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El buen samurái

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Tras atravesar la resbaladiza pasarela de madera que bordeaba la salvaje cascada, el joven Kazuo no se esperó encontrar a un hombre descansando a la entrada de la cueva. Se acercó con precaución, con pasos silenciosos, a la figura que reposaba relajada en el suelo, afilando tranquilamente una larga katana. El hombre se percató de la presencia de Kazuo y lo saludó con divertida cortesía.

—Buenos días —comentó sonriente el inesperado personaje observando a Kazuo—. ¿Qué haces por aquí, muchacho? ¿Te has perdido?

El joven miró al guerrero con aire suspicaz. Anduvo unos pasos y se puso a la altura de su interlocutor, observando la situación con silencio. Movió nerviosamente las manos. Se tanteó el cinturón, intentando situar la posición de sus armas. Los nervios le impedían pensar con claridad qué responderle.

—Busco a un hombre —expresó Kazuo en un tono inseguro. Carraspeó y continuó su exposición—. Necesito encontrarme con un fugitivo que se refugia en estas cuevas.

El hombre siguió usando la piedra de afilar y sopló los restos de la hoja. Alzó la vista y miró los ojos del joven.

—¿Y se puede saber el nombre de ese criminal?

—Es Hayato Hira —contestó Kazuo con tensión.

—¿Aquel a quien conocen como el samurái loco? —el hombre soltó una risotada—. Qué curiosa coincidencia nos brinda el destino.  

—Le solicito, señor, que se levante —expresó de forma más enérgica, mientras echaba mano a su costado derecho y tanteaba el bokken, la espada de madera con la que había practicado su disciplina—. Elija un arma y enfrénteme. Mi mano zanjará las injusticias que ha cometido.

—¿Estás de broma, hijo? —comentó con sorpresa el guerrero—. Yo no soy el samurái loco que ha sembrado el terror en esta región inhóspita. Comprendo el error, pero te equivocas de persona.

El joven Kazuo dudó unos instantes pero sus dedos seguían acariciando la tosca empuñadura de madera. La mirada del hombre parecía segura e inquebrantable.

—Mi honor me obliga a batirme en duelo con usted.

—Me estás insultando y puedo perder la paciencia fácilmente. Deja que te explique. Hace tres días llegué a esta zona con un propósito similar al tuyo. Confronté a Hayato Hira y lo derroté. No tengo intención de iniciar nuevas disputas; de hecho, tengo el firme propósito de abandonar mi vida de ronin y buscar otros caminos.

—Me debato entre dudas, señor —señaló Kazuo—: no puedo abandonar sin cumplir la misión de mi maestro.

—No sé cómo convencerte. De todas formas, este documento es un mandato de la casa Jukodo para llevar ante la justicia a Hayato Hira. Lo lamento —el hombre juntó las palmas de sus manos e inclinó la cabeza.

—Entiendo —balbució Kazuo mientras ojeaba el documento que le mostraba el guerrero; apenas comprendía los ideogramas, en gran parte por los nervios del inesperado encuentro. Siguió reflexionando unos eternos instantes—. Lamento la confusión, pero sigo necesitando pruebas para confirmar estos hechos. Deseo satisfacer el honor y la memoria de mi maestro.

El hombre abandonó momentáneamente su katana en el suelo y observó con severidad al joven.

—No tolero la insolencia ni las falsas acusaciones —advirtió con tono grave—. Exijo que te olvides de estas insinuaciones, muchacho.

—Lo siento, señor —respondió Kazuo algo impresionado—. Lamento mis afirmaciones pero comprenda que la situación es… algo extraña. En el trayecto hasta aquí solamente he encontrado desolación y poblaciones abandonadas, rumores de que el samurái loco asesinó sin piedad a todos sus habitantes. Esto sólo se solucionará con la muerte de Hira —comentó Kazuo algo emocionado.

—No te aflijas, hijo. Descansa, siéntate aquí cerca y cuéntame cómo llegaste hasta aquí.

Kazuo se acercó con suspicacia pero siguió erguido.

—Me quedaré de pie, con todo respeto. Le confieso que las últimas semanas han sido un cúmulo de casualidades y cambios para mí. Desde hace un año recibo formación e instrucción en el dojo del maestro Itsuki Aizawa. En su escuela he recibido la más alta sabiduría e instrucción. Hace treinta días, sensei Aizawa eligió a otro alumno y a mí y nos encomendó que lo acompañáramos a un viaje, en el que proseguiría nuestra formación y conoceríamos a un antiguo discípulo suyo. En cada jornada, continuamos nuestras sesiones de meditación, prácticas de las técnicas de lucha, lecturas y movimientos con el bokken. Todo parecía tranquilo y satisfactorio. Sin embargo, desperté una mañana, hice mis ejercicios de meditación y me interrumpió mi compañero Ryu. Lo hizo para señalarme hacia la orilla de un río —Kazuo indicó la cascada como si la escena estuviera sucediendo en ese momento—, donde la figura del maestro yacía en un charco de sangre. El sensei estaba haciendo ejercicios de equilibrio esa mañana y supuestamente resbaló y se abrió la cabeza contra unas piedras. Nos quedamos estupefactos, mi amigo Ryu y yo; en ese momento éramos dos jóvenes aprendices que estaban solos, lejos de casa y de la escuela. Observamos sin palabras el cuerpo del sensei, con tristeza e inquietud y nos miramos sin saber muy bien qué hacer. Enterramos al maestro, celebramos una modesta ceremonia, despedimos su espíritu y recopilamos sus enseres personales. Su ropa, sus espadas, su bolsa. Pregunté a Ryu qué íbamos a hacer. Él no lo dudó: volvería a su casa. Siempre fue un chico asustadizo al que le costaba asimilar la disciplina del guerrero. Yo le confesé que deseaba cumplir los últimos propósitos del maestro. Me despedí de mi amigo y tomamos caminos diferentes, sin reproches. Me quedé solo, sin nadie que me acompañara o me guiase. Sin mi maestro. Conservé su katana, que llevo aquí a la espalda, un mapa y este libro gris —el hombre observó el documento y sonrió al reconocerlo—. En el mapa se señalaban estas montañas y el nombre de Hayato Hira; en ese momento no conocía los terribles crímenes que había cometido. Solamente en los poblados que recorrí a través de estos valles comprendí el alcance de lo que había hecho. Los lugareños de las aldeas que atravesé maldecían su nombre y lo temían con pavor. Decían que Hayato Hira, al que se referían como el samurái loco, había matado a innumerables e indefensas personas, sin importarle si eran niños, ancianos, inválidos, mujeres… sangrienta y escrupulosamente, como un demonio sin corazón.

—Ha debido ser toda una experiencia emprender este viaje tú solo. Estas tierras están plagadas de ladrones, asesinos…

—Sin duda, pero la voluntad de cumplir el último propósito de mi maestro me ha mantenido con fuerzas. Me han intentado robar, engañar, perseguir y estas tierras abandonadas e inhóspitas me han hecho temblar incluso más que este implacable invierno. Las aldeas parecían habitadas por fantasmas. Sólo he encontrados casas vacías y almas tristes y huidizas. Los últimos días he atravesado cinco aldeas y no he encontrado a nadie vivo.

—Tiene mérito tu hazaña, muchacho. Ciertamente, reconozco ese libro gris que llevas en la mano. Yo mismo asistí a la escuela del maestro Itsuki Aizawa. Posiblemente uno de esos libros ha hecho que estemos tú y yo aquí. En algún momento me lo entregó el sensei para que apuntase sus enseñanzas y lo perdí; nunca he sido muy disciplinado. Fui un buen guerrero, algo taimado y caprichoso, hábil y escurridizo; pero nunca seguí las reglas con método y reflexión, nunca fui un samurái noble y honrado. Ahora, con la perspectiva del tiempo, me siento más desencantado. En fin, mi historia es la de alguien sin mucha fortuna. He enfrentado muchos duelos, he contemplado mucha sangre y mucha desgracia, y he acabado siendo un ronin, un guerrero sin señor que siempre ha malgastado el dinero en cuanto entraba en su bolsillo. Hace varios días ofrecí mis servicios al señor del castillo Jukodo, y uno de sus emisarios me contrató para una misión: su señor tenía intención de expandir sus tierras al norte y para ello necesitaba eliminar al asesino que había dado muerte a los pobladores de esta zona. Al igual que tú, encontré una región abandonada y sin habitantes. Hasta que localicé una choza hace dos días en la que me ofreció alojamiento una amable anciana. Me sirvió arroz caliente y un té, y también una animada charla. Hasta que descubrí, demasiado tarde, que sus manos no estaban arrugadas. Algo había vertido en la bebida que me durmió. Descubrí que al que conocían como el samurái loco también era un inquietante maestro del engaño. Me capturó y me llevó hasta estas cuevas posiblemente para torturarme y darme muerte. Pero quizá encontró algo en mis ojos, algo en mi espíritu, que no se esperaba. Seguramente alguien que no tenía miedo, que no esperaba nada de la vida. Y quizá, en mucho tiempo, alguien con quien conversar.

»Me relató que también fue discípulo de la escuela de Itsuki Aizawa, y que siguió con fervor y disciplina sus enseñanzas, que plasmaba en este libro gris —el hombre exhibió el documento, que era similar al que conservaba Kazuo—. Pero tenía un talento y una sensibilidad excepcionales, ya que él, en vez de escribir, dibujaba las enseñanzas con elegante detalle y preciosos colores. Fue un alumno destacado y, acabado su aprendizaje, buscó ofrecerse en los principales castillos. Pero le tocó en suerte servir de protector a un noble, apenas un caprichoso infante, al que se comprometió a asistir y escoltar fielmente. Pero el señor era cruel y enfermo y encargaba lamentables tareas a sus sirvientes. En una de las multitudinarias y fastuosas fiestas que se celebraban en el castillo, el noble estaba aburrido y vengativo, deseoso de castigar a las geishas que bailaban de forma torpe. Ordenó a Hayato Hira que usara su katana y cortase los talones a cada una de las bailarinas y las obligó a seguir danzando a pesar de la tortura. Hayato Hira debió obedecer esas y otras órdenes, a pesar de su grotesca crueldad. Poco a poco esas situaciones lo volvieron insensible y eso se reflejó en los dibujos de su libro, que se tornaron oscuros e inquietantes. En las batallas contra los ejércitos de otros señores, diezmaba y ejecutaba las órdenes de sus capitanes sin discusión. Sin compasión ni remordimientos, acababa con las vidas de soldados desarmados y también de niños o mujeres. Vida a vida, gota a gota de sangre, se convertía en un depredador frio y calculador. Me confesó que su mente se había abandonado a lo que le habían enseñado: matar de la forma más eficiente y perfecta. Un día se despertó, acudió al dormitorio de su amo y le abrió la garganta de un certero tajo. Y desapareció del castillo.

»Me confesó que tiempo después quería abandonarlo todo pero algo en su interior lo arrastraba a hacer lo que mejor sabía. Porque llegó a la conclusión de que si lo habían perfeccionado para el combate, para arrebatar vidas, nunca abandonaría la senda de la muerte. Sin valorar nada: para él era indiferente si fuera hombre, mujer, anciano, recién nacido… en su mente tenían el mismo valor que unas molestas arañas. Se dedicó a cazar, una por una, a todas las personas que encontraba y a quitarles la vida. En cierto modo, aunque mi alma nunca se ha hundido tan en el fondo como él, me sentí identificado y triste por su destino. Creo que, en el fondo, necesitaba que lo escucharan y encontrarse con alguien que lo comprendiera. Y así ha sido que, después de conocernos, acordamos al final abandonar el camino de la lucha. Por tanto, a ti también te anuncio que reniego de mi espada y abandono esta vida. No quiero dejarme arrastrar por el peso de la sangre como le pasó a Hayato Hira.

Kazuo contempló con gesto confundido al hombre

—Entonces, ¿lo derrotasteis? ¿Acabasteis con su vida?

—En cierto modo lo derroté. Pero no, no acabé con su vida. Ni siquiera llegamos a combatir con nuestras armas.

—Pero lo dejasteis escapar. Sigue siendo un criminal

—Después de escuchar su historia, no tuve fuerzas para alzar mi katana. Él eligió su destino finalmente. Y yo tengo uno nuevo por delante. Dejo atrás la lucha, mis enseñanzas, las vidas que arrebaté… jamás me hicieron sentir orgulloso.

—Debo entrar en esas cuevas y buscar a Hayato Hira.

—Te lo advierto, te recomiendo que no sigas esta senda. Eres joven. Yo he dedicado mi vida a las enseñanzas que plasmábamos en estos libros grises, en el perfeccionamiento a la hora de aniquilar vidas, engañándonos al embellecer la muerte. Ya no quiero nada más de eso. Quiero aquello que abandonamos escondido en nuestra juventud y que nunca debimos dejar atrás; quiero sentir en mi rostro el calor de los muslos de una joven geisha, reír hasta perder el conocimiento, y navegar sin rumbo y sin una moneda en el bolsillo. Quiero todo aquello que tenemos aquí guardado —se señaló con fuerza el pecho— y que nunca ha dejado de palpitarnos un solo instante.

El joven Kazuo se quedó pensativo observando cómo pasaba por su lado el guerrero con intención de atravesar la pasarela de madera.

—Le deseo lo mejor, señor —lo interrumpió con su voz Kazuo—. Sin embargo, la historia que me habéis contado es tan detallada y el samurái loco tiene una conocida reputación de mentiroso y experto en el disfraz… no me queda más remedio que concluir que el criminal al que busco es usted mismo.

—Puedes creerme o no, joven amigo. Como te acabo de decir, voy a elegir mi destino y dejar mi anterior vida atrás. Si quieres ser un buen guerrero, dócil y obediente, te entrego mi katana afilada y el libro del maestro Aizawa con los dibujos de Hayato Hira. Ahora es el momento de partir. Adiós.

Kazuo observó al hombre atravesar la inestable pasarela. Observó pensativo la entrada de la cueva donde antes habitaba el samurái loco. Necesitaba descansar. Acomodó su cuerpo en una piedra, desplazó de un puntapié la afilada katana, abrió el libro de su maestro y arrancó las hojas escritas por el sensei, conservando solamente las hojas en blanco que simbolizaban su nuevo porvenir.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Creo que es el único relato que no menciona o recrea un seppuku. Sin embargo, hace hincapié en otra faceta menos explotada de los samurais: sus inquietudes culturales, sobre todo por la escritura.

    Es un estilo muy ágil y apenas hay repeticiones. Tiene ese tono de las historias de Oriente de «yo te cuenta una historia, yo te respondo con otra (y mientras tanto no pasa ninguna tragedia entre nosotros). Sin embargo, me parece una apuesta un tanto tímida; creo que podría haber dado un poco más de sí, precisamente en el enfrentamiento entre los dos protagonistas. Para mi gusto se resuelve demasiado fácil, como con prisa, e incluso civilizadamente. No es muy creíble. Por el contrario, el final es en sí mismo un comienzo que puede dar lugar a un «estiramiento» hacia las páginas que le faltan al relato y que Kazuo debería escribir.

    Lo mejor, el sensei Aizawa… me dio mucho en qué pensar 🙂

  2. Loken dice:

    Coincido con el anterior comentario en que te quedas con ganas de más. Aún así es una historia curiosa y con un fondo moral que la hace diferente.

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