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El aliento de los moribundos

por

Aprendí a barajar con una mano en Las Cruces, a descubrir faroles en algún pueblo perdido alrededor de Agua Prieta y empecé a ganar escondiendo naipes en Los Hornillos. Aunque no lo crea, sargento, todos los trucos del póker me los enseñó un hombre manco. Pero el que sabía jugar, el que verdaderamente reventaba mesas en las tabernas, aquí y al otro lado de la frontera, era el viejo señor Crowe. De hecho, todo el asunto de Crossville surgió en una partida a medianoche en un burdel mejicano. Prácticamente, el hombre se estaba apostando mi vida y la de los hermanos Robles. Pero le empezaré contando cómo conocí a todos ellos y llegué a asociarme con el señor Crowe. Ya ve, sargento, otra mano que le gano. Y eso que estos grilletes duelen como mordiscos. Le agradecería en el alma un buen sorbo de agua, señor.

De mi vida en Arizona con mi padre no recuerdo mucho. Trabajar duro en el campo, leer la Biblia y escuchar los sermones de mi padre en la iglesia y en casa. Era reverendo, un hombre muy severo y huraño. Madre nos dejó cuando era muy pequeño, murió de tuberculosis. Pero no voy a aburrirle más con esas historias y le contaré el día en que el señor Crowe apareció por nuestra cabaña, cuando vivíamos en Tejas. Fue un día como cualquier otro a la hora de la comida, mientras nos servíamos unas judías en el plato. Oímos un caballo trotar cerca de la casa. Padre me ordenó atender la puerta en el momento en que el desconocido desmontó y llamó a la entrada. Era un hombre muy alto, algo mayor, con un rostro de rasgos afilados y muy curtidos. Entró sin decir nada, quitándose su sombrero vaquero de piel. Su pelo era blanco y muy corto. Se encontró a mi sorprendido padre, de pie, esperando saludar a un conocido. El forastero se sentó en mi silla y empezó a comer en silencio. Whiskey, dijo el señor Crowe, tranquilamente, levantando un vaso hacia mi cara. Padre me miró seriamente y con un gesto de la barbilla me ordenó moverme. Le serví el licor mientras el forastero seguía comiendo cucharada tras cucharada de mi plato. Mi padre le miraba petrificado, inmóvil, parecía mareado. Así siguieron un interminable y silencioso rato, uno con la mirada clavada en el otro. Recordará que hace años me confesó en su iglesia, reverendo, como ve yo ya he pagado mi penitencia, dijo, por fin, el forastero, en el mismo tono tranquilo con el que comía y mojaba pan en el plato. Mi padre cerró los ojos y le contestó con la cabeza agachada. Somos pobres, señor, el comercio no nos ha ido bien en la frontera y vamos a vender este rancho, no puedo devolverle el dinero. El reverendo parecía una gallina de nuestro corral en vez del severo padre que me gritaba y castigaba cada día. El forastero seguía a lo suyo y volvió a levantar el vaso por más whiskey. No sabía quién era usted señor Crowe, le puedo compensar con caballos y algo de licor, le rogaba mi padre con la voz apagada. El señor Crowe consintió con un leve gesto de la cabeza y se acercó para sí el plato de judías de mi padre. Mi padre se levantó a toda prisa, salió fuera de la cabaña y me quedé solo en la habitación con el señor Crowe. Yo debía parecer un fantoche, de pie como una estaca, temblándome los pies y sosteniendo la botella. Él no paraba de mirarme y de comer tranquilo como un ternero. Oí a mi padre abrir la puerta del cobertizo y al poco salir de forma acelerada. Creo que en ese momento el forastero adivinó en mi cara lo que yo estaba pensando. Sin mover la cabeza, vi a través de la ventana lateral cómo mi padre sostenía el Winchester y lo empezaba a recargar nerviosamente. Mi padre apuntaba a través de la ventana y, de repente, después de tomarse la última cucharada, sin volverse, el forastero disparó su revólver. La ventana estalló y oí un grito ahogado fuera. El señor Crowe se levantó tranquilamente, enfundó su revólver aún humeante y se acercó a mí. Yo estaba paralizado, sin saber cómo reaccionar. Me arrancó de las manos la botella y salió fuera. En ese silencio sólo se oía la madera de la cabaña que crujía a su paso. Le seguí y le vi mover con la puntera de la bota el cuerpo de mi padre. Le había acertado en el cuello y sangraba abundantemente. Estaba evidentemente muerto y el señor Crowe empezó a rebuscar entre los bolsillos de la ropa de mi padre. Encontró unos cigarros, se encendió rápidamente uno y se cruzó con mi mirada que le vigilaba desde la puerta. Él miró hacia el cobertizo y me dijo fríamente: Coge una pala y entierra a tu padre. El tipo parecía escupir las palabras igual que expulsaba el humo del cigarro. Es difícil describir lo que sentía en esos momentos pero esas palabras me despertaron del aturdimiento. Al reverendo le respetaba y le odiaba como a cualquier padre y juro por Dios que hubiera hecho cualquier cosa por evitar su muerte. Pero por lo que supe después, se lo había buscado, más pronto que tarde le iba a llegar su hora. Ni lloré ni estaba rabioso por su muerte, sólo conmocionado. Mientras cavaba, el señor Crowe se dedicaba a registrar nuestra casa. Sin embargo, mi padre tenía razón, no iba a encontrar ni un dólar. El pobre reverendo era un desastre para los negocios. Mientras yo terminaba el agujero, agotado por el calor y la dureza de la tierra, el forastero ya había cargado lo que le parecía útil en su caballo, principalmente comida, agua, whiskey y cartuchos de rifle. En la entrada de la puerta me observaba y daba cuenta de los últimos tragos de la botella. Acabé la fosa, empujé como pude el cuerpo de mi padre dentro, le enterré, me puse de rodillas y recé una oración por su alma. El señor Crowe ya había montado y empezó a cabalgar. ¿Puedo ir con usted, señor?, le grité antes de que se alejara. Sé lo que estará pensando, sargento, que era un loco o un necio, pero es que no sentía odio por aquel tipo ni pena por el reverendo. Estaba solo, sin dinero y con un negro futuro. ¿De qué me puede servir el hijo de un reverendo?, me contestó girando la cabeza. Solamente me encogí de hombros sin saber qué decir. Miró al resto de caballos de la cuadra y me ordenó que los cargase con más suministros y mantas. Cargarás todo lo que yo te ordene y me leerás todo lo que yo no pueda, ¿entendido?, me dijo, y yo le asentí nerviosamente con la cabeza. Nos alejamos cabalgando dejando atrás la cabaña donde se quedó ladrando nuestro viejo perro. Y nos dirigimos hacia la cárcel de El Páramo. ¿Recuerda el nombre de su sheriff, sargento?

En el trayecto hasta El Páramo intenté hablar y conocer al señor Crowe pero el tipo era callado como una tumba. Para distraerme yo le hablaba de la vida en el rancho, de la Biblia y de cualquier cosa que se me ocurriera, pero un día ya se cansó de escucharme y me soltó: No paras de cotorrear, chico, pareces un grillo. Y, ya sabe sargento, con ese nombre me quedé. Grillo esto o Grillo lo otro cuando me daba órdenes, y nunca le importó mi verdadero nombre. Solamente me contó que íbamos a El Páramo a buscar a Rico, su socio. Fue Rico quien me contó lo que les pasó en Arizona. Tengo que ser sincero, mi padre no era ni un santo ni un bendito. En esa época mi madre ya había muerto y yo era un crío y apenas recuerdo nada de lo sucedido. Hace ya muchos años, una noche, ya de madrugada, despertaron a mi padre cuatro tipos. Eran el señor Crowe, Rico y los hermanos Robles, vestidos con uniformes del ejército. Le pidieron alojamiento para la noche y el reverendo les abrió la iglesia y les facilitó mantas y comida. El señor Crowe se lo agradeció en nombre de todos y le pidió confesarse. Nunca llegué a saber por qué razón. En un apartado rincón, mi padre escuchaba todos los pecados del señor Crowe y el relato de cómo se habían apropiado del dinero de un banco de Yuma, engañando a su director, disfrazados de soldados. El señor Crowe le entregó una buena cantidad de dólares por los gastos y su silencio. A la mañana siguiente, temprano, el reverendo les delató; nuestro sheriff, dos ayudantes y varios voluntarios intentaron capturar a la banda por sorpresa. Crowe y los suyos escaparon por separado a caballo y llegaron a cruzar el paso del estado pero les fueron capturando, uno a uno, en diferentes localidades de Tejas. Mi padre se quedó el dinero que le dio Crowe y la recompensa por los capturados. Al poco tiempo, también atravesamos el estado y nos asentamos cerca de la frontera mejicana. Y, ya ve, sargento, al final el viejo reverendo nos arruinó con aquel rancho de mala muerte en la frontera. No se impaciente, sargento, pronto le contaré todo el asunto de Crossville, pero como ve no me voy a mover de esta celda, tenemos aún mucho tiempo hasta que preparen la soga. Ya le he contado que me enteré de todo esto por Rico, después de liberarlo de la cárcel de El Páramo. Hasta allí habíamos llegado tras varias jornadas de pesado viaje bajo el sol para sacarlo de sus calabozos. Era un pueblo triste, poca gente querría vivir en un sitio con una cárcel de su reputación. El sheriff y su gente eran unos sanguinarios que habían matado de brutales palizas a muchos presos. Los planes del viejo Crowe siempre han tenido algo de locura y mucho de temeridad. Él se iba a apostar en una loma cercana al pueblo, armado con el Winchester de mi padre. A mí no me dio ningún arma, sólo eligió entre el ropaje que cargábamos el poncho más vistoso y colorido que encontró. Abrió una botella de whiskey, se echó unos tragos y me exigió que la acabase. Para coger fuerzas y coraje, me decía. Me indicó que bajase hasta la entrada de la cárcel y que me pusiera a gritar delante de los guardias. Cuando oigas el rifle, Grillo, baila, me ordenó con seriedad antes de empujarme loma abajo. El reverendo nunca me había dejado tomar alcohol, por lo que se puede imaginar cómo le sentó a mis tripas una botella entera de whiskey. Sólo ver la cara de los guardias cuando llegué a su altura tambaleándome y con la botella aún agarrada era de sonrojo. Crowe quería que les provocase y por eso solté por la boca lo primero que se me ocurría, los peores insultos y maldiciones. Los guardias, tipos rudos con la mano dispuesta a desenfundar, me miraban entre extrañados y confundidos. De repente, un disparo de rifle cayó muy cerca de mis pies, haciéndome brincar con pequeños saltitos, como una cabra. La escena debió divertir a los guardias ya que empezaron a sacar sus revólveres y a dispararme también cerca de mis pies. Ya ve, sargento, por qué el muy bastardo de Crowe quería que bailase. Y de la cárcel salieron más guardias y se unieron al resto para dispararme, soltando grandes risotadas y más y más tiros. Yo estaba aterrorizado pero aturdido y no sabía cuándo iban a acabar. Hasta que oí otro disparo de rifle y uno de los tipos cayó al suelo. Todos se asustaron y, cuando se repusieron, dirigieron sus ojos sobre mí, sobre el chico del poncho color naranja y rayas negras. Menos mal que eché a correr enseguida, pues con esa ropa era una diana andante. Pero, gracias a Dios, por ese desperdicio de munición, todos tenían que recargar sus armas y, al descubierto como estaban, iban cayendo por certeros disparos del Winchester. ¡Pum!, un guardia muerto, ¡Pum!, otro guardia, ¡Pum!, otro más allá, y yo esquivando balas como podía. El señor Crowe bajó al pueblo a caballo y apuntó con serenidad hacia la cárcel para acertar a cualquier otro guardia que saliera. Desmontó frente a la puerta, avanzó tranquilo entre los cuerpos y me hizo un gesto para que saliera de mi escondite. Entramos en la prisión, él delante con el revólver apuntando, en busca de su socio entre las celdas. La cárcel era oscura, sucia y olía a muerte y desesperación. En una esquina de un cuarto estaba agazapado el asustado sheriff. Antes de apuntar con su rifle, Crowe ya había desenfundado y le había acertado en una mano. Se acercó al tipo, le tiró bruscamente de la cabellera y le preguntó por las llaves. El herido le señaló un armario y el señor Crowe las recogió y me las tiró. ¡Busca al manco!, me gritó. Recorrí a toda prisa las galerías de aquellas celdas podridas, abarrotadas de tipos cansados y castigados que me miraban silenciosos agarrados a sus rejas. Un abandonado calabozo lo ocupaba un tipo de escasa estatura, muy moreno, de cara redondeada pero con unas facciones que parecían la imagen del Diablo. Estaba colgando de su único brazo, el derecho, de un grillete del techo, medio desnudo y con horribles moratones en su torso. El hombre ya tenía sus años pero, cuando le descolgué, una fuerza y una rabia inmensas le movían. Nos reunimos con Crowe en la habitación del sheriff y allí estalló su socio. Rico pateó y golpeó con saña al aterrado individuo. ¡Siete años colgándome y pegándome como un animal, siete años burlándote, bastardo, hijo de mil cabras!, gritaba como un loco el manco. Cogió el revólver de Crowe y le acribilló de balas hasta vaciarlo. Esperamos en silencio hasta que se calmara para preparar la huída. Rico entregó las llaves a otro prisionero para que liberase todas las celdas y nosotros buscamos armas y munición. Nos reunimos en el arsenal de la penitenciaria con todo dispuesto para salir del pueblo. Rico nos pidió que le esperásemos fuera con un caballo preparado. El tipo no dejaba de mirar todo el rato un gran barril de pólvora. Un rato después, salió disparado de la cárcel, montó en uno de los caballos y arreó con fuerza. La cárcel de El Páramo voló por los aires para siempre mientras nosotros cabalgábamos hacia la frontera.

A los gemelos Robles los encontramos en el pequeño pueblo de Tinchoacan, en Méjico. Eran tipos de costumbres y por eso era fácil saber dónde encontrarlos. Hacía ya unos años que consiguieron escapar de prisión y volvieron precisamente al pueblo de su familia, a hacer lo que mejor sabían, dormir y beber tequila. Pero el trayecto hasta allí, atravesando parajes desolados y pueblos desiertos al norte del país, fue otra pesadilla de calor, polvo y agotamiento. Y si se nos perdía o se nos moría un caballo era yo el que tenía que ir a pie y llevar la carga. Aunque alguna vez, con mucha fortuna, conseguíamos interceptar alguna aventurada caravana. Y, como siempre, a mi me usaban de señuelo para detener y engañar a los viajeros. Me aprovechaba de mi aspecto débil y aún joven, para parecer una víctima de bandoleros y así recurrir a la caridad para que me atendieran. Hasta que los otros empezaban a disparar a los ocupantes, ocultos desde montículos. Y yo siempre en primera línea, desarmado y a punto de recibir el primer balazo. Pero al final, siempre acababa salvado por esos tiradores del infierno. Rico era un prodigio, no era raro verle cargar el primero, montado a caballo, su cigarro humeante en la boca, disparando un rifle con un pulso y una precisión de relojero. El señor Crowe, además de esa puntería, tenía una intuición y una frialdad inhumanas, descubría enemigos escondidos al acecho en cualquier rincón y acertaba sobre ellos como si estuvieran a un palmo. Pero yo, por dentro, me consumía porque quería tener entre mis manos otro revólver y ser un pistolero como ellos. Y un día, ya cerca del pueblo de los Robles, reventé, precisamente cuando estábamos emboscados por una patrulla mejicana. En un paso de montaña, cerca de nuestro refugio, los guardias tomaron posiciones para cortar nuestra huída. Crowe, como otras veces que no tenía un blanco visible, me volvía a elegir como cebo para correr entre las rocas. Yo era el más adecuado, era más joven y ágil, pero debido al miedo y al acoso de los guardias, ese día me negué gritando. Tiré de su cinto y le intenté quitar un revólver para poder defenderme abriendo fuego. El viejo se enfureció y me golpeó con la culata del Winchester. Caí al suelo aturdido, contemplando cómo los dos forajidos echaban el resto y resistían. Agotaron la munición, abatieron a ocho guardias, perdimos un caballo y a Rico le hirieron en una pierna. Crowe se puso a registrar a los caídos para reunir munición mientras yo trataba la herida a su socio. Crowe se acercó a uno de los guardias heridos, que aún se trataba de incorporar, y con un silbido me ordenó que me acercara. Cuando estuve a su altura me agarró del pelo y me derribó al suelo, junto a la cara del mejicano, que gemía pidiendo ayuda en español. El señor Crowe plantó la bota en el cuello del tipo y pisó con fuerza su garganta mientras agarraba mi cabeza y acercaba mi cara a la boca del guardia. Delante de mis ojos sólo veía el rostro hinchado del agonizante hombre, intentando zafarse y escupiendo sangre por la boca. ¿Hueles eso, Grillo, lo sientes en tu cara? Es la vida que se va y la muerte que viene. Si quieres matar a alguien, estúpido niño, empieza a acostumbrarte a esta peste. Crowe me gritaba esas palabras mientras apretaba con fuerza el talón y el tipo se ahogaba ya sin resuello. Se puede imaginar, sargento, que esa escena me perseguirá en sueños toda la vida. El señor Crowe no es, desde luego, ni un fanfarrón ni un pendenciero. Pero olvidemos eso, como le decía estábamos cerca del pueblo donde vivían los hermanos Robles. Los encontramos juntos, durmiendo, apoyados en el mural de su casa, dos tipos enormes que parecían inertes como montañas. A decir verdad, nunca he sabido si eran gemelos pues sus caras eran irreconocibles detrás de esas enormes matas de pelo que eran sus cabezas, cubiertas de barbas negrísimas y melena alborotada. Cuando se dieron cuenta de nuestra presencia y vieron al señor Crowe, se miraron entre ellos, hicieron un cansado gesto de resignación, cogieron sus enormes sombreros charros y se levantaron. Eran como dos moles que se movían despacio como bueyes. Nos saludaron con un gesto del sombrero y se metieron en su casa sin decir una palabra. Los tres nos quedamos de pie, esperando, cuando de repente nos dimos cuenta de que en las dos salidas de la calle no observaban varios sujetos. Vestían de negro, con llamativos sombreros charros, armados con rifles y revólveres. Uno gritó: ¿Cuánto valen las cabezas de unos gringos asesinos de mejicanos? Todos nos quedamos parados y en silencio. Tres cañones nos apuntaban a lo lejos. El silencio y la tensión se prolongaban mientras cruzábamos miradas entre nosotros y aquellos tipos. El señor Crowe, con un gesto, nos ordenó levantar las manos. Él mismo, después de un rato, levantó su poncho bruscamente. Los tiradores, entonces, amartillaron las armas y apuntaron de forma más amenazante. Con lentitud, Crowe pasó la mano por su cinto y cogió una bolsa con monedas. Despacio, muy despacio, pero haciéndose ver, levantó la bolsa y la empezó a tintinear. Los tipos no se movían y, a lo lejos, se podían percibir sus rostros sudorosos y tensos. Crowe mantenía el pulso y seguía moviendo la bolsa poco a poco. Uno de ellos, quizá el jefe, se empezó a acercar despacio a recoger las monedas. Nervioso y apuntando hacia nuestras caras, no se esperaba que el señor Crowe lanzara como un proyectil la bolsa a su cara. Inmediatamente, el viejo se giró y disparó al otro tirador que estaba en el sentido opuesto de la calle mientras Rico se encargaba del que estaba a la espalda del primer incauto. El que cayó con el golpe de las monedas trataba de sacar un revólver de su cartuchera pero el señor Crowe le pisó la mano y le susurró a la cara: Para vosotros, nada. A continuación, le descerrajó un tiro en la frente. Al poco, los hermanos Robles salieron de su casa, armados hasta arriba con rifles y bandoleras de munición. Salieron tranquilos, como si la cosa no fuera con ellos, mirando con desinterés la matanza que había sucedido y prepararon las monturas para viajar con nosotros. Allá íbamos, sargento, el viejo señor Crowe, Rico, unos hermanos bruscos como bisontes y su servidor, Grillo, atravesando de nuevo esas tierras.

Después de mucho tiempo de robos miserables y de cabalgadas interminables entre polvo y calor sofocante, el señor Crowe decidió que volviéramos a la frontera. Méjico había acumulado ya muchos pesos de recompensa por nuestras cabezas y se había vuelto un lugar demasiado peligroso para el poco dinero que ganábamos. No habíamos conseguido el golpe de fortuna que nos hiciera ricos. Pero en Tejas se estaban moviendo las cosas. Se estaba acabando la guerra y la gente volvía a tener más aprecio por el dinero que por la sangre de los yankees. En Cantoblanco, a pocas millas ya de El Paso, íbamos a despedirnos a lo grande de las tierras mejicanas en el famoso burdel de doña Dolores. La taberna nos derrotó esa noche con un tequila que no aguantarían ni Dios ni el Diablo. El señor Crowe y Rico iban por libre con su whiskey y con dos damas muy jóvenes. El viejo parecía otra persona cuando tenía una botella en la mano. He gastado mucho dinero en mujeres y en whiskey, Grillo. Lo demás lo he despilfarrado, me confesó una vez. Mientras, los gemelos y yo derrochábamos el dinero apostando a lo grande en unas agitadas partidas de póker. Pero la noche nos iba enredando a los tres poco a poco. El agobiante humo, las grotescas caras de los lugareños, sus molestas risotadas, el mareo de aquel tequila… todo acabó convirtiéndose en una espantosa pesadilla. Le puedo asegurar que no recuerdo cómo acabó, pero sí cómo comenzó la mañana siguiente. Molidos por la resaca nos encontramos, los Robles y yo, atados de pies y manos en un oscuro sótano. Un cubo de agua fría arrojada por un hombre nos despertó y la poca luz que entraba nos cegaba. Dos mejicanos fornidos escoltaban a un tipo más mayor y elegante, con porte de terrateniente. Hablaron entre ellos en español y uno de los guardias, empuñando un látigo, se nos acercó. Tiró de las cuerdas de uno de los gemelos para que se levantara pero éste le respondió con un gruñido y una mirada perturbada de asesino. El terrateniente hizo una negación con la cabeza y me señaló a mí. El guardia tiró con fuerzas de mis ataduras y me arrastró fuera del sótano. Le juro por Cristo, sargento, que puedo ser un enclenque y un cobarde, pero pocos hubieran soportado la paliza que recibí. Me ataron a un poste en una parte despejada de la finca, me desnudaron la espalda y me azotaron con tanta saña que ese látigo parecía abrirme la espalda hasta el mismo espinazo. El maldito sol, además, me quemaba con furia las heridas. Después de una eternidad, el viejo ranchero ordenó que se retiraran sus guardias y se acercó a mí. Le canté todo lo que necesitaba sobre nuestra banda. El tipo era amable y su aspecto me resultaba familiar. Claro, me recordó que había estado la noche anterior en la taberna de Dolores, jugando con nosotros, ciegos de tequila como estábamos, muchas manos de póker al final de la noche. Y que habíamos perdido mucho más dinero del que podíamos apostar. Habíamos contraído una maldita deuda de muchos pesos con el hombre más poderoso de Cantoblanco. Sin embargo, el tipo respetaba la reputación que tenía el señor Crowe en las mesas y quería hacer un trato. Envío a un emisario a la taberna para pactar con él y preparar una partida para la noche. En la taberna, que cerró para el resto de clientes, y rodeados por las chicas del burdel cuatro hombres se sentaban en la mesa de juego. Don Aurelio Fuentesanta, el terrateniente, su hijo Mateo, Rico y el señor Crowe. Si ganaban los nuestros, nos dejaban libres. Si perdían, entregaríamos todo el dinero que nos quedaba y trabajaríamos sin remuneración para el terrateniente. Pero solamente aquellos que don Aurelio dejase con vida. Nos confió que necesitaba a gente de nuestra calaña porque necesitaba pistoleros para proteger un negocio que iba a iniciar en Tejas. Todo iba a empezar, doña Dolores, sus chicas, los sicarios y nuestra banda éramos el inquieto público de aquella formidable timba. En el juego, Crowe mantenía esa legendaria frialdad en su mirada, templada con abundantes vasos de whiskey. Sin embargo, cuando me miraba lo hacía con un profundo desprecio. Los naipes y las fichas volaban y caían entre un denso humo y un sepulcral silencio. Rico parecía ansioso pero hacía maravillas con las cartas cuando barajaba con su única mano. Don Aurelio y su hijo presumían de elegante fachada: trajes de cuero bien curtido, bigotillo bien afeitado, pelo brillante, loción perfumada, botas de piel de serpiente y relojes de oro. Las manos se sucedían una tras otra en una tensa igualdad. Los presentes sudábamos como animales y los jugadores mantenían el pulso del juego con miradas cruzadas que eran imposibles de sostener. Rico y el hijo de don Aurelio agotaron sus fichas después de unas horas y se retiraron agotados. Quedaban en la mesa dos verdaderos amantes del juego. En las siguientes manos, las apuestas se disparaban frenéticamente. El señor Crowe ya le tenía donde quería. Impasible, repasó con el pulgar las cinco cartas que le tocaron en suerte en la última partida y las dejó en la mesa. El ranchero, seguro de sí mismo, completó su mano y enseñó sus cartas. Dos ases y tres reinas. Un gran full. Su gente empezó a aplaudir y a vitorear. El señor Crowe ni se inmutó, seguía con su juego de miradas cortantes atravesando con sus ojos al viejo. Levantó sus cartas una a una. Un as. Otro as. Y al final, tres reyes. El Rey volvía a ganar. Toda la taberna quedó en silencio. El viejo terrateniente se levantó, con su orgullo herido, furioso como un coyote. Malditos seáis, ¡acabad con estos canallas!, gritó el tipo. En la calle se empezaban a mover unas sombras. Por la puerta empezaron a entrar hombres armados con escopetas. Se encontraron al señor Crowe dando una patada a la mesa de juego para obstaculizar el tiro de los pistoleros. Nunca descuides tu espalda a la puerta de una taberna, me recordó en alguna ocasión el viejo Crowe. Habían perdido el elemento sorpresa y empezaron a recibir disparos de los cañones de las pistolas de Crowe y Rico. Los hermanos Robles se unieron a la pelea con sus puños de hierro y aplastaron las cabezas de los que nos retenían. La gente del ranchero cayó abatida en un parpadeo mientras las chicas del burdel corrían asustadas. Lo primero que hicimos fue desvalijar el cuerpo del viejo, su reloj, sus botas, sus habanos… pero la fortuna se volvió a aliar con nosotros cuando registramos su billetera. Además de una buena cantidad de pesos, portaba una carta remitida desde los Estados Unidos que Crowe me ordenó que se la leyera. En resumidas cuentas, un hombre llamado Chamberlain le concretaba al viejo ranchero la fecha y la hora de llegada de un cargamento secreto de lingotes de oro que llegaría en tren a la estación de Crossville. Un tren cargado de oro, mucho oro. Mientras hablaba, los otros cuatro me miraban con un brillo salvaje en los ojos. La gente que había contratado don Aurelio ya estaría en camino para trasladar el oro hasta Méjico. Nos quedaban dos días para llegar a tiempo de atrapar esa locomotora. Dos días, los mismos que me quedan a mí de vida, ¿no, sargento?

Cabalgamos como fieras desatadas todo el trayecto hasta Crossville, día y noche, casi sin descansar, con un galope que reventaba los cascos de nuestros caballos. Como supimos después, el negocio que se traía entre manos el mejicano era bien complejo. Había cerrado un trato con el señor Chamberlain, del Canadá, que había hecho una fortuna como prestamista Había acumulado tanto dinero y prestigio que los buenos canadienses le empezaron a confiar sus ahorros. El caradura les convencía contándoles que iba a crear el banco más grande del país. Cuando acumuló una cantidad increíble de dólares y los ingenuos ahorradores le empezaban a pedir cuentas, lo cambió todo por oro con el propósito de huir del país, perseguido ya por el gobierno canadiense. El salvaje Méjico era su destino y contactó con la gente de la frontera para que le protegieran. Pero todo eso, sargento, era ajeno a nosotros. El oro que transportaban esos vagones era lo que impulsaba nuestro galope. Los sicarios que había enviado don Aurelio nos llevaban varios días de ventaja y ya deberían haber tomado posiciones en el pueblo. Algún hijo del terrateniente habría ido a controlar la operación y a los esbirros que habían contratado, posiblemente a algunos de los criminales más feroces a ambos lados de la frontera. Estábamos seguros de que la sangre iba a correr como manantiales cuando nos cruzásemos con ellos. Avanzamos con precaución hasta la estación, inquietos porque no había ningún tipo sospechoso en las calles. Pero allí había una abarrotada taberna y el señor Crowe decidió que yo entraría con él y uno de los hermanos, mientras que el otro vigilaría en la propia estación y Rico estaría en la acera de enfrente ocupándose de las ventanas. Crowe, antes de entrar, me cogió del hombro, me levantó el poncho y me colocó un revólver en el cinto y varias balas en los bolsillos. Sin decir nada, entró por las puertas de la taberna. Yo estaba de piedra pero enseguida me repuse y les seguí. Dentro, el local estaba a rebosar y el ambiente era silencioso y cortante. Allí había gente de todo tipo, lo normal en una estación de paso, gente dura y curtida, y por eso era difícil adivinar quiénes podrían ser los sicarios. Crowe pidió whiskey. Ánimo, Grillo, el whiskey ayuda a templar los nervios, bebe rápido porque puede ser nuestro último trago, me dijo con pasmosa tranquilidad. La gente se miraba una a otra con una tensión contenida. Crowe bebía vaso tras vaso, despreocupado, sin mirar a nadie. Yo me sentía vigilado por mil ojos. Incluso cuando el sheriff empujó las puertas de la taberna, ese denso y peligroso ambiente parecía intimidarle. Fuera, en la plaza, se oían unas fuertes campanadas en la iglesia. La llamada para la misa de las doce, la hora en que aparecería el tren. Saqué el reloj que arranqué a don Aurelio para verificar la hora. A mi lado, un joven mejicano, demasiado elegante para aquel agujero, me vigilaba y miraba el reloj y su genuino emblema. Maldita suerte, debía ser un hijo del viejo ranchero. Los nervios me hacían sudar y temblar las manos. En la estación un silbato anunciaba la llegada de un tren. En la plaza, las campanas empezaban a repicar con fuerza la hora de la misa. Y a lo lejos, se oía una rápida estampida de caballos acercándose. A mi lado, el joven ranchero se echaba mano lentamente al cinto, igual que sus sicarios. El señor Crowe desenfundó más rápido y abrió fuego en plena frente del ranchero. Me agarró del poncho y tiró de mí para atravesar volando la ventana que estaba al final de la barra. En la taberna, el fuego de las pistolas era imparable y fuera la cosa se iba a poner mucho peor. El brazo de Rico intentaba mantener con un Winchester a raya a los mejicanos que estaban apostados en las ventanas de algunas casas. ¡Qué puntería tenía ese manco! Incluso herido y cojeando ese demonio no dejaba de disparar. Uno de los Robles salió acribillado por las puertas, pero aún con fuerzas para dar batalla hasta el último aliento, aunque fuera a empujones. Los hombres escapaban como podían de ese maldito local. Al sheriff le tirotearon pero sus ayudantes pudieron escapar para dar batalla en las calles. El tren se estaba acercando a una velocidad endiablada perseguido a lo lejos por todo un regimiento de caballería. Eran confederados que también estaban persiguiendo el oro, con todo un general, blandiendo su sable, a la cabeza. El regimiento iba a parar como fuera al ferrocarril y desde uno de sus carromatos abrieron fuego a cañonazos. Los proyectiles volaban sin control sobre todos los lugares de Crossville. El tren descarrilaba alcanzado por una de las explosiones, cerca de la parada. La metralla y las detonaciones se llevaban por delante a los hombres que combatían en las calles. La taberna voló en pedazos y la plaza se cubrió de cadáveres de los pobres vecinos destrozados por las bombas. Pero cuando los jinetes confederados llegaron al campo de batalla en que se había convertido Crossville, nuestros revólveres y los de los mejicanos les hicieron frente. Uno de los gemelos, el que estaba apostado junto a las vías, acribilló con facilidad a los primeros soldados. El otro hacía un buen rato que había sucumbido a las balas de los mejicanos. Casi espalda contra espalda, el viejo Crowe y yo resistíamos ese infierno. Del tren descarrilado se habían desparramado por las vías algunos lingotes. La visión del oro enloqueció a todos como bárbaros. Los mejicanos, los confederados, incluso la gente del sheriff, se lanzó a la carrera a llevarse el oro como fuera, incluso disparando a los suyos. Y, de repente, uno de los vagones de carga se abrió. Aparecieron Chamberlain y su gente, armando algo muy pesado. Una ametralladora Gatling del 63. Esos endemoniados cañones percutían como truenos, cada vuelta acumulaba más y más muerte. El último de los Robles fue alcanzado cuando se estaba peleando a puñetazo limpio con los soldados. A lo lejos, Rico se arrastraba muy malherido pero aún abría fuego un revólver en su mano. Los que pudimos, nos pusimos a cubierto de ese infierno de plomo. Pero otro golpe de fortuna nos salvó de esa situación, otro invitado inesperado se sumaba a aquel delirio de muerte. Otro tren aullaba a lo lejos aproximándose como una exhalación a la estación. La gente de Chamberlain agitaba los brazos para que se frenase pero la locomotora embistió como un toro salvaje. Después del choque, del nuevo tren empezó a salir el grupo de hombres más esperpéntico que haya visto en la vida. Era seguro que se trataban de canadienses y deduzco que les debían haber contratado las pobres gentes a los que Chamberlain había arruinado para atraparle. Trate de imaginarse su aspecto, sargento: gente de la montaña, de la frontera del norte, posiblemente cazadores, todos con aspecto tosco, con barbas abultadas y ropajes de pieles salvajes, vaya a saber de qué animales, seguro que osos, lobos o mapaches. Con sus escopetas y cuchillos empezaron a cargar como una estampida contra el vagón del oro. Iban a ser una distracción, pero eran más jugadores en la mesa y ya teníamos muy pocas balas para la siguiente mano. Los salvajes cazadores, aullando como perros, plantaron cara como temerarios a la Gatling. Al poco, de las decenas de pistoleros que comenzaron la batalla ya sólo quedábamos un puñado. El señor Crowe tomó la iniciativa y decidió asaltar el vagón él solo. A mi espalda, una figura se empezó a acercar tambaleándose. Era el general confederado, desorientado y herido pero dispuesto a dispararme con una pequeña pistola. Una bala me rozó la mejilla y yo le apunté, pero el gatillo no respondía. Otro bala voló sobre mi cabeza. Me arrastré como pude a recoger un Colt de un mejicano muerto. Disparé varias veces pero el tambor estaba vació. Quedaba una bala en mi bolsillo y la conseguí introducir pero con tan mala fortuna que hice girar el tambor del revólver. El general me apuntaba a dos pasos y yo cerré los ojos y apreté el gatillo. Afortunado de nuevo, el general cayó fulminado. Sólo quedaban en pie el señor Crowe y Chamberlain. El tipo, vestido como un distinguido banquero, iba armado con un elegante revólver antiguo. Aún muy alejados, ambos se apuntaron y mantuvieron los brazos en alto un buen rato, buscándose. Dispararon a la vez. El canadiense cayó derribado. Crowe miró su poncho atravesado por la bala pero a él ni le había rozado. Se fue acercando tranquilamente a la altura de Chamberlain mientras cargaba el tambor de su revólver. El herido intentaba arrastrarse desesperadamente hacia el vagón del oro. El señor Crowe lo interceptó apuntándole. El tipo le miró desesperado y gritó: ¡Este oro es mío, miserables, no podéis tocarlo, no tenéis derecho a matarme! El señor Crowe se agachó sobre él y, metiéndole el cañón en la boca, le contestó: Esto es Tejas, gusano. Robamos el ganado del vecino, respiramos polvo y humo de tabaco, fornicamos como bestias y matamos a cobardes como usted. Le voló la cabeza de un disparo. Sin más rivales, el señor Crowe y yo nos miramos y divisamos aquel sangriento paisaje de humo, pólvora y cadáveres. Abrimos el vagón del canadiense y admiramos ese precioso almacén de oro. No se lo puede ni imaginar, sargento, docenas de lingotes brillantes y perfectos. Cargamos todo lo que pudimos en un carromato e iniciamos la marcha. A lo lejos, entre los muertos, distinguí el cadáver de Rico, aferrando aún fuertemente el Colt en su mano. La euforia me invadía y el señor Crowe tenía un aire tranquilo y satisfecho. Atravesamos El Paso al atardecer y cuando a lo lejos divisábamos Méjico, el señor Crowe me dijo: ¿Cruzamos la frontera, socio? Yo le contesté con una sonrisa y tiré fuerte de los caballos. Pero me ordenó que bajase para apretar el correaje de las bestias. Desde el suelo, oí como amartillaba su revólver. Por la espalda me disparó y me dejó abandonado en el camino. Y así termina esta historia, sargento. Me pude volver a levantar y milagrosamente me recuperé. Esquivé mucho tiempo al ejército y escapé de dos calabozos. Resistí cerca de dos años como fugitivo, en solitario, en Tejas, hasta que alguien me delató por una mísera recompensa. Y no sé dónde está aquel oro ni dónde se oculta el señor Crowe, amigo. Pero le puedo asegurar una cosa. Antes de que el cadalso se abra, el viejo volverá a salvarme. No me dejará atrás. Se lo aviso con antelación. Ya lo verá, sargento, ya lo verá…

El sargento Jackson Miles, del 5.º de Infantería del ejército de la Unión, permaneció firme durante toda la ceremonia de ejecución al amanecer de aquel frío día de invierno. Pero por dentro estaba inquieto y preocupado. Sentía lastima por aquel muchacho que tan joven había sido arrastrado a esa vida de violencia y crimen por unos bellacos sin alma, y que aún confiaba ciegamente su salvación a un sucio traidor. Aun así, la reputación del llamado señor Crowe les obligó a reforzar la vigilancia en el Fuerte Hawks. En el patíbulo, el juez leía los cargos, el sacerdote rezaba y un tambor empezaba a repicar. El joven Grillo afrontaba la muerte con un rostro en el que se adivinaba orgullo y plenitud. El tambor dejó de sonar y el verdugo bajó la palanca del cadalso. El pobre muchacho se llevó a la tumba, en su último aliento, los secretos no confesados de su vida.

En la zona desértica más allá de las llanuras de El Paso, el moribundo Grillo se levantó de su charco de sangre. Casi sin fuerzas, a golpe de voluntad y tozudez, las piernas le empezaron a responder. Su boca le pedía agua mientras la sangre se le escapaba por el pecho. Nadie le podía oír ni ver en esa tierra abrasada por el sol. Pero la caprichosa fortuna le hizo un último guiño de tahúr. Una caravana de comerciantes, de las muchas que había asaltado en los últimos años, se cruzaba en ese maldito camino. Volvían a Tejas, huyendo de la revolución que estaba levantándose en Méjico, y recogieron y atendieron como buenos cristianos al pobre Grillo. El joven se recuperó en un monasterio, oculto de las redadas del ejército. Pero quería volver a cruzar la frontera, guiado por un ansia que le abrasaba por dentro. Visitó las mismas tabernas, burdeles y prisiones que había conocido en el norte. En una cabaña, apartada de toda vida y muerte le encontró. Sin caballos, sin carros, sin animales ese lugar parecía una fosa abandonada. Grillo abrió con cuidado la puerta de entrada y avanzó por un espacio lúgubre y nauseabundo. El lugar presentaba un abandono completo, enterrado en botellas de whiskey y comida en descomposición. En el dormitorio oyó un ruido, unos fuertes ronquidos. Al entrar, le recibió un disparo que se clavó en el marco de la puerta. Grillo sacó su revólver y avanzó hacia el catre en que estaba tumbada la figura. El señor Crowe, en una pose grotesca y con la mano temblorosa, le apuntaba con un revólver, pero era incapaz de amartillarlo con el pulgar. Grillo apuntó, casi a ciegas y acertó al viejo en las tripas. Grillo se adentró en la oscura habitación y se acercó al cuerpo del hombre, inclinándose en su cara. El viejo, retorciéndose con un último esfuerzo, balbuceó con rabia: “No puedes matarme”. El joven alargó la mano y tapó con fuerza la boca y la nariz del viejo hasta que el cuerpo dejó de moverse. Luego, abrió las mandíbulas del hombre y comprobó que esa boca, corroída por el alcohol, ya no respiraba. Se quedó un buen rato mirando el cadáver, pensativo. Después, arrastró el cuerpo y, con lo que pudo encontrar, empezó a cavar un hoyo. Empujó al viejo en el agujero y, antes de enterrarlo, derramó sobre él una botella de whiskey. “A tu salud, viejo” dijo en voz alta. Jamás llegaría a saber qué sucedió con el oro y por qué había acabado abandonado a su suerte el viejo en ese lugar. Y decidió que había enterrado un cuerpo pero que el hombre y su leyenda seguirían vivos. Porque había una historia que no iba a quedarse sepultada en ese agujero y su voz y sus silencios le darían forma. Para que el resto de los hombres temblaran de miedo cuándo escucharan sus nombres.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    El relato de los récords:

    – más balas disparadas
    – más pólvora quemada
    – más muertos
    – más situaciones violentas
    – homenaje a todas las películas que hayamos visto y
    – la mejor escena con la mejor frase:

    «¿Hueles eso, Grillo, lo sientes en tu cara? Es la vida que se va y la muerte que viene. Si quieres matar a alguien, estúpido niño, empieza a acostumbrarte a esta peste. Crowe me gritaba esas palabras mientras apretaba con fuerza el talón y el tipo se ahogaba ya sin resuello».

  2. SonderK dice:

    Impagable historia de muerte y destrucción…

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