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Cuz Gas

por Relato finalista

Estábamos a punto de hacer algo importante, ocultos en un hueco de un rincón de la galería norte, bajo una tosca tienda de campaña improvisada con una vieja manta, tres palos y unos ladrillos. Teresa me miraba con sus intensos ojos azules, concentrada, palpitante. Yo la miraba directamente a las pupilas. Teresa era muchísimo más joven que yo y aquello la excitaba sobremanera. Yo ya lo había vivido, innumerables veces. Era algo muy simple, y pensar que a otra persona eso pudiera resultarle tan maravilloso me hacía sentir, por una parte, viejo; por otra, francamente idiota. No por mí, sino por todos nosotros.

Y ahora que estoy a punto de cometer lo que, sin duda, voy a cometer —¡qué tontería!—, me da por pensar.

La verdad es que a nadie se le hubiera ocurrido. Tuvieron que pasar unos cuantos años desde la Nueva Guerra para que a alguien se le ocurriese la idea. Luego hubo un después. Un largo después. Y aquí estamos. Mirándonos a los ojos como dos imbéciles. Si no fuera porque Teresa está para comérsela, no lo haría. Pero, aún en esta galería asquerosa, seguimos siendo humanos. Por lo menos yo.

Fue en el 2027, si no recuerdo mal. Puede que recuerde mal. La revolución llegó de donde vienen todas las revoluciones: del hambre y del cansancio. De tomar conciencia de una esclavitud asumida. De pretender la parte de tu vida que te corresponde a ti mismo. Hicieron un buen trabajo con lo de ocultar la Historia, de tergiversarla; no sirvió, porque la Historia se hace día a día. No sirve olvidarla, ni hacerla olvidar, la cuestión es que no se puede aprender. Y para una vez que quienes ostentan el poder, junto a todos aquellos que hacían ostentárselo, estuvimos dispuestos a hacer de este planeta un mundo querido, usando esa poderosa herramienta de la inteligencia, apenas usada, que se define simplemente como sentido común, para una vez en toda la historia de la humanidad que pudimos dedicarnos tranquilamente a nacer, crecer, reproducirnos y morir, y disfrutar lo más posible entre tanto, nos vino la desgracia del mayor don que hayamos tenido nunca en este mundo, nuestro querido e implacable planeta. También es mala suerte. (En este espacio que cada uno ponga su improperio, por lo que a mí respecta, constará.) Pero también conste, por lo que a mí respecta, que nos lo tenemos merecido.

—Me resulta extraño que esto no lo hayas experimentado. En serio, Tere, no es para tanto…

—Hazlo —dijo.

Lo haré. Tampoco me dan miedo esos cuatro tipos que van con garrotes intentando mantener el orden. No hay orden que mantener. En realidad, son ellos los que más conflictos provocan. Algún día de estos les vamos a meter la garrota por donde les quepa. Se habla de ello. Algo sí hemos aprendido. No se va a hundir la civilización por nuestro pecado. Ya está hundida…. es gracioso, nunca mejor dicho. Lo mismo voy y me río.

—¿En qué piensas? ¡Hazlo!

Pienso en lo crueles que fuimos capaces de llegar a ser. Sentados en nuestros sillones contemplando la muerte de otros millones de personas. Para nosotros resultó algo cotidiano. Incluso monótono. Pero para ellos, no. Y, es curioso, el problema empezó cuando a ellos les importó más tener sillones que morirse a destajo. Ahí, en estar cómodo, es donde estalló la chispa de aquella revolución. La última.

—Quiero que me des un beso. Si no me das un beso, se acabó.

—Vale —me besó—. Sigue.

Sus ojos azules eran capaces de absorber el aire. Claro que sigo, Teresa, Yo no he nacido en estos túneles, me rompo en dos el alma si hace falta por acariciarte los pechos. Y si encima tenemos descendencia, cosa que dudo por los sesenta años que cumplo el mes que viene, nos dan un premio. Quién me lo iba a decir a mí.

Quién nos lo iba a decir a nosotros, los de esta parcelita de la Tierra. En Occidente vivíamos bien. De tan bien que vivíamos, vivíamos fatal, sometidos a una forma económica que nos llevaba del trabajo al aburrimiento, y del aburrimiento a una forma de ocio basada en gastarse el dinero que cerraba el círculo consumista con una perfección admirable. Nadie nos lo impuso; el poder, esa cosa indefinible que consiste en que tú te jodas para que no me tenga que joder yo, descubrió asombrado que la democracia es su elemento natural: Eres libre para ser un esclavo. Por lo demás, la sociedad se polarizaba en un tropel de jubilados expertos en política y fútbol, ellos, y expertas en política y famosos, ellas, una juventud aislada de su propia edad y del resto del universo merced a las tecnologías de la comunicación, un núcleo de inmigrantes que nos miraban como diciendo «Hola, aquí estamos, y estamos formados por billones de células que necesitan su energía y su injundia, en eso nos parecemos a vosotros», una marea creciente de parados y desocupados, una élite manipuladora de políticos, empresarios, militares, intelectuales y estrellas diversas y, por fin, una masa manipulada para mantener con sus madrugones todo el tinglado. Alguno quedaba que era distinto. Que era consciente. Yo no lo fui.

—Enséñamela.

—Mira. De verdad, Tere, esto es absurdo…

—¡Qué pequeña! —dijo ella fascinada, contemplándola.

Pero esta parcelita de la Tierra linda con otras parcelitas. Las parcelitas tienen sus asuntillos entre ellas, pero también tienen los suyos propios. El primer aviso llegó de África. De una cooperativa minúscula de campesinos en Somalia que decidió liarse a guantazos con los militares, los paramilitares, las etnias, los iluminados de dios y las facciones para que no les quemaran vivos y violasen a sus hijas. Se ve que a los militares, los paramilitares y los etcétera no les gustó mucho que les incrustaran un machete en el cráneo y se echaron para atrás, un paso. Llegaron los refuerzos. Pero aquellos cuatro campesinos de ojos penetrantes, aún colgando boca abajo de un palo con los intestinos a la intemperie, habían demostrado a otros cinco campesinos que los etcétera también tienen huevos, y se les pueden cortar. Esto fue en el 2014. En el 2018 quien llevara un uniforme en todo el continente negro, quien hablara de dios y no de cultivar la tierra, quien tuviera tres diamantes metidos en el bolsillo, corría un serio peligro. No hubo forma de hacerle entender a gente tan ignorante que se dejara matar. O que siguiera muriéndose de hambre, como habían hecho siempre. En Sudamérica, prohibieron la cooperativa como figura jurídica.

—¿Has oído eso? —la magia se rompió en pedazos en un instante.

—No es nada —dije, mientras oprimía la culata del arma que llevaba oculta bajo el capote—, alguna cañería que anda estreñida por ahí… ¿Ves?, no hay nadie. ¿Lo hago?

—¡Sí, sí! —respondió ella con entusiasmo. La magia se recompuso en un instante. Había que aprovechar, la magia es voluble.

Y, como nos gusta observar, hubo unos que mirando, mirando, vieron de qué iba esto. Aunque se lo intentaron tapar decididamente, siempre queda alguna rendija por la que asomar los hocicos. Estos tipos eran los chinos. Hubo un visionario al que no acertaron a meterle un plomo en la sien a tiempo, y para cuando se lo quisieron meter, ya era tarde: este individuo no era, ni más ni menos, que un comunista, del partido de toda la vida, hijo de miembro, y nadie se explica cómo pudo hacer prender la apasionada llama del comunismo en la China comunista. Prendió, ardió y combustionó. Visto y no visto. Como si Jesucristo se hubiera vestido de rojo, vivir para ver. Y se lió la de dios es Buda. En el 2021 los hijos de Mao eran 1 400 000 000 almas, chino arriba, chino abajo, y 1 399 000 000 de tales almas decidieron cruzarse de brazos reclamando una pequeña parte más de su parte. Los chinos no son partidarios de pasar a cuchillo, prefieren fusilar. En seis meses gastaron cuatro millones de balas, bala arriba, bala abajo, en poner cerebros al fresco. Algunos adinerados receptores de órganos sonreían bonachonamente. Y cuando aquellos valientes revolucionarios empezaban a pensar que con los sesos desparramados no se puede pensar, con el visionario ya repartido en filetes por las mejores clínicas de transplantes de lo más exquisito de la sociedad, Europa, primero, y Estados Unidos, después, se hundieron en los procelosos abismos del capitalismo. De pronto, se hizo evidente que la mayor parte de la economía occidental se sustentaba en oriente. Mirábamos consternados cómo los made in China se multiplicaban por todas nuestras cosas, mirásemos por donde mirásemos. Ni los espárragos se salvaban. Y, a punto de doblegarse, por una rendijita ellos lo vieron y cruzaron los brazos con más fuerza aún, con la cabeza bien arriba, unos, bien abajo, a la altura de la fosa más o menos, otros.

—Allá voy, Tere. Te aviso que esto dura poco. A lo mejor te decepcionas.

—No —su pecho palpitaba.

Pakistán y la India entraron en un bucle donde se mezclaban los dioses, las tradiciones y las reivindicaciones. Y la gente muy enfadada y muy revuelta con los dioses, las tradiciones y las reivindicaciones, o a favor o en contra, o quizá con ellas o puede ser que sin ellas, el caso era estar muy enfadado contra quien sea que fuere, y aprovechar para dirimir ciertos asuntos fronterizos y de paso purgar algunos asuntos de fronteras para adentro. Una masacre. Rusia aglutinó su mosaico a base de cañonazos y el nuevo zar democrático dio su discurso al pueblo vestido de Armani y con veinte gorilas de tomo y lomo flanqueándole con las manos semiocultas bajo la chaqueta. Y un Ferrari colorado aparcado en la mismísima puerta del Politburó. Con los árabes sucedió lo que tanto se temía: dejaron de pegarse unos con otros y apuntaron todos hacia la Meca, por una vez, a la vez, como decía la canción. Y en Israel se acabaron los atentados suicidas; el que no supiera hablar un hebreo ortodoxo fluido era ametrallado inmediatamente sin pedir, ni dar, más explicaciones.

—¿De qué te ríes?

—De nada… Me estaba acordando de una canción de un grupo musical de hace mucho que se llamaba Mecano. Eres demasiado joven. Y yo demasiado viejo, pensé.

—¿Un grupo musical? ¿Qué es eso?

Nos habían vendido el coche eléctrico como la solución a los grandes problemas cósmicos. En el 2022 prácticamente todos los vehículos utilizaban la electricidad como combustible, que es una energía de uso limpio. Pero no de producción limpia. Ni los molinitos de viento, ni el solecillo, ni las olitas de la mar, fueron capaces de cubrir la demanda desorbitada. Así que hacía tiempo que las centrales nucleares, súper contaminantes, florecían como champiñones. Pero como en Occidente no las queríamos, se las habíamos encasquetado a las repúblicas ex soviéticas y el norte de África. Y ahora que el asunto estaba tomando un matiz tan peliagudo, nos encontramos bien agarrados por los… vehículos. Solamente tenían que cortar unos cuantos cables para dejarnos detenidos. Como dato pintoresco, Japón pasó a ser la vigésimo quinta potencia económica mundial. Allí la gente no daba abasto a suicidarse.

Por aquí el personal se echó a la calle. Nos urgía manifestarnos, teníamos demasiada tensión acumulada. Lo de la crisis del 2009 fue el cuento de Caperucita. Una barra de pan llegó a costar seis euros, la cosa se puso fea. En Estados Unidos los grupos neonazis, bueno, los mismos nazis de siempre que se hacían llamar neo lo que fuera, mataban a diestro y siniestro a todo aquél que no tuviera pinta de haber combatido en el Álamo. En Sudamérica se votó, en referéndum constitucional, a favor de las dictaduras. Abundaban allá los malos vecindarios. En una manifestación en Burgos fue cuando le robé la pistola al policía. Pobre chico, tieso como una vela. No sé por qué lo hice, me sentía en peligro, supongo. Yo sólo le robé la pistola. Matarlo, lo matamos entre todos, supongo, tampoco sé si sin querer o no queriendo no querer. Ellos también sacudían lo suyo, qué hostias. Y en 2027 China decidió invadir Taiwan para descruzar sus mil y pico de millones de brazos, brazo arriba, brazo abajo, que aún conservaban el cerebro dentro de la cabeza. Aquí empezó lo que llamaron la Nueva Guerra, que en realidad era muy vieja. Más que yo. La misma guerra de siempre, la de andar cargándose al prójimo. Son las excusas las que cambian.

—O lo haces o me voy. He vuelto a oír un ruido. Y no son las cañerías.

—Espera. Te quiero cantar una canción. Luego lo hago. Son las cañerías —me estaba poniendo nervioso, menuda gilipollez.

Ahí entramos todos al trapo. Los unos y los otros. Que si me alío yo, que si te alías tú. Que le doy al botón, que le doy, que le doy, que le doy al botón. Ay, que le doy, que le doy, que le doy al botón.

—No me gusta esa canción.

—Tiene ritmo, mujer.

Ni los australianos se quedaron al margen. Resulta que ellos también tenían la bomba atómica, los de los canguros, menuda tropa. Dignos súbditos de la Corona. De la corona, de la corona, dig-dig-nos súb-súb-ditos, de la corona…

—Ésa menos.

—Ya.

Estábamos al borde de la aniquilación mutua. Y tuvo que ser un español el que tuviera aquella idea. Teodoro Martínez, éste fue el alguien al que se le ocurrió el invento que, salvando a la Humanidad, acabó con ella. En medio del colapso a este hombre le dio por investigar y, partiendo de un compuesto de quitina mezclado con hidrógeno como combustible, desarrolló un motor simple que, ante su sorpresa, rindió 700cv de potencia con sólo un miligramo de dicha mezcla. El motor estuvo funcionando más de seis horas seguidas hasta que hubo que recargarlo. Y la base principal de semejante maravilla no era otra que insectos espachurrados y puestos en remojo con hidrógeno licuado. Cero emisiones contaminantes, apenas unas gotas de vapor de agua y pedacitos microscópicos de cáscaras orgánicas. Inmediatamente, creó una cooperativa para promocionar su descubrimiento. Las grandes compañías y los gobiernos, inmersos en sacarle brillo a los misiles mientras aporreaban los cráneos de sus propios conciudadanos, no le prestaron la más mínima atención. Lo cual no resultaba extraño siendo un genio y habiendo nacido en España.

—Deja ya de mirarme los pechos, me estás incomodando. Haz lo que tienes que hacer. No te lo digo más.

—¿Qué prisa tienes?

—Creo que me estás tomando el pelo.

Te voy a tomar hasta los hígados, en cuanto se me presente la ocasión. No lo tomaron en serio hasta que ya un nutrido grupo de cuatro mil cooperativistas disponían de una energía prácticamente ilimitada, limpia y sin otro mantenimiento que un depósito lleno de bichos a los que se iba descuajaringando, amasando con hidrógeno y embotellando en tubitos poco más grandes que una vela. Se insertaba el tubo en un compartimento del novedoso y pequeño motor y a correr. Vas, rellenas tu tubo y hasta dentro de ocho meses que te veamos por aquí. El insecto elegido fueron las cucarachas, por su magnífica capacidad de reproducción y la alta concentración de quitina de sus caparazones. Además, se alimentaban de despojos, un reciclaje absoluto y sin coste añadido. Maldita la hora, con los saltamontes, esto no hubiera pasado. Teodoro Martínez decidió llamar a su descubrimiento Cuca Gas, y liberó la patente, del combustible y del motor, para que cualquiera pudiese disponer de un asombroso generador de Cuca Gas, en su comunidad de vecinos, en su negocio, en su casa, no deje de adquirirlo, los gastos de la compra del equipo y de la instalación se verán compensados en unos pocos meses, si no semanas, si no días, ¡no espere más! Y aquello corrió como la pólvora. En el 2027 estábamos a punto de saltar todos por los aires y en el 2030 disponíamos, con total efectividad, de una energía como no ha habido otra en este planeta: ridículamente barata y tremendamente eficiente. El mundo cambió.

—¡A la una…!

El colapso se detuvo. La inercia de la violencia, de la invasión y de la hoguera perdió fuerza. Ahora no necesitábamos machacar a nadie para poder tener nuestras cuatro cosas. Bastaba machacar un puñado de cucarachas para que se hiciera la luz, el calor, el movimiento, el bienestar. Nos dimos cuenta de que la raíz de aquel conflicto era la energía. Seguía siendo la misma raíz del mismo conflicto repetido hasta la saciedad a lo largo y ancho de la Historia, desde que fuimos capaces de clavarle una saeta de sílex a un mamut y ponerlo a dar vueltas sobre una lumbre. Se le cambió el nombre al Cuca Gas, porque seguía sonando a cucaracha y cucaracha es un nombre que nos cruje en las neuronas. Ahora más que nunca. Un locutor tuvo la ocurrencia de decir Cuz Gas, equivocándose de pura emoción, el muchacho, y cuajó. La nominación se impuso inclusive al Beetle Oil que defendían los angloparlantes, quizá porque los hispano parlantes ya casi éramos mayoría, con el permiso de los chinos que, al no tener erres, no se sentían demasiado incómodos al pronunciarlo: ¡Cú Gá! ¡Cú Gá!

—¡A las dos…!

En realidad no nos gusta sufrir, no nos gusta que nos maten y, descontando algún psicópata recalcitrante, que suele tener cargo, no disfrutamos matando. Ni haciendo sufrir. Las calderas de Cuz Gas se multiplicaron por los países. La producción de cualquier objeto, bien o alimento se abarató tanto que el dinero tomó un valor relativo, casi como un juguete. Una barra de pan pasó a costar un céntimo de moneda, es decir, lo que pasó a convertirse en la moneda única y universal para todos, de aquí y de allá. Las grandes corporaciones se vieron desposeídas de su inmenso poder, en cualquier ámbito, y con ellas sus núcleos de influencia. El petróleo era cosa de risa, y las armas, innecesarias. Podíamos sacar agua a seis kilómetros bajo tierra, quédate con el río, no nos cuesta prácticamente nada hacerlo. ¿Que quieres ese pedazo de territorio? Que lo disfrutes. Ese puerto para ti y esa montaña para mí. Ahí planto yo una caldera de Cuz y un teleférico. La tecnología supo aprovechar el Cuz Gas y su motor sencillo para que unas zapatillas no le costaran a un individuo doce horas de estar reventándose las cervicales cosiendo, para que otro se fuera a dar un paseíto con el objetivo de aliviar sus dolores de espalda. Hubo intentos de concentrar semejante vara de mando en unas pocas manos. Pero la sociedad ya no estaba dispuesta a que nos frotaran el lomo con una lija, ni por dios, ni por la libertad, ni por los malos, ni por los padres de la patria, ni por los enemigos, ni por los visionarios. Vivíamos bien, trabajando lo justo y poseyendo mucho más de lo necesario. Y sin el riesgo de que nadie nos obsequiara con una bomba a la vuelta de la esquina. En el 2037 vivíamos muy bien. Después de tanta convulsión de sangre nos apetecía un lento vaso de vino. Hasta los políticos dejaron de tener ojeras. Pero no habíamos contado con las cucarachas.

—¡A las dos y media…!

—¿Eres tonto? ¡Venga!

Elegimos mal. Teodoro Martínez eligió mal, eligió un insecto omnívoro, de los únicos tres que hay: las hormigas, las avispas y las cucarachas. Quizá haya cuatro. Habiendo setenta mil especies de insectos, qué puntería. Calderas inmensas de cucarachas y calderas de andar por casa, se repartían por la Tierra entera. Cualquiera podía tener en el tejado un depósito, adosado al mecanismo, conectado al motor y a la batería de hidrógeno, de producción de Cuz Gas. Bastaba con levantar la tapa, echar los restos de la comida, agua tratada, y hacerlas pasar por una tubería hacia un pistón para que fueran convertidas en argamasa energética. Y resulta que no valoramos lo suficiente la capacidad de mutación de estos bichos. Y empezaron a mutar. Ni nos dimos cuenta, ¡éramos tan felices y las cucarachas tan insignificantes…! Empezaron a comerse unas a otras, le cogieron el gusto a la quitina. Amontonadas en su mismo espacio, derivaron en caníbales de su propia especie. La naturaleza pretende hacerse más fuerte, mejorar, que el que garantice la existencia futura sea el dominante. Y las cucarachas de esto saben un rato. Gracias a nosotros se habían convertido en el insecto con mayor número de participantes al concurso de la vida. Por ende, al verse en la obligación de zamparse mutuamente, su impulso de reproducción se disparó. Y como ya no cabían en sus recipientes una buena parte de ellas evolucionó para horadar cualquier muro con sus recién estrenados quelíceros taladradores, por duro e impenetrable que fuera. Tampoco tomamos muchas precauciones a este respecto. En el fondo, las cucarachas no eran seres agresivos, no picaban ni envenenaban a nadie. Daban asco, eso es todo. Y empezaron a salir, incontenibles. Y empezaron a devorar todo lo que oliera a insecto, a quitina, conscientes en su primitiva inteligencia de que era preferible alimentarse primero con la competencia. Y nosotros empezamos a temblar.

—¡A las dos y tres cuartos…!

Fue en el 2050 más o menos. Me ahorraré los detalles. No hubo dios, ni producto químico, ni biológico, ni tecnología que pudiera contenerlas. Se nos echaron encima como un tsunami oscuro y denso, y crujiente. Por algún incomprensible mecanismo genético, sucedió en todo el planeta simultáneamente. En todo el planeta sembrado profusamente de gigantescas calderas de Cuz Gas. No dejaron vivo ni un bicho que tuviera más de cuatro patas. Y los bichos de menos de cuatro patas se encontraron sin nada que echarse al estómago. Y las plantas se quedaron sin mensajeros de sus semillas. Y nosotros no supimos dónde meternos porque de la quitina a la queratina hay unas pocas moléculas de diferencia. Hacia lo alto nos alcanzaban. Aprendieron a perfeccionar el vuelo, también a nadar, extinguieron el plancton, los animales marinos, colonizaron los elementos. El cielo se convirtió en una hirviente sartén azul que sólo ellas soportaban, mientras todos los demás nos asfixiábamos y buscábamos desesperadamente una bocanada de oxígeno que no se nos incrustara en los pulmones, o la savia, a cincuenta y cinco grados. Ni las ratas, otras de esa calaña, acertaron a adaptarse. La existencia, no siendo cucaracha, se convirtió en algo muy difícil. Así que nos refugiamos abajo, entre muros de tres metros de ancho y con alarmas. Cualquier cosa que se moviera y que midiera menos de seis centímetros era abrasada por lanzallamas automáticos y si te pillaba en medio, allá tú. Llevamos las conservas, la ciencia, y los recursos que pudimos rescatar. Construimos estas galerías a fuerza de hacer guardias de cuarenta hombres o mujeres empuñando chanclas frente a un hueco diminuto. Se crearon leyes restrictivas, injustas, inmorales, sostenidas por un par de energúmenos a los que hacen caso una tropa de bestiajos con cachiporra. Obtenemos la energía de unas pocas calderas de Cuz Gas que vigilamos, literalmente, como si nos fuera la vida en ello. Y aquí estamos, ahora somos nosotros los que habitamos lo subterráneo. Vivir para ver. Y el acontecimiento maravilloso es que le he prometido a Teresa que voy a encender una cerilla delante de ella. Yo espero algún acontecimiento más, claro está. Pero poseo la única caja de cerillas que le queda a la civilización humana, y esto se cotiza. Aún me restan siete cerillas más. Me siento tan importante como infinitamente imbécil.

—Mira, se hace así.

Sus ojos echaban chispas. No podía sustraer su mirada de aquella pequeña llama. Y la llama se apagó en unos segundos. Teresa lloraba, las lágrimas desbordaban sus mejillas. Era cuestión de consolarla. Con precaución. Era ilegal la interacción entre un hombre caduco y una joven fértil. Pero yo conservaba una pistola y tres cargadores que obtuve de una antigua revolución. Que tuvieran cuidado. A lo mejor aquella no había sido la última.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Siempre me he preguntado si tienes el talento de un dramaturgo o eres un visionario… en este caso, mejor lo primero 🙂

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