Ba’zayam
por levastMis ojos admiran el decadente paisaje de un mundo que me pertenece en su totalidad. Estoy observando desde la torre Ba’zayam, la cúspide del edificio más alto en la última ciudadela que gobierna toda la Tierra. Soy el monarca de todo lo que sobrevive en este devastado mundo. Pero soy un esclavo. Estoy atrapado en Ba’zayam. La providencia ha jugado conmigo. Podría hacer y deshacer a mi antojo pero es imposible escapar. No puedo abandonar esta torre. Observo con una mirada hipnotizada a través del amplio ventanal este mundo mortecino. Apoyo mis nudillos sobre el mirador mientras mi hinchado prepucio roza el frío cristal. Una joven kahiri está lamiendo con perseverancia y delicadeza mi ano mientras palpa mis testículos en un movimiento circular que me hace poner los ojos en blanco. Me siento poderoso.
El destino lo ha querido así. Soy el soberano de todo lo que contemplo. Soy el único gobernante de la ciudadela de Saá, el último asentamiento de la civilización en la Tierra. Yo acabé con el paranoico tirano que lo dominaba. Pero todas las razas, todas las tribus, todo ser vivo fuera de estos ventanales se ha extinguido por las maquinaciones del desquiciado déspota. Miles de años de historia me contemplan, incontables decenas de siglos que se han perdido en los antiguos registros. ¿Cómo vivían los humanos del siglo I? ¿Cómo imaginaban los escritores del siglo XXI que sería el futuro y el final de su civilización? Jamás lo sabré. No existen más humanos que yo. Únicamente me acompañan en la torre Ba’zayam las hembras que coleccionó el tirano loco y que permanecían capturadas para infames propósitos. Especímenes exóticos y salvajes de la mayoría de las especies femeninas de esta era. Ahora me pertenecen. Me estoy perdiendo en mis reflexiones mientras mi cuerpo se estremece de placer; la joven kahiri ha estimulado con ardor mi zona perineal y mi polla ya no soporta golpear más el cristal.
Giro mi cuerpo y sostengo entre mis dedos la barbilla de mi sierva. Su rostro sigue siendo suplicante y su boca ansía complacerme. Una gran mata de pelo largo color caoba oculta parte de su torso desnudo. Su piel tiene la tonalidad de la corteza de los árboles y es sabrosa como un manjar de frutas. Me detengo en sus ojos del color de las piedras preciosas, de un azul intenso que ocupa todo el iris. Su mirada me reclama. En su profundidad adivino el linaje de una estirpe milenaria. Los habitantes de la isla de Kahiria eran una raza muy similar a la humana, una de las muchas desviaciones que surgieron hace siglos en el planeta durante la era de la «catarsis evolutiva». Me pierdo en sus ojos acechantes y muevo con delicadeza el pulgar abriendo su boca; una húmeda lengua se desliza sobre mi glande cubriendo con un océano de dulce saliva todo mi pene. Su estirpe no es muy diferente a la humana: despejo un poco su frente con la otra mano y observo las dos protuberancias que le asoman, unos pequeños cuernos que crecerán enroscados con el tiempo. Los kahiri son la raza de la velocidad y la potencia; en unos años, esta joven sería imposible de atrapar, una gacela ágil con la energía de una pantera. Sus caderas se contonean suavemente, su piernas se arquean y se tensionan acomodando su postura. Admiro divertido esos involuntarios espasmos de placer mientras mi cuerpo se convulsiona con cada lamida, con cada caricia de su lengua, con cada succión de sus labios sobre la base de mi polla. Contemplo su cuerpo desde mi posición de superioridad y percibo otra de las peculiares características de las kahiri: una larga protuberancia sobre la pelvis, una cola de suave piel que se desliza por el suelo, pero que poco a poco empieza a golpear rítmicamente el suelo, marcando la medida de la excitación de la hembra. Arqueo mi espalda, cierro los ojos, y aprovecho para regocijarme con cada golpeteo de su cola, con el tacto de sus incipientes cuernos y con los pequeños forcejeos que hago con mi polla contra el cielo de su boca.
La joven kahiri me invita a tumbarme en el frío suelo mientras ella se flexiona sobre mis genitales y pone su espalda y su trasero, una fabulosa anatomía tersa y musculosa, ante mis ojos. Su boca sigue jugando con mi pene a un ritmo más lento y relajado. Su cuerpo se flexiona ante mi cara y deslizo mi lengua entre sus muslos, perdiéndose en sus frenéticos movimientos. Juego con mis manos y con mis labios en su dilatada entrepierna, lubricada y húmeda como una fruta recién estrujada. Los movimientos de su boca se tornan más frenéticos, acaricio sus rodillas y noto sus tendones rígidos al máximo. Alrededor de mi cuello siento que su cola se enrosca como una soga de seda. La torsión me duele pero no me importa, me aporta una leve asfixia que sublima mi excitación. Me oprime, me ahoga, me vacía los pulmones de aire. No permito que se detenga, deseo que su boca acelere esa cadencia sin límites, al borde de la inconsciencia. Intento aspirar aire pero se me nubla la vista, y mis manos agarran sus caderas y las aprietan con fuerza en una involuntaria sacudida Mi mente se marchita. Mis brazos no se pueden controlar y agarran sus tersos tobillos y aparto su cuerpo a un costado. Su cola se desenrosca de mi angustiada garganta y, tendida en el suelo, la desconcertada hakiri me observa como un depredador al que se ha escapado su presa. Me incorporo algo mareado. Miro a mi alrededor; han acudido a ver la escena el resto de mujeres y hembras de otras razas que estaban retenidas en la torre Ba’zayam. El tirano capturó a una muestra de las mejores hembras de todo el planeta. Estaba loco y enfermo pero tenía un gusto exquisito. No he logrado distinguir si sobrevive alguna humana pero el resto lo componen un paraíso de esculturas asombrosas, extrañas y misteriosas, un harén exótico y salvaje. Y solo hay una persona en todo el universo que las pueda satisfacer… Tengo todo el tiempo del mundo. ¿Demasiada responsabilidad? Ellas están tan cautivas como yo en esta torre.
Me desperezo levantando los brazos, abriendo el torso y agitando mis genitales. De repente, me siento rodeado por una presencia. Es casi indistinguible, apenas una silueta, un boceto inacabado de un cuerpo. Una doncella x’ai, una de las especies más peculiares del planeta, una figura de la que sólo he escuchado leyendas poco creíbles, como que no son verdaderos organismos vivos, que son sirvientes entrenadas para asistir en las cópulas de sus amos… No pierdo ni un segundo, dejo que su cuerpo me rodee; su presencia es cómo un espíritu, etérea y frágil, como un camaleón camuflado. Estoy ansioso por descubrir si el mito es cierto: las x’ai potencian los sentidos de sus amantes mientras fornican. No tardo en descubrir si el secreto era cierto. Su cuerpo empieza a tomar una forma más sólida y estable ante mis ojos. Un cuerpo espectacular, de medidas perfectas y proporcionadas, suaves y torneadas, adornado por unos pechos rebosantes, y rematado por una melena ondulada y salvaje que roza sus apretadas y redondas nalgas. Su rostro es afilado y acechante, su mirada felina me turba y sus carnosos labios rosados me incitan y me llaman. No resisto la tentación a tocar su piel nívea, de tacto cálido y palpitante. Abrazo con ansiedad su silueta. Ella nota mi erección suprema. Por supuesto, me dejo llevar.
Me pierdo en sus caderas y ella me toma dulcemente las manos, sentándose sobre mi cintura. La agarro con firmeza. Me envuelvo en su aroma evocador, me impregno de una mezcla agridulce de perfume y sudor, un bálsamo que me altera desde la cabeza a los pies. Nunca habría sospechado que el olfato pudiera estimular tanto. No sé si es realidad o ficción pero no me importa. La doncella x’ai potencia mis sentidos y mi polla se lo agradece empujando como un bisonte, sacudiendo su vagina, haciendo vibrar su torso, moviendo sus redondos y perfectos pechos. Lamo su cuello y su sudoroso pecho en el que se derraman unos bellos mechones despeinados. El sabor ácido de su sudoración me corroe, excita mis entrañas, somete mis sentidos a un nivel sublime; de forma inconsciente muerdo uno de sus hombros y oigo cómo suplica. Sus gemidos retumban en mis tímpanos como pequeños ecos que van aumentando de intensidad. Empiezan como un pequeño suspiro, pero crecen como una sinfonía frenética. Al final, en mis oídos se mezcla un coro de sonidos que evocan el grito de una niña asustada, el suspiro de una herida sangrante, el sollozo de un animal o los gritos del dolor más placentero. Me abraza como si fuéramos un solo individuo, me oprime su pecho contra el mío y siento sus turgentes senos, sus rosados pezones rozando los míos, su culo golpeando mis rodillas. Y es cuando nos acercamos al clímax cuando activa su sentido más secreto y desarrollado. Intercambiamos las mentes, penetro en el abismo de sus pensamientos. Su telepatía, su sentido más entrenado, me inunda. Empiezo a sentir lo que su cuerpo estaba experimentando. Mis sacudidas, mi penetración, mi violento y ansioso empuje. Me acerco al umbral del placer absoluto. Sentir el placer de ambos a la vez me sobrecoge. Descargo la última acometida y eyaculo como si lo hicieran un centenar de animales salvajes. No soy consciente de si la doncella x’ai permanece conmigo. Solo siento que existo yo y me abandono a la relajación definitiva.
Mi mente se evade y me pierdo momentáneamente en mis sueños. Un futuro incierto me aguarda. Soy el último de los humanos, el «siglo épsilon» se acaba y nos adentramos en lo que los ancianos profetizaban que iba a ser la era del octavo Armagedón, la extinción definitiva. Pero he sobrevivido a todo. Parecía que fuera ayer cuando una coalición de diversos clanes de humanos y otras razas planeábamos realizar el asalto final a la ciudadela Saá, el último vestigio de civilización que era controlada por los kaimites, una raza de inteligencia tan hiperdesarrollada como su sentido de la paranoia. Antaño una raza esclava, evolucionaron a una sociedad cruel y tiránica que buscaba el sometimiento de todas las formas de vida. Y el más loco de todos ellos, Magnus CXXIV, exterminó a toda su estirpe y elaboró un plan para la hecatombe definitiva. El destino me trajo hasta aquí, infiltrado en la ciudadela para conocer sus planes. Acabé con su vida mientras contemplaba la magnitud de su delirante objetivo: aislar la torre Ba’zayam, condenar la atmósfera terrestre y gobernar las ruinas de un mundo sin habitantes junto a una colección de las mejores hembras de cada estirpe. Me siento abrumado, me siento afortunado, me siento prisionero. Me siento todas esas cosas a la vez. Gobierno un mundo en el que mi único cometido es copular con las últimas supervivientes de la Tierra. No sé cuánto tiempo he pasado adormilado pero mi polla vuelve a estar dura, A unos metros, una criatura en posición fetal y desnuda parece que reclama mi atención.
Su piel es pálida como la luz de la mañana, su pelo es gris y marchito. Sus formas son delicadas y suaves, su rostro tiene rasgos lisos como los de una muñeca de porcelana y sus ojos son rasgados y tristes. Parece un animal herido. La contemplo y me da la sensación de que es humana. ¿La última de mi especie? Empiezo a acariciar sus muslos con mi lengua y ella se empieza a retorcer, a desperezar como un cachorrillo. Trato de estimularla separando con algo de violencia sus muslos y deslizo mis anchos dedos entre sus genitales. Gime y solloza como una gatita en celo. Quizá necesite algo más de suavidad, de tacto. Me coloco sobre ella, beso su cuello, sus lóbulos en las orejas, acaricio su pelo, todo sin dejar de estimular y juguetear con su fría vagina que poco a poco empieza a lubricarse y a restregarse contra mi pene. Gimotea en mi oído pero no consigo entender su idioma. No quiero esperar mucho más, tengo ansiedad por poseerla. Abro sus muslos y levanto una de sus esbeltas piernas. Agarro mi gruesa polla y la penetro con decisión y algo de brusquedad. Intenta separarme pero no se lo permito. Me muevo con lentitud, tanteando ese húmedo terreno, esperando que se estimule. Poco a poco, sus gemidos se hacen más repetitivos, apoya sus dedos en mi pecho y siento que está gozando de forma lenta y tranquila. Su piel toma un tono más vivo y sus caderas y sus muslos se empiezan a mover con más ritmo. Celebro con sacudidas más aceleradas mi penetración y cierro los ojos disfrutando del momento, inclinándome sobre ella y sintiendo su cálido aliento en mi rostro. Su pelo está adquiriendo un tono rojizo y en mi espalda noto el roce de unas afiladas uñas que no había percibido antes. Mi excitación se sobredimensiona y propongo un ritmo más frenético en mis embestidas. Observo su excitada boca y percibo cómo le empiezan a crecer unos puntiagudos colmillos. Intento no distraerme pero también contemplo cómo su piel se muda con un aspecto escarlata y su melena se ha enrojecido con un tono ardiente. Sus dedos me aprietan y contraen mis músculos. Cierro los ojos y reflexiono. Me doy cuenta de que me estoy follando a una mujer daemortis, las hembras más temibles de la creación, un peligro acechante en reposo que se convierte en una feroz bestia durante la cópula llegando al extremo de devorar a su amante. Sus piernas, ahora una asfixiante pinza, aprietan mis costados. Sus dedos acaban ahora en unas afiladas garras. La daemortis exige más, me reclama por completo pero, ¿sobreviviré hasta el final? Me dejo llevar, mi cuerpo se siente imparable empujando, embistiendo con todas sus fuerzas, sintiendo como un latigazo cada aullido de terrorífico dolor que me producen sus heridas y cada grito angustioso que ella exhala al borde del clímax. Su boca está surcada de puntiagudos dientes, y por sus labios se relame una lengua bífida y retorcida. Noto que su saliva tiene el sabor del veneno más letal. Sus ojos llameantes me reclaman para poseerme. No me voy a dejar atrapar. Giro su cuerpo en un violento movimiento y empalo su frenético coño con mi polla cabalgándola, yo de pie y ella sumisa. Ofrezco toda mi potencia, me vacío, miro al techo, siento que mis entrañas se desgarran por dentro. Ella aúlla, no sé si de dolor o maldiciéndome en su terrible idioma. Estoy cerca, tan próximo al clímax que mi cabeza se vuelve loca poseyendo al ser más indómito de la Tierra.
—Grita, maldita bastarda, grita.
La mujer daemortis me maldice y emite un chillido agudo e irresistible.
—Grita mi nombre, ¿quién es tu amo y señor?
—Antoñito…
—¡Grita mi nombre, maldita…!
—¡Antoñito, coño! Pásame el Marca.
Mierda, joder. Me he quedado dormido en la barra.
—Chaval, espabila. Prepárame un anís y pon lo de siempre a los de la peña.
Maldita sea mi suerte. Vuelta a la realidad. Cada vez me pierdo más en mis fantasías. Ojalá no despertara nunca. Pero esta pesadilla en que se ha convertido mi vida es interminable. Y todo por gilipollas. Miro a mí alrededor y no siento más que asco. El bar de mi actual jefe es una pocilga. Un antro rancio de viejos y perdedores al que no se acercaría ni mi abuelo. Miro la bayeta húmeda y maloliente y me pregunto: ¿por qué me tuvo que pasar a mí?
Tenía todo el futuro en mis manos, era el amo, el más respetado de mi gremio. Veinticinco años y el mundo a mis pies. Movía perico desde Cádiz hasta Santander o desde Lisboa hasta Formentera. La pasta me salía por las orejas, me movía por locales de dos mil euros el reservado, me tiraba a nenas más espectaculares que las que salen en los catálogos de lencería, derrochaba sin miramientos. Las mujeres se me acercaban por la pasta y me adoraban por mi cuerpo, cuidado y torneado en el gimnasio todos los días. Pero no todo podía durar. A nadie más que a mí se me podía ocurrir que una go-go de discoteca me hiciera una mamada en la calle en pleno calentón mientras llevaba doce kilos de mercancía en el maletero de mi Audi TT. Pero es que estaba muy salido y no me fije en que había aparcado delante de una comisaría. Más o menos, ahí empezó mi desgracia. Juicio rápido y una condena que no pudieron reducir ni los mejores abogados que me proporcionó el capo de mi organización. Toda una vida a la sombra. No pensaba en otra cosa más que en salir, en ser libre, en echar mil polvos a toda rubia siliconada que se me pusiera por delante. Pacté con el Diablo, con el jodido sistema, me chivé como una rata y delaté a mis antiguos socios. Trato hecho: reducción drástica de condena, libertad vigilada y consideración de testigo protegido. Apenas año y medio de talego que lo pasé en solitario en un módulo aislado junto a un funcionario friki que me pasaba revistas porno, libros y tebeos raros para entretenerme. Mezclar tanta cosa extraña me desquiciaba la cabeza pero me distraía del ansía de recuperar la libertad. Lo que no sabía era lo que me esperaba fuera. El dinero que amasé en mis buenos años estaba intervenido por Hacienda. Mis viejos contactos acabaron en la trena o me quieren matar. Y el sistema de libertad vigilada y protección de testigos me restringía a que tenía que trabajar donde me ordenaran. La funcionaria me dijo que me emplearían en un local llamado «Ba’zayam», en un ambiente íntimo y agradable. No sonaba mal, me solía mover con soltura en los locales de moda. Le había entendido mal a la hija de puta.
El local estaba en el culo del mundo, en la peor ciudad de Madrid, en un barrio de mierda. Y por supuesto, le escuché mal, el local al que se refería era un tal «Bar Damián». Imposible que exista un sitio peor. Trabajo de camarero doce horas. Tengo que soportar a jubilados sin nada mejor que hacer que leer el Marca, a marujas gritonas que descargan su frustración en el tragaperras y a parados que malgastan su tiempo jugando al dominó. Y sobre todo a mi jefe, un gordito grosero y casposo que nunca ha limpiado ninguna de estas paredes roñosas. El señor Damián es un cerdo que aparece todos los días en tirantes y camiseta térmica; sin más aspiración en la vida que beber chatos de vino, ver corridas de toros y reírse de mí. Vuelvo a pasar la bayeta por el mostrador y la suciedad se vuelve más pegajosa. En unas horas, la agente Martínez, una mujer que tiene más espaldas que yo, volverá a cachearme a fondo y a interrogarme por lo que he hecho los últimos días. Echo la vista al frente y observo la cabeza de toro disecada sobre la puerta de la entrada. Suspiro. Al final he llegado a resignarme. A todo, a la mierda de salario, a las grasientas tapas en escabeche que se cocinan en el bar, al tugurio de hostal en que vivo y a los malos polvos que echo con la hija de Damián. Cris es una chica mona, entradita en carnes y tan grosera como su padre; me he acostumbrado a tirármela cuando cerramos, dándola con fuerza por detrás mientras se apoya en la barra de las bebidas. También me estoy acostumbrando a la tripa que me está sobresaliendo y a las entradas en mi frente; ya ni me engomino el pelo y hace siglos que no hago ejercicio. También me he habituado a los cacheos de la agente Martínez, sé que está perdida por mi culo, me ha hecho unas cuantas mamadas y me he corrido bien a gusto en sus inmensas tetas. Pero no quiero conformarme, algún día encontraré la forma de librarme de esta pesadilla.
Suena el móvil. Un puñetero mensaje de Cris. Dice que ha tenido otra falta en la menstruación. Miro una de las muchas estampas de la Virgen que hay en el bar y me santiguo. Su padre me matará o me obligará a casarme por cojones en su pueblo. Sé que nunca escaparé de aquí. Estoy atrapado para siempre en Ba’zayam.