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Alea jacta est

por

A Cayo Julio César Imperator

«Alea jacta est». Él dijo una vez esta frase al cruzar el Rubicón con sus Legiones. Él sabía perfectamente lo que suponía dar un paso así. No le creáis tan ignorante como para no calibrar, sopesar y anticipar las consecuencias que acarrea cada decisión, y sobre todo una tan importante. La que tiene que tomar hoy es casi igual o más. No, miento, es más importante. Ciertamente, si la adivina que le predijo su muerte en los Idus de marzo no se equivoca, estará ante la última noche de su vida.

¡Hasta su mujer se ha vuelto paranoica! Calpurnia dice que tiene malos sueños, pesadillas y que los presagios de los Dioses son negros, oscuros, como las negras entrañas de los muertos.

Él, que siempre ha mirado por el bien del pueblo, ¿qué puede temer? ¿Es acaso un traidor a Roma? ¿Roma lo odia? Durante sus dos Consulados se han ampliado los territorios más allá de lo imaginable. Incluso ha desembarcado en Britania, dominado las bárbaras tribus de Germania, de Tracia, sometido a los hasta entonces invencibles galos…

«No me quiero jactar de ello», dijo una vez recostado en su triclinium durante un banquete, «pero tenéis que reconocer que Roma es más grande después de Cayo Julio César que antes de él». Y se rió, con esa sonrisa ambigua que le hacía irresistible a los hombres y a las mujeres. Esa mueca entre burlona y pícara, ligeramente esbozada, sin llegar nunca a carcajada, que se marcaba claramente en su rostro.

Es ya mayor cuando, inclinado en su escritorio, redacta estas y las siguientes frases en el papel más importante de su vida y del Imperio. Su cabeza, calva en su mayor parte, con espesos matojos blancos a lo largo de las sienes, anota ya la edad avanzada. No es anciano, ni siquiera viejo, pero frisa la senectud. Su pulso es firme y sereno y los trazos en el pergamino, como siempre, seguros y sin apenas correcciones.

Julio César está sentado en una sencilla banqueta de madera. Se ha hecho lavar y ha ofrecido a Atenea, diosa de la guerra, los ritos purificadores y ofrendas necesarios; medita, mira hacia el techo de su pequeño cuarto.

El hombre más poderoso del mundo, que podría permitirse un trono de oro puro, prefiere la sencillez de una humilde silla; qué ironía, quizá añora sus años de soldado, quizá siente que en estos momentos todo le sobra, quizá piensa que cuando uno se tiene que enfrentar a los dioses, al destino, a su hora, todo le sobra; y reyes, emperadores, plebeyos y campesinos, todos, entran de la misma forma en el Hades.

Piensa y recapacita que, a fin de cuentas, es el Sumo Pontificex de Roma y que nadie está en mejor posición que él para ganarse un sitio al lado de los Dioses y entrar en el Olimpo. Pero en el fondo tiene miedo, los teme, al igual que su esposa.

Sí, pobre Calpurnia, es tan temerosa de la ira de los Dioses… los teme, los adora, los venera. Siempre anda rodeada de vestales, amuletos, fetiches y contrafetiches. Sacrifica bueyes, caballos, cabras, cualquier bestia que le digan los adivinos. Ve indicios por aquí, señales en ese vuelo del águila, premoniciones en los sueños… Consulta toda clase de adivinos y predicadores, romanos, galos y algún hispano. Éstos destripan y diseccionan como cirujanos a los animales sacrificados en busca de las entrañas de los pobres bichos. ¡Como si Poseidón o Afrodita fueran a escribir en sus vísceras los designios del Hombre! Él secretamente se ríe. Él, que ha visto a tantos hombres, amigos y enemigos, descuartizados y esparcidos por los campos de batalla desde Hispania a la Galia, de Britania a Grecia, sabe que la vida es como la llama de una vela. Oscila de un lado a otro, crece y mengua, pero el destino que decide apagarla es ajeno a ella.

El gran Cayo Julio César sabe bien que la vida no es más que un instante. Le embarga una cierta nostalgia, un sentimiento de soledad, de absoluto abandono frente a lo que le espera.

Se acuerda de Craso, su compañero de triunvirato. Tan fuerte, tan rico, tan inmensamente rico que podría haber comprado Roma si hubiera querido. Mujeres, hombres, lo que quisiera. De hecho, cuando se reunían con Pompeyo, Craso siempre se veía el líder, el amo, el conquistador. En esos banquetes, entre vinos y vinos, entre brindis y vomitonas, el César aprendió, o más bien comprendió, que el poder es único, indivisible, que no se puede compartir con nadie… Pero no… no. No pretende hacer un tratado de política. De eso se ocuparán los historiadores con ese Tito Livio que está despuntando como un maestro en el tema. Vuelve a Craso con nostalgia, a su virilidad, tan seguro de ser inmortal, o por lo menos de parecerlo. Descendiente del divino Apolo, quería emular al gran Alejandro Magno, expandir Roma hacia Oriente. Y, resulta sarcástico, vino a morir en los desiertos de Libia a manos de los partos. ¿De qué le valió tanta riqueza? ¿Acaso paró el oro las flechas de los enemigos? ¿Le perdonó el viaje Caronte? No le bastaba con poseer lo material, no eran suficientes las villas, los palacios, los esclavos. Craso quería pasar a la Historia, quería la inmortalidad, la divinidad de la gloria. Marchó a la guerra no por el pueblo romano, al que asfixiaba con exagerados alquileres, no por Roma, a la que sólo extraía la riqueza, sino por él y para él, por el egoísmo de creerse superior (qué absurdo, ¿más de lo que ya era?). Y allí, al final, bajo un sol abrasador con el desierto como testigo, yacen sus huesos blancos. Como todos los huesos.

Y qué decir de Pompeyo, apodado El Grande. Tan necio y testarudo. Bien ganada tenía la jubilación. La plácida vida en sus villas toscanas y, sin embargo, prefirió enfrentarse a Julio César.

A César siempre le duele recordar este episodio de su vida. Una punzada de desesperanza, el amargo sabor de la victoria, del regusto a bilis que deja el triunfo sobre alguien a quien admiró profundamente y por el que en un momento dado hubiera entregado la suya.

De Pompeyo admiraba la lealtad, el deber, la rectitud del soldado, el honor de la palabra. El Senado le llamó para defender a Roma. Él acudió aun a sabiendas de que estaba corrompido, que todo el sistema era una inmensa farsa camuflada, que los senadores sólo pensaban en su propio beneficio y en el de su clase.

A fin de cuentas, a Pompeyo qué más le daba, ya lo había sido y ganado todo. Cónsul, Padre de la Patria, gozado de las mieles del Triunfo. Se tendría que haber negado. Sabía de la trampa mortal que le tendían, del engaño que la araña del Senado le tejía. Y como una mosca cayó en su tela.

Enfrentarse al mayor general de Roma era un suicidio. Fue derrotado una vez tras otra, perseguido por todo el Mediterráneo y, al final, decapitado por unos miserables egipcios, ¡como a un vulgar ratero del Foro Boario, le separaron la cabeza del cuerpo unos extranjeros! Uno de los mayores generales, comparable en victorias con Escipión El Africano, fue decapitado por unos traidores sólo por miedo a César. Qué juegos tienen los Dioses para nosotros. ¡Cómo lloró ante su cadáver! Qué ingrata es Roma, quizá tan cruel como la loba que la fundó.

Levanta la cabeza, mira el papiro en blanco que tiene enfrente en un intento de ordenar las ideas, vuelve a mirar al techo, busca las palabras. Busca que se le aparezca algún Dios y le ayude en ese momento. Siente el peso de la Historia. Si Calpurnia tiene razón, y sabe que siempre la tiene, éstas pueden ser sus últimas palabras, su última voluntad, la que determine el futuro de Roma y Occidente. Vuelve a suspirar, aspira aire, moja la pluma de junco y comienza a escribir, en un intento de acabar antes de que llegue el alba.

Al pueblo de Roma

No sabemos cuándo nos llegará el turno de la visita al profundo y negro Hades. Bruto, mi ahijado, vino a verme ayer. Le comenté mis dudas, los temores de Calpurnia, los malos presagios. Me dijo: «Cayo Julio César no puede tener en cuenta a charlatanes y chismes de mujeres». Brilló en su cara una expresión de temor. Se marchó inmediatamente. Y me dejó pensativo. Todavía no he decidido acudir al Senado. Me dicen que Roma no me verá como un gobernante si me dejo amedrentar por vagas amenazas de dudosa procedencia. Y yo me pregunto, ¿quién es Roma? Roma soy yo. Roma, hoy, es la fuerza más poderosa del mundo. La conocí como una aldea con pretensiones —¡si todavía estaban temblando con la revuelta del tracio, temían hasta el nombre de Espartaco!— Roma era un germen de ciudad, un proyecto de imperio. Y mirad lo que es hoy. Dueña del mundo, desde Britania a Egipto, de Hispania al Danubio. Yo he articulado todo esto, con mis leyes, con mi política. He apacentado tribus y romanizado territorios. He premiado la fidelidad de mis legionarios, les he dado tierras en pago por sus impagables servicios; por Roma he construido ciudades, pueblos, villas y castros. Roma es hoy un imperio con sólidas raíces. Será una civilización que perdurará años, quizá siglos.

Es hora… ya no tengo miedo. Tengo que enfrentarme a la consecuencia de lo que he reflexionado anteriormente. Si Roma va a ser un imperio, es fundamental que designe a mi heredero de forma correcta. Y utilizo el condicional, porque sé, intuyo, y no me equivoco, que de la elección que haga en las siguientes líneas va a depender lo que suceda en el futuro.

Muchas presiones tengo; senadores, cónsules, magistrados me han preguntado por mis intenciones. Muchas horas he dedicado a pensarlo. A veces me inclino hacia un lado, pienso que lo tengo claro y al cabo lo niego, cual rama mecida por el viento mis pensamientos giran sin rumbo.

Detiene la punta del cálamo entintada. Se levanta del escritorio, camina hacia una jarra de cristal ricamente decorada y se sirve un poco de agua. Siente un poco de ardor de estómago, de angustia. Lo achaca a los años y vuelve a sentarse.

Y es Roma, ese poder extraño, ese influjo que late poderoso en mi interior, la que me guía y la que decidirá mis actos. ¿Es Roma mi único amor? O, si miro a mi interior, la pregunta sería: ¿la amamos realmente?  ¿O acaso nos inclinamos hacia nuestros actos sojuzgados por nuestros más viles deseos e intereses? César siempre es sincero con César, pero no con el resto del mundo.

Cuestiono si ésas eran mis intenciones cuando cortejé, o me dejé cortejar, por la reina Cleopatra. La grandeza de una mujer incomparable. Reina y faraona de Egipto. Belleza cautivadora, singular, única. César amó. Por primera vez amó profundamente. Con la pasión del último verdor de la vida… Alejandría, sus palacios, sus olores, el cálido sol del atardecer en el Nilo. Ahora añoro esa sensación de libertad lejos de Roma y sus intrigas. Lejos del Senado y sus envidias. En Alejandría éramos dos amantes disfrutando con intensidad de las gotas y sabores del amor. Eros y Afrodita reencarnados.

Así nació nuestro hijo Cesarión. César se hubiera quedado siempre en Egipto, si hubiera podido se habría retirado humildemente cerca del Mediterráneo a disfrutar del paso del tiempo, a la sombra de un datilero en un oasis perdido. Pero la sombra de Roma se extiende por el mundo. Y por qué no decirlo, la ambición de Cleopatra por controlar a la mayor potencia del mundo. Mi amante —todavía no me he casado con ella— aspiraba a ser la emperatriz del Imperio, a ser presentada como la mujer del César. Su secreto deseo, susurrado suavemente entre caricias en la embriaguez del alcohol y en los perfumes de la alcoba, era poder instaurar una monarquía y así poder perpetuar la sucesión tolemaica en el mundo.

Pero César no quiere. Roma no quiere.

Romanos, confieso, sí, es verdad que la traje conmigo, que la paseé por Roma como una concubina, a la vista de mi mujer. Los envidiosos me acusaron de pretender acabar con la República, ¡como si la República no estuviera ya acabada! Intentaron acabar con mi reputación diciendo que no respetaba ni la moral ni las costumbres ancestrales de los romanos… los mismos senadores que me ofrecían sus esposas para que me acostara con ellas. Me conminan mis consejeros a que la deje, que la exilie o, mejor, que la interne en el templo de las vestales. Que es un peligro para la estabilidad de Roma, y una fuente de incertidumbre en mi entorno. Pero no puedo abandonarla, dejarla como a una vulgar ramera de taberna del Aventino. Ella no se lo merece. Ella, que me hipnotiza cuando la veo. Por eso limito mis encuentros con ella. Está semi recluida en una villa cerca de Roma, con nuestro hijo, y su corte de sirvientas, sirvientes, y la infinidad de aceites y brebajes que utiliza.

Y esto me plantea uno de los mayores dilemas de mi vida. ¿Debo nombrar heredero a mi hijo Cesarión, con Cleopatra como regente? ¿Quiere Roma una monarquía hereditaria? ¿Sería una traición no legar a mi hijo la herencia del padre? ¿Debo proceder de acuerdo con mis convicciones e ideas, o bien de acuerdo con los intereses de Roma?

No he dudado tanto en mi vida. Ni siquiera cuando decidí desobedecer al Senado. Por un lado mi hijo. Tres años tiene. Demasiado pequeño, lo sé. Si lo nombro heredero crearé una unión de Roma con Egipto que dará lugar a una monarquía dinástica. Y de todos es sabido que los romanos odian las monarquías.

El Senado desde hace tiempo es un títere político. Lo manejamos con sobornos, nombramientos, prebendas. Sólo Cicerón cree en la antigua República. Los valores de los padres fundadores hace tiempo que se fueron a pique. Tengo que ser sincero. Confieso, yo fui en parte culpable, primero por incitar en secreto a Catilina y su traición y luego al soltar al perro de Clodio y sus esbirros. Pero ya tenía la certeza, la convicción creada en las largas conversaciones con mi tío Mario, que el Senado era incapaz de controlar un imperio, y que este sistema estaba obsoleto en el mundo que Roma había creado. El Imperio necesita estabilidad política, necesita una administración permanente, que no cambie cada año. Necesita un Emperador. Pero, a pesar de ello, Roma odia a los reyes. El recuerdo de un Tarquinio, su sola mención produce un rechazo unánime. Lo comprobé en las Saturnales de hace dos años cuando Marco Antonio, en una de sus bromas, me presentó como el nuevo rey de Roma. Sólo mi rechazo y repulsa, y el miedo a mi guardia pretoriana, salvó la situación.

Yo mismo mantengo la apariencia de un sistema republicano, aunque en la realidad el Consulado hace tiempo que pasó a ser una dictadura encubierta. Pero sigue ahí. El Senado, con su pompa, su fasto, su rancio ser inútil. Cesarión lo tiene difícil. Si se cumplieran los negros presagios y mañana fuera mi último día, la posición de mi hijo sería incierta. Y la de su madre. Pero no temo por ella, es lista, astuta, y sabrá arrimarse a otro árbol con sólidas raíces.

No, no puedo nombrar heredero a mi hijo. Y esto me acarreará el odio perpetuo de su madre. Y sus lágrimas. Pero la decisión es firme. César es un político, un militar y siempre ha sido pragmático en su vida. Si Roma quiere seguir y ser la potencia mundial predominante mucho tiempo necesita un gobernante sagaz, capacitado, que consolide mi Obra Magna.

Me acuerdo de Marco Antonio. Él también espera ser designado heredero. De hecho lo da como seguro. Me lo han comentado mis espías en las tabernas donde acude a emborracharse con los legionarios. Se ve con la túnica púrpura, con la corona de laurel y tirando de la cuádriga aclamado por el pueblo. Ya me lo imagino. Sonriente, seguro de sí mismo. Sin duda tendría el apoyo de las legiones y, supongo, que de todas las putas y taberneros de Roma. Pero negro destino el suyo. No es Marco Antonio digno heredero del Imperio. Buen general, capaz y valiente como pocos. Pero carece del don más importante y necesario para mantenerse en el poder: la inteligencia. No duraría ni dos semanas sin ser manejado por alguna facción o gens poderosa. No necesitarían gran cosa. Adular su rostro de Adonis, sus músculos de Hércules y sus brazos de Vulcano, y acompañarlo de vino y una esclava sumisa, para que firmara su sentencia de muerte si fuera necesario. Roma caería en la anarquía y las guerras civiles otra vez.

Apunta el sol el día 15 de marzo tímidamente por la colina del Palatino. César está fatigado, cansado y desea terminar este legado. Vuelve a levantarse, pasea otra vez por la sala y vuelve al escritorio despacio, casi con miedo de volverse a encontrar con el pergamino.

En estos momentos no pienso en mí, ni en mi familia, ni siquiera en Roma. Pienso en la inmortalidad. En lo que he perseguido desde que crucé ese río alpino, en inscribir mi nombre en la eternidad de la Historia. En ser recordado dos mil años después de mi muerte. Ser, por medio de mi memoria, imperecedero. Comparado a un Dios. Vivir en el Olimpo. Ése es el secreto que ha animado todos mis actos y sufrimientos. Y para que ello se cumpla, para que tenga un fin todo, debo acertar con mi decisión y designar al heredero correcto.

Octavio tiene apenas quince años, es muy joven. Quizá demasiado para los peligros que le van a acosar.

Los ojos le escuecen de no dormir, de la tensión, del cansancio. Los años pasan y ya su cuerpo se resiente. Fatiga, dolor y pena, todo confluye en esta noche de marzo, fría y seca.

Al Senado y pueblo de Roma: Designo y nombro mi heredero y sucesor a Cayo Octavio Augusto, mi sobrino-nieto, al cual adopto en este momento como hijo legítimo de acuerdo con la lex y el iux romano.

Levanta la cabeza, sonríe levemente, sabe que a muchos sorprenderá esta decisión. Que algunos la considerarán un agravio y un sinsentido. Tanta responsabilidad para un muchacho que lleva aún la túnica de púber. No tiene experiencia política, no ha conducido legiones victoriosas, no ha sido tribuno, ni por supuesto, cónsul. No tiene mando directo sobre ningún estamento, religioso o militar. Es más, seguro que si preguntáis a los generales no sabrán deciros ni a qué familia pertenece.

Y anota al margen del pergamino estas palabras a modo de las acotaciones y explicaciones que figuran en los tomos de Guerra de las Galias.

Romanos, que su apariencia de niño no os engañe, César sabe bien lo que hace. Y sabe qué es lo mejor para Roma. Roma necesita un gobernante capaz. No necesita un general incapaz. Necesita un político que asiente lo conseguido, que sea a la vez generoso y austero. Que con una mano dé a los pobres y con la otra beneficie a los ricos. Que sepa mantener las fronteras y las legiones lejos de Roma para que los generales no tengan tentaciones de poder. Y ése es Cayo Octavio. Él lo sabe. Pertenece a la familia Julia, heredera de Eneas y Troya. Es listo como un ratón. Se ha granjeado mi confianza con tanta sagacidad que parecía un viejo senador curtido en mil discursos. Se ha introducido en mi casa. Ha sabido ganarse a este pobre viejo a base de sabios consejos. ¡Fue él el que me aconsejó dar al pueblo pan y circo! Conoce a los romanos como a su madre. Se adelanta a la plebe y a sus reacciones. Y si no, comprobadlo, preguntad en el Foro.

Porque, al fin y al cabo, ¿qué es el poder? ¿Para qué sirve? ¿Quién lo define? Esto me lo pregunto en el que puede ser el último día de mi vida. Pero no es una pregunta trivial en estos momentos. Porque el poder, el ansia de mandar, el éxtasis que supone el someter a otros sujetos de tu especie sólo está reservado para unos elegidos.

Y Octavio es uno de ellos. En el futuro habrá cribas, escuelas, sectas, y órdenes encargadas de filtrar a los mandatarios. Octavio es de una casta que sin duda está señalada para gobernar el Orbe. No tiene escrúpulos y es capaz de mandar matar a su hermano sin sentir el más mínimo remordimiento. Mi interés es que Roma sea grande, eterna, y a ello someto y sojuzgo a todos los demás. Espero que Octavio use este don, esta infinita herramienta que dejo en sus manos para utilizarla en beneficio propio y de Roma, y que no tenga dudas en aplicar cuanto sea necesario para ello.

Para terminar, Él, yo Cayo Julio César, rinde su último homenaje a la verdadera alma de Roma, lo único por lo que merecen la pena tantos desvelos y cicatrices en su cuerpo: el pueblo romano. Esa masa de gente que pulula por los mercados, los foros, los templos y que nutre el ejército más poderoso de oriente y occidente, las legiones romanas, la fuerza militar más grande y temida de la Tierra.

No hay semejante gratitud en el mundo , ni papel que contenga los elogios que se merece este pueblo y en pago, nunca suficientemente gratificado, lega a ellos, a todos y cada uno de los romanos, la cantidad de trescientos sextercios, y ordena y manda que sus jardines privados del Trastévere se abran y permitan el paso a cualquier romano que lo desee.

Y termino. Ruego a Júpiter Capitolino que haya acertado en mi decisión, y guiado mi mano al dictar este Testamento en el cual expreso mis últimas voluntades. Y sea abierto y cumplido al pie de la letra a mi muerte.

Epílogo

Terminó de garabaterar estas líneas, cansado, abatido. Enrolló el duro pergamino en silencio y muy despacio. César, el mayor y más poderoso hombre de la Tierra se sentía débil, insignificante, vacío. Llamó a su liberto, le entregó el pergamino con instrucciones muy precisas respecto a su guardia y custodia. No debería ser abierto hasta tres días después de su muerte, si ésta, llegado el caso, se produjera.

Amaneció en Roma. Era el día 15 de marzo del año 44 a.C. cuando vinieron a buscarle. Él, sereno, dijo firme: «Alea jacta est».

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Comentarios

  1. marcosblue dice:

    Mi querido Cristóbal: Un relato sereno, firme, con un ritmo preciso, elegante y muy bien escrito, me ha fascinado la manera con que manejas las palabras de tu César, en su punto y su coma. Tu mejor mérito, transmitir la esencia del personaje, eso es una cosa difícil. Debes ir pensando que los Ivas no lo son todo en la vida, tienes talento, Brutus, hijo mío.

  2. levast dice:

    Un buen monólogo donde se deslizan de forma sútil los momentos más importantes de la vida de Julio César. Está muy lograda la solemnidad del momento y del personaje.

  3. cristobal dice:

    Muy bueno tu relato, le falta algo de rigor historíco, puesto que la frase «panen et circus» es de Juvenal no la dijo Augusto. Pero en líneas básicas se ajusta a la realidad. Sigue así campeón que algún día tus nietos verán si ganas. No deseperes que este año estas como el Atleti de capa caida, pero resurgiras de tus cenizas «A Julio Cesar pongo por testigo». (Como nadie me escribe me escribo yo solo)

  4. laquintaelementa dice:

    Jajajajajaja, mundial Cristóbal comentándose a sí mismo. Está claro que el espíritu de Julio César se ha apropiado de su cuerpo para volver de la oscuridad del pasado.

    No he podido evitar imaginarme a Rex Harrison en la fisonomía de tu versión y me ha encantado. Deja los zafios zombies y deléitanos más con este junco tan bien afilado. No pienses en ti, ni en tu familia, ni siquiera en el Blue. ¡Piensa en la inmortalidad! 😉

  5. Juan Sanmartin dice:

    En tu relato, queda bien claro que Julio César intuye lo que le va a suceder. Como tantas grandes figuras históricas ha ido dejando a su paso multitud de enemigos que están esperando la ocasión de saltar a su cuello, ya sea en nombre propio o de la República. Ese repaso a lo que ha sido su vida, a las decisiones tomadas, tiene algo de premonitorio. Me gusta mucho ese enfoque en el que el todopoderoso general se nos muestra como un hombre más, lleno de temores, de dudas sobre su posible sucesor, sus reflexiones sobre lo que es el poder y el precio que exige. Bien sabe que nunca podrá llevar una vida tranquila, viendo crecer a su hijo Cesarión. Creo que has dado con el tono que la historia requería.

Los comentarios están cerrados.