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Breve crónica del naufragio y las posteriores andanzas y desventuras del capitán Pedro Serrano en aguas del Nuevo Mundo

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I. El naufragio, la isla

Corría el año de gracia de nuestro Señor Jesucristo de 1526 cuando, tras ser sorprendidos por una terrible tempestad, arribamos a una isla desierta, un trozo de tierra perdida en medio del océano Atlántico que por aquel tiempo, y para mayor desdicha nuestra, no figuraba en carta alguna de navegación. Habíamos zarpado desde la Habana rumbo a Cartagena de Indias en un patache, nave de poco calado y muy veloz, ideal para desplazarse por la costa, pero que, como todos nos temíamos, escasa resistencia podía oponer a la furia de los elementos en el caso de que éstos se desataran. De cuantos formábamos la tripulación, tan sólo tres hombres, luego de luchar largo tiempo contra olas gigantes, prestas a engullirnos a cada instante, alcanzamos la playa con vida. Después de dar las gracias al Sumo Hacedor por habernos salvado en aquella hora de infortunio y aflicción, nos tumbamos exhaustos sobre la arena y allí permanecimos inmóviles hasta la llegada del atardecer.

La noche, súbitamente en calma, nos sorprendió por su tersa y agradable frescura. Soplaba una ligera brisa, cargada de nuevos y penetrantes aromas y en la boveda celeste brillaban incontables las estrellas, diseminadas en aquella inmensidad como minúsculos insectos de vidrio y pedrería. Aunque no era la primera vez que contemplábamos semejante espectáculo (cuántas noches, aguardando un sueño que no llegaba, nos habíamos abandonado a tan sencillos placeres sobre el castillo de popa), en aquel momento nos pareció más hermoso y sobrecogedor que nunca. Qué pequeñas y frágiles parecían ahora nuestras vidas en medio del silencio y la grandiosidad de la natura. Y qué insignificantes nuestros afanes diarios, qué vanas nuestras esperanzas de gloria y de fortuna, si una tormenta, no mayor que otras muchas, había sido suficiente para reducirnos a tan lamentable estado. Sin apenas mirarnos y sin atrevernos a pronunciar palabra fueron transcurriendo las horas. En nuestro ánímo permanecían imborrables las imagenes del naufragio, los embates del viento y de las olas, las órdenes, tan despesperadas como inútiles, los gritos, el recuerdo de los compañeros desaparecidos, marineros de todas las edades que ahora yacían en el fondo del mar, mecidos por secretas corrientes, con el espanto aún presente en los ojos muy abiertos y una última súplica aflorando sobre los labios exangües. Como capitán del barco me dolía doblemente la pérdida de aquellos hombres confiados bajo mi protección, y aunque nadie fuera a reclamarme mayor celo y cuidado en el desempeño de mis obligaciones, siempre me perseguirían, implacables, las dudas. Si hubiese partido en otro momento, si hubiese tomado un rumbro distinto del habitual… todas esas cosas, generalmente absurdas, que siempre se piensan cuando nos golpea la desgracia. No obstante me quedaba el consuelo de los momentos que viví juntos a ellos, hombro con hombro, compartiendo penas y alegrías, aunque bien es verdad que estas últimas fueron mucho menos frecuentes que las primeras. Pero era cierto; si de algo podía sentirme orgulloso era de conocer, uno a uno, a los miembros de mi tripulación. Nunca tuvo nadie navegantes como aquellos a su mando, tan fieles y abnegados, forjados en la adversidad, curtidos al sol de todas las latitudes. Unos hombres que nunca se quejaron de su suerte, porque sabían del mar y de sus leyes, de los tributos que de modo constante las aguas exigían a quienes se aventuraban a surcar sus dominios.

Traté de incorporarme pero no pude. Fuertes calambres me atenazaban todo el cuerpo y un sudor frío inundaba mi frente. Poco a poco, según avanzaba la noche, fueron apareciendo nuevas certezas y temores, fuimos teniendo conciencia exacta de nuestra situación, de que acaso pasarían muchos días, semanas, o incluso años, antes de algún navío pudiera rescatarnos. Eso si nos acompañaba la suerte. Abandonados en un rincón del mundo, cercados por la oscuridad y el rumor incesante de las olas, cedimos al desánimo y la desesperación. La Providencia se había olvidado de nosotros y poco cabía esperar de la clemencia y la justicia de los cielos. Recordando que tan sólo unas horas antes habíamos dado las gracias al Señor por estar vivos, no pude por menos de pensar en cuán mudables eran los hombres en sus sentimientos y afectos, qué poca distancia existía entre la fe inquebrantable y el más negro desconsuelo. Sumido en estas y otras reflexiones, lentamente, me venció el sueño.

A la mañana siguiente nos despertó una luz cegadora. El sol brillaba a gran altura, prueba de que al fin nuestros cuerpos se habían rendido al cansancio y habíamos logrado dormir un buen número de horas. Nos pusimos en pie y de común acuerdo decidimos explorar la isla, poniendo especial empeño en buscar alguna fuente de agua dulce que sirviera para asegurar nuestra supervivencia. Después de caminar durante largo tiempo llegamos a la triste conclusión de que habíamos ido a parar a un enorme bancal de arena, sin más vegetación que unos retazos de hierba rala, un bosquecillo de cañas y unos cuantos centenares de palmeras. Tampoco hallamos animales que pudieran contribuir a nuestro sustento, salvo los peces, cangrejos y moluscos del mar. Vimos numerosas aves cruzar los cielos pero no encontramos el menor rastro de nidos; ni siquiera los pájaros parecían tener interés en detenerse allí. No obstante, la cuestión más grave a la que debíamos hacer frente era la de la ausencia de agua; no existía en toda aquella extensión de tierra ni un riachuelo o un pequeño manantial. Durante un momento la perspectiva de perecer de sed, una de las muertes más crueles que imaginarse pueda, cruzó por nuestras mentes. Por fortuna los fuertes vientos y las lluvias eran frecuentes en la zona y si ideábamos una forma de recoger el agua caída buena parte de nuestros problemas habrían quedado resueltos. Durante unos minutos permanecimos muy quietos, mirándonos unos a otros con un invencible sentimiento de lástima, dada la extrema pobreza en que nos hallábamos; nada habíamos podido salvar del naufragio, salvo las ropas que nos cubrían y, en mi caso, una hermosa daga, regalo de mi señora doña Inés, la dulce dama de cuyos brazos había partido rumbo a las Indias, apenas tres semanas después de casados. La presencia física de aquel arma me mostró la profundidad del abismo en el que había caído: era la primera vez desde mi llegada que el recuerdo de su dueña, otrora tan presente, me venía al pensamiento. ¿Cómo era posible, me dije, qué clase de embrutecimiento era aquel que me hacía olvidar lo más preciado, reduciéndome a un despojo errante, sombra irreconocible de mi mismo? ¿Merecía la pena vivir así, como un animal acosado, sin más aspiraciones que conservar la piel y esperar que un milagro nos rescatase? Inmediatamente una mezcla de impotencia, de rabia y de vergüenza me subió violentamente por el pecho. Apreté la daga con fuerza y me dije que sí, que tenía que vivir, siquiera fuese para demostrar al mundo que el amor por mi esposa y el deseo de volver a verla era más fuerte que todas sus maquinaciones, engaños y extravíos. Y para que así constara levanté el acero y lo besé allí donde la empuñadura y la hoja formaban una cruz, jurando por mi honor que viviría.

II. Supervivencia, muerte, despedida

Los dos primeros días fueron realmente terribles. Acuciados por el hambre, la sed y el cansancio, el más mínimo trabajo suponía una prueba casi insalvable para nuestras debilitadas fuerzas. Con las ramas caídas de las palmeras trenzamos unas nasas rudimentarias y nos adentramos en el mar confiando en cosechar algún alimento que aliviara nuestra necesidad. Sin embargo, fueron tan magros los resultados obtenidos que tuvimos que conformarnos con algún que otro pececillo, ovas, y las pequeñas almejas y mejillones que desenterramos de la arena. Al tercer día, al ver un grupo de tortugas nadando cerca de la playa, tomé una decisión que resultaría decisiva para nuestro futuro. Sin dudarlo un instante me adentré en las aguas y aferrando a una de las de mayor tamaño la arrastré a tierra. Tras unos minutos de porfía, conseguí ponerla de espalda. Una vez inmovilizada, le dí muerte con la daga y a grandes voces llamé a mis compañeros. Cuando éstos llegaron les mostré el trofeo recién conquistado, hazaña que despertó la admiración general. No obstante tuve que emplearme a fondo, utilizando cuantos argumentos me vinieron a la mente, a fin de vencer su inicial resistencia y convencerlos para que nos bebiéramos su sangre si no queríamos morir de sed. Finalmente así lo hicimos. Jamás olvidaré aquel trance al que nos había empujado el destino, la imagen de mis camaradas (otro tanto diría de mí, si hubiese podido verme) con las manos y el rostro cubiertos de aquel líquido rojo, viscoso, burbujeante, como salvajes de una de aquellas las tribus de devoradores de carne cruda, de las que algunos viajeros que escaparon a su ferocidad nos habían dejado noticia. Concluída la primera parte del festín, partimos el cuerpo de nuestra víctima en tasajos para que se secaran al sol y limpiamos bien las conchas a fin de que nos sirvieran como recipientes para recoger el agua de lluvia. También fue por aquel entonces cuando adoptamos otras decisiones importantes. Como nuestras ropas no tardarían en pudrirse debido al calor y la humedad de aquel clima, decidimos cortarlas en tiras y emplearlas como yesca para hacer fuego. Unos guijarros servirían de pedernal y la daga de eslabón. Puestos a la obra y después de varios intentos fallidos, logramos una llama temblorosa que nos llenó de alegría, ya que con semejante recurso recuperábamos, junto con parte de nuestra dignidad y estima, el rango de hombres civilizados, alejándonos del estadio de barbarie al que las circunstancias nos habían condenado. Además de poder cocinar los alimentos, si conseguíamos mantener viva aquella lumbre tendríamos la posibilidad de que algún barco viese el humo y llegase a rescatarnos. A tal fin nos aplicamos durante las semanas siguientes y aunque la lluvia nos obligó a tener que volver a encender la hoguera en varias ocasiones, conseguimos un fuego bastante estable. Para conservar tan preciado tesoro y guarecernos de los frecuentes aguaceros, construimos una rudimentaria choza con cuanto encontramos a mano, incluido los restos de los numerosos naufragios que el mar vomitaba cada cierto tiempo sobre la playa, prueba evidente de los peligros que entrañaban aquellas aguas.

Pasaron varias semanas. Una vez cubiertas nuestras necesidades más elementales, una de las ocupaciones a las que nos entregamos para mantener cierta actividad y despejar la mente de sombríos pensamientos, fue explorar la isla en toda su extensión. Uno de mis dos compañeros, el marinero Martín Hernández, que poseía alguna experiencia en calcular distancias sobre tierra, llegó a la conclusión de que ésta mediría unas siete leguas de largo por unas dos y media de ancho. Incluso dibujó sobre la arena lo que, según él, sería su forma vista desde las alturas, una especie de triángulo irregular que guardaba cierta semejanza con un hueso de paletilla. También fue por aquel tiempo cuando divisamos, o al menos así nos pareció a los tres, un barco navegando sobre la línea del horizonte. Inmediatamente reavivamos el fuego, mientras lanzábamos gritos al aire y dábamos grandes saltos, como si con tales demostraciones pudiésemos llamar la atención de nuestros supuestos salvadores. Fueron horas de ansiedad y esperanza, en las que a veces daba la impresión de que el navío viraba hacia nosotros, se alejaba o permanecía inmóvil sobre el océano, presa de algún misterioso encantamiento. Finalmente aquella imagen se deshizo en la primeras sombras del atardecer y con el ánimo lleno de pesar nos retiramos en silencio.

En la soledad infinita de las noches el pensamiento, libre al fin de obligaciones y apremios, volaba hacia mi amada esposa Inés, rememorando las palabras que ella me dirigiera poco antes de partir y que aún resonaban en mi conciencia con lacerante claridad: «Debería denunciaros a la Santa Inquisición por engañador y por bígamo. Nunca me dijisteis que ya estábais casado.» Como yo no cesara en mis protestas ante tan injusta y falaz afirmación, ella puso su dedo en mis labios para que guardara silencio. «Sí, hace muchos años que os unísteis al mar y ni siquiera el amor que me profesais podrá romper esa cadena.» En vano traté de convencerla, de que, concluida la presente misión, abandonaría barcos y aventuras para permanecer por siempre a su lado. «No os engañeis esposo, aunque más que esposo debería llamaros amante, ni prometais cosas que no podreis cumplir. La vida en tierra no está hecha para vos. ¿Qué haríais aquí? No, no os quiero así, languideciendo año tras año en esta monotonía mientras acechais como un sediento las noticias que llegasen de las Indias, soñando con nuevas exploraciones y conquistas, con todas esas maravillas y quimeras que siempre os han arrastrado con irresistible fuerza.» Ah, mi bella Inés, qué razón teníais, cómo supisteis mostrarme mi ceguera, aquello que la boca negaba y el corazón no cesaba de afirmar. El mar, sí; ése era el tósigo mortal que envenenaba mis días, ésa mi pasión y mi locura. Desde que a los diez años lo vi por vez primera, ya no pude quitarme de la cabeza su cambiante forma, su olor, su música, sus colores, la danza fantástica que, como un sortilegio, ejecutaban las luces y las sombras sobre su superficie y todas aquellas cosas, imposibles de explicar con palabras, que tan bien resumieron los griegos en sus mitos. Tal vez el canto de las sirenas no fuera más que la voz misma del océano, una llamada que sólo unos pocos hombres llegábamos a escuchar. En el camino de regreso a casa tomé la resolución que marcaría mi destino: sería marinero y algún día surcaría el orbe entero con mi propio barco. Cuando así se lo hice saber a mi padre, éste me miró largo rato, con una mezcla de pesadumbre y decepción, pero sólo me instó a que terminara mis estudios. Luego ya se vería. Ser bachiller, argumentó, no estaba reñido con el ejercicio de la marinería y mayor provecho obtendría la armada del emperador de un navegante instruido que de uno ignorante. No sé si en secreto mi buen padre albergaba la esperanza de que, según pasaran los años, iría olvidándome de aquella idea y así volver al destino que él me había asignado desde la cuna, pero cuando acabé mis estudios y me reafirmé, con mayor fuerza si cabe, en mi empeño, ya no opuso resistencia. Incluso utilizó sus amigos e influencias para que ingresara en un barco donde, si bien no se me ahorraron ninguno de los trabajos y penalidades del oficio, fui siempre tratado con camaradería y respeto. Por fortuna para él no todo estaba perdido; Rodrigo, mi hermano menor, tenía el temperamento más asentado que el mio y seguiría sus pasos como notario. Así se equilibraba la balanza. No obstante, cuando antes de zarpar por última vez nos despedimos en el puerto, me pareció detectar, junto a la resginación habitual que en los últimos tiempos siempre lo acompañaba, un ligero destello de orgullo en el fondo de sus ojos.

Pasaron varios meses, no sé exactamente cuantos, dadas las dificultades para llevar la contabilidad del tiempo en tales circunstancias. Una tarde Alvaro Correa, el otro compañero que ejercía de piloto en nuestro barco, vino corriendo muy alterado, como si acabara de ver al mismo diablo en persona. Cuando conseguimos calmarle un poco nos dijo que había descubierto la presencia de dos hombres muy cerca de la playa, asidos a un madero. Fuimos rápidamente hacia el lugar del suceso, donde pudimos comprobar que, efectivamente, no se trataba de una visión y cuanto nos había contado era cierto. Dos marineros, tumbados boca abajo sobre lo que parecía ser parte de la cubierta de una carabela, iban y venían a merced del oleaje. Nadamos hacia ellos y al final conseguimos depositarlos, más muertos que vivos sobre la arena. Al lado de aquellos infelices y a pesar de las luengas barbas que nos habían crecido y de nuestra casi completa desnudez, parecíamos auténticos príncipes. Debían haber permanecido a la deriva durante bastante tiempo por las quemaduras de la piel y los síntomas de deshidratación que presentaban. Minutos después, al abrir los ojos, fueron ellos los que creyeron estar sufriendo alguna forma de alucinación. Para tranquilizarlos y demostrarles que se encontraban entre cristianos, al bueno de Martín no se le ocurrió otra cosa que entonar el credo, medida que, si bien podía considerarse insólita en aquel tiempo y lugar, surtió un efecto inmediato. Una vez saciada la sed, Francisco de Mena, que así se llamaba el más comunicativo los dos, procedió a contarnos su historia. También ellos fueron sorprendidos por una tormenta y su barco acabó yéndose a pique, tras varias horas de lucha constante con las olas. Poco sabían de la suerte que pudieron correr sus compañeros, aunque escasas esperanzas albergaban de que aún estuviesen vivos. Por su parte tuvieron la fortuna de encontrar aquel resto de la nave y a ella se aferraron con todas sus fuerzas. Un trozo de madera, no mucho más grande que una mesa, sobre la que durmieron a ratos, sollozaron, maldijeron y renegaron de la existencia, un poco como les había sucedido a todos los náufragos desde que el mundo era mundo y los hombres se hicieron a la mar.

A partir de ese momento nuestra situación fue mejorando paulatinamente. Aunque ésta poco tenía de envidiable, el simple hecho de disponer de un mayor número de brazos, nos permitía acometer nuevas empresas y proyectos. Para explorar con más detenimiento la isla, o pescar con más posibilidades de éxito los peces y tortugas que formaban la parte principal de nuestra dieta, acordamos repartirnos los trabajos diarios de manera equitativa, mediante turnos rotativos. Cuatro se encargarían de conseguir el alimento y el quinto hombre de las labores de conservación y vigilancia. Éstas últimas consistían fundamentalmente en la limpieza de la cabaña (que, poco a poco, fuimos ampliando), almacenar el agua de lluvia en los caparazones y, tan importante como las anteriores, mantener el fuego encendido. Aunque dichas obligaciones no entrañaban excesiva dificultad, hubo alguna que otra disputa por el grado de atención mostrada. Tal fue el caso de Fermín Aguirre, el otro de los marineros rescatados, quien, estando un noche de guardia, no supo impedir que una simple llovizna apagara las llamas, circunstancia que dio lugar a una agria discusión. Ahora que menciono el incidente, no puedo menos que recordar lo distintos que eran entre sí aquellos dos hombres que el Destino había puesto en nuestras vidas. Incluidas sus fisonomías y figuras. Todo cuanto de alegre, tranquilo y confiado tenía el grande y bermejo Francisco, lo tenía el enteco y malcarado Fermín de intrigante, taimado y receloso. Éste último no cesaba de murmurar entre dientes, realizaba las tareas que se le encomendaban tarde y de mala gana y no perdía ocasión de sembrar la inquietud y el desasosiego entre todos profetizando continuos desastres y desgracias, hallando funestos presagios en el menor detalle y circunstancia, ya fuese el color del cielo, la amplitud de las mareas, o el mismo vuelo de las aves. Tanto era así, que un día no tuve más remedio que recriminarle su actitud, de reprocharle el daño que sus malintencionados comentarios podían causar en la moral de los compañeros. Fermín me observó con aquellos ojos huidizos, que nunca miraban de frente, mientras en sus labios se dibujaba, desfiante, una sonrisa de desdeñosa burla. «Estáis en un error si pensáis que os está permitido sermonear a quien os plazca; érais capitán en vuestro barco, pero aquí no tenéis autoridad alguna. Y si no queréis ver la realidad, allá vos, pero bien cierto es que nadie vendrá a rescatarnos.» Y luego de pronunciar tales palabras, dióme la espalda y se alejó. Tentado estuve de propinarle su merecido por tamaña insolencia, pero algo de razón tenía en sus protestas: nadie me había otorgado el mando. Después de aquello, no volví a dirigirle directamente la palabra, manteniendo una constante vigilancia sobre cada uno de sus pasos.

Pasaron varios meses de relativa calma hasta que un buen día Martín enfermó. Unas fiebres muy altas le obligaron a permanecer en un estado de permanente postración. Sin saber cual podía la causa del mal que le afligía, ni mucho menos su remedio, le tendimos sobre una estera tejida con hojas de palma al abrigo de los vientos, suministrándole cuanta agua y atenciones pudimos, unas medidas que sin embargo no consiguieron mejorar su situación. Momentos tuvo de auténtico delirio, en los que con grandes voces llamaba a sus padres, clamando por el abandono de las tierras, la pérdida de las cosechas y otros asuntos relacionados con el riego y la labranza que ponían de manifiesto su innegable origen campesino. Otras veces parecía experimentar una ligerísima mejoría y la angustia daba paso a una serena lucidez, si bien nunca recordaba nada de cuanto había dicho en el transcurso de sus agitados sueños. Una tarde, en uno de esos instantes en los que se hallaba en completa posesión de sus facultades, surgió ante nuestros ojos la anhelada silueta de un barco. Llenos de excitación y dando las gracias al cielo por tan oportuna aparición, cebamos el fuego con ramas de palmera, obteniendo en poco tiempo una espesa columna de humo, bien visible en la distancia. Minuto a minuto, con el ánimo equidistante entre el temor y la alegría, fuimos comprobando cómo aquel navío se aproximaba hacia nosotros. «¿Vienen a rescatarnos ya, capitán?», preguntó Martín con voz quebrada y ansiosa. «Sí, no os preocupeis, están muy cerca; en cualquier momento arriarán los botes», respondí. No obstante, llegó un momento en el que la nave se detuvo y así se mantuvo durante mucho tiempo, fija sobre el agua en calma, como una pintura. ¿Qué estaba sucediendo, por qué aquella espera? ¿Qué tipo de consideraciones estaría haciéndose el mando para demorarse tanto? Era imposible que no nos hubieran visto, de eso no había duda. Tal vez fuese esa íntima certeza, el convencimiento de estar a punto de tocar la salvación con la punta de los dedos, lo que transformó nuestras ilusiones en angustiosa desesperación cuando nos dimos cuenta de que aquel barco empezaba a retirarse suavemente, incomprensiblemente, con la misma persimonia con la que había llegado. No tuve necesidad de decirle nada al pobre Martín, cuyos ojos, velados por una tristeza infinita, me miraron un instante antes de cerrarse. Tomé sus manos entre las mías y así permanecí hasta bien entrada la noche. Luego me retiré, habida cuenta de que dormía profundamente, entregado a un dolor de cuya medida y alcance nada sabríamos el resto de los mortales.

Al día siguiente, mientras me acercaba a su lecho, tuve un mal presentimiento. Por desgracia no me equivocaba. Supe que Martín nos había dejado nada más verle, antes incluso de sentir el frío de la muerte en su frente. A pesar de ello, su rostro no mostraba el menor signo de crispación o de angustia. Tal vez, pensé, tuvo la suerte de encontrar el paraíso antes de partir y ahora se hallase caminando entre dorados trigales, tan extensos como los océanos que recorrió en vida, contemplando extasiado los frutos de la próxima cosecha. Después de comunicarles la noticia a los compañeros, procedimos a enterrarlo en un rincón tranquilo, a la sombra de las palmeras. Colocamos una cruz sobre su tumba y rezamos una oración por el eterno descanso de su alma, seguros de que, en su infinita misericordia, el Señor habría perdonado sus pecados. Como siempre que muere un buen hombre, tuve la impresión que el mundo se quedaba más pobre y más vacío. Un sentimiento de pérdida que poco a poco fue tomando un cariz de mala conciencia: él se había ido mientras nosotros sobreviavimos. Nada podía cambiar eso y de nada servirían nuestros tardíos arrepentimientos por todo aquello que pudimos hacer y no hicimos, las veces en las que una simple palabra hubiera bastado para mostrale nuestra estima. «¡Nunca, nunca saldremos de aquí; moriremos todos!», exclamó alguien a mi espalda. Me di la vuelta y encontré a Fermín Aguirre, más mísero y andrajoso que nunca, mirándome con sus ojillos de hurón, llenos de resentimiento y de furia. «Sí, capitán, a mi no podreis engatusarme ni un día más con vuestras mentiras, con todos esos salvamentos que sólo existen en vuestra cabeza. No me engañareis como hicisteis con Martín: vos y nadie más sois el responsable de su muerte.» Antes de que pudiera seguir destilando su ponzoña, lo aferré del cuello y sabe Dios que, de no haber mediado Álvaro y Francisco para separarnos, lo hubiese ahogado allí mismo. «Calmaos capitán; bien sabemos que no fue vuestra la culpa de Martín muriera, eso es algo a lo que todos estamos expuestos… pero, sí, es muy posible que perezcamos aquí de no hacer algo», dijo Álvaro. «¿Qué queréis hacer», inquirí. «Vereis… lo estado pensando mucho y tal vez lo mejor sería no esperar la llegada de un barco sino ir a su encuentro; cualquier cosa es mejor que esta espera interminable. Si vos no quereis acompañarnos, permitidnos a los demás intentarlo; no dudeis de que, si tenemos éxito, vendremos de inmediato a rescataros.» Después de asegurarle que no necesitaba mi permiso, puesto que ahora no estaba en el puente de mando y no era más que un compañero de infortunio, pregunté quienes deseaban marcharse. Para mi sorpresa, hecho ya a la idea de ser abandonado por todos, Francisco decidió quedarse. Llegados a este acuerdo, nos retiramos en silencio, dejando atrás aquel lugar donde Martín, rodeado de palmeras, yacía para siempre.

Los días siguientes nos dedicamos a construir una balsa que fuera lo bastante resistente para hacer frente a los elementos. Empleamos las cañas más recias, así como abundantes hojas de palma en su trenzado y la dotamos de un rudimentario timón, aprovechando un trozo de madera que el mar arrojó tiempo atrás en la playa. También, a falta de un mejor ingenio que hiciera las veces de depósito, llenamos los huecos de otras cañas con agua y las atamos fuertemente entre sí. Me afligía sobremanera no poder proporcionarles mejor bagaje con el que iniciar su aventura, pero carecíamos de las mínimas herramientas. Al llegar la hora de partir, aprovechando que el mar estaba en calma, hice un aparte con Alvaro y le pregunté si estaba seguro del paso que iba a dar. Tras confirmarme que su decisión era irrevocable, le dí un abrazo y le deseé suerte. «Guardaos de Fermín, no es hombre de fiar», añadí. «No os preocupeis, capitán, estaré atento a todos sus movimientos», me respondió. Un tanto tranquilizado por estas palabras y puesta mi fe en su pericia de piloto, les dijimos adiós y durante un buen rato estuvimos contemplando cómo la balsa se alejaba lentamente en la distancia. No podía saber entonces, cuando no fueron más que un minúsculo puntito cercano al horizonte, que ya nunca volvería a verlos.

III. La larga espera, el rescate

Solos en la isla, Francisco y yo, hicimos cuanto pudimos para soportar el peso de unos días y unas horas idénticos entre sí hasta la náusea, para no sucumbir de hastío y de tristeza en aquella monotonía infinita, dominada por la presencia absoluta del mar. El mar, una y otra vez. Aquel ser vivo, cambiante e insondable, que fuera el centro de mis sueños y ambiciones de juventud, poseía también una cara oculta, un rostro que nunca antes había visto, pero que poco a poco, con asombro y horror, había empezado a descubrir. Era él quien imponía las condiciones de nuestro destierro, las barreras, los límites; quien, como un viejo carcelero, rondaba constantemente la isla mientras su risa, afilada y siniestra, resonaba con lúgubre acento en el silencio inexpugnable de las noches. Ambos manteníamos en lo posible el buen ánimo pero hablábamos poco. Después de tanto tiempo juntos no necesitábamos más que un mínimo gesto para entendernos y aquellas mutuas confidencias, con las que en otro tiempo fuimos conjurando la soledad, habían ido perdiendo frescura e interés. También me di cuenta de que mi compañero ponía especial empeño en rehuir los temas personales, acaso con la intención de mantener sellada una herida que nunca acababa de cerrarse. Como me comentó en una ocasión, mi caso era bastante más triste que el suyo; por suerte él no tenía ataduras ni responsabilidades, una joven esposa que estuviera aguardando anhelante su regreso, ni tampoco padres o hermanos. No había nadie en el mundo que le echara en falta.

De esta manera, entregados a las pequeñas rutinas diarias, pescando y el manteniendo el fuego sagrado, fueron pasando los meses y los años. Una mezcla de melancolía y desidia parecía presidir hasta el más insignificante de nuestros actos; poco a poco fuimos descuidando el aspecto exterior, borrando cualquier parecido que pudiera directamente relacionarnos con el resto de los seres humanos. Los cabellos nos habían crecido hasta la cintura y la piel, requemada y cobriza, apenas conservaba algo de su anterior tersura. Francisco, por su parte, había adelgazado mucho en el curso de las últimas semanas; tenía los ojos y las mejillas más hundidas y nada en su porte recordaba al hombre animoso y robusto que rescatamos. Hablando de rescate, creo que ninguno de los dos, aunque nada dijéramos, conservábamos la fe en que finalmente éste se produjera. Fueron demasiadas decepciones, demasiadas las veces que divisamos unos barcos que luego desaparecían sin dejar rastro, como en un sueño. Tampoco estaba seguro de que todos ellos hubiesen sido reales, puesto que no siempre nos poníamos de acuerdo en la autencidad de éstas apariciones, ni que, en caso de serlo, hubieran llegado a divisar el humo de la hoguera. Tuve la impresión de que cada vez navegaban más alejados de nosotros. Sin duda la mala fama de aquellos traicioneros arenales, causa de tantos percances, se había ido extendiendo entre la armada de su majestad como un reguero de pólvora y todos tratarían de evitarlos. Una tarde, sin embargo, nos pareció que un nuevo navío se aproximaba más que los anteriores. Movidos por la curiosidad y confiando en la escasa agudeza de nuestros cansados ojos, permanecimos observándolo desde un pequeño promontorio. Cuando un bote descendió sobre la superficie, miré a Francisco, buscando un gesto que confirmara mis sospechas. Inmediatamente fuimos hacia la orilla y allí comprobamos que, en efecto, la precisa silueta de la pequeña lancha se iba agrandando por momentos, impulsada por la fuerza de los remos.

Indescriptible fue la sorpresa de nuestros salvadores al vernos y al dirigirnos a ellos en su misma lengua. Pero mayor fue aún su asombro al escuchar, a grandes rasgos, las peripecias de nuestra odisea. Ansiosos de que su capitán pudiera también oírlas, partimos sin demora de la isla, después de que efectuaran un ligero reconocimiento de lo que fue nuestro hogar, de contemplar, con respetuosa admiración, el fuego encendido y el resto de aquellas rudimentarias artes sin las cuales no hubiesemos logrado sobrevivir. Poco antes de subir al bote abracé a Francisco sin poder reprimir las lágrimas que acudían prestas a mi ojos, del mismo modo que tampoco pude evitar cierta sensación de alarma al palpar la extrema delgadez de su cuerpo. Mi compañero esbozó una débil sonrisa, permaneciendo después muy quieto, con la mirada perdida en el horizonte. Los marineros, todos ellos (excepción hecha de quien les dírijía) muy jóvenes, remaban con rítmo cadencioso y enérgico, concentrados en el esfuerzo. Les pregunté en qué año estábamos. En mil quinientos treinta y cuatro, me contestaron. Como no acaba de dar crédito a sus palabras, tuvieron nuevamente que repetírmelo. Nunca, ni en mis cálculos más erráticos, hubiera imaginado tal cantidad de tiempo transcurrida. ¡Ocho años! Ocho años en aquel agujero perdido, expuestos al rigor de los elementos, olvidados, excluídos de la marcha y el progreso del mundo. No obstante, la emoción por recobrar la libertad perdida me llevó a pensar que aquel enorme precio había merecido la pena. A partir de ahora todo sería distinto. Querida Inés, musité en voz baja, he cumplido la promesa que hice de mantenerme vivo y ya me dirijo a tu encuentro para estar siempre juntos. Inés… su sólo nombre me llenaba de esperanza y alegría. ¿Qué habría sido de ella? Teniendo en cuenta que era muy joven, el paso de aquellos ocho años de incertidumbre aún no habría dejado huellas visibles en su hermoso rostro. Todo lo contrario de lo que debía sucederme a mí. ¿Qué diría al verme? ¿Cual sería su reacción y su acogida? Tras imaginar nuestro futuro encuentro, sus brazos extendidos hacia mí, su risa y sus lágrimas fundidas en un mismo sentimiento, otro tipo de ideas, mucho más sombrías, asaltaron insidiosas mi mente. Después de tanto tiempo y de tantas noticias de naufragios y desastres, tal vez ya me hubiesen dado oficialmente por muerto. En ese caso, bien pudiera ser que Inés se hubiera vuelto a casar. La idea de imaginarla en brazos de otro hombre fue como una sacudida de indignación y de rabia que por unos instantes me nubló el entendimiento. En vano traté de alejar aquella imagen. No, los cielos no permitirían tamaña injusticia; Inés me esperaría, de eso estaba seguro. Pero, ¿y si no fuese así? ¿Qué diría? ¿Le echaría en cara su falta de fe, su «infidelidad», su impaciencia? ¿Podía presentarme así, como si nada hubiese sucedido, borrando de un plumazo el silencio de tantos años? ¿Tenía derecho a destrozarle nuevamente el corazón, una vez que había logrado rechacer su vida, a llamarla mi esposa tras haberla abandonado a las pocas semanas de la boda? Si algo me había enseñado la experiencia era que el tiempo jamás aguarda ni se detiene. Y que ocho años eran una sima poco menos que insalvable. Al pensar en aquel regreso intempestivo, al verme aparecer en mi casa como un fantasma, sentí lástima y vergüenza de mí mismo, de mi torpeza y mi insensato egoísmo. En cuanto al resto de mi familia, ¿cómo habrían soportado aquella incertidumbre mis padres, cada día más ancianos, mi hermano Rodrigo? Inmediatamente la imagen de éste último bastó para confirmarme algo que siempre había sabido, pero que de manera inconsciente y desdeñosa me había negado a admitir: su acendrado amor por Inés. Ahora, de pronto, lo veía con claridad meridiana. Todavía recuerdo cuando días antes de la boda, tras una absurda discusión con mi prometida y sin poder ocultar su enojo, me dijo: «Sí es así como pensais tratarla en el futuro, más os valdría no desposaros con ella.» Ahora estaba seguro que Rodrigo no se habría apartado de su lado un solo minuto, de que su presencia, silenciosa y entregada, habría servido de consuelo a sus horas de angustia. ¡Pobre Rodrigo!, debatiéndose constantemente entre sus deberes de hermano y enamorado (sin poder dejar por ello de sentirse culpable), inmerso en una guerra de antemano perdida, esperando la llegada de unas noticias que le permitieran decidir qué camino tomar. Por un instante les imaginé juntos, uno al lado del otro. Eran casi de la misma edad y hacían una buena pareja. También estaba seguro de que no habría nadie en el mundo que cuidara de Inés como él, de encontrar mejor padre y esposo. Pero, sobre todo, sabía que el mar jamás conseguiría seducirle con sus maléficos encantos, apartarle un solo instante de su deber y su camino.

Subimos a bordo. Después de ser recibidos por el capitán en su camarote y contarle nuestra historia, le solicité que alguien con conocimientos de medicina examinara al capitán Pedro Serrano, allí presente, quien últimamente había perdido peso y se encontraba muy fatigado. Al saber que mi compañero también era capitán, se acercó respetuosamente y estechó su mano con visibles muestras de cortesía. «Sí, efectivamente», dijo dirigiéndose a mí, «tenemos alguien que pudiera servirnos en ese menester; inmediatamente dispondré un aposento confortable para nuestro ilustre invitado.» A continuación nos dieron unas ropas bastante holgadas con las que cubrir nuestros cuerpos y poco después el hombre que ejercía de médico a bordo se llevó a Francisco para reconocerlo. Al salir del cuarto en el que había tenido lugar la exploración se dirigió directamente a mí, acompañando sus palabras con un leve moviendo de cabeza. «Vuestro capitán está muy débil, pero yo no encuentro causa alguna que explique ese estado de agotamiento. Es como una llama que se apagara lentamente. Si queréis verlo, pasad un momento, pero no os demoréis mucho; necesita descansar.» Después de darle las gracias por sus atenciones, entré al camarote donde se encontraba Francisco. Éste yacía acostado en una cama no muy alta, cuyas sábanas, de una blancura alarmante, acentuaban la intensa palidez de su rostro «¿Qué tal estáis? ¿Os ha costado mucho acostumbraros al lujo? ¿No os irrita la piel tanta suavidad?», le pregunté. «Capitán, ignoro las razones por las que habéis dado un nombre falso a nuestro anfitrión, pero entre mis muchos defectos no está ser indiscreto y siempre os tuve por un hombre honesto. Así que no os preguntaré cuales son vuestras intenciones. Lo que no alcanzo a entender es por qué me habéis hecho pasar por vos.» «Ah, eso no tiene la mayor importancia, es una simple chanza», contesté riendo, «en nuestra isla no podíamos permitirnos semejantes licencias. Se me ocurrió que así seríais mejor atendido, nada más. Pero dedidme, ¿no os place vuestro flamante cargo de capitán?» «Aún no lo sé, apenas he tenido tiempo… y tampoco voy a tenerlo. Esto se acaba.» «No digais eso, y menos ahora, cuando después de tantos sufrimientos, estamos a punto de conseguirlo. Me hacéis falta…» «Mentís bastante mal capitán, pero os agradezco vuestra gentileza. ¿Puedo pediros un último favor?» «Claro que sí, Francisco, lo que queráis.» «Siendo así, quedaos conmigo diez minutos más: es lo que tardaré en morir.»

Francisco entornó los ojos y lentamente se fue extinguiendo. Jamás vi hombre alguno (y la experiencia no me era en absoluto ajena) enfrentarse a la parca con mayor decoro, aceptando con toda naturalidad que su paso por la tierra había concluido. Cuando le comuniqué la noticia al capitán, éste, después de darme el pésame, me hizo partícipe de sus preocupaciones. Tardaríamos más de sesenta días en arribar a España, demasiado tiempo para llevar un cadáver a bordo sin que se descompusiera y sin suscitar los temores de una tripulación (algo que yo debía saber, puesto que en todas partes sucedía lo mismo) ya de por sí bastante supersticiosa. Sería necesario, tras ser debidamente amortajado y luego de la correspondiente ceremonia de homenaje, arrojar aquel cuerpo al océano. Para tranquilizarle le dije que, al margen de lo que exigieran las circunstancias, el capitán nunca se hubiese opuesto a una solución semejante y una vez cumplido aquel trámite su alma descansaría en paz. También le pregunté si había tenido noticias o visto por sí mismo alguna balsa en aquellas aguas. «No, exactamente. Algún resto si que encontramos flotando, pero era tan poca cosa que no podemos afirmar que perteneciese propiamente a una construcción hecha por la mano del hombre. En cuanto a lo que por ahí se dice… corren numerosas historias, transmitidas de boca en boca, sobre náufragos a la deriva en tales embarcaciones, pero yo creo que sólo son fantasías. ¿Lo preguntáis por esos compañeros que mencionásteis en vuestro relato?» «Sí, capitán, me gustaría saber qué fue de ellos, si tuvieron la suerte de salvar sus vidas.» «Lo comprendo, pero no os angustieis; cada cual elije su destino y éste sólo está en manos de Dios.» «Tenéis razón capitán, así es y así será. ¿Quisiérais prestarme vuestra ayuda en un asunto de la mayor importancia?» «Decidime qué deseais; os asistiré en lo que pueda.» «Como sabéis estuve con el capitán Pedro Serrano hasta el último momento. En su lecho de muerte me pidió que hiciera llegar a su esposa esta daga que ella le regaló al partir, exhortándola a que permaneciera al lado de los que, por otra parte, constituían su única su familia: sus suegros y su cuñado. Allí, junto a ellos, sería menos dolorosa la ausencia. Otra cosa que me rogó fue que les hiciera saber que moría en gracia, tranquilo y con el pensamiento puesto en un futuro reencuentro cuando Dios lo dispusiera. Si os pido que seais vos quien les de la noticia, es porque sois su igual y yo un simple marinero; estas cosas, en un momento así, también tienen su importancia. También os demando una pequeña obra de misericordia: decidles que murió en tierra, en el momento del rescate; no sé si estaréis de acuerdo conmigo, pero creo que resulta demasiado cruel que alguien perezca cuando está tan cerca de salvarse. Por lo demás, estoy seguro que el cielo os premiará vuestra buena acción.» Después de darle las señas exactas de la casa de mis padres, una vez obtenida su promesa de que haría cuanto le había pedido, me retiré a mi catre y allí esperé la llegada del sueño, embargado por una sensación extrañamente reconfortante, como si, al cabo de tantas adversidades, todo encajara en un orden delicado y sútil, primorosamente dispuesto.

IV. Epílogo

De regreso a España fui recibido por algunas personalidades de la corte, quienes impresionadas por lo extraordinario de mis aventuras decidieron enviarme con una delegación que debía encontrarse con nuestro emperador Carlos V en Alemania, lugar donde a la sazón se hallaba, para que tuviera puntual conocimiento de ellas. Cuando llegó el momento, el monarca me escuchó con suma atención y al finalizar mi relato, se dirigió a los presentes, poniéndome como ejemplo de superación personal y asegurando que, mientras tuviera bajo su mando hombres de semejante temple, el imperio se mantendría a salvo. Poco después de esta entrevista recibí un despacho de su majestad en el que se me comunicaba la concesión de una renta de cuatro mil pesos anuales. Aquel fue el primer paso en un espectacular cambio de fortuna. Extendida la noticia por la ciudad, fueron muchos los salones de grandeshombres que visité y muchas las personas que escucharon mis aventuras, agasajándome todos ellos con regalos y mercedes. Por respeto a mis compañeros procuré ceñirme lo más posible a la verdad, sin exagerar los hechos, ya bastante trágicos de por sí, ni embellecerlos con acciones heroicas ni añadidos moralizantes. Para dar más autenticidad a mis palabras mantuve el cabello largo, a pesar de la incomodidad que éste (curiosamente ahora, cuando había dejado de dormir a la intemperie y poseía un espacioso lecho) me producía a la hora de acostarme. Recuerdo la curiosidad de las damas, su interés en tocarlo con los dedos, sus posteriores reacciones y sus espontáneos y divertidos comentarios. Cuando la práctica totalidad de los nobles hubieron escuchado mi historia y un poco cansado de aquella inactividad y de los rigores de aquel clima, decidí regresar y poner inmediatamente rumbo a Panamá para pasar allí el resto de mis días.

La misma mañana en que iba a zarpar, pasé unas horas con el capitán que nos rescató, cuyo barco estaba a punto de hacerse a la mar y a quien por puro azar encontré en el puerto. Le costó mucho reconocerme bajo aquel aspecto. Cuando le pregunté por la suerte del encargo que le hice, me aseguró haberlo cumplido sin mayores dificultades. Una experiencia de la que siempre guardaría viva memoria, ya que, según sus propias palabras, quedó impresionado por la entereza con la que todos acogieron la noticia, en especial la joven viuda. En cuanto a la madre, hacía dos años que había muerto. Una cosa que no llegaba a entender era por qué el capitán Serrano no puso mayor empeño en llegar vivo a tierra, por qué se dejó morir de aquella manera. Tal vez diera esa impresión, le contesté, pero la verdad es que estaba muy quebrantado por todas las penalidades sufridas. Sí, puede que tuviese razón, concedió dubitativo. De todos modos no dejaba de ser una lástima, añadió, y durante un rato permanecimos en silencio. Después de aquello nos despedimos afectuosamente y cada cual puso rumbo a su destino.

Próximo a la proa, mientras la quilla hendía la tersa superficie del agua, volvió el mar a aparecérseme como antaño lo hiciera, como un niño travieso, risueño, inocente, promesa infinita de maravillosos lances y aventuras. Por unos breves momentos volví a sentir la alegría y la emoción de navegar. Luego todo aquello fue desapareciendo. A pesar de haberme convertido en un hombre rico y respetado, mi espiritu no encontraba acomodo ni sosiego. Había perdido el placer por las pequeñas cosas y hubiera dado la mitad de mi fortuna por volver a sentir las emociones que experimenté en el pasado, cuando no era más que un marinero contemplando la noche estrellada desde cubierta. Mi vida era una completa ficción, una impostura. Al tomar el hombre de uno de los marineros que perecieron en el naufragio y renunciar al mío propio, ni siquiera esa seña de identidad poseía. Nada me pertenecía, nada me saciaba; iba de un lado a otro como un animal enjaulado, perseguido por aquella insatisfacción constante. No sólo era el recuerdo de mis seres queridos, junto al de Martín, Álvaro, Francisco y hasta del avieso Fermín el que me acosaba, sino que había algo más profundo, semejante a una deuda sin saldar, que jamás me concedería un minuto de descanso.

Tal vez, y sin que en ningún momento fuese consciente de ello, una parte muy intima de mi ser quedara enterrada para siempre en aquella isla a la que arribamos tras una terrible tormenta, allá por el año de gracia de nuestro Señor Jesucristo de 1526.

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Comentarios

  1. marcosblue dice:

    Como siempre, querido Juan, me encanta tu forma de escribir. Una historia profundamente humana donde la voz del capitán se acaba haciendo tuya como lector. Es cierto que a veces uno no naufraga y se pierde en remotas islas desiertas, sino en su propio interior. Y de ahí es más difícil que te rescaten.

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