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Cuando fui Dartañán

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Vi la luz después de haber leído Los tres mosqueteros.

Ya me había pasado otras veces: cuando fui al cine a ver Batman Returns o nosequé (pocas veces me quedo con los títulos de las películas), cuando ojeé un cómic de The Hulk —aunque nunca me sentó bien el color verde—, e incluso, en una ocasión, después de haber escuchado a Bill Gates en una entrevista televisada.

Esta vez sería distinto. Me iba a convertir en Dartañán.

En las otras ocasiones fue un entusiasmo transitorio —casi fugaz en el caso de The Hulk— ya que no tenía ninguna opción de conseguir ser el personaje real.

Con Batman me faltaba el traje. No estaba dispuesto a parecer un ridículo espantajo con uno de esos horrorosos disfraces de las tiendas de chinos. El coche era más fácil. Desde que existe el tunning es sólo cuestión de dinero, pero lo del traje… lo del traje acabó con mis expectativas.

De The Hulk —o La Masa como ha sido toda la puta vida en España— ya he comentado que no me sienta bien el verde. Su musculatura es un poco exagerada pero eso es algo que se puede conseguir con unos cuantos buenos chutes de esteroides, aun así, lo del cuerpo verde pudo conmigo. Por ahí no paso.

Bill Gates creo que era el más sencillo en el aspecto físico pero, claro, ¿de dónde saco yo esa cantidad incontable de millones? Hablé con varios bancos y cajas de ahorro pero los empleados me miraban con una cara de estupefacción que me molestaba bastante. Algunos hasta me invitaron no muy amablemente a abandonar el local… ¡Cabrones!

Así que, como ya dije anteriormente, decidí convertirme en Dartañán. Lo tenía todo: nobleza, prestigio, habilidad, encanto. ¿Qué más se puede pedir?

Lo del traje lo tenía controlado: una espada que fui a comprar en una de las muchas tiendas de souvenirs de Toledo, un chambergo que fabriqué con un sombrero tejano y un plumero, una capa sacada de las cortinas viejas que tenía mi difunta abuela en la casa del pueblo, un mono de trabajo marrón con una cruz roja cosida en el pecho y por último unas botas con vuelo que compré en la zapatería para señoras grandes —calzo un 43 y medio— de la esquina de mi calle. Me mire con todo el conjunto en un espejo y, efectivamente, era él. Me había convertido en un verdadero mosquetero del siglo XVII. En cuestión de ocho días me había hecho con todo el equipo e incluso me recorté la barba para dejar una perilla de chivo con un bigote engominado en las puntas.

Estaba preparado para enmendar honores perdidos y desfacer entuertos —¡oh!, esto me suena—. No, no. No me gustaría que me tomaseis por loco. Hay una clara diferencia entre don Quijote y yo. Él no estaba bien de la cabeza. Confundía molinos con gigantes, creía que una vil campesina era una dama de alta cuna llamada Dulcinea, veía ejércitos donde solo había rebaños de ovejas… No; mi situación es totalmente diferente. Yo no veo visiones, yo no confundo la realidad. Yo únicamente quiero que esa realidad sea más llevadera para algunos pobres desgraciados.

Mi primer cometido con esta nueva identidad fue cantarles las cuarenta a esos banqueros indignos que me habían negado un dinero que a ellos les sobraba. No quería 50 mil millones o lo que quiera que tenga el señor Gates; me conformaba con un poco menos, la mitad o una cuarta parte aproximadamente. ¿Qué es eso para alguien que sólo pretende arreglar el mundo?

Salí a la calle ataviado con mis pertrechos y enseguida noté cómo la gente que se cruzaba conmigo me miraba sonriendo. Eso es buena señal. Hay que inspirar felicidad a los viandantes. Cuando llegué al primer banco y me abrieron la puerta sin mirar —¡qué irresponsables!, nunca miran al abrir la puerta… podría haber sido un atracador— entré en un habitáculo de cristal que empezó a pitar con una sirena francamente desagradable. Uno de los seguratas se acercó poniendo su mano en la culata del revólver y me preguntó qué quería. Le expuse mis intenciones y acto seguido habló por un intercomunicador que llevaba sujeto al cinturón. En cuestión de unos dos o tres minutos —pudieron ser más— llegaron unos policías a la entrada y me pidieron muy amablemente que dejara en el suelo mi espada. Yo les dije que la necesitaba para ajustarle las cuentas —nunca mejor dicho— al director de esa sucursal. A partir de este momento la cosa fue rápida: sacaron sus pistolas y me apuntaron mientras gritaban frases que no pude comprender. Yo confié en la dureza del cristal y no les hice el menor caso… bueno, relativamente. Es más, saqué la espada y les amenacé agitándola al aire con ímpetu a la vez que profería amenazas, y ellos dispararon hacía el suelo con tan mala suerte que me dio una bala en el pie. El cristal de seguridad no era de muy buena calidad; tendría que ir en un futuro a la empresa constructora para decirles cuatro cosas.

Me sacaron a rastras de la cabina y yo no dejé de dar gritos, en parte por el dolor, en parte por la impotencia.

En el hospital me trataron con cortesía, los médicos, las enfermeras, los celadores, incluso el guardián que custodiaba la puerta de mi habitación. Tras la operación me dijeron que me quedaría una leve cojera pero que no me preocupara, que podía hacer vida normal. La vida en el hospital es muy tranquila: te despiertas, meas, desayunas, miras la tele, comes, miras la tele, cenas, miras la tele y duermes hasta el día siguiente. El dolor era soportable gracias a la macedonia de tranquilizantes que me administraban todos los días, aunque lo más desagradable era la visión de mi pie con la falta de dos dedos. Nadie vino a visitarme. Claro, tampoco conozco a nadie. Mis padres murieron —o eso me dijeron ellos—, mi hermana se fue a vivir a Alaska —o eso me dijo ella— aunque un día la vi por la calle, o eso me pareció porque no me hizo ni puñetero caso. La única persona que me hizo algo de compañía fue una agradable enfermera que me ayudaba todos los días a sentarme en la taza del váter. Mientras hacía los esfuerzos lógicos de tan desagradable empresa ella esperaba tras la puerta y una vez, entre apretón y apretón le pregunté si sabía dónde habían metido mi espada toledana y mi chambergo —el mono descansaba en una bolsa de plástico bajo mi cama—. Ella únicamente me contestó que me concentrara en la tarea.

Cuando me dieron el alta me llevaron a un sombrío edificio gris y me encerraron en una habitación blanca con las ventanas enrejadas, una triste cama con el cabecero de metal y una mesilla con un cajoncito sin agarrador. Un vigilante me recomendó tranquilidad informándome de la brevedad de mi estancia en tales condiciones.

Durante el juicio, el fiscal dijo cosas horribles de mí, ¡de mí, qué lo único que quería era arreglar los desaguisados de este mundo tan injusto! Que si había entrado con armas en un banco —cosa que era verdad—, que si mi intención era atentar contra la seguridad de ciertas personas que yo no conocía —totalmente falso— y otra serie de despropósitos que yo ignoraba. Pusieron sobre una mesa mi espada de acero toledano —a lo mejor era made in China… ¡vaya usted a saber!— de la que colgaba una tarjetita que luego leyeron como «Prueba uno». Intenté levantarme para agarrarla y liarme a mandobles, pero mi abogado de oficio —porque ese era su oficio: abogado— me sujetó discretamente de la pierna y me rogó que me sentara. Yo, que soy un trozo de pan y no consiento que se ponga en evidencia a la gente buena, me senté y esperé una mejor ocasión que jamás llegó. Al final la cosa quedo en el internamiento en un centro de salud mental de cuyo nombre no quiero acordarme —¡otra vez! ¡maldición!—. No os confundáis. Mi historia es diferente. Don Quijote murió en la cama y yo sigo vivo.

Después de dos años me han dejado salir al comprobar que estaba totalmente curado… ¿Curado? ¿De qué? Yo jamás he estado enfermo, jamás he tenido un constipado, ni siquiera un triste dolor de cabeza. Imagino que se referían a la herida del pie. Lo que sí es cierto es que se me pasaron las ganas de ser Dartañán… Por cierto, las cosas que tienen ciertos idiomas; yo siempre escribí «Dartañán». No comprendo por qué los franceses escriben «monsieur» y luego pronuncian mesié aunque lo de los ingleses es casi peor; imaginaos: escriben «Shakespeare» y luego pronuncian Séspir. Es como si nosotros escribiéramos pheelippeh para la palabra «flipe» o «Felipe».

***

Llevo dos semanas en casa, aburrido, melancólico, inapetente, únicamente molestado por las continuas interrupciones de la dueña, una señora de cuarenta y años casada con un camionero que sólo viene los fines de semana. Casi no tengo dinero, tan sólo una pequeña pensión de mis padres que me llega por correo en un sobre sichon remite y sin ninguna explicación. Unos quinientos euros que me sirven para pagar la habitación, ir al cine de vez en cuando y comprarme algún libro de segunda mano. La comida no es problema. La dueña del edificio me da de comer a cambio de una serie de pequeños favores que no es preciso detallar aquí. He salido de compras a la calle después de no haberla pisado en medio mes para renovar un poco mi vestuario y en una tienda de ropa de ocasión me estoy probando zapatos, pantalones y varias camisas de diferentes colores. ¿Sabéis lo que he podido comprobar? En el fondo, no me queda tan mal el color verde.

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Comentarios

  1. Walkirio dice:

    Tus relatos siempre tienen un soplo fresco y cómico que hace que se dibuje en el rostro del lector una sonrisa. Si no existiera Super López, tú lo inventarías. Aún así, debes esforzarte un poco más (porque puedes) y muy pronto tendremos un Xtobal ganador de los Relatos Bluetales.

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