Débora o los versos oréxicos
por laquintaelementa—Perdone, pero tenemos que registrar también ese cajón. ¿Tiene la llave? —el inspector señaló la cerradura vacía.
—Me la he comido —contestó el interpelado desafiante.
—¡Sargento, ábralo! —volviéndose hacia el sospechoso, recogió el guante—. Es usted la última persona que vio a Débora Ortiz antes de desaparecer. Rece por que no encontremos nada que sugiera una tragedia.
Un policía forzó el cajón. El detective inspeccionó su contenido: un par de pilas, tres botones de camisa, un carrete de fotos, una pluma estilográfica, dos tarjetas de crédito caducadas, un aspirador con Ventolín, un legajo de cuartillas borrosas y con tachones, y una caja roja en forma de corazón. Retiraron la tapa con cuidado, como si se tratara de un ataúd y esperaran encontrar un cadáver ahí dentro. Un rostro joven de mujer los sonreía desde una fotografía.
***
Débora. Lo atrapó con su sonrisa de eslabones blancos y la trenza eterna de ébano… y aquella cadena perpetua de besos con forma de boca que tatuó en su piel apergaminada de condenado a viejo. Débora. Su nombre le daba hambre y al mismo tiempo lo engullía entre sofocados jadeos y voces confundidas: Devórame, Débora me devora me devórame Débora me devórame…
Era poeta e infinitamente mayor que ella. Pero la conquistó con los versos de Neruda, Hidalgo y Carrera Andrade; y Débora se dejó adorar por aquel devoto de su belleza y juventud. En su altar de sábanas blancas, él recitaba poemas que provocaban la risa cantarina de su pequeña diosa… «Tu cuerpo es un jardín, masa de flores y juncos animados. Dominio del amor: en sus collados persigo los eternos resplandores». «Y yo era solo, y yo era triste, y yo era menos, y yo era yo sin ti». Guardó en un cajón todas sus poesías negras y tortuosas porque el amor de Débora le sugería luz, color y felicidad… algo que un ser oscuro como él nunca había conocido.
«Bella, mi bella, tu ser, tu luz, tu sombra, bella, todo eso es mío, bella, todo eso es mío, mía, cuando andas o reposas, cuando cantas o duermes, cuando sufres o sueñas, siempre, cuando estás cerca o lejos, siempre, era mía, mi bella, siempre.» Tanto la amaba que no vivía sino para recitarle versos encendidos, siempre de otros. Él ya no escribía. No podía escribir. La respiración de Débora en sus oídos era la marea que mecía el mar de su inspiración; la atraía hacia él y cuando estaba a punto de rozarlo… se le escapaba entre los besos que Débora le daba al despertarse. Acariciar a la mujer era profanar a la musa.
«Ola redonda y lisa: en tu cárcel de nardos devoran las hormigas mi piel de náufrago.» Su mente seguía encadenada a las letras de otros poetas mientras Débora lo hacía con brazos y piernas a su cuerpo. Se preguntó si realmente el Amor era tan cruel y opresor que no le permitiría pensar en otra cosa. La sonrisa luminosa de Débora aparecía brillante como una media luna entre sus oscuros deseos de libertad.
«Recién estoy completo como un redondo, como un mundo eterno.» Aquella sería la despedida. Aquella sería la última cena, a la luz de las velas; la última vez que le recitaría otros poemas que no fueran los suyos propios. Pasado un tiempo de no verla, de no tenerla, de no tocarla, los recuerdos y todo aquello que de ella tendría dentro de él brotarían en hermosos versos, en una primavera de creación como jamás se imaginó…
Aspirando hondo miró a Débora.
«Olor a verde limón, a naranja mandarina.»
La acarició como si fuera la primera vez, experimentado escalofríos por todo el cuerpo.
«La piel que te cubre con lujuria de raso, obstáculo exquisito entre mis dientes y tu carne.»
Soltó su eterna trenza de ébano despacio, muy despacio, inspirando con cada frufrido de los mechones una bocanada de libertad.
«Nuca: […] pan redondo de una fiesta de albura.»
Descorchó una botella de vino tinto y escanció con maestría el líquido rojo rubí.
«Corazón de melón […], del negro de un mejillón son tus ojos en su punto de sal.»
Se miró en ellos y se descubrió por primera vez, como si un nuevo y distinto yo que no conocía le esperara allí dentro. Se desconcertó por un momento. No sabía si aquel yo le pedía que lo sacara del abismo o, por el contrario, lo invitaba a fundirse con él. Se sonrieron mutuamente y las dudas se disiparon, como el humo de las velas.
Con la voz temblorosa por una pasión lujuriosa nunca antes experimentada recitó para su amada: «Tus senos, carne de anón».
Débora ya no lo miraba. Su voz sonaba como un eco lejano que iba ganando intensidad: devórame-Débora me devora-me-devóra-me… La lengua de su idolatrada se movía sensual y mullida entre la suya, retorcida como los pecados de una serpiente.
Y cantaba: «Labios de fresa […], la pulpa de la fruta de la pasión.»
Los chupó como se chupan los jugosos gajos de las mandarinas; los mordió como se muerden los fresones grandes o las moras; y como éstas al gotear, le dejaron escabrosas venas hasta los codos que él lamió y saboreó a placer.
«Tu boca, fruta abierta al besar brinda perlas en un pocillo de miel y guindas. Panal es su boca, bebed ambrosía.»
Apuró el vino de su copa. Débora formaría parte de él para siempre jamás.
***
Bajo la fotografía que el inspector extrajo de la caja roja, en un nido de negros cabellos reposaban, como diminutos huevos, los dientes blancos que un día engarzaron la sonrisa de Débora.
Comentarios
Un poco de canibalismo elegante 😉
Coooñee, un inesperado relato extra…y efectivamente, muy sofisticado, original y sugerente, no es explicito como una historia gore al uso. Cuidao con lo que comes que hay mucho ser vivo en tu casa, jejeje. Ah, y visita también un loquero como los demás. 😉
wow! muy elegante sisi..
¡Pero qué bello relato, Irenísima de mi vida y de mi corazón! Lo único que no me pega son los versos de la canción de «sabor de amor», no me cuadra en un personaje tan cultivado. Por lo demás, una delicia, una exquisitez… vaya, me está entrando hambre… ¿mámá, estás ahí?
Gracias, gracias :$
Y sí, Marcos, tienes razón, pero no encontré otros ojos comestibles y los míos ya me lloraban de tanto leer poemas más acordes con la siguiente edición 😈