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Adiru

por Relato finalistaRelato Bluetal

La visita del Dr. Carne y los Nicume

Adiru vio cómo pateaban los trozos del cuerpo de su padre, cómo descuartizaban delante suyo a su hermano y, por último, cómo le cortaban la cabeza a su madre. A su madre, que aún sin cabeza, lo sostenía y lo protegía con sus brazos. Adiru enrojeció y exclamó:

—¡Ahora soy pequeño, pero algún día creceré, tú serás más débil y yo más fuerte! Y te mataré.

El Dr. Carne emitió una grave carcajada, sus secuaces lo miraban expectantes: un niño de ocho años se había atrevido a desafiarlo. Ni el más poderoso de los sátrapas de Harashi se hubiera atrevido. El Dr. Carne succionó una profunda calada de su largo y grueso puro y exhaló un humo intenso, un humo que se resistía a elevarse en el aire.

—¿Crecerás? —dijo con una voz dura y ronca—. Bien, esperaremos.

Los Nicume sonreían rechinando los dientes; cientos de ojos temerosos, ocultos tras las cortinas de bambú, observaban la escena conteniendo la respiración. El Dr. Carne se aproximó hasta que el pábilo de su puro rozó la punta de la nariz del crío.

—Acaso te quede un largo camino, nunca se sabe, por eso debes aprender algo, hijo —dijo el Dr. Carne—. Debes comprender quién es el enemigo al que debes enfrentarte. Procura que esté a tu altura —tiró el cigarro a los pies de Adiru—. Cortadle las piernas.

Los Nicume, los Ninjas del Cuchillo de Media luna —esos cuchillos anchos que usan los carniceros desde tiempos inmemoriales— lo rodearon, pusieron sus pequeñas piernas sobre un tocón y de dos secos tajos se las seccionaron a la altura de las rodillas. Allí lo dejaron, desangrándose, subieron a sus caballos flanqueando a la enorme montura del Dr. Carne y se fueron del poblado gritando sobre el rastro de fuego y muerte que dejaban atrás.

Volverían los que llegaron desde la Alta Montaña como una manada de depredadores, los que se hicieron los amos y señores de las almas cortando con sus cuchillos los cuerpos, los que se hacían llamar guerreros oscuros, los que no eran más que un puñado de asesinos amparados en su número, en la crueldad de sus fanáticas creencias y en sus férreas leyes de obediencia. Volverían desde la Alta Montaña, no se sabía cuándo, a exigir de nuevo su tributo. Aunque para cobrarlo tuvieran que destrozar la vida de un niño.

Adiru Y Lio-Nai

Lio-Nai, una muchacha delgada de piel blanca como la leche —a la que todos tenían por loca— había bajado al pueblo a vender sus flores perfumadas. Sus flores estaban ahora pisoteadas y cubiertas de polvo y restos de vísceras, los cadáveres despedazados se amontonaban por las calles. Fue la única que socorrió a Adiru; los demás, dándole por muerto, se afanaban en recopilar y juntar los trozos de los suyos. Ella le hizo dos torniquetes con las cintas de su camisola, lo subió a su carro y lo miró a los ojos.

—Sé que te llamas Adiru —le dijo con una voz suave—. Adiru, ¿quieres vivir?

Adiru, exánime, apenas pudo abrir sus párpados para contemplar durante un instante los extraños ojos verdes de Lio-Nai y, después de asentir levemente con la cabeza, se desmayó.

—Vivirás —le susurró Lio-Nai. Y untó los labios de Adiru con una esencia brillante que guardaba en su escarcela.

Le suplicó a su pequeño caballo que se diera prisa, y el carro partió a toda velocidad hacia el bosque. Su camisola abierta insinuaba su delicado cuerpo, su largo cabello negro hacía olas por los aires, sus frágiles manos sostenían con firmeza las riendas. Y una lágrima resbaló por su mejilla camino del viento: comprendía todo el dolor que acababa de aceptar.

La decisión de Lio-Nai

Tardaron en llegar a la cabaña. Lio-Nai se bajó con premura y llenó su bañera de cobre con agua limpia, escanció sobre ella una mezcla de mixturas de penetrantes fragancias y sumergió a Adiru en esa nube de aromas líquidos. Le desató las cintas, la sangre, en un primer impulso, manó a borbotones, pero se quedó detenida en densas volutas rojas. Adiru suspiró y abrió los ojos. Estaba rígido y pálido. Lio-Nai se situó en el curso de su mirada y creyó adivinar un brillo en medio del espanto. Escanció sobre el agua una última gota de aceite y, sin dejar de mirar a Adiru, sonrió.

—¿Quieres vivir, Adiru?

El niño sacó una mano del agua y acarició los labios de la muchacha. Después se hundió en el más profundo de los sueños, el que limita con la frontera de la muerte. Lio-Nai tomó su flauta dulce y se puso a tocar una melodía.

Algunos días después, Adiru recuperó lejanamente la consciencia, Lio-Nai dejó de tocar su suave música y empuñó un afilado cuchillo. Lo calentó al rojo vivo.

—¿Quieres vivir, Adiru? Te está comiendo la gangrena, tengo que cortarte esa carne que tu cuerpo rechaza, ¿quieres vivir?

—Sí… —suspiró el chico.

—Muerde esta raíz.

Lio-Nai cortó el resto de las piernas podridas de Adiru hasta el borde de las ingles. Ni un lamento, ni una lágrima, ni un gemido surgió de ninguno de los dos. Pero el latido de sus corazones retumbó a mil kilómetros de distancia.

La recuperación de Adiru

Adiru vivió. Lio-Nai iba y venía ocupada con sus quehaceres, bajaba de cuando en cuando al pueblo a vender sus flores y sus bálsamos, y aprovechaba cualquier instante de solaz para tocar su flauta junto al niño. Adiru se fue fortaleciendo, las heridas de sus piernas se cerraron, pero la cicatriz de su alma se iba haciendo inmensa. Era una persona callada, casi no hablaba. Una noche, a la luz de las velas, le preguntó a Lio-Nai:

—¿Por qué estoy vivo?

—Porque has deseado vivir, Adiru.

—Debería haber muerto, estos cortes no caben en un ser humano.

—Te voy a contar un secreto… —respondió la muchacha—, un secreto que me contó mi padre.

«Todo lo que forma el mundo, las estrellas, la esencia última de las cosas, todo lo que ves, y lo que no ves, está hecho de música. Lo más pequeño de lo ínfimo se mueve al compás de una melodía. Y cada una de esas melodías se junta con cada una de las otras en una sinfonía infinita. Solamente hay que saber escucharla; y para eso, solamente hay que desearlo. Entonces tu vida se une a su esencia y comparte la misma fuerza que anima todo el universo».

—Por eso estás vivo, Adiru, porque lo has deseado.

Adiru contempló a Lio-Nai y sintió la belleza que emanaba de ella. Y sonrió. Pero aún no comprendía por qué había deseado vivir.

Adiru crece

Lio-Nai le construyó a Adiru una plataforma de madera con cuatro ruedas para que pudiera desplazarse. La mirada de Adiru nunca se centraba en lo que tenía delante, sino que parecía estar siempre fija en el horizonte. Luchaba cada segundo por poder llegar un palmo más allá, por poder subir una cuesta, por salvar una zanja, por alcanzar la primera rama de un árbol. Su torso y sus brazos se llenaron de músculos, sus manos se convirtieron en poderosas herramientas. Sus facciones abandonaron el gesto inocente de la infancia y se asomaron a la tensión del adulto. La adolescencia pasó por él como un relámpago, dedicada a perseguir a ratones y conejos, a conseguir capturar un pájaro, a enfrentarse a los zorros. Un día entendió que esa plataforma eran sus piernas, asumió que sus piernas se habían convertido en un trozo de madera con cuatro ruedas. Y la perfeccionó de acuerdo a sus necesidades: talló dos oquedades en las que introducir sus muñones, asentados en unas redecillas claveteadas bajo ambos huecos, dispuso dos correas que se cruzaba por los hombros para estar completamente unido a la tabla, y que respondiera de esta forma a todos sus movimientos, y le añadió puntas y cuchillas para defenderse de las bestias. Descubrió que podía saltar, avanzar velozmente, incluso dar volteretas… Que podía abrirse la cabeza, magullarse, romperse los huesos y que, aun así, podía seguir adelante. Y se atrevió a combatir contra un lobo, y la sangre que corría por sus brazos y su cara no le dolía. Su mirada apuntaba al horizonte, porque ya no había obstáculo, escalón, monte, camino, empalizada, ni piedra que pudiera oponerse a ella.

La verdadera herida

Una tarde no volvió Adiru, aquél niño. Regresó un hombre llamado Adiru que acababa de enfrentarse a un jabalí. Lo había matado y lo traía sobre su espalda. Entró despacio en la cabaña, quería sorprender a Lio-Nai, regalarle la pieza. La encontró en la bañera de cobre, desnuda, acariciándose su largo pelo negro. Cantaba una canción, sonreía y lloraba. Sus lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían en su cuerpo.

—¿Qué me traes, Adiru?

Adiru titubeó, sintió un vértigo dentro suyo.

—Te traigo un regalo…

—¿Le has pedido perdón a la Naturaleza?

—Sí.

Lio-Nai lo miró. Adiru dejó el animal sobre el suelo y salió afuera. Se llevó las manos a la cara, como intentando arrancarse de la mente esos ojos verdes e intensos. Y se dio cuenta de que Lio-Nai no era una muchacha, ni una hermana, ni una madrastra: era una mujer. Una mujer hermosa, delicada, amable. Una mujer que lo había rescatado de la muerte y lo había acompañado, le había susurrado historias, curado las heridas. Una mujer que le había hecho sonreír y que le había respetado las tristezas. Y se dio cuenta de que la amaba. Y todo el dolor que había sentido antes no era comparable a esta punzada con que lo atravesaba de parte a parte el amor.

Un amor que no era posible. Lo que había ido arrastrando el tiempo llegó de golpe a su mente. Pensó que Lio-Nai nunca podría ver como un hombre a un hombre al que le faltaba medio cuerpo.

La noche del concierto

Adiru se volvió taciturno, procuraba esquivar a Lio-Nai, se ocupaba en mil cosas y pasaba noches enteras en el bosque oscuro retando a las fieras. La rabia se acumulaba en su pecho. Odiaba al carnicero que le sesgó las piernas y a todos sus secuaces, aquellos que lo transformaron en un tullido. Mejoró sus capacidades a costa de herirse profusamente, respirando la venganza con cada bocanada de aire. Y su promesa se le clavó en los dientes: «Por mi familia muerta, por mí, que vivo, te mataré.» Una sombra lo asolaba, y una sombra se convirtió en su única compañera.

Una noche, después de cenar, Lio-Nai lo miró de frente. Él quiso marcharse, pero ella le tomó de la mano y lo retuvo.

—¿Adónde te has ido, Adiru? Quédate conmigo.

Adiru sollozó, su rostro se congestionó y apretó los labios, intentaba soltarse de la mano de Lio-Nai, pero parecía que esa fina mano poseyera una fuerza inconmensurable.

—¡No puedo, Lio-Nai, no puedo quedarme!

—¿Por qué?

Aquél que le había metido a los lobos el puño en la garganta, que había saltado con el impulso de su tenacidad murallas seis veces más altas que él, era incapaz de levantar la vista siquiera.

—¡No puedo…!

—¿Por qué, Adiru?

En una dura pugna consigo mismo, por fin, consiguió mirarla.

—Porque te amo.

Lio-Nai se acercó a él y le dio un beso.

—Mírame, ¿no ves lo que tienes ante tus ojos? ¿No oyes la música? ¿Qué deseas, Adiru?

—A ti.

Lio-Nai irradiaba luz.

—Yo te amo —le dijo a Adiru—. Deja de ver tu pena y tu rencor, tu debilidad, y mírame. Mírate, mírate a ti mismo. Mira quién eres. Dejémonos llevar por la belleza. Por nuestra verdadera belleza. Te deseo. Esta noche le vamos a dar un concierto al universo.

Adiru sonreía como un niño, Lio-Nai lo besó en los labios y añadió:

—Te conozco, te amo y te comprendo. Por eso, debes aprender a nadar.

Y hubo concierto.

Se despertaron como amantes un amanecer tras otro, hallaron la fascinación de poder llegarse hasta el fondo del alma a través de los sentidos. Y descubrieron que el hecho de que Adiru no tuviera piernas les permitía llegarse hasta lo más hondo del cuerpo.

El miedo

Lio-Nai se empeñó en que Adiru aprendiese a nadar. Ni los más feroces bichos le daban a Adiru tanto miedo como el agua. Pero Lio-Nai le enseñó, con la paciencia y la firmeza de un ave que expulsa a sus crías maduras del nido, a buscar la superficie y el oxígeno. El río que pasaba cerca de la cabaña era manso, excepto cuando llegaba con la crecida de primavera, en que se volvía un monstruo implacable.

Un día de otoño Adiru nadaba lentamente recreándose en el vaivén de la suave y fría corriente. Sentía dentro de sí una fortaleza inmensa: se sentía capaz de dominar su propia fuerza. Pero estaba equivocado, porque su mente no se apartaba de la Alta Montaña, y ni siquiera el amor infinito que le profesaba a Lio-Nai podía diluir esa obsesión.

Lio-Nai había bajado al poblado y regresó con la cara descompuesta. No quiso hablar, no quiso decir nada, pero Adiru lo comprendió todo. Todo el horror que de nuevo habían tenido que contemplar sus verdes ojos. Se abrazaron.

—¿Por qué este empeño en el odio?—exclamó Lio-Nai— ¿Qué pretenden algunos ganar con la muerte que no podamos ganar con la vida? ¡Tengo miedo…!

Adiru permaneció en silencio.

—Tengo miedo por ti y por mí. Porque sé que vas a ir a la Alta Montaña… ¡La venganza es mala compañera, Adiru!

Adiru la miró de frente, agarrándola con sus poderosas manos. Le dijo serenamente:

—No es la venganza la que me empuja, Lio-Nai, es mi voluntad: deseo que nadie en esta tierra nuestra tenga que volver a guardar en sus ojos el terror que ahora anida en los tuyos. No podemos pasarnos la vida temblando porque unos pocos miserables vengan cuando les plazca a arrancarnos nuestro sudor, nuestra alegría, nuestra paz. Yo soy el único que no los teme, ni a ellos, ni a sus cuchillos de carniceros. Ya probé su filo. Ahora ellos tendrán que probar mi determinación.

Lio-Nai se estremecía sin consuelo al pensar que su amor, sobre una tabla con cuatro ruedas, se iría para encontrar su tumba y legarle una soledad tan profunda como cada segundo que tuviera que vivir sin él. Pero se levantó, se enjugó las lágrimas y le devolvió la mirada a Adiru.

—Entonces no lloraré mas —le dijo.

La búsqueda

Adiru no cesaba de combatir contra animales y barreras. Sosteniendo un cuchillo entre sus dientes, hasta emplearlo en el momento preciso, consiguió cazar su primer oso. El mismo cuchillo con que Lio-Nai le salvó de la gangrena. Lio-Nai le comunicó que se debía marchar.

—¿Adónde vas?

—A buscar la única cosa que, quizá, te salve de la muerte. Ya que no puedo luchar contra tu decisión, lucharé a favor de tu vida. Espérame hasta que vuelva.

—Lio-Nai… me da miedo que vayas sola por los caminos, eres tan frágil…

Lio-Nai lo besó y se despidió:

—¿Te parezco frágil?

Adiru la contempló. No dejaba de hipnotizarle esa belleza que brotaba de su persona como un misterioso perfume.

—No. En realidad, eres mucho más fuerte que yo. Te esperaré.

Y Lio-Nai partió a un lejano lugar.

Adiru preparó su plataforma, añadiéndole más puntas por debajo y afiladas garras que pasaban desapercibidas a simple vista. Pensó en cómo llevaría a cabo sus planes. Y concluyó que cualquier idea que pudiese maquinar le llevaba inevitablemente al suicidio. Ése era el único plan posible. Los osos, los lobos y los jabalíes se apartaban de su camino. Sus aptitudes mejoraban momento por momento, empujadas por una mezcla de audacia y desesperación. «¿Y para qué?», se decía a veces Adiru, «un solo tajo acabará con todo lo aprendido». Y seguía persiguiendo espíritus por el bosque gélido.

La despedida

Lio-Nai regresó al cabo de unos meses. Se amaron, cenaron y Lio-Nai, que no dejaba de mirarlo ni un segundo, le preguntó:

—¿Sabes ya lo que vas a hacer?

Adiru pretendió fingir, pero no lo consiguió, y negó con la cabeza.

—Escúchame, entonces. Le llevarás este gran cigarro al Dr. Carne, posee una fragancia cautivadora, no podrá negarse a tu regalo. Le dirás a sus secuaces que le traes un presente y una profecía, así te dejarán llegar hasta él. Podrían matarte para quedarse con el presente, pero nadie se atreverá a desafiar el poder de una profecía, por eso no lo harán. ¿Ves este frasco? Esto es lo que he ido a buscar, trátalo con mucho cuidado. Cuando estés dentro de su palacio y haya encendido el cigarro, lo cual no podrá evitar puesto que su maravilloso aroma lo hace irresistible, tira el frasco lejos de ti, hacia la puerta de entrada. Nadie podrá entrar ni salir de allí durante unos minutos, ése será el tiempo de que dispongas para cumplir con tu destino. Este frasco representa la puerta hacia tu libertad, o la tapa de tu tumba. Lo demás depende de ti. Adiru, no me dejes esperando una sombra el resto de mi vida.

Adiru la apretó entre sus brazos.

—No lo haré.

A la mañana siguiente se fue hacia la Alta Montaña. Ninguno de los dos quiso despedirse. La palabra «adiós» les hubiera sumergido en un abismo sin salida.

El palacio y la leyenda del peregrino

Adiru llegó allí tras un largo y fatigoso viaje, a veces rodando por los caminos, a veces en la caja de una carreta. Se afanó en parecer un débil tullido, al que había que ayudar, o humillar, o vejar sin piedad, ocultando cualquier atisbo de sus facultades y, por supuesto, de su orgullo. Se encargó de ventilar a los cuatro vientos la historia de «el presente y la profecía» de la cual era portador. Las comidillas se convirtieron en habladurías, y éstas en testimonios, que se transformaron a su vez en una leyenda, la Leyenda del peregrino, así que cuando penetró en la ciudadela en compañía de gentes de negocios turbios, su llegada ya estaba apercibida. Los Nicume lo rodearon, lo mancillaron y lo escupieron, entre la expectación general —así daban la bienvenida a los extraños— pero no osaron matarlo. Con los ojos cerrados, mientras recibía patadas y latigazos, Adiru soñaba con los ojos de Lio-Nai, con su bella y sabia mirada, con su voz cálida… No lo registraron siquiera, no representaba para ellos más que un ridículo tarado. Y, subiéndolo a trompicones por la elevada escalinata, lo introdujeron en el palacio del Dr. Carne y lo llevaron ante su presencia.

Olía a incienso, el Dr. Carne estaba sentado en el suelo, al fondo de la amplia sala, rodeado de sus secuaces, su guardia personal. Una densa semi oscuridad inundaba la estancia, Adiru no podía ver el rostro de aquel hombre despiadado, pero su voz grave y rotunda le llegó con toda claridad:

—¿Quién eres, peregrino?

—Me llamo Adiru —respondió—. Te traigo un presente, Señor de los Nicume.

Y extrajo de un tubo de bambú el gran cigarro que le había dado Lio-Nai. Uno de los suyos se aproximó y se lo tendió al Dr. Carne. Lo olió y quedó embrujado, parecía conforme, chasqueó los dedos. De inmediato le acercaron un braserillo con tizones ardientes y lo encendió. Un perfume extraño y exquisito se desplegó con el humo.

—Bien, bien… Ahora cuéntame tu profecía, extranjero —dijo el Dr. Carne—. Si es propicia, te regalaré un carro. Si es nefasta, te cortaré el cuello.

Adiru empezó a descubrir sigilosamente los filos y garras, camuflados en su plataforma con gruesas cortezas de árbol.

—Me llamas extranjero, tú, que usurpas nuestra tierra. He venido a decirte que vas a morir.

Hubo un silencio; lo rompió el Dr. Carne con una sonora carcajada, sus secuaces lo imitaron.

—¿Es ésa la famosa profecía? ¡Menudo profeta! ¡Claro que algún día moriré…! En cambio tú…

—No la has entendido —lo interrumpió Adiru—, no se refiere al futuro, se refiere a este mismo presente que contemplas.

El Dr. Carne escupió de lado.

—El puro es magnífico, pero la profecía… es patética. ¡Quitadme de en medio a este despojo! —exclamó.

Los Nicume se levantaron despacio, rechinando los dientes, empuñando sus temibles cuchillos de media luna. Adiru tomó el misterioso objeto que le había dado Lio-Nai.

El frasco, la cacería y la muerte

Arrojó el frasco con energía hacia la puerta de entrada. Una tremenda explosión derribó parte de la arquitectura y provocó un colosal incendio. Ni Adiru, ni nadie, había visto jamás algo semejante. Cundió el desconcierto. Adiru lo comprendió todo: una barrera de fuego impedía que entraran los Nicume del exterior, y de los más de veinte que se hallaban dentro al menos cinco habían muerto o se arrastraban maltrechos por el estallido… «Lo demás depende de ti». Adiru imaginó estar en un atardecer del bosque, sus pupilas se acostumbraron con facilidad a la penumbra y al contraluz, las llamas anaranjadas recortaban negras siluetas. Nunca se había enfrentado a los hombres, pero aquellos hombres, que alardeaban de su valor y su destreza, le parecían asustadizos comparados con los lobos, lentos comparados con los jabalíes, y débiles comparados con los osos. Se colocó su cuchillo entre los dientes y empezó a girar, veloz, a cortar y sajar la carne de sus enemigos con los bordes afilados de su tabla, a incrustarles en el pecho y en la cara, con volteretas inimaginables, las punzantes garras que había dispuesto por debajo. Ellos corrían y gritaban, persiguiendo a un enemigo invisible. La cacería duró poco, los últimos cuchillos de carnicero rebotaron por el suelo como el amainar de una macabra lluvia metálica.

Adiru se acercó al Dr. Carne, que permanecía sentado impasible en su sitio. Por fin pudo verlo: era un anciano decrépito, aunque conservaba cierta prestancia pasada. Adiru le colocó su cuchillo bajo la barbilla. Él le miró con altivez.

—¡Vaya, vaya…! ¡Ya sé quién eres! —exclamó exhalando una densa voluta de humo—. Debí haberte estrangulado con mis propias manos. Esto me pasa por ser bueno, ¿ves?

—No, te pasa por tu soberbia —le respondió Adiru—. Quisiste retar al destino dejándome vivo. Ahora vas a recoger el fruto que sembraste al atreverte a dañar sin piedad, sin miramientos, ensalzado en tu poder, a un niño. Ahora estamos a la misma altura.

El Dr. Carne se rió con esa risa grave que, aun viejo y vencido, inspiraba temor.

—Entonces somos iguales —dijo—, porque tú también has provocado a tu destino. Nada es lo que parece ser.

Y como un rayo, con un movimiento impropio de su edad, le arrebató el cuchillo a Adiru y se lo puso en la garganta, sujetándole frente a sí por la nuca con la otra mano. Seguía sosteniendo el puro en su boca, y acercó el pábilo a la nariz de Adiru.

—Yo también guardo algunos secretos. Voy a terminar lo que empecé, no me gusta dejar las cosas a medias… ¡Nada es lo que parece ser! ¿verdad, hijo?

Adiru notó cómo el filo le oprimía la nuez. Pero en ese momento, el Dr. Carne se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, desorbitados, emitió un dilatado y ronco gruñido y cayó inerte al suelo. De su boca manaba una baba verdosa. Lio-Nai de nuevo le había devuelto la vida, envenenando lentamente la de su enemigo con un, en apariencia, delicioso cigarro. La hermosa, frágil y fuerte Lio-Nai.

La puerta o la tapa

Le había advertido que su tiempo sería limitado. Las llamas de la entrada comenzaban a aminorar y los Nicume se agolpaban en el exterior intentando penetrarlas. Adiru se dio por perdido, no tenía escapatoria. Había cumplido su cometido; pero había fracasado, le legaba a Lio-Nai un fantasma eterno. La imaginaba, con el cabello blanco, vendiendo sus flores con una sonrisa… sentía la tristeza implacable de haberle quitado a su amor un solo beso lleno de alegría. Por lo demás, morir le daba igual. Y, de repente, muy lejana, le pareció escuchar una suave música. Su mente se concentró en la situación. Tomó el puro humeante del Dr. Carne y lo tiró frente al cuerpo del capitán de la guardia, se deshizo de sus correas, de su tabla, se arrastró por el suelo y cambió sus ropas por las de un Nicume. Estaba empapado en sangre, se quedó inmóvil, semejaba otro muerto. Los guerreros entraron en tropel apagando el fuego, observaron la escabechina y descubrieron la señal póstuma que les había dejado su señor, tachando al capitán de traidor y conspirador; allí mismo despedazaron sus restos. Sin embargo, un poso de desconfianza germinó en sus corazones, porque el capitán no se hubiera arriesgado a llevar a cabo esa carnicería sin contar con otros cómplices, sin que otros secundaran su traición: su unión irrompible empezaba a resquebrajarse, no tardarían en devorarse mutuamente espoleados por el aguijón de la sospecha. Alguno, de inmediato, se erigió como nuevo líder. Pero alguno más rechinaba los dientes.

A los que aún se movían, los acabaron de matar, así era su ley. Cargaron los cuerpos amontonándolos en una carreta, echando sobre todos ellos una tabla sucia impregnada de vísceras y sangre, y los sacaron de la ciudad. Del peregrino nadie se acordaba, había asuntos más importantes que resolver.

En el camino Adiru se dejó caer, abriéndose paso entre los cadáveres que lo oprimían. Se deslizó hasta unos cañaverales y respiró profundamente. No sabía qué hacer, cómo volver, apenas le quedaba vigor. Y, sin embargo, seguía escuchando la música, y la música se mezclaba con el fragor del río, que bajaba con la crecida de primavera. Pensó en Lio-Nai, pensó que ella había imaginado todo lo que podría suceder. Y que si él llegaba hasta aquí, no encontraría el camino de regreso en la tierra, sino en el agua.

El final

Adiru se zambulló en el río, que lo absorbió violentamente, no había otra opción. El estruendo de sus corrientes lo ensordeció y le hizo rebotar contra las rocas. Luego se lo tragó. Adiru no luchaba contra él, se dejaba llevar, debatiéndose por alcanzar una bocanada de aire. El frío de las aguas heladas, nacidas en las cumbres nevadas, le entumecía los músculos y los huesos. Fue recorriendo su curso, a veces a una velocidad de vértigo, a veces casi detenido en peligrosos remolinos, salvando desniveles y golpeándose contra los troncos y las piedras. No sabía si avanzaba mucha o poca distancia. No sabía si volvería a poder asomar otra vez un segundo la cabeza para respirar. Creyó percibir que se hacía de noche, y creyó que amanecía, y que anochecía de nuevo… Deseaba vivir, deseaba abrazar de nuevo a Lio-Nai… Pero sus fuerzas, a pesar de su deseo, se extinguieron, vencidas por la energía imparable de la naturaleza. El turbio oleaje lo envolvía, sus brazos, quemados de frío y cansancio, ya no respondían a su pujanza. Y se hundió hacia el fondo.

En ese instante notó que algo lo arrastraba hacia la orilla, algo lo estaba sacando a impulsos del río. Agotó su último aliento, juntando su estómago a su espalda para extraer la última molécula de oxígeno, y entonces un enérgico tirón lo sacó de las aguas. Abrió la boca y se tragó todo el aire de los cielos.

—¡Te pesqué! —gritó Lio-Nai.

Y Adiru la encontró ahí, de pie en la orilla, delgada, menuda, con su pelo negro ondeando al viento, sosteniendo firmemente con sus manos  heridas la red con la que lo había atrapado.

—¡Estás aquí, amor mío! —gemía con vehemencia Lio-Nai mientras lo atraía hacia sí.

Adirú expulsó a borbollones el agua que le inundaba los pulmones, tosiendo y exclamando:

—¡A veces creo que tienes el don de ver el porvenir!

—No, Adiru —respondió Lio-Nai—. Te veo a ti.

Adiru la miró. Estaba más bella que nunca, sus ojos verdes parecían piedras preciosas, enigmáticas y brillantes, mirándolo a los ojos.

—¡Mi amor… Mi amor frágil y fuerte, capaz de enfrentar el destino!

Lio-Nai se rió. Se abrazaron y se besaron con pasión.

—Hoy cenamos trucha—dijo Lio-Nai.

Y sucedió una paz dentro de ellos.

 

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Sólo voy a sugerir que este relato se lea escuchando la banda sonora de «Hero» de Tan Dun.

    Y luego, si podéis, articuláis palabra o los dedos 😉

  2. SonderK dice:

    una excelente historia de kungfu con un regusto maravilloso a historia de amor que va en contra de todo lo establecido 😀

  3. Iris dice:

    Es precioso, me ha encantado.

  4. levast dice:

    El personaje de Adiru es para mí el héroe de esta edición. Condensa ternura y violencia. Mira que el autor es cruel, anda que partirle las piernas al pobre Adiru, ¿qué te ha hecho el chaval?

  5. xtobal dice:

    Me ha gustado mucho. Una muy buena técnica y ameno. Ya era hora que le saliera un contrincante al Maca para hacerle sombra y disputarle los primeros puestos.

  6. Duncan Campbell dice:

    Qué pena no haber entendido el verdadero espíritu del kung-fu. Aquí va mi propuesta renovada:
    …El maestro se encaramó en lo alto de un palo de dos metros, manteniéndose en perfecto equilibrio. Concentración y meditación. Observó el mundo desde su atalaya y transcurridos diez años y un día se bajó. Con un salto cobra-mantis-garza de pico rojo-cabra montesa descendió media montaña y el resto lo recorrió con un doble tigre-mono-grulla zancuda-bicho palo. Llegó al pueblo y dijo: -He vuelto. Fin

  7. marcosblue dice:

    Brother mayor, no sé si me hace mucha gracia ser el contrincante de mí mismo, pero en todo caso me alegro de que te haya gustado. Respecto al otro brother (el psicópata) realmente hubieras ganado el concurso de microrrelatos, es genial… la única duda que me asalta es si tu comentario tiene algo que ver con lo que yo he escrito. ¿Nos estarán espiando con el Sitel y habrán cruzado las líneas? ¡Oh, dios!

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