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Aquí sobramos

por Relato ganadorRelato Bluetal

Sucedió que la cárcel del Estrecho se despertó un día sin guardias ni funcionarios entre sus paredes. Las puertas de las celdas iniciaron su apertura automática a las siete y media de la mañana y los presos se fueron levantando sin percatarse de la ausencia hasta el momento del recuento. Los internos, alineados frente a las celdas, se miraron unos a otros extrañados, hasta que uno gritó: «¡No están los payasos!». Las risas, los gritos y los silbidos enseguida recorrieron todas las galerías. A Javi «Tarzán» le pilló el alboroto todavía en la cama; había sufrido una noche espesa, con la cabeza perdida en sus dudas. Lo despertó su primo «Chucho», nervioso y trastornado.

—Levanta Tarzán, ni los payasos ni las marionetas se han presentado hoy. La cárcel es nuestra.

Miró a su primo con una mezcla de incredulidad y espanto; no tardó en agacharse sobre la taza y vomitar lo poco que quedaba en sus tripas. Tarzán hacía honor a su apodo. Un joven gigantón, de melena oscura, musculoso, matón experto en peleas de discoteca, con tres condenas por homicidio. Si le veías venir con los ojos inyectados en sangre y los nudillos golpeándose el pecho bien sabías que la siguiente parada era en urgencias o en el tanatorio. Pero ese día el rostro de Tarzán no intimidaría ni a un renacuajo de seis años; se sentía jodido por dentro y por fuera. Salió al pasillo a contemplar la bulla que se estaba formando. Los presos estaban excitados pero él era el único que no estaba celebrando. Era el momento de reunirse con «el Patrón».

Santos cree en Dios. Un hombre sencillo, un coruñés tradicional y devoto de la familia. Y los parientes de Santos son muy numerosos, posiblemente formen la empresa familiar más grande y rentable de España y, como buen amante del mar, es «el Patrón» de ese barco. A Santos Novoa todo el mundo le consideraba un buen hombre, el mejor marido, padre, abuelo, padrino, tío o cuñado que pueda existir. Un señor tranquilo al que sólo le alteran tres cosas: la policía, los maricas y los chivatos. En su celda, decorada hasta la última pulgada con estampas de Cristo y fotos de sus hijos, nietos, yernos o sobrinos, se estaba celebrando una reunión.

—Vaya cara de susto que traes Javito —comentó Santos con una gran sonrisa—. Ni que estuvieras echando de menos a alguno de los payasos. Pasa, uno de los chicos nos ha conseguido una botella de sidra para celebrarlo.

Tarzán entró en silencio y se quedó de pie en una esquina sin intervenir en los comentarios y bromas. Después de un rato, el Patrón mandó salir a todos de su celda pero sujetó a Tarzán de la muñeca y le preguntó al oído:

—¿Qué has sabido de lo mío?

El Patrón había encomendado a su sobrino una misión: encontrar a un chivato. Para Santos, el respeto sólo se podía lograr con dos principios: lealtad y firmeza. A su lado sólo necesitaba a Dios y a su familia; el resto del mundo le daba igual mientras le siguieran comprando su droga. Su negocio se organizaba por todo el territorio nacional a través de su innumerable familia. Almacenamiento, distribución y calidad garantizada; sólo con sus parientes se aseguraba la lealtad. La firmeza la conseguía traspasando los límites legales. Él sólo sugería cómo se tenían que hacer las cosas y nunca se manchó de sangre. Por eso, cuando su nombre empezó a aparecer en la prensa no daba crédito a cómo se trataba su imagen; él no era un monstruo. Defendía a su familia y su trabajo; era tan buen cristiano y tan eficiente como cualquier miembro del Opus. Al final, el sistema sólo pudo procesarle por un leve delito tributario y apenas le condenaron a un par de años. En ese momento ya le restaban tres escasos meses, pero se había enterado de que alguien quería endosarle otro delito para encerrarlo más tiempo. Tarzán sabía perfectamente quién era el traidor. Era él mismo.

—Poca cosa, Patrón. La gente no suelta ni una mierda por su boca. Quizá pueda aprovechar este jaleo y pillar a alguien con la defensa baja.

Se acercó al viejo, lo abrazó y abandonó la celda. No sabía cuánto tiempo más podría mantener la farsa. Pero es que ya estaba hasta los cojones. Hasta los cojones de la familia, del negocio, de darlo todo y luego aguantarse y callar para proteger al Patrón. Quería pisar asfalto, follar con una chica, volver a conducir una moto y tomarse cañas aunque ya no pudiera ser con los viejos colegas. No soportaba más la puta cárcel. Le había tocado bailar con la más fea. La cárcel del Estrecho. Levantada en medio del mar en el golfo de Cádiz a unos quince kilómetros de la costa más cercana, aprovechando los cimientos de una vieja plataforma petrolífera que no extrajo ni un pedo de gasolina. Un proyecto aberrante de la típica época de «mano dura» con la delincuencia. Capacidad para unos doscientos presos. Sólo para los catalogados extremadamente peligrosos, con delitos de homicidio o con antecedentes de fuga en otras cárceles; excluidos, para evitar más conflictos, terroristas y pederastas. Sin derecho a visitas ni privilegios; excepto los que se pudieran comprar, y para eso el Patrón tenía contactos y fortuna de sobra. Hasta se las apañó para traficar en la propia cárcel. Y Tarzán, uno de sus muchos sobrinos, formaba parte de su círculo de confianza. Pero un día se armó de valor y contactó en secreto con la fiscalía. Pactaron un traslado de prisión a la península, una reducción drástica de su condena y permisos de fin de semana. Con los antecedentes de Santos y su avanzada edad, la nueva condena por tráfico de drogas le enjaularía durante una década, más que suficiente para que los jueces se apuntaran un éxito mediático. Pero alguien le filtró al Patrón que se estaba cociendo un chivatazo y le ordenó a Javi que detectara y matara a la rata. Tarzán maldijo su suerte. Sólo le faltaban días para ser trasladado y, en ese momento, sin guardias ni funcionarios a la vista, se encontraba encerrado en la misma cárcel con su verdugo.

Javi Tarzán recorrió las galerías empujado por la corriente de violenta euforia que recorría los pasillos y las celdas. Los presos destrozaron las cámaras de seguridad, arrancaron los barrotes de las celdas y arrasaron con todo el mobiliario posible. Nadie sabía nada de por qué no estaban los payasos en la cárcel. Tarzán se distrajo jugando a las cartas y evitaba en lo posible a Santos. Al final de la tarde la gente estaba tan cansada de gritar, comer carne y machacar cosas que se refrescaron en el patio bajo la lluvia de una tormenta de verano. Mientras deambulaba, Tarzán se paró frente a la celda 79. Miró discretamente para comprobar si se encontraba el prisionero al que conocían como «el Artista». Nunca había cruzado una palabra con él y apenas le había visto alguna vez de refilón. Comprobó que no se encontraba dentro. En el resto de la prisión, los ruidos y las risas se iban amortiguando mientras caía la noche. Paradójicamente, a pesar de no tener vigilantes, los presos regresaron a sus celdas a dormir en sus camas.

***

Al día siguiente descubrieron que la electricidad se había desconectado de la prisión. Fue precisamente Javi Tarzán, que se pasó deambulando gran parte de la noche, el que primero descubrió que se habían apagado las luces de seguridad. Avisó al Patrón y a los otros chicos. Ningún enchufe, aparato eléctrico ni caldera funcionaba.

—Hay que avisar ya a esos payasos hijos de puta —exigió furioso Santos—. Si se han cogido vacaciones o lo que coño que ahora mismo estén haciendo esos putos carceleros, no pueden dejarnos sin luz ni agua caliente. Buscadme los móviles que se custodian en las garitas para que por lo menos venga una de sus marionetas a enchufar la electricidad. Joder, perdóname Señor, esos cabrones me hacen hablar mal.

Tarzán y un grupo de sus muchachos irrumpió en las salas de seguridad, pero poco quedaba de utilidad allí. No había armas de fuego, ni porras, ni ordenadores, ni ropa y la mayoría de aparatos eléctricos habían desaparecido o estaban averiados. Apenas encontraron un botiquín y muchos papeles desordenados. Uno de los chicos, «Palito», localizó en el despacho de un celador los móviles de tarjeta que se custodiaban para las llamadas que se autorizaban a los presos. Estaban encendidos, pero comprobaron que en todos escaseaba la batería y el saldo de cada uno estaba agotado; los celadores habían aprovechado los teléfonos para llamadas personales o a números de líneas eróticas. Ya no valían para nada. También localizaron varios cartones de tabaco de los que los familiares enviaban por correo a los presos. Eso les enfureció más.

—Putas marionetas, funcionarios chorizos del demonio. ¡En cuanto vuelvan les voy a saltar los dientes a todos ellos! —exclamó nervioso Chucho.

Volvieron a la celda del Patrón con varias bolsas de móviles inútiles en las manos. Santos se quedó mirando hacia la ventana meditando. Ya había estado pensando en planes y contingencias; era un viejo lobo muy sabio.

—La prisión se va a convertir en una caldera, chicos. No sabemos cuándo van a venir a poner orden aquí, así es que debemos ser nosotros los que nos adelantemos a la jugada. Hay que recuperar el control, demostrar a los demás quién manda. Quiero recuperar mi material, quiero que sepan que el poder lo tenemos nosotros. Javi, coge esta llave y ve a las taquillas de las duchas de los payasos.

Tarzán miró el número del llavero y subió a las instalaciones mientras los otros chicos fueron haciendo correr la voz de que se iba a producir una reunión en el patio. En la taquilla, un guarda cómplice ocultaba la droga que se distribuía por orden del Patrón; todavía quedaban bastantes bolsas de hachís y de pastillas. Volvió al patio donde el Patrón se dirigía al resto de presidiarios. Les pedía calma y argumentaba que su veteranía era la mejor garantía para reclamar el liderazgo y organizar la supervivencia en la prisión. Afirmó que a nadie le faltaría de nada si todos le respetaban y acataban sus órdenes. Sólo oyó algún silbido e insulto de los más jóvenes. Sin embargo, se ganó a los indecisos agitando el odio a los funcionarios, mostrando el tabaco y los móviles que les habían robado durante tanto tiempo. El alboroto se interrumpió por la estridente música de rumba gitana del tono de un móvil que sostenía un hombre que se reía a carcajadas. Era «el Concejal».

—Queridos compañeros, a veces ser político tiene cosas buenas, ya veis. Los guardias me dejaban tener móvil las veinticuatro horas por lo que conservo intacto el mío, aunque debo cuidar de la batería. Pero no os preocupéis, iré llamando a mis contactos de fuera y por la tele se enterará todo el mundo de la putada que nos han hecho. Tendrán que cerrar este chiringuito y mandarnos a la península. Como comprenderéis, ahora gozo de «inmunidad», así es que ni tocarme un pelo si no queréis que lo apague para siempre, ¿entendido?

El Concejal. Vaya bicho. Genio y figura aunque la sepultura la ha evitado más de una vez. Un concejal de Urbanismo de la costa mediterránea que estafó a contribuyentes, afiliados de su partido, jueces, promotores y hasta a mafias del Este y del Oeste. Hasta que un día descubrió que su mujer, su hijo mayor, su abogado y su gestor le habían desposeído del  patrimonio que él mismo había vaciado de los impuestos de su propio municipio. Hasta arriba de coca y pastillas, agarró una escopeta de caza y se cepilló a todos en el despacho de un notario. En la televisión, algún listillo dudaba en calificarlo como héroe o como villano. Al final todo el mundo llegó a la conclusión de que era un cabrón más que se había vuelto loco. Javi Tarzán lo vio alejarse sonriendo, con el móvil en la oreja acompañado de unos nuevos guardaespaldas.

El Patrón reunió a sus chicos para organizar la cocina. Convenció a sus leales de que todas las precauciones eran necesarias: si el abandono se alargaba, la situación de la cárcel no se presentaba nada optimista. La caldera no funcionaba sin luz, las planchas de la cocina eran eléctricas y el aire acondicionado no circulaba. Y además, era un maldito agosto soleado de cojones. En la cocina asaron en un fuego improvisado toda la carne congelada que no se había derrochado el día anterior y empezaron a salar el pescado. Ordenaron todas las conservas de comida enlatada y organizaron a la gente para que arrancara madera para que sirviera de lumbre para cocinar. Se planificaron las guardias de vigilancia y el traslado de colchones al patio para los que quisieran dormir al fresco. Poco a poco, con alguna queja y algún encontronazo, las tareas se fueron distribuyendo con éxito. Estarían listos para esperar a los payasos de la Administración y sorprenderles con un motín que pasaría a la Historia. Los chicos del grupo del Patrón cenaron relajados y con un buen ambiente de camaradería. Solamente el viejo seguía poniendo nervioso a Javi.

—La próxima noche quiero cenar carne de rata, chaval.

Tarzán eligió iniciar la guardia y recorrió las galerías con una linterna. Volvió a pararse en la celda 79 y la alumbró. Seguía sin haber nadie. Entró para curiosear. Lo más extraño era que no había nada. Ni ropa, ni enseres personales, ni siquiera una sola marca en las paredes, un vacío absoluto y opresivo. Pensó en el Artista, en los crímenes que se rumoreaba que había cometido, en las caras que había desfigurado en todas sus víctimas para dibujar en sus rostros. En todas las prisiones siempre había asesinado a su compañero de celda. Hasta que acabó allí, en el Estrecho, aislado del resto de hombres. Tarzán había preguntado por él y nadie lo había visto.

***

Una semana y pico después, Javi Tarzán se encontraba después de comer echando una partida de mus con sus compañeros. La cárcel, en general, se estaba adaptando bien a la situación. Pocas broncas y abusos, cualquier conflicto era sofocado con autoridad por la gente del Patrón. Incluso el viejo se estaba olvidando del tema del traidor.

—¿Echáis de menos a algún payaso? —preguntó Palito—. Yo me meaba con Barbie y Ken. Venga, decidme vosotros si no habéis conocido a guardias más maricas que ésos.

—Joder, creo que esos dos se hacían mutuamente pajas después de cachearnos —recordó Javi Tarzán—. Hijos de puta, iban juntos a todas partes, era un peligro inminente si se te arrimaban por la espalda.

—Y nos estarán echando de menos, no te jode —interrumpió Chucho—. Yo sí que echo de menos salir de una puta vez de aquí. ¿Vosotros qué echáis de menos de fuera?

—La comida, joder —contestó enseguida Palito.

—Diréis que soy gilipollas, pero a mis padres y hermanos —respondió «Candi».

—Dar un palo y gastármelo un fin de semana en farra y putas —afirmó Chucho.

—Eso, follar y echar unos polvos guarros —añadió Palito.

—Pues yo, más que eso, echo de menos que una tía me pegue una hostia.

Los colegas miraron a Tarzán extrañados. Chucho no entendía.

—Que cosa más rara, joder, ¿que te peguen?

—No que te hostien exactamente. Ya sabéis, lo típico, cuando te acercas a una chica, la coges de la cintura y le dices un piropo guarro y te suelta un guantazo. Tú vas borracho, te sonríes, insistes, te manda otra vez a paseo. Cuando la intentas meter mano y ella te da un empujón. Cuando vas a tus colegas y se lo cuentas y te partes la polla. Todo eso, el tontear, el reírte porque sí. Es una bobada, lo sé, pero son esos momentos en los que merece la pena vivir y te olvidas de las miserias.

Los chicos del resto del grupo se quedaron pensando y se miraron entre ellos con una sonrisa. Sólo Tarzán interrumpió el repentino silencio.

—Bueno, una vez dicho esto, me voy a cagar y a echarme la siesta.

Se acercó  silbando a los baños. Vigilando la entrada había varios jóvenes del grupo de sudamericanos. Cuando iba a lavarse las manos, sintió que cerraban la puerta con llave. Cinco muchachos lo rodearon y él se giró y se los apartó de encima. Inesperadamente, otro se puso a su espalda y le puso la punta de una navaja sobre la sien.

—Quieto, matón, ve con cuidado o se te va abrir una grieta en el tejado.

Tarzán levantó los brazos y clavó la mirada en su agresor. Era un mulato de ojos verdes, delgado y fibroso, con una vistosa cresta de pelo largo en la mitad de su cabeza. Su gesto era orgulloso y arrogante, sin pudor en exhibir su cuerpo y sus tatuajes.

—Soy Edgar, grandullón, y estos baños son ahora míos. El que quiera usarlos a partir de ahora tiene que pagar un precio.

—Eso es una gilipollez, los baños son de todos.

—¡Chsst, chsst!, ni tú ni esa banda tuya nos vais a imponer vuestras reglas. Te voy a decir una cosa: nos importa un carajo lo que diga tu patroncito. Si nosotros queremos algo, lo cogemos.

Edgar hizo un gesto a sus secuaces para que abandonaran los baños. Se quedó a solas con Tarzán mientras le pasaba la hoja por el cuello.

—Mira hermano, ya que estamos a solas, te voy a explicar algo: siempre he sido un líder, tuviera cinco, doce o dieciséis años. Ahora tengo veinte y he matado o mandado matar a más de nueve personas. Lo que quiero lo tomo y mi gente me respeta porque saben que conmigo están con un triunfador. Aunque sea hijo de emigrantes y no haya pisado nunca América, porque he nacido y vivido toda mi vida en Getafe, todas las putas bandas latinas comen de mi mano. Esta cárcel ya está cambiando de manos.

—Oye, gilipollas, no respondo de lo que te pueda pasar en cuanto saque a pasear mis puños.

—Tranquilo, nene, si nos llevamos bien Edgar puede tratarte con dulzura. Mira, sólo hay dos cosas con las que no puedo vivir: las anfetas y follarme toda piba que se me cruce. Las rulas me las va a regalar tu patrón y respecto a lo otro… no creas que porque esté en la cárcel no me he privado de mi vicio favorito. El que no me ofrezca algo ya sabe cómo me voy a cobrar el peaje.

—Tócame un pelo, capullo, y te arranco la cresta y la cabeza de un tirón.

—No te excites tan pronto, Tarzanito. Para que veas que tenemos más en común de lo que piensas, te voy a contar un secreto. Tú y yo tenemos un amigo en común: el señor fiscal. Yo también me entrevisté con él para sondear una reducción de condena y, mira qué casualidad, en un descuido, ¡pum!, me encontré un expediente tuyo en su mesa. ¡Qué gracia!, ¿eh? El buen guardián apuñalando por la espalda a su amo. Qué travieso el Tarzán, ¿qué le pasaría si Edgar cantara? No seas tonto, únete a los míos y pon esos músculos a mi completa disposición.

Tarzán sólo pensaba en estrellarle la cabeza contra la taza si no tuviera la hoja de la navaja en el gaznate. Esa mano la estaba ganando el mulato.

—Estos músculos sólo los sentirás mientras te meto el palo de una escoba por el culo.

—Qué grosero me has salido, guapo. Tú te lo pierdes, el que prueba mi cuerpazo acaba repitiendo. Anímate, ya sabes lo que dicen: el roce hace el cariño.

Javi Tarzán abandonó los baños nervioso, con furia contenida, abrasado por dentro por las risas y las miradas de Edgar y sus chicos. Sentía el estómago completamente descompuesto. Empezó a dar vueltas por las galerías y por el patio, desorientado, sin saber dónde ir. No se le daba bien pensar, todas esas situaciones siempre las había resuelto a hostia limpia. Cerca estaba la celda del Concejal, así aprovecharía para averiguar los avances en las llamadas.

—Mira hijo, la cosa sigue en stand-by, como decíamos cuando los vecinos nos venían a preguntar por alguna obra o alguna subvención, ¡ja, ja, ja! He hablado con familiares, periodistas, amigos, emergencias… Dicen que están pidiendo autorizaciones para entrar en el islote, que es un lío político o alguna mierda burocrática. Como tarden más, este marrón les va a explotar en las manos.

Como a todo el mundo, a Tarzán le parecía que le estaba dando largas y estaba hasta los cojones de su música de rumbita. Pero poco más se podía hacer, él tenía el único teléfono útil de la cárcel. Regresó con sus chicos y se topó con alboroto en la cocina. Se encontró a su colega Palito vomitando y a un grupo rodeando la gran cacerola. Le dejaron asomarse y su primo, con un cucharón, levantó de la sopa una cabeza seccionada.

—Qué putada, Palito se ha dado un susto acojonante. ¿Qué cabrón ha podido hacer algo así?

—Los más veteranos lo sabemos, hijo —indicó Candi—. Ha sido el sonado ese del Artista.

—Os vengo preguntando por él todos los putos días. ¿Es que nadie le ha visto desde que se piraron los payasos?—preguntó Javi Tarzán en voz alta.

Nadie respondió. La cara del muerto aparecía segmentada con cuadrados perfectos; además, el asesino había aplicado sus pinceladas con precisión, levantando zonas con piel sajada para que el rostro tuviera el aspecto de un maldito tablero de ajedrez o damas. Del resto del cuerpo no se sabía nada. Empezaron a estudiar si hacer alguna batida pero pocos se ofrecieron voluntarios. Mientras discutían, Javi acompañó a los que iban a tirar la cabeza al mar desde el embarcadero. Allí observó cómo tres marroquíes preparaban una balsa de emergencia para echarse a la mar y alcanzar las costas de su país; les deseó suerte, pero pensó que la esperanza tendría que luchar mucho contra la marea que se estaba levantando. Volvió al comedor, a compartir la cena con el grupo. Las caras eran serias. La gente rumoreaba que había otro compañero desaparecido. Tarzán volvía a tener náuseas, comió poco y se fue temprano a la cama de su celda. El colchón se le convirtió en un maldito tiovivo y las tripas se le enredaban sin remedio. A mitad de la noche se levantó como un resorte. Se dirigió como una exhalación a la celda de Santos y le tocó nerviosamente en el hombro para despertarle.

—Perdone que le moleste, Patrón, pero es que ya tengo a la rata. Es un tal Edgar.

***

Cuando había pasado mes y medio desde el abandono, las instalaciones del Estrecho se habían transformado en un auténtico campo de batalla. Las luchas entre grupos se libraban celda por celda. La banda de Edgar, la gente del Patrón y los saqueadores esporádicos se disputaban las zonas, las provisiones y un poder que a esas alturas ya era pírrico. Las únicas estrategias que se podían planear eran para sobrevivir a las emboscadas. Nadie hacía nada por los muertos y a veces casi ni por los heridos. Quien parecía estar por encima de todos ellos, únicamente entretenido en disfrutar de su tablero de juego macabro, era el Artista. No había día que no apareciera un preso muerto y mutilado, creando toda una galería con decenas de tétricos perfiles y retratos. Si de alguna forma se pudiera definir un sentimiento que congregase la desesperación, la impotencia y el asco eran esos días y ese lugar. Las facciones ya estaban definidas y ningún grupo hacía hueco para proteger a otros. El Patrón ya sólo confiaba en los fieles de siempre. Y si te querías unir a Edgar sólo sería para satisfacer sus depravados apetitos. Las antorchas marcaban los límites de control del territorio. Echarse algo comestible al estómago durante el día podía ser todo un milagro; descansar durante la noche, soportando los ruidos, el calor húmedo y las imágenes que no se borran de la conciencia, una utopía. Muchos ya se habían lanzado al agua directamente a nado, para que les llevase la marea y encontrarse por azar con algún barco de rescate.

La gente del Patrón tenía su «cuartel general» en las instalaciones de la capilla. Javi Tarzán no quería pensar en los muertos, los fugados, los payasos o los maricas de Edgar. Sólo le daba vueltas en su cabeza a la suerte, la suerte y la suerte. La buena, la mala y la cabrona. Tiró con furia las cartas con las que estaba jugando a la enésima partida de tute y salió pitando en dirección a los calabozos donde escuchó que habían visto al Concejal. Hacía dos días que no había partido la crisma a nadie y esa tarde le iba a tocar al hijoputa del teléfono. Llegó a la celda, apartó de un empujón a sus dos guardaespaldas, agarró al antiguo político y lo zarandeó contra la celda de enfrente.

—Mira, concejal de los cojones, te voy a dar exactamente dos segundos para que cojas ese puto teléfono y llames a uno de esos amigos tuyos para que nos saque de una jodida vez de aquí. Me importan un cojón tus excusas, hoy vas a salir de aquí con la cabeza abierta si no hablamos con alguien.

El Concejal contempló a Tarzán desde el suelo, con la boca ensangrentada. Bajó la mirada con gesto apesadumbrado, jugueteando con el móvil.

—El primer día que exhibí este teléfono me volví a sentir yo mismo. Útil, con poder, con la gente dependiendo de mí. Me lo creí hasta yo mismo: ya sabes, si eres político, la mentira y la realidad se confunden en una fantasía distorsionada. Al segundo día ya tenía claro que lo único que me iba a proporcionar este cacharro eran unos días más de conservar la cabeza. ¿Llamar a amigos, familiares o gente poderosa? ¿Crees que después de lo que hice algún amigo o familiar me va a responder al teléfono? No tengo a nadie ahí fuera que me quiera echar una mano, ya no tengo contactos que se quieran acordar de mi nombre. He llamado a emergencias, a policías, a bomberos, a hospitales. Las únicas respuestas que he tenido han sido un contestador automático, un «ya le llamaremos», un «no se preocupe» o un «le paso con otro departamento». Todos los medios de comunicación me han tomado por loco. Pensarás que esta situación no es normal, pero yo creo que tiene toda la lógica del mundo. Toda la gente que conozco me ha abandonado, sí, pero ¿qué crees que ocurre con el resto de nosotros? Estamos aquí, en medio del mar, como putos náufragos, enlatados como carne en conserva ya caducada. Pero, ¿sabes por qué? Porque a nadie le importamos. Somos un estorbo, los deshechos que no hay manera de reciclar, los excrementos que siguen dejando mal olor aunque se tire de la cadena. No le interesamos a nadie. Estoy seguro de que no van a aparecer, Javi, estoy convencido, pero a estas alturas las razones ya no suponen una diferencia. Aquí permanecemos y no pintamos nada. Ábreme la cabeza si te apetece, poca resistencia puedo ofrecer.

Tarzán levantó el puño pero golpeó con rabia la pared y se marchó de los calabozos. Se cruzó con los dos guardaespaldas que aprovecharon para entrar en la celda del Concejal. A lo lejos todavía se oían los puñetazos y patadas que le empezaron a propinar.

Se dirigió de nuevo hacia la capilla. Le dio por pensar en la cárcel del Estrecho. De todas en las que había estado encerrado era la más limpia, moderna y segura. Los presos no eran angelitos y los carceleros controlaban hasta las meadas, pero con algo de habilidad se podía incluso trapichear sin obstáculos. Pero en ese momento, contemplaba las instalaciones quemadas y destruidas, el olor de la podredumbre de los cadáveres y la oscuridad interminable y pensaba que el infierno de la Biblia era un simple parque de atracciones. En la capilla, Chucho estaba contando algo, nervioso como siempre.

—Os lo juro, hemos hecho un butrón como en los viejos tiempos y les hemos jodido una tubería en sus baños. A ese maricón de Edgar le vamos a sacar nadando de aquí.

—Chucho, macho —interrumpió Tarzán—, ¿por un casual no sería una tubería grande?

—La más tocha que he encontrado.

—¿Sabes que has podido joder una conducción general? ¿Y sabes que para toda la cárcel sólo tenemos el agua de un depósito?

—Tarzán, no sabía…

Todos se apartaron cuando Javi salió como una estampida. Atravesó el patio, salió al embarcadero y durante varios minutos gritó de impotencia contra las olas.

***

La mañana en que se cumplieron dos meses exactos desde el incidente, Tarzán atravesaba las galerías corriendo como un bisonte herido. Avanzaba a duras penas con los nudillos destrozados, los brazos manchados de sangre y un muslo herido. Empezó a hacer memoria de las últimas horas. Le habían capturado la noche anterior y Edgar tenía por fin su peluche con el que jugar. Lo ató y lo manoseó, pero Tarzán se juró que sólo muerto le iban a hacer algo más. Cuando sus captores se fueron a dormir y lo dejaron tranquilo y abandonado, se dedicó a forzar las ataduras. Estaba débil y famélico pero sabía que era su última oportunidad. Sólo necesitaba unos segundos con las manos libres y sabía que la vida se abriría paso a puñetazos. Durante la noche, algún guardia se pasaba a pegarle patadas. El nudo se aflojaba poco a poco pero el amanecer llegaba con más prisa. La gente se despertaba y Edgar no tardó en aparecer. Fue ver su cara y sus morros y la cresta teñida y sentir la adrenalina recorriendo sus nervios. No le dio tiempo a deshacer el nudo, pero sí de arrancarse las cuerdas con un violento forcejo. Enseñó los dientes y se golpeó el pecho. El primer puñetazo fue para aplastar el abdomen de Edgar y dejarlo desmayado en el suelo. Su grupo ya sólo lo formaban cinco secuaces. Lo rodearon pero le dio tiempo a arrancar una tubería. La blandió como en los viejos tiempos, cuando usaba un bate de béisbol para dispersar peleas; pero esta vez no podía dejar heridos. Atacaba las piernas para derribar a cada oponente y luego descargaba la tubería sobre las cabezas para aplastarlas. Ninguno le pudo plantar cara. A Edgar lo dejó para el final. Con él usaría los puños desnudos. Lo levantó del suelo, lo agarró de la cresta y estrelló su nariz contra el grifo del lavabo. Lo tumbó boca arriba, se arrodilló en su caja torácica y descargó los puños lentamente y con fuerza contra la cara hasta que el cráneo se resquebrajó como un jarrón chino.

Pero todo eso había pasado hacía unos minutos. En ese momento estaba corriendo, prácticamente cojeando en dirección a la capilla donde al Patrón ya apenas le quedaba nadie para protegerlo. Su primo yacía muerto cerca de la puerta; en su cabeza ensangrentada se adivinaba el dibujo de una espiral marcada a cuchillo que se iniciaba desde la punta de la nariz y le cubría todo el rostro. El Artista había hecho otra caricatura. El viejo no aparecía por ninguna parte. Se oían gritos en la zona de calderas, donde se hacía irrespirable la humedad condensada y un nauseabundo olor a descomposición. Siguiendo unos ruidos de forcejeos se encontró al Patrón apresado por la espalda por un hombre desnudo que le amenazaba la garganta con un cuchillo. El Artista, un hombre alto, huesudo, de piel pálida, cabeza afeitada y espantosos tatuajes, centró su atención en el recién llegado.

—Bienvenido, has llegado a tiempo, ¿queréis que os haga un retrato de pareja? —comentó con su voz aguda mientras jugueteaba con el cuchillo.

—Suéltale y no te haré mucho daño.

—Creo que no lo entiendes. Tienes poco que ganar y mucho que perder. Sin embargo, yo no le doy valor a ninguna vida. Simplemente sois moldes para mí. Hago lo que hago porque me gusta, porque así es como me expreso. No es culpa mía que los carceleros nunca hayan tenido el coraje de darme muerte. Si la sociedad es débil, no es culpa mía: yo voy a hacer esto hasta que me muera. Con el incidente de esta cárcel me he sentido mejor que nunca; me habéis dado diversión y lienzos para hacer mi obra maestra. Ven, acércate, pasarás a la posteridad con una bonita cara nueva.

—Estoy siendo paciente, sonado hijo de la gran puta.

—Qué poco gusto por el arte. ¿Ves? soy un incomprendido, un artista maldito. Nadie ha hecho nunca el mínimo esfuerzo por entenderme.

—A ti lo que te pasa es que nadie te ha dado una buena hostia.

Mientras Tarzán se acercaba con los ojos rebosantes de furia, el Artista se asustó lo suficiente para cortar la mejilla del Patrón y salir corriendo. Tarzán se detuvo, pero el viejo Santos le empujó y señaló hacia su agresor. Empezaba el juego del gato y el ratón. Cuando el psicópata quiso sorprender por la espalda a Tarzán con el cuchillo, éste le agarró el brazo y se lo partió contra la rodilla. Cogió la mano con la que agarraba el cuchillo y empezó a rajar su cara. El Artista chillaba como un felino herido. Con el tipo en el suelo, Javi introdujo su talón en la boca del psicópata y presionó hasta la garganta hasta que se ahogó y su cuerpo dejó de estremecerse. Observó el rostro desfigurado y pensó si ese autorretrato hubiera sido del agrado del muerto.

El joven se acercó al Patrón a comprobar cómo le había dejado la herida. Era fea pero sólo le había afectado la mejilla. Se puso en cuclillas frente al viejo.

—Espero que de ésta pueda perdonarme, Patrón. No puedo seguir negando…

—Calla, hijo, no tienes que confesarme nada. Soy un viejo lobo de mar, es difícil engañarme, cuando me dijiste que ese Edgar era el traidor ya me olía mal: yo nunca le hubiera vendido mercancía a un marica. Me dolió en su momento, pero qué querías que hiciera, os necesitaba a todos a mi lado. No te puedo asegurar qué hubiera hecho en cuanto la cosa se hubiera normalizado, pero sí tengo algo claro: eres una rata, pero nunca has dudado en dar la vida por mí.

—Le voy a seguir protegiendo hasta el final Patrón, se lo juro.

—No jures, joder, que es pecado. Lo que sí te prometo es que, aunque traicione mis principios, como llegue la maldita bofia a rescatarnos, le daré un beso en los morros al primer poli que vea.

***

Dos días después de este último incidente, una flota compuesta por tres helicópteros y un barco tomó tierra en la cárcel del Estrecho. Los vehículos lucían unos emblemas corporativos de inspiración militar pertenecientes a una compañía privada de seguridad. Guardias uniformados y armados como soldados de élite se empezaron a desplegar por los recintos de la prisión. Desde el barco, un guardia vigilaba la retaguardia apuntando con un fusil con mira telescópica. De repente, desde el tejado se empezaron a divisar dos figuras que hacían señales con una sábana blanca y gritaban pidiendo auxilio. El Patrón y Javi Tarzán, demacrados y apoyándose el uno en el otro, agitaban los brazos para hacerse ver. Los guardias se detuvieron y desde el barco se gritaron unas órdenes. El francotirador apuntó con tranquilidad hacia el tejado y abatió de un certero disparo en la cabeza a Santos Novoa. Tarzán se quedó de pie, sorprendido y desorientado: lo último que sintió fue un fuerte estallido en el pecho.

Otro grupo de guardias empezó a armar varios lanzallamas y relevaron a los que habían explorado la prisión por dentro. Mientras barrían con fuego todo el interior, a cierta distancia los observaba un hombre vestido con un traje de Armani gris que no se despegaba de un móvil de última generación; parecía fuera de lugar en ese escenario de humo y destrucción. Unos momentos después aterrizaba otro helicóptero que lucía el emblema de una multinacional española. Otro hombre elegante, más mayor, vestido con un Armani color azul marino, bajó de la nave rodeado de una corte de guardaespaldas.

—Buenos días, señor presidente —le dio la bienvenida el hombre del Armani gris.

—Buenos días, señor director general —respondió el del Armani azul—, espero que la crisis se haya resuelto satisfactoriamente.

—No lo dude, señor. Hemos limpiado todo rastro y registro sobre lo que ocurriera aquí. Apenas hemos encontrado a dos personas vivas y nos hemos encargado de ellas sin resistencia. Como habíamos previsto, la mayoría de presos ya se habían matado entre ellos. No existen ya testigos incómodos de lo sucedido.

—Bien, bien, aunque creo que hemos sido un poco drásticos. Hubiera sido interesante conocer la historia de esos dos sujetos.

—Es cierto, señor presidente. Los muertos no nos podrán decir nada, pero tampoco podrán interponer reclamaciones, ni pedir indemnizaciones.

—Tiene usted razón, pero de ésta nos hemos librado por los pelos. Son inexplicables los errores que se han cometido.

—A decir verdad, señor presidente, nuestros informes indican que los fallos son compartidos. Cuando el Ministerio privatizó las competencias penitenciarias, la situación era francamente caótica. Los funcionarios estaban de huelga permanente, los archivos eran incompletos y no había tiempo de revisar nada. Simplemente, alguien de nuestra compañía se despistó o se le olvidó que existía esta cárcel para administrar.

—Vaya con el despiste. Nuestra compañía no puede dar una imagen…

—Perdone que le interrumpa pero, según mi punto de vista, la casualidad quizá nos ha quitado un peso de encima. Ésta era la cárcel con los convictos más peligrosos y conflictivos de España. Ningún director los quería en sus prisiones y apenas ningún familiar se ha preocupado por ellos. Eran unos indeseables, un desperdicio que no hubiera sido rentable administrar. La versión que hemos desarrollado en los medios de que la cárcel había sido tomada por un violento motín que acabó en llamas ha sido totalmente convincente para la opinión pública.

—Visto así… Esto de administrar competencias públicas es toda una aventura. Con lo fácil que era hace unos pocos años vender pisos.

—Y que lo diga, señor presidente. Incluso ganábamos mucho más cuando vendíamos las casas que nunca íbamos a construir. Si lo desea colocamos ahí arriba en el tejado un cartel de «SE VENDE». En serio, señor presidente, vivimos tiempos más difíciles, pero para eso estamos nosotros, para torear los temporales. No se preocupe por las cárceles, señor. Está demostrado que, a lo largo de la Historia, toda prisión es abolida o demolida. Nuestra labor será rentabilizarlas lo máximo posible y liquidarlas. Lo único que ha pasado con esta cárcel es que le ha llegado su hora demasiado pronto.

—Interesantes reflexiones. Bien, en una hora voy a informar en rueda de prensa sobre el final de esta historia. Casi me ahogo con este humo. ¿Qué aspecto tengo?

El hombre del Armani gris se acercó y le apretó la corbata de seda.

—Está usted perfecto, señor presidente.

***

El capitán de los guardias empezó a hacer recuento de sus hombres nada más subir al helicóptero.

—Uno, dos, tres, cuatro… Oye, tú, ¿eres idiota? ¿Qué coño haces usando un móvil encendido con el helicóptero en marcha?

El grupo de soldados empezó a reír y silbar cuando oyeron la cachonda melodía de rumba gitana. El falso guardia, oculto tras su casco, pulsó la pantalla y desconectó la cámara y la energía de su teléfono. No dijo nada, pero no se le borró la sonrisa en todo el trayecto y por dentro reía a carcajadas.

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Comentarios

  1. Sr. Jurado dice:

    Enhorabuena, chaval, perder contra un oponente tan digno hace más llevadero ser finalista 😛

  2. laquintaelementa dice:

    Muy bueno, Levast. No falta nadie nadie en esta cárcel: Oubiña, Cachuli, Ñetas… jajajajajajajajaja. Me encanta el personaje psicópata del «Artista» y el soniquete rumbero del móvil. El final es genial. 🙂

  3. Duncan Campbell Spirit dice:

    Me gustaría decir en mi comentario dos cosas: que el relato está muy bien ambientado y que incurre en un par de contradicciones. Dicho lo cual, mis más sinceras felicitaciones.

  4. SonderK dice:

    Un relato muy bien construido, gracioso e intenso por momentos, personajes a la altura, un thriller carcelario muy interesante, dignisimo ganador. De los mejores que has escrito!

  5. Loki dice:

    Grandísimo relato, una trama a tres bandas muy bien llevada, con personajes curiosísimos e interesantes.
    El Artista es una creación genial. Siempre es un placer leer algo salido de esa psiquis tan oscura y enfermiza.
    Felicidades.

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