetas de débito, tenía un pequeño cartoncillo. Cuando llegue el momento de utilizarlo lo sabrás, había dicho mi amigo parafraseando al Adam West de Padre de familia. Y en aquella porción depositaria de una revelación potencial el Pato Lucas —quien ahora tiene setenta y seis años— sonreía, cómplice y condescendiente, como perdonándome todos mis pequeños pecados. Así que, sin pensármelo más, me metí el tripi en la boca y conté del mil al uno notando cómo poco a poco se deshacía en mi lengua.

***

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Mi espalda se tensó con un latigazo devolviéndome a la autoconsciencia, o por lo menos a un estado muy cercano a ella.

De una manera inefable sabía que el nieto de la Marta había escrito diciendo que tras doce años se había sacado las oposiciones de notario y que aquello no tenía nada que ver con su esfuerzo sino que había sido la intercesión de la Santísima ante el tribunal la que le había otorgado el aprobado.

La mayoría de la horda pía estaba frente a su puerta llorando de emoción, pero yo estaba, como buen español en víspera de una manifestación trascendente, sentado a la barra de un bar.

Arrancado de un capítulo de evasión repleto de formas abstractas, me encontré paladeando un vaso de Beso de novia, un licor de bellota de más de cuarenta grados, junto al cura del pueblo. Se trataba de un individuo voluminoso con el físico de un forçado, de barba hirsuta para el que una azada habría sido el complemento ideal y una panza que indicaba que sin duda su pecado era la gula. Destilaba esa vitalidad cazurra de la era basada en cuatro concepciones básicas de la vida y la moral erigidas como un bastión frente a toda idea externa. Y, a pesar de llevar sotana y alzacuellos, al verlo uno sólo podía pensar en él luciendo una camisa desabrochada lo suficiente como para mostrar la pelambrera de un pecho que serviría de lecho a una medalla de la Virgen de Argeme. El sudor labriego casi era un aura palpable.

Por cómo me miraba y saboreaba su propia copa, era evidente que llevábamos hablando lo suficiente como para que se hubiese creado cierta complicidad entre nosotros.

—Eso es lo que pienso a título personal, aunque que no salga de aquí… es por la diócesis, entiéndeme. Esoessiempreunproblema: la justicia y la compasión infinitas de Dios son contradictorias desde’l punto de vista’el ser humano.

Asentí imitando su movimiento, intuyendo lejanamente la paradoja que suponían aquellos dos atributos del ser supremo, sin plantearme lo incongruente que era aquella reflexión filosófica con su aspecto.

—¿Y cuál es su opinión sobre la aparición de la Virgen? —dije con el tono de alguien a quien de verdad le importase eso.

—Bueno… ¿por qué no? Es decir, si la Madre de nuestro Señor debe aparecerse, ¿qué mejor momento que éste cuandotodoestájodío?

Aquella era una lógica aplastante, pero como en muchas otras ocasiones fui incapaz de mantenerme callado.

—No lo sé, yo soy zen.

El tiempo se detuvo. Cada conversación individual del bar cesó, cada cabeza se giró en mi dirección, cada latido quedó en suspenso a la espera de la respuesta del cura…

Desde la torre inconmensurable en la que se había convertido dos ojos me miraron como un Moisés fulminador antes de distenderse en la mirada del padre del hijo pródigo.

Se empezó a partir de risa, y con él el resto del local.

—Señor… —dijo dejando escapar el aire de la última carcajada—. Mira este hereje carismático —descargó la manaza sobre el hombro del mormón que había a su lado y de cuya presencia hasta ese momento no me había percatado: el impacto le hizo golpear contra la barra el vaso de Coca-Cola y éste contra sus dientes—. Adam Smith estaba equivocao y se fue al infierno, pero él al menos tirabapiedraspal’laoqueera.

Dirigió una amplia sonrisa al mormón, que se la devolvió, reteniendo las lágrimas y con los dientes manchados de sangre.

—Pero eso del budismo… Mira, hijo, eso ni es religión ni . Ni te da respuestas ahora nitelasprometepa’lfuturo. ¡Pero si ni siquiera te salvas! ¡Te fundes en el Nirvana disolviendo completamente tu yo!

El bar estalló en carcajadas, con todos los parroquianos asintiendo con el mentón alzado. Entonces el cura se puso en pie, adoptando la postura del Amida de Ushiko, mudras y todo.

—¡Mirad, meheiluminao!

Las carcajadas aumentaron.

—¡Ahora estoy al borde del satori! —dijo hinchando los carrillos—. ¡Veo l’autenticanaturalezalascosasydemímismo!

Los viejillos de las esquinas golpearon con los culos de los vasos las mesas, y algunos empezaron a aplaudir.

Y, como por ensalmo, surgieron de la nada los rocieros con sus guitarras y sus cajones.

—¡ILUMINAAAAAAAAAAOOOOO! —rugió el cura.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyy! —contestaron los flamencorros dando palmas.

No pude aguantar más: en ese momento huí del local con la imagen grabada en las retinas de un buda ceporro rodeado de lorailos.

***

¡Verge dels Desempa-raaaaaaaAAAAAAAAaaaaats!

Otra hora de ausencia…

El pescadero habría traído un bogavante con tres patas, o el perro de la Angustias habría ladrado un número primo de veces. A saber qué portento se habría manifestado aquella vez.

El hecho era que nos encontrábamos todos en el camino de la veredilla en dirección a la comarcal. El cielo ardía veteado de carmesíes dignos de un apocalipsis y se oscurecía por momentos; las pupilas de creyentes, cofrades, bomberos, submarinistas y demás beatos brillaban con la anticipación previa al despliegue de un misterio.

A medida que el sol declinaba y el fin de la fecha predicha se acercaba, la ansiedad colectiva había alcanzado su cénit. La primera víctima grave había sido uno de los mormones; por ciencia infusa sabía que el hermano que permanecía aturdido sosteniendo un pañuelo ensangrentado sobre su frente en el suelo en brazos de su compañero era Jonah. El personal de la UVI móvil destinada allí desde Hoyos lo miraba como a un mal menor: frente a lo que se avecinaba, el triaje lo había clasificado como un daño colateral. Además, ya habían pedido refuerzos dos veces tras veinte horas de atender desmayos, contusiones, brechas y borracheras, y se los veía agotados y malhumorados.

A medida que había ido cayendo la noche también lo había ido haciendo el silencio. Sobre las flacas esperanzas de los creyentes sólo se proyectaban las débiles luces de una solitaria farola y las de las distantes estrellas. Hasta los rocieros y la fallera se habían callado, y eso sí era un milagro.

Y entonces, tras la loma por la que desaparecía la carretera, comenzó a surgir un fulgor. Al principio pensé que era un efecto del LSD que me recorría el organismo, pero en cuanto los cuerpos a mi alrededor comenzaron a agitarse de nuevo supe que no lo estaba viendo yo solo.

La algarabía resucitó multiplicada, aumentando de intensidad a la vez que lo hacía aquella luz. Las manos que rasgaban las guitarras y golpeaban los cajones lo hacían con tal violencia que sangraban como las de los tamborileros de Calanda, y los ayes era tan desgarrados que creo que alguno vomitó el alma. Los coros del cante jondo los hacían los numerarios del Opus Dei apretándose el cilicio, hasta el punto de que sus cabezas eran masas congestionadas y palpitantes plagadas de venas, que no debían de ser muy distintas de sus pollas en esos momentos. El vocerío ahogaba la ronca invocación de Begoña y empecé a notar los codazos y empujones.

No sé muy bien cómo, impulsado por los golpes acabé en primera fila, en el momento en que dos focos intensos me alumbraron, cegándome momentáneamente. Cuando me recuperé, pude ver que si la algazara hubiera sido de unos cuantos miles de decibelios menos, todos habrían comprendido antes que se trataba simplemente de un coche. Llegaba despacio, como titubeante, y cuando frenó a un par de decenas de metros frente a nosotros, quizá intimidado por la muchedumbre, las caras que lo observaban, algunas ensangrentadas, proyectaban miradas gélidas de decepción.

En aquel silencio, aún más terrible que el de la desesperanza previa a la luz, la puerta del conductor se abrió. Y juro que Javier Marías salió de aquel coche. Qué cojones hacía allí no lo sé, pero juro que vi a Javier Marías.

Y entonces el ácido lisérgico pareció volverse un torrente que me recorrió la espina dorsal y ascendió hasta mi cerebro. Como si el universo hubiera hecho un mal chiste lingüístico, aquella era la «aparición mariana» predicha. Apreté los dientes, intentando contener la risa. Pero los colores y las estructuras cristalinas que danzaban en mi mente se prolongaron fuera de mí, remodelando grotescamente el mundo.

Javier Marías comenzó a acercarse, y yo lo veía como un ser deshuesado que se moviera ondulante como los personajes de la Merrie Melodies de los años 30. Colgaba de su escroto, besándolo con fervor, Pozuelo Yvancos. Y frente a él, en alegre arlequinada, ejecutaban cabriolas y gracietas varios bufones del Grupo Prisa. El supuesto novelista entonaba un mantra:

—No se puede saber nada. Si se pudiera, sería tan poco que sería una nada. Aunque fuera un poco más que una nada, podríamos abarcarlo con sendas manos.

Algo tronaba en mi cabeza y sacudía el ambiente a mi alrededor como ondas en la superficie de un lago: demasiado tarde comprendí que eran mis propias carcajadas, mezcladas con los alaridos de rabia de todos aquellos rostros indignados de los que caían lágrimas de ira y desengaño. Aquella masa se desplomó sobre mí como una ola humana, y aguanté bastantes puñetazos y bofetadas de padre hasta que una guitarra flamenca se hizo añicos en mi nuca.

Y de la luz caí a la oscuridad.

***

Y de la oscuridad caí a la luz.

Me encontré suspendido en mitad de una nova, en medio del núcleo de un diamante, donde la luz que lo inundaba todo parecía plegarse sobre sí misma, descomponerse y recomponerse simultáneamente como si el tiempo pasara infinitamente deprisa y a la vez se hubiera suspendido. Aquella claridad me transmitía la quietud del origen perfecto, la sensación de flotar en el útero divino, en el vientre de la madre sagrada. Y parte de esa luz empezó a tomar consistencia, a solidificarse frente a mí.

La figura refulgente estaba a la vez fuera y dentro de mí. Múltiples facetas de sí misma la rodeaban extendiéndose en todas direcciones, multiplicándola en un mandala infinito. Pero a la vez sólo era una, la mujer que me miraba y cuyo rostro sonreía. Era la personificación de la caricia materna, el eterno regazo cálido, una égida frente a la crueldad del mundo. Y también era mi madre cuando me concibió, más joven de lo que yo era en ese momento, hermosa como en los casi olvidados recuerdos de mi infancia.

Quise decir algo, pero no tenía boca ni garganta con la que articular palabra: me había convertido en un destilado perfecto de mí mismo, más allá de la existencia material.

Pero no hizo falta que dijese nada, porque ella contestaba a mis preguntas antes casi de que se formasen en mi esencia.

—Quizá soy María, o quizá no soy más que una proyección de tu yo interior que ha adoptado esta forma por motivos contextuales.

Como si una red pulsase, un destello vibró desde la gente que había dejado atrás. Ella comprendió.

—¿Para qué me voy a aparecer a los que ya creen en mí? —dijo con aquella voz que provenía de todas partes, dulce e inagotablemente comprensiva—. ¿Y por qué no aparecerme a ti?

Sin moverse estaba de repente a mi lado, arropándome con su halo.

—No hay mensaje, sólo puedo decirte lo que siempre has sabido. Que no existe un mal luchando por conquistar el corazón humano. Que la culpa es una carga de la que podéis desprenderos. Que todos sois reflejos de lo divino aunque ahora te cueste creerlo…

No se movió, pero aun así noté el roce de sus labios en la frente.

—Recuerda: no tengas miedo. Nunca.

Sonrió de nuevo, y ese gesto pareció atravesarme y quemar todo aquello indigno en mí: en aquella sencilla curvatura de su boca todos mis errores fueron perdonados, todas mis mezquindades, todos mis rencores, todos mis resentimientos se consumieron. En un instante me encontraba limpio, purificado, renacido.

—Y pórtate bien.

Sí, mamá. Quise alzar la mano y acariciar su cara, pero en realidad sólo tenía el concepto de una mano como la extremidad de un cuerpo ilusorio.

Y de la luz caí a la oscuridad.

***

Y de la oscuridad caí a la luz.

Emergí de nuevo arrastrado como un hombre que saca la cabeza a la superficie de un pantano.

En mi confusión, vi varias caras que me rodeaban, como sombras frente a una luz blanca estridente, y seguía oyendo guitarras flamencas de fondo.

Fue el puro instinto de defensa el que me hizo soltarle una hostia a la primera de las caras, antes de comprender que era un ATS de la UVI móvil, antes de comprender que no estaba rodeado de rocieros sino que lo que sonaba era Radio Olé. Y antes de que el ATS me devolviera la hostia, porque aquello ya había agotado su paciencia.

Volví a sumergirme en la negrura de la inconsciencia, esta vez sin ensueños ni visiones. Pero antes de desaparecer, mi último pensamiento me provocó una sonrisa nacida de saborear una ironía.

Quizá, después de todo —y de una manera un tanto inesperada—, se había cumplido la profecía de la fallera cojita.

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