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Cosas hemos visto

por Relato ganador

Póney se levanta inquieto, de mal humor. Va directo al baño y se descarga. Se lava las manos jugando lentamente con la pastilla de jabón, lentamente se lava la cara, se pasa la mano sobre la crujiente barba de tres días, lento. Piensa que hoy ya no merece la pena afeitarse. Pero se mira a los ojos de frente, sus grandes ojos verdes invaden todo el espejo, y decide que hoy, precisamente hoy, debe afeitarse. Se supone que hoy también es un día normal, no quiere que nadie le mire ni siquiera un segundo de más en la puerta de la comisaría. En cuarenta años de servicio, no ha ido al trabajo sin afeitar ni una sola vez. El pulso le tiembla. Con la mandíbula blanca de espuma se dirige a la cocina, toma una botella de bourbon del horno, donde el whisky convive con el óxido, y se echa un trago. Mejor dos. Tres, mejor así. Vuelve al baño y termina de afeitarse. Se peina minuciosamente la calva engominando y cruzando unos ocho pelos por delante y otros pocos más por detrás de la inmensidad de su cabeza. Se viste despacio, ropa interior limpia, la de las fiestas señaladas, camisa blanca desempaquetada, los únicos pantalones que aún conservan el olor de los productos químicos de la tintorería, le saca brillo a los zapatos con betún, muy despacio. Revisa la Walter del 38 reglamentaria y se la guarda en la funda, en los aledaños del sobaco. No siente ninguna fascinación por las armas, para él son martillos, alicates, azadas… herramientas feroces. Herramientas para cumplir una labor determinada, simplemente. Evitar daños dañando. A cada cual le toca bregar con lo suyo, piensa. Mientras se hace un mecánico nudo en la corbata marrón se le escurre una lágrima por la mejilla. No comprende si de tristeza o de rabia. Ni siquiera sabe muy bien qué pinta una lágrima en su cara. Se pone la chaqueta, introduce una petaca metálica llena de whisky en el bolsillo interior, se arranca la lágrima con el dorso de la mano y sale.

El primero que le llamo Póney debía de ser un inconsciente o un suicida. Fue en la Academia de Policía, en aquellos tiempos que andan amarilleando por las fotos. Fue un tipo flacucho que, sin duda, no era consciente de que Póney podría haberle arrancado la cabeza de los hombros obsequiándole sólo con una leve carantoña. Póney medía uno noventa y ocho de alto y, más o menos, uno y veinte de ancho. Descendiente de irlandeses, claro. Del centro de Galway. Un personaje introvertido al que le han visto reírse un par de veces en cuatro décadas. Sus manos parecían palas, su cráneo una caja de caudales, por grande y por cuadrado. Su única ceja, la marca del fabricante estampada en mitad de la frente. Por la Academia le llamaban Perchemula, de mula y percherón, pero cualquiera se atrevía a decirlo no estando Póney a más de doscientos metros, por si acaso el eco. Aquel tipo flacucho, en las duchas, exclamó: «¡Eh, Póney, chiquitín, pásame el jabón…!» y todos se partieron de risa. Póney le incrustó la mirada, las amplias mejillas le enrojecieron, todos se callaron, expectantes, paralizados, con las carcajadas aún rebotando por el suelo… Y se echó a reír, con un estruendo de cavernícola, le pasó el jabón y todos se hincharon a reír. El eufemismo hizo gracia, con Póney se quedó, nadie se acuerda de su nombre verdadero. Aquel tipo flacucho se llamaba Bang, le llamaban así, otro chiste venido a más. Desde entonces él y Póney habían sido compañeros, tragando mucha mierda y, poco a poco, ascendiendo. Ahora eran inspectores y hacían tragar mucha mierda.

Aparca el coche en comisaría. Se dirige al bar de Rita, la de los muslos vibrantes, que está justo enfrente, cruzando la calle. Vibrantes de flaccidez, ni cuatro capas de azul cósmico y fucsia pueden maquillar una edad. Pero se sigue molestando en pintarse, sigue deseando estar guapa. Y sigue excediéndose. Se sigue divirtiendo con los hombres, esos niños de tetas. Y ella las sigue teniendo voluminosas y extensas. Casi hasta la altura del ombligo, prácticamente lo que da de sí el escote.

—Hola. Uno de los míos.

—¿No quieres café, pequeñín?

Niega con la cabeza. No quiere café, no quiere alterarse. Rita le sirve, se hunde el whisky en el cuerpo de un trago.

—Otro.

Por el Moon Blue, a esas horas de la mañana, algunos parroquianos adictos a los huevos fritos con beicon y, sobre todo, muchos policías. Hablan en pequeños grupos, es temprano, aún sonríen, comentan asuntos, ojean los periódicos. Otros llegan, los del turno de noche, y dejan la gorra y la porra sobre la barra, bufan, se alivian y se cagan en dios todo en el mismo «buenos días».

—Otro.

Bebe.

—Otro.

—¿No es pronto para irnos de fiesta, chavalote?

Póney apunta con sus ojos a media asta hacia el ventanal, el sol dibuja sombras modernistas bajo el trasluz de un cielo anaranjado.

—Otro, Rita, guapa.

Le sirve. Rita se enciende un Camel y grita hacia un lado: «¡Ya voy, qué prisas!». Percibe algo extraño y lo busca por dentro de su mente entre el humo de la fritanga y el de su propio cigarro, que se mantiene estoicamente en sus labios de charol. Al final lo encuentra. Lo de guapa no encaja. Es la primera vez que alguien se lo dice en serio desde que tenía diecisiete años. Se le chamusca la panceta. Perfecto, así no se va a notar la punta de ceniza que se le ha derramado encima.

—Otro.

La puta se llamaba Malen Dhika. Maldhi para los amigos, amén de clientes. Los tragamierdas que aguardaban en la puerta del apartamento tenían la cara blanca como la cera. Bang y él se la encontraron con las manos y los pies atados con venda de farmacia a los vértices de la cama, el cuerpo ensangrentado, hecho trizas, y la boca detenida en el gesto de los pescados sobre el picadillo de hielo, los ojos muy abiertos. Era menuda, negra, de cabello moreno y largo, y parecía haber sido mona. Bang vibró perceptiblemente antes de dar el siguiente paso hacia ella. Póney se frotó la mandíbula de ángulo en ángulo y cerró los ojos. Los abrió, temiendo ver lo que iba a ver. Y lo vio.

—¿Qué opinas?

A Póney le dio un ataque de tos, las paredes retumbaban.

—Cosas hemos visto. Tranquilo. ¿Qué te parece? ¡Eh, tranquilo!

—No es nada. Ya… ¡A ver si no voy a poder toser, joder!

Bang lo miró con el blanco de los ojos y centró su atención en el cadáver.

—Tose. Tranquilo.

En ese momento tomó la decisión. Fue un impulso, no un pensamiento. Delante suyo el pasado, el presente y el futuro. Y optó por lo que tenía delante suyo: nada. Hizo de tripas corazón. Y de esa mezcla extrajo las palabras que pudo.

—Un crimen común. Un chulo.

—Pedazo de cabrón, se ha solazado, el muy hijoputa, no le cabe un agujero más en el cuerpo. La ha reventado a puñaladas.

—No… no le cabe.

Bang y Póney contemplaban la escena al ritmo del tic-tac de un reloj. De pronto volvieron a la realidad, perturbados por el carraspear de uno de los policías que aún se aguantaba las náuseas en la entrada. Husmearon, con las manos en los bolsillos, agachándose aquí y allá, escrutando el techo y la mesilla, las cortinas, sin tocar las cosas.

—Déjamelo a mí, ésta es mi zona. Sé a quién le tengo que retorcer los huevos.

—Bang…

Se hizo un segundo exacto de silencio.

—Dime.

—Llama tú a la científica. Tengo que ir a recoger unos pantalones a la tintorería. Tú te encargas.

—Descuida, que te cunda.

Otro, Rita le sirve, lo engulle. Qué pena no haber conocido a este borrachuzo hace mil años. Y si todo lo tiene en proporción, que no hay razón para que no lo tenga… El último. ¡Y a éste invito yo! Mejor así, piensa. Paga, deja propina. «¡Vete a dormir, criatura!» ¿O ha dicho «vente»? Cruza la calle, paso a paso. La mañana es fría y brillante, ha llovido de madrugada. Póney contempla el asfalto reflejándose a sí mismo en infinitos matices húmedos, el asfalto de acuarela gris y líquida. Hace tres días de lo de la puta. Bang le llamó anoche, a las dos de la madrugada, habían pillado al individuo gracias a sus gestiones, lo tenían en la comisaría del Distrito Norte, el de la gente importante, el de las personas de categoría extra, el de los tipos exquisitos. Hacía falta papeleo, los del Distrito Norte se resistían a soltar la pieza, los muy cabrones, sabiendo ya quién era el culpable pretendían llevarse el mérito. Encima ha confesado, el niñito, un chulito hijo de alguien. Pero el caso es nuestro, Póney, fuimos los primeros en verle los intestinos al fresco, he tenido que llamar al capitán, ya sabes, qué horas, se ha cagado en mi puta madre, para empezar, y en todas las madres de todos los hijos de puta del Distrito Norte, para terminar, incluido su capitán, va a haber lío. Ya conoces al Capi, no lo han matado siete balas y lo va a destrozar la úlcera. A las ocho recojo el paquete con la patrulla y a las nueve en punto lo planto en nuestra comisaría para el interrogatorio. Allí nos vemos, duerme… No es que sea un gran caso, pero es nuestro, coño, le vimos el ombligo los primeros. Bang siempre tan elocuente.

Son las nueve menos un minuto. ¿Duerme? «Sólo he dormido una hora en tres días, a fuerza de alcohol», piensa. Y, sin embargo, no está borracho.

Póney ya le había visto el ombligo. Se lo había visto, lo había acariciado, lo había besado. El ombligo de ese montón de carne descuartizado cuyo nombre era Maldhi, una muchachita de color de voz dulce y maneras delicadas. No es que fuera mucho, de vez en cuando. Cuando la sangre y la soledad hervían. Cayó allí por casualidad. Las veinte primeras veces tuvo que pagar por ella. Dejó buenas propinas. Y una noche se descubrió hablando junto a su mirada de largas pestañas. Hablando, de su ex mujer, de su divorcio, de un hijo que apenas conocía. Y que no llegaría a conocer. De una ilusión rara, de sus expectativas, de su carácter, de su oficio y de dos breves años tras los cuales el mundo entero se metió dentro de una botella de licor y él se convirtió en el dios de los Tragamundos. Maldhi sonreía y le acariciaba el pecho poblado de pelo rizado y gris. Le besaba las orejas. Y luego él y las noches, una tras otra, continuaron hablando de todos esos problemas en el Cuerpo y en el cuerpo, cuando te levantas, cuando te acuestas, cuando duermes y cuando velas. No paraba de hablar, Póney, el taciturno, el introvertido. Cuando eres incapaz de querer, cuando te odias. Y de ese individuo, sólo de ése, Bang, un gilipollas que no se callaba ni que lo estrangularas. ¡Menudo gilipollas, el gilipollas, le tenía que haber partido la boca, al gilipollas…! Y Maldhi lo escuchaba, con sus dos ojos redondos y negros vagando por la piel curtida de aquel hombre infantil que tenía una Walter del 38 colgada de la percha. A veces se reían, a veces se observaban en la penumbra y no podían bajar la mirada, enganchados en una décima de un instante más. Un amanecer Maldhi le puso el dedo índice sobre los labios, acomodó las pupilas delante de sus pupilas, muy cerca, lo miró largamente, y le besó en los labios despacio. Se amaron. Por primera vez, se amaron. La espalda gigantesca de Póney sobre la frágil silueta de aquella mujer apenas adolescente, brillando de sudor, oscura y radiante, unidos en un abismo compartido. Juntos. En una especie de felicidad inmensa.

Le hace una pregunta simple a Josephine:

—¿Ha llegado el pijo?

—En la sala de interrogatorios, Bang ha…

Póney avanza a lo largo del pasillo, devorando las paredes. Al fondo se escucha una exclamación vehemente:

—¡Me tienes que firmar los formularios! ¡Póney…!

Luego, Josephine, luego te los firmo. Evoluciona deslizándose por los intríngulis de la Comisaría Doce, la nuestra. Abre con su llave y entra en la sala de interrogatorios. Una mesa, una silla, unos folios, una grabadora, un bolígrafo. Se encuentra con un hombre joven, con traje de categoría, impecable. No parece nervioso. Ni siquiera parece incómodo, incluso posee un talante altivo. Es un chico de la Zona Norte, su papá no debe de tener motivos de preocupación teniendo los contactos que debe de tener. Mírale, qué peinadito, el mierda, qué bien nos va la vida siendo tan importantes, ni siquiera nos ponen las esposas, a nosotros, los exquisitos. Bang no está. Suele tomarse un café de máquina antes del interrogatorio. Aquí todo son costumbres, son más de cuarenta años. Lo más extravagante acaba siendo pura rutina. El tiempo apremia. Póney saca la petaca del bolsillo y consume su contenido a tragos, observándole. El joven arquea las cejas y vuelve la vista, se ajusta el nudo de la corbata. Sigue tragando líquido, mejor así, aquí estar borracho es agravante. Y lo que aquí va a pasar es muy grave. Y después que le den por culo a la existencia. Cada porción de alcohol que pasa por su garganta repercute en el silencio de la sala de interrogatorios. Sabe que los próximos veinte años se los va a digerir en la cárcel, al lado de toda esa basura que ha metido allí dentro. La petaca sale volando hacia la pared y rebota violentamente contra el suelo. El joven cruza los brazos a la altura de los hombros e inquiere a Póney con la mirada, orgulloso. Con el orgullo de los que creen que su vida vale tanto como sus propiedades.

Maldhi le contaba historias de elefantes y de tigres. De que tenía coletas y le tiraba piedras a los cocodrilos. Y quince hermanos chillando y trotando alrededor de un escarabajo como un puño de grande. De que el sol volvía naranja a la Tierra sobre las copas de los árboles. Nunca le habló del hambre, ni de la sed, ni del dolor. Ni de ninguno de los hombres que penetraban su vagina, su ano, su boca, ocho o diez veces por jornada. Ni del chulo que Póney evaporó un buen día con sólo hacer acto de presencia, sin tan siquiera enseñar la placa. Le hablaba de un río caudaloso y se acomodaba, pequeña, diminuta, sobre su pecho y le hacía reír. Porque eso era lo que más le gustaba, repercutir sobre sus anchas costillas como si estuviera trotando en el lomo de un caballo muy grande. Póney decidió que se acabaron ya las visitas de extraños. Que no iba a fallarse de nuevo. Que se lamentaba de haber tardado tanto en decidirse, en seguir ocultando lo que le desbordaba. Que le perdonara, que perdonara su miedo, un miedo más grande que él mismo. Que era la primera vez en su vida que podía decírselo a una mujer. Que podía decirlo. A nadie. Que la quería. Y que no volvería a equivocarse. No volvería a cometer un error que le pulverizase, literalmente, los sentimientos.. Nunca volvería a cometer un error que le convirtiera en el monstruo que aparentaba ser. Y que mañana la mudaba a su casa. Maldhi le dijo que estaba embarazada. Que el hijo era suyo porque desde hacía un año ya ninguno se lo hacía sin preservativo, sin excepciones, no más abortos. Estaba de un mes y medio, casi ni se le notaba, a aquella chiquilla.

No se toma la molestia de accionar la grabadora. Para qué. También sabe que no hay nadie al otro lado del espejo. Éste es un caso rutinario, una puta, y negra, y barata. Bastante ocupados andamos ya rellenando formularios. Bang debe de estar todavía removiendo el azúcar en el café, la noche ha sido larga para él. Hay que darse prisa, antes de que Bang regrese, y antes de que los de la Comisaría Norte trasciendan que el vástago tiene posibles, para enturbiar la cuestión y dificultar los méritos.

Avanza hacia el joven, que muestra sin pudor una actitud ofendida. La madre que lo trajo, qué huevos tiene, el mierdecilla. Póney intenta decir algo rotundo, pero concluye de inmediato que no van a ser sus palabras las que den explicaciones. Lo mira directamente a los ojos mientras se acerca. Sin dejar de mirarle, deja el arma sobre la mesa. El muchacho se siente oprimido, como buscando a alguien más. Cae en la cuenta de que está solo y tiembla.

—¡Oiga usted! ¡Usted no sabe quién soy yo…!

Póney le descarga una bofetada en la mejilla y lo estampa contra la pared. El chico tiene la cabeza abierta, le acaba de caer encima kilo y cuarto de mano y toda esa inercia frenada de golpe. Intenta incorporarse, se incorpora, Póney se lo permite, desea incluso que le golpee. De algún modo, pretende ser justo. Sueña con que Maldhi hubiera tenido una oportunidad. Que él pasara por allí y hubiera oído sus gritos, y se hubiera encontrado con este energúmeno empuñando la navaja, aún sin teñir de rojo, y él en el quicio de la puerta. No hubiera sacado la Walter. No le hubiera hecho falta. Pero los hubiera no tienen nada que ver con los hay. Lo malo de los superhéroes de carne y hueso es que nunca se hallan en el momento oportuno, por lo demás, pintan magníficos con sus colorines y sus maravillosas intenciones. Algunos ojalá duelen en el alma. El joven se levanta a trompicones. Se abalanza sobre Póney, va a decir algo. Recibe un gancho de abajo a arriba, un martillazo en la quijada que le secciona la lengua. Palpita una porción por el suelo. La cara se le inunda de sangre, le chorrea por la barbilla, gime, emite sonidos guturales, chillidos sordos. Se tapa la cara con las manos, se le empapan, a gatas se aproxima a la mesa, intenta coger el bolígrafo, las hojas se retuercen entre sus dedos. Póney lo levanta en vilo, le mira por última vez. No sonríe, ni llora. Llegar hasta aquí le ha costado la única lágrima que ha soltado en su vida. Le contempla, mira de frente esos ojos pidiendo clemencia, que no comprenden, le mira. Le mira. Lo estrella contra la pared como si fuera un muñeco de trapo, un alfeñique. Cae, no se mueve. Le ha roto la columna vertebral. En ese instante suena el chasquido de una llave y entra Bang. El golpe de la gruesa puerta, al cerrarse, coincide con su pasmo.

—¡Por Dios, Póney!

El interior de la cabeza del irlandés empieza a girar en un solo segundo incontrolable. La adrenalina y el alcohol le invaden la mente de una oleada, el cuerpo, la respiración, la vista, el movimiento. Se vuelve torpe. Busca sujetarse al aire.

—Por Dios. Póney…

—Yo… ¿Qué…?

Percibe que alguien acompaña a Bang. Vuelve a ver entre chispazos. Ve a un tipo, si existe esta expresión, nebulosamente, con camisa de flores bajo un abrigo amarillo limón. Bang se acerca con cautela al despojo que yace en el suelo, en una postura imposible, con las piernas resbalando por la pared. Le toma el pulso en el cuello. Baja la cabeza.

—Póney…

—¿Qué pasa, compañero?

Bang traga saliva. No sabe si pedir ayuda o quedarse. O salir corriendo. Desenfunda la pistola y apunta a Póney, dirigiendo sus ojos con evidencia hacia el arma que reposa encima de la mesa.

—¡Qué pasa, compañero!

El individuo del abrigo amarillo permanece impasible, prudentemente retirado en una esquina. Póney, debido a la tensión que le genera tener un cañón apuntándole a las narices, el cañón de su único amigo en este mundo, consigue focalizar la visión. Ve que el individuo es joven, apenas adolescente. Observa. Lleva las manos esposadas. A pesar de su desaliño, se adivina calidad en su peculiar atuendo, se le nota la categoría, aunque está sobrecogido.

—Póney. ¡Joder…! —Bang intenta asimilar la situación— …te acabas de cargar al abogado… se nos adelantó. Había un accidente. El tráfico…

Póney hunde la cabeza en el dosel de sus hombros. No. Se sienta en la silla, como si la realidad le pesara ciento cincuenta kilos dentro de su mente. Se mesa la mandíbula intensamente. No. Se vuelve. Los mira. El joven se atreve con una sonrisilla que le acerca el quicio del labio a la fosa nasal. Sí. Bang baja los ojos y suspira. A ver cómo arreglamos esto.

—¿Y tu café, Bang?

Se aprieta las sienes con sus enormes dedos. Parece una mole esculpida en mármol, inmóvil.

—¿Por qué no estabas tomándote tu puto café? Es la costumbre.

—Llamé por radio. Dejé dicho que llegábamos tarde. Escucha…

El joven del abrigo amarillo limón emite una risilla por lo bajo. Póney la acusa. Regresa de un sueño lejano, se levanta, se acerca despacio a Bang frotándose los párpados. Bang se asusta.

—Escucha… ¡Póney!

—¿Me vas a matar, compañero? Dispara. Ahora que puedes.

—No puedes hacerlo.

Póney sigue acercándose, ya no se frota los párpados.

—¡En cuarenta años, en cuarenta años, no he visto al semejante cabronazo que ahora aparentas ser! ¡No te acerques más! ¿Me vas a negociar un tiro a estas alturas? ¡Escúchame!

El cañón del arma de Bang se oprime contra el pecho de Póney. Se miran, una línea invisible de tensión eléctrica recorre la breve distancia entre sus ojos, perciben su aliento denso y desagradable, agrio, un mejunje de alcohol, tabaco y café. De súbito, Bang recibe un intenso golpe en la boca del estómago. Se dobla, retorciéndose de dolor, su dedo índice se contiene con un poderoso esfuerzo para no accionar el gatillo. Amartilla el percutor.

—¡Póney!

La rodilla de Póney se le incrusta en el esternón, cae al suelo aturdido, aún sosteniendo el arma a duras penas, intentando introducir penosamente algo de oxígeno en los pulmones. El joven del abrigo amarillo se divierte con la escena. De pronto suena un disparo.

—Póney…

Le contempla en el ámbito de la mesa, con la pistola humeante. Bang descubre un agujero sangrante en su muslo izquierdo. Se queda perplejo. El jovencito ya no oculta una franca risotada, oscilando hacia atrás y hacia delante. ¡Cuando le cuente yo esto a mis amigos!

—¿Qué haces? ¿Qué estás haciendo, compañero? ¡Qué coño te está pasando!

El gatillo de su pistola se halla a la mitad de su recorrido, le falta una décima de milímetro para meterle una bala a Póney en el vientre. Quizá con eso no baste. Quizá haga falta el cargador entero. Póney se acerca, se arrodilla a su lado y le pone una zarpa en el hombro. A Bang no le caben los ojos en las órbitas, acosado por la inmensa herida que siente y el dolor en la pierna y la sangre que se le escapa y su dedo índice, que todavía se resiste a una décima de milímetro.

—Te estoy salvando, compañero. Tienes familia. Que un juez no pueda probar que tienes algo que ver con esto…

—¡Es que no tengo nada que ver con esto!

—…o por si acaso el padre, o un hermano, del pobre imbécil que he matado se vuelven como yo, que no piensen que pudiste evitarlo y decidan darte un escarmiento para saciar su rabia. Qué putada. Qué putada más tonta les acabo de regalar. Yo te mataría.

—¿Lo puedo evitar, Póney? ¡Coño! ¿Lo puedo evitar?

Se miran. Cien relojes pasan por sus mentes.

—Tienes una pistola en la mano. Úsala.

Póney espera. Se incorpora, mira al chico importante, la risa se le atraganta en la nuca. Se dirige a él, que oscila como una polilla contra la pared. Grita, chilla. Gime, se paraliza. ¿Cuánto vale la sangre de la puta negra? Hazme una oferta razonable. ¿Habrá que vender la mansión de tu papá, a ver si llega? ¿Acaso no pensaste en la acogedora y elegante mansión de tu papá mientras desguazabas a la mierda de la negra a puñaladas, excitadísimo? Las drogas son muy malas, las drogas. No podías saber que estaba embarazada, es justo, tendremos que añadir un buen coche. ¿Cómo puedes ser tan cruel con tu papá? Póney le toma la cabeza con ambas manos, como cerrojos de carne. Le posa los anchos pulgares sobre la cuenca de los ojos. Póney sonríe.

—¿Sabes, Bang? Sigo siendo una buena persona, lo que pasa es que si a una buena persona le quitas el día siguiente, el único día siguiente que le quedaba después de todos sus años, puede llegar a convertirse en un monstruo.

Bang se retuerce, pretende hablar, escupe y el gargajo espeso le cae en su propio pecho. El rodillazo le ha reventado algo por dentro.

—Un último favor. No me dejes cinco lustros entre cuatro tapias, compañero. No me importaba, pero es que ahora me siento culpable. Menuda estupidez. Qué pena no ser un hijoputa como éste, no poder permanecer impune ante uno mismo… Me lo debes. Hace cuarenta años que podrías estar decapitado.

Se miran sin un solo gesto.

—Que sepas que te aprecio, gilipollas.

En ese momento Bang gira la vista hacia otro lado y escucha un sonido gelatinoso y un grito desgarrado, un crujido y un silencio. Por los pasillos, a pesar de las cualidades de la insonorización, el ruido del cañonazo de Póney ya hizo su efecto, añadiendo este último aullido a la urgencia. Se oyen carreras veloces, inmediatamente la llave de la puerta restalla. Suena un disparo seco. Dos, tres, cuatro, cinco, seis.

…Cosas hemos visto, compañero, cosas hemos visto.

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Comentarios

  1. Walkirio dice:

    Joder, con lo mal que empezaba el relato (un tanto tópico) y cómo ha ido ganando cuerpo. Mis más sinceras felicitaciones. Este chico sabe escribir.

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