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Aquella mancha refulgente en el cielo

por

Para Irene,
por todo

Sintió la lengua de un escalofrío recorrerle la espalda, una frigidez que no justificaba la temperatura de esa noche de finales de julio. Hacía apenas dos semanas que había cumplido ochenta y cuatro años, y supo que aquel era un frío del cuerpo, un temblor de los huesos que nada tenía que ver con el tiempo. Conteniendo un resoplido, pues no quería conceder una victoria moral a su debilidad, sacó las sillas de campaña del maletero del coche. Se sintió torpe al desplegarlas a pocos metros de donde habían aparcado, y se preguntó cómo podía, mucho más joven, hacerlo en un solo movimiento preciso. Una vez las hubo colocado, bajo la luz de las estrellas las machas hepáticas del dorso de sus manos, testigos de su deterioro, lo desagradaron. Igual que a la imagen que le devolvía el espejo —las briznas de pelo quebradizo, los párpados caídos, la miríada de arrugas, las encías sangrantes matutinas, la jaula de carne colgante en la que se había convertido su cuerpo— rechazó prestar atención, meditar sobre lo que aquello significaba.

Con un movimiento entrecortado y tembloroso, se sentó en su silla. Ella tardó un poco más. Aquel gesto tan sencillo era un proceso de giro, comprobación, descendimiento, comprobación, rendimiento y caída. La silla emitió un ligero gemido al retener su descenso, y luego todo quedó en silencio.

Y allí estaban, callados, alzando la mirada a la noche estrellada, a la espera del paso del cometa Halley.

—Hace fresquito, ¿eh?

En respuesta emitió un sonido inarticulado a la vez que asintió.

La espera lo molestaba, como casi todo lo molestaba en los últimos años, cuando no se sentía simplemente atrapado por una vaga anestesia prolongada.

Pensó en el Halley. Primero simplemente deseó que llegase y pasase, para pudieran volver a casa. Luego se dio cuenta de que era uno de los pocos cometas que pueden pasar dos veces en una vida humana. La última vez fue en el 1986, pero él no prestó excesiva atención; centrado en su pequeño mundo infantil remachado de humillaciones, aquella bola incandescente no fue más que una imagen pasajera en un telediario. En ese momento le gustaría ser partícipe de la excepcionalidad de aquel hecho fortuito, pero con ese cinismo que ha ido brotando con el tiempo no puede pensar sino que no es más que una piedra ciega dando vueltas.

Pero su mente vagó, y pensó en Mark Twain, que vino en 1835 con el Halley y se fue con él en 1910. Por supuesto, aquello no era más que una curiosidad estadística. Y sin embargo, en aquella anécdota, vio una analogía con su imagen del universo: un sistema de hechos aleatorios ignorantes del daño que causan a su paso. La imagen de un cuerpo celeste arrancando las vidas de unas criaturas tan frágiles como ellos sin conciencia alguna era tan plausible como cualquier otra combinación de variables. Incómodo, se removió en la silla, intentando, sin mucho éxito, reconfigurar su anatomía en la postura en la que sus riñones no se resintieran.

Casi con temor miró de nuevo ese cielo. Mentalmente trazó las líneas que unían los puntos luminosos. Y con cierta perplejidad reconoció las formas que año tras año ella había señalado allá arriba y a las que creía no haber prestado demasiada atención. Ahí estaban la Osa Mayor y la Menor, Casiopea, el Cisne, las tres estrellas alineadas que eran la espada de Perseo. Y comprendió que había sido ella la que le había hecho ver que sobre ellos no sólo se extendían las constelaciones de reacciones nucleares, sino un tapiz en el que millones de seres humanos extintos habían proyectado sus esperanzas y miedos, sus sueños y terrores. Inesperadamente, le pareció ver el firmamento por primera vez, y se le escapó un suspiro abrupto, a medio camino entre la sorpresa y la confusión.

—¿Qué?

Negó un poco con la cabeza y levantó una mano, indicando que no era nada. Pero se preguntó cuántas marcas indelebles como aquella había dejado ella en su intimidad.

Igual que al cielo, miró a su mujer y le pareció verla por primera vez en mucho tiempo. Vio reflejada en ella su propia fragilidad, la erosión de noventa años de la que más de la mitad ha sido testigo diariamente. Y quiso estar en la cama, tener la espalda de ella apoyada en su pecho y rodearla, oler de nuevo su pelo y retenerla.

—¡Mira, mira!

Con un brazo y una mano que parecían ramitas, ella señaló a las alturas.

Y allí estaba, el punto fulgurante, la cola de vapor luminoso trazando su pasado inmediato.

Ella sonrió. Y entonces, inesperadamente, fue como si su pasado juntos se resumiera en un instante. Lo asaltó una sensación de vértigo ante la línea de tiempo que los vinculaba al momento en que se conocieron, los casi veinte mil días en los que aquella mujer, con una generosidad abrumadora, había tolerado sus incontables torpezas, aceptado sus obstinados silencios.

Y comprendió que amaba intensamente a aquella pequeña mujer consumida.

Quiso expresar todo aquello, pero no supo cómo. Con un movimiento vacilante, simplemente descansó su mano sobre la de ella. Unos dedos temblorosos se entrelazaron con los suyos.

Arriba, aquella masa de polvo y hielo se desplegaba en toda su magnificencia, como un mensajero venido de la nube de Oort para recordarles el misterio que cuanto los rodeaba y que la mera costumbre les hacía olvidar a cada momento. Y sonrió a su vez, y volvió a girar la cabeza hacia su mujer.

Y la negrura lo engulló.

La mirada fija. El pecho detenido. Y la mano que aferraba tan inmóvil que lo aterró.

Y ese segundo se prolongó como el pasillo de una pesadilla, porque no respiraba.

La noche se volvió un abismo insondable, el espacio entre aquellos puntos luminosos la presencia de la nada destinada a devorar todo cuanto existe. Y su vida y todas las vidas no eran más que errores de cálculo, curiosas desviaciones de la sustancia inerte que era en una magnitud inconcebible la esencia de lo que los rodeaba, un universo cadavérico, ciego e insensible, ajeno a toda noción de sufrimiento y pérdida.

Aquel espacio sideral se convirtió en el devorador de mundos, la fuerza necia e inevitable que acabaría desintegrando toda la materia, volviéndola una masa indiferenciada carente de recuerdos, de historia, aniquilando toda la belleza que una vez hubo albergado en su seno.

Los labios le temblaron. No te la lleves, quiso decir, a modo de plegaria, a modo de grito desesperado. Pero las palabras no alcanzaron su garganta.

Y se sintió caer, ahogado, junto al abismo de la pérdida, inmóvil como un necio aferrado al estúpido pensamiento de que si no se movía, si lograba que nada cambiara, podría deshacer lo inevitable.

Murió entonces en su mente una y otra vez, mientras los segundos pasaban.

Y entonces el pecho de ella descendió, en un suave suspiro.

Aquel leve movimiento. La renovación de la vida. La cálida sobrecogedora amable forma en la que el mundo, por unos instantes, le hacía la pequeña promesa de un día más.

—¿No es hermoso?

Sin apartar la vista de ella, reteniendo las lágrimas y olvidado de aquella mancha refulgente en el cielo, contestó:

—Sí, lo es.

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