A mí me parece que Ventura es un sitio un poco raro
por entodalabocaEl monte se deja barrer por un viento cálido de principios de primavera. Los verdes pastos han derrotado al frío y al gris hielo para crecer con fuerza. Venancio el ovejero se está liando un pitillo mientras contempla el paisaje que se extiende bajo sus pies. Ha visto muchas veces estos parajes y no se cansa de su belleza. Ventura es un sitio duro para vivir, pero merece la pena cuando uno tiene ante sí semejante vista.
Se enciende el pitillo con la yesca y escucha a Pitusa balar. Se gira y sonríe. Siempre llama a su dueño cuando intuye que se está poniéndose melancólico. Silba y su perro comienza a ladrar a las ovejas para reunirlas. Se rasca la cabeza por debajo de la gorra gris y comienza a andar por la carretera de tierra que recorre estos parajes. Se detiene un segundo a beber agua de un manantial natural que hay junto a una pequeña colina. Es agua fresca y pura de las montañas. Sonríe porque a lo lejos divisa a dos figuras de mujer. Las mujeres de Ventura son las más hermosas del mundo. Vuelve a beber agua pretendiendo entretenerse esperando la llegada de las mujeres. Son Lucía Bajuelo y Paca Bernarda. Venancio las conoce de toda la vida. Dos jovencitas de dieciocho años vestidas con los trajes tradicionales de la región portando las parras amarillas. Se detienen junto a la fuente del manantial y beben agua después de sonreír a Venancio.
—¡Buenos días tengan las señoritas! —dice Venancio con una amplia sonrisa en su curtida cara; el pitillo permanece fijado a sus labios.
Ellas ríen inocentes y cuchichean entre miradas. Saben que llaman la atención y que el buen Venancio siempre tiene unas palabras amables cuando pasan junto a él.
—Hace ya calor. Bebed un poco más, que se os puede secar la sesera.
—¡Gracias, Venancio! Eso haremos. Estamos cansadas. Venimos de ensayar en lo alto del monte los pasos del baile de la cosecha para la fiesta de mayo.
—¡Mu grande esa fiesta! —sentencia Venancio guiñándoles el ojo.
Las chichas vuelven a reír, esta vez a carcajadas. Venancio se une a las risas. Parece que este año va a tener suerte y seguro que una de ellas lo quiere acompañar al huerto.
De repente Venancio repara en Pitusa. La oveja está vomitando junto a ellos. Levanta la cabeza y de sus ojos emanan lágrimas de sangre. El pastor rápidamente acude en auxilio de la oveja que no deja de balar a pleno pulmón. Las chicas se asustan y se abrazan entre ellas. La oveja deja de balar, pero para soltar un sonido gutural desde lo más profundo de su ser. Venancio la agita y grita desconsolado. No sabe qué le ocurre a su animal favorito y se está poniendo cada vez más nervioso.
De repente una luz cegadora emana de la fuente del manantial. Es una luz amarilla cálida y potente que ciega a los presentes. Lucía y Paca caen de rodillas al suelo y miran la luz cegadora. Venancio abraza a la oveja Pitusa y mete su cabeza entre la lana del cuerpo del animal intentado no mirar a la luz. El animal se está hinchando como un globo. Venancio reúne valor y abre los ojos para mirar qué está ocurriendo.
Se fija en las chicas y éstas están abriendo los abrazos como en actitud de querer abrazar algo. Los ojos de las jovencitas están blancos como la leche y lloran lo que parece ser sangre. Venancio se intenta acercar a ellas para ayudarlas a escapar de la luz. Tiene la impresión de que hay que salir corriendo como sea. Avanza hacia ellas pero tiene que detenerse porque a medida que se acerca la luz se vuelve más intensa y cegadora y le dificulta avanzar. Es como si tuviera vida propia. Con gran esfuerzo llega hasta las muchachas. Parecen en éxtasis. Gira su cabeza para saber qué es lo que miran con tanta pasión. Acto seguido su rostro se descompone.
Está maravillado por lo que ve a través de sus propios ojos. No hay nada más hermoso en el mundo entero. Ante él una bella mujer de blanco y puro rostro está esbozando una leve y reconfortante sonrisa. Venancio no puede evitar mirar directamente a sus ojos. Son azules como el océano y su mirada es tan dulce que no se puede escapar de ella. El mundo se ha detenido para él. La mujer viste un largo manto azul con bordados de plata. Extiende su mano hacia Venancio y éste se da cuenta que hay una especie de pulsera de espinas enrollada en el antebrazo de la mujer. La suave y delicada mano toca la cara del pastor. Éste deja que su cuerpo sea embargado por una sensación de puro placer y bondad. Su corazón palpita a mil por hora lleno de gozo. Su cuerpo se eleva literalmente de la tierra y queda suspendido mirando a la figura femenina. Mira atrás y Lucía y Paca se están desnudando y se azotan el torso una a la otra con las parras amarillas. De sus cuerpos emana la sangre producida por los golpes. Venancio vuelve a mirar a la figura y llega al éxtasis cuando ella acerca su cara a los labios del pastor y lo besa suavemente. Después acerca su boca al oído de Venancio para susurrar unas palabras:
—Redímelos a todos, Venancio. El pecado anda suelto. Palabra de María.
Una explosión de luz ciega al pastor y a las chicas. Un estruendo de trompetas recorre todo el monte y los tres caen desmayados al suelo.
Venancio es el primero en recobrar el sentido.
—La Virgen me ha hablado. Era la Vírgen —repite una y otra vez.
Paca y Lucía se recuperan y escuchan el mantra de Venancio. Se miran, se abrazan y echan a llorar. Se vuelven a vestir resistiendo el dolor de las heridas que tienen en su cuerpo. Sus camisas blancas quedan teñidas de sangre.
De repente una pareja con sus dos hijos aparecen por el camino corriendo. El padre habla a los allí presentes. Dice que han escuchado un estruendo horrible y que el sonido provenía de aquí, del manantial. Paca y Lucía los miran como ausentes. Venancio sigue con sus letanía. La familia mira la escena. Dos mujeres empapadas en sangre y un pastor gritando que ha visto a la Vigen. Miran al manantial y la cabeza de un cordero está en lo alto de la fuente. Una sombra negra mancha la pared de varios metros de altura de la fuente del manantial de la colina. La madre de la familia se santigua y habla:
—Mira, Juan, esa figura en la pared, es la silueta de la Virgen con su manto. Y la cabeza del cordero es la señal del Dios Todopoderoso. Ese hombre ha visto a la Virgen y ellas también. Mira la sangre en sus pechos como Jesucristo sangró en la cruz. ¡La Virgen! ¡Han visto a la Virgen!
Venancio echa a correr al monte gritando. Las chicas se quedan paralizadas abrazándose y llorando.
***
—Dentro de treinta años todo el mundo seguirá hablando de ello, cadete. Dirán que la primavera del 83 fue la más calurosa en Ventura. Mucho, mucho calor —pronuncia el sargento Cascajales mirando por la ventana de su despacho en la casa cuartel.
—Sí, mi sargento.
—Hace poco escribí un detallado informe sobre los acontecimientos del año pasado en Ventura. La guerra entre los Montiveras y los Pozoblanco no ha acabado. Van a saco y ya he perdido a dos hombres este año. Lo tengo claro. Pero en Madrid no escuchan, o escuchan lo que les sale de los…
—Sí, mi sargento.
—¿Y qué es lo que hacen en Madrid? Les pido refuerzos y te mandan a ti.
—Sí, mi sargento.
—Tienes unas calificaciones cojonudas, tienes varias cartas de recomendación, hasta tienes una licenciatura en Derecho y Criminología. Haces perfiles psicio… psicop… sippso… perfiles de taraos. Tienes preparación, eso es indiscutible. Pero lo que no tienes es polla.
—Sí, mi sargento.
—Cadete Hernández, Rebeca Hernández, en nombre de todas las marcas de compresas, ¿se puede saber qué coño pinta usted aquí?
—Yo pedí este destino, señor.
—Joder, ¿y eso?
—Porque es usted un ejemplo a seguir en el cuerpo y porque es aquí dónde se ganan ascensos. Éste es un punto caliente.
—¿Un punto caliente? ¿Esto significa…?
—Que es una zona altamente peligrosa y armada, señor. Con actividad criminal en grado uno, señor. Podrá comprobarlo en el manual.
—Cabo Cañete, ¿por dónde me paso el manual? —grita en alto Cascajales.
—Por el forro de los cojones, sargento —replica Cañete desde el otro lado de la puerta de la oficina del sargento.
—Exacto, así que vuélvase a Madrid ahora. Éste no es lugar para usted.
—No puede hacer eso, señor. Tiene órdenes de Comandancia en las que se le exige que me acepte en destino, señor. Y aparte de eso, jamás ha tenido a nadie con tanta preparación como yo en sus filas.
—¡En mis filas hay huevos, no faldas! Aquí uno sale de casa con los deberes hechos con su esposa porque nunca se sabe si se va a volver. ¿Cómo piensa hacer usted sus deberes? Cañete se lo hace a su mujer como está mandado, y eso que ella ya está a punto de soltar a Cañete junior.
—Tengo pareja en Madrid, sargento. E hice los deberes, como usted dice, con él antes de salir.
—Un hombre necesita descargar, no sé si me entiende.
—Yo también tengo necesidades, sargento, como todas las mujeres.
—Me cago en la liberación sexual. Empiezo a pensar que soy yo el que no encaja en este mundo.
Cañete irrumpe en la estancia con cara de circunstancias.
—Ejem, señor. Ha llamado el director general.
—¿Qué director general? ¿El de mi banco?
—No, sargento, el de la Guardia Civil. Dice que quiere un informe de su parte sobre la adaptación de la cadete Hernández a su nuevo destino. Y que se tiene que hacer con urgencia porque es un reclamo del presidente del Gobierno. Dice que el presidente quiere saber cómo se adapta la primera mujer Guardia Civil con arma al cinto. Parece ser que se está estudiando dejarlas entrar en el cuerpo, mi sargento.
—¡Me cago en mi puta vida, en mi estampa, en mi ser y en mi alma! ¿Qué clase de Nancys están dirigiendo el país? A la mierda. Cadete Hernández, ¿quiere guerra? Le voy a dar su puta guerra. Arreando para la tanqueta.
—¿Tanqueta, sargento?
—La tanqueta es el coche patrulla, Hernández. Es que nos han dado un coche viejo, el nuevo lo destrozamos. Al sargento le gusta llamarlo así —aclara Cañete.
—Y supongo que ese uniforme suyo tiene pantalones. Póngaselos junto con las botas y queme esa falda y esos tacones.
—Son parte del uniforme reglamentario, señor —contesta Hernández mirándose la ropa.
—No en mi ciudad. Si los de Madrid quieren faldas aquí van a tener que lamerme las pelotas tanto que les va a durar el sabor en su boca durante días. Desfilando, cojones, que es gerundio.
Los tres guardias salen a la calle Mayor donde les espera un Land Rover del año 70. Suben al vehículo y Cañete trata de arrancarlo tres veces, a la cuarta el motor se queja al principio pero consigue funcionar. Salen a toda velocidad pero quedan parados en medio de la calle.
La avenida principal de Ventura está saturada de coches y gente. Cañete y Cascajales de miran. Se les había olvidado por completo el revuelo que hay en Ventura desde hace una semana. Parece ser que tres ciudadanos han avistado a la virgen María, en toda su gloria. Dos de ellas permanecen en el hospital. El tercero, un pastor de la zona, no ha aparecido todavía.
Cascajales se desespera, no están acostumbrados a los atascos. Manda a Cañete a que regule el tráfico. Al fondo pueden ver a más personal de la Guardia Civil intentando deshacer un atasco nunca visto en esas latitudes. Los negocios minoristas de Ventura están haciendo el agosto con el tema de la aparición. Cascajales y Cañete echaron un ojo a la zona del avistamiento como parte del protocolo de seguridad. Había gente herida. La verdad es que fue muy difícil hacer trabajo alguno por los cientos de curiosos que se agolparon rápidamente en la zona. Prácticamente había miles de huellas y poco se podía hacer ya ante el paso de tanta gente. A las chicas ha habido que ponerlas vigilancia por el acoso de admiradores y periodistas.
De forma súbita una figura se echa sobre la ventanilla del conductor del vehículo patrulla. El sargento Cascajaes da un respingo y se echa la mano al arma. Se calma cuando comprueba que se trata del oficial Barrieros.
—Barrieros, coño, qué susto. Casi te mato.
—Sargento, sargento, por el amor de Dios, sígame. Hay un cuerpo, un asesinato.
—Cálmate, chico, eso no es nuevo por aquí.
—Esto sí, señor, por favor.
Los guardias civiles acompañan a Barrieros hasta el lugar de los hechos. Parece que todo ha ocurrido en casa de un concejal. Es el chalet de los Fernández. Allí vive Juan Fernández, concejal de festejos, con su mujer y su hija. La zona está acordonada por un par de hombres de Cascajales. El sargento mira a sus hombres y les pide que quiten la cinta de contención. No quiere llamar la atención de los turistas y que no puedan hacer su trabajo. Los hombres obedecen.
Cascajales, Cañete y Hernández entran en el salón de la casa. Allí, tendido boca arriba sobre una mesa para seis comensales, está el cuerpo del que parece ser Juan Fernández. Está desnudo con las manos y los pies atados, abierto en canal. Cañete se traga su propio vómito y Hernández reprime una arcada. Cascajales se acerca con precaución. Examina con cuidado el cadáver. El corte va desde la ingle hasta el principio de su garganta. Han dejado que se desangre sobre la mesa. A la altura del estómago parece que le han vaciado las vísceras y le han rellenado con confeti y caramelos. Le han escrito tres palabras en la cara con un objeto punzante. En la frente pone «Santificarás», en una mejilla pone «las», y en la otra pone «fiestas». Hernández también se acerca al cuerpo. De su bolso saca unos guantes y un termómetro con una aguja. Se lo clava al cadáver a la altura del hígado. Levanta los párpados del fallecido y mira sus uñas. Apunta algunas observaciones en una libreta. Cascajales la mira con ojos como platos. El cabo Cañete se acerca a su superior y le pone la mano en el hombro intentando evitar la cólera del sargento. Cascajales se relaja por un segundo. Hernández mira a sus compañeros.
—La temperatura del hígado me indica que murió hará unas diez horas. Hay signos de lucha bajo sus uñas, ha debido resistirse. Parece un hombre corpulento, y seguro que ha podido arañar o herir a su atacante. Buscaré sangre más detenidamente. Parece, a simple vista, un crimen pasional o de odio, con referencias religiosas por la frase en la cara de la víctima, aunque aún es pronto para evaluar el móvil. Debemos dar parte cuanto antes al juez para que se lleve el cuerpo al forense y empiece el examen. ¿Quién ha encontrado el cadáver?
—Ha sido su mujer —contesta Barrieros sorprendido por ver a una mujer de uniforme y con ese desparpajo delante de Cascajales—. La hija todavía no ha llegado del colegio.
—Vamos a hablar con ella. Por favor, sargento, déjeme a mí. Hay que consolar a la testigo primero debido a los lazos con la víctima.
—Es una mujer de Ventura, seguro que puede arreglárselas sola. Pero adelante, haga lo que quiera. Tú, Cañete, date una vuelta por la ciudad a ver si se dice algo de esto. No quiero que cunda el pánico. Sólo quiero saber si es algo entre las familias, ¿entendido? Y tú, Barrieros, llama al juez y que venga cagando leches. Dile que ya sé que le tengo amenazado pero que se deje de mierdas y que por una vez haga bien su trabajo.
—A sus órdenes, mi sargento —saludan los dos a Cascajales.
El sargento se dirige hacia la cocina. Allí se encuentra otro de sus hombres alucinando con lo que está viendo. El agente se percata de la llegada de su superior y se cuadra.
—Sargento, lo siento. Ha llegado como un rayo, ha saludado, ha enseñado su placa y se ha puesto a conversar con la señora de la casa. No me ha dado tiempo ni a reaccionar.
—Tranquilo, Herreros, es de los nuestros. De momento.
Hernández consuela a la mujer y le saca la información necesaria. Después se la lleva hasta el hospital junto con el agente Herreros.
Cascajales mira el cadáver del concejal y se hace la pregunta que todo buen investigador debe hacerse para plantear una hipótesis:
—¿Y aquí qué coño ha pasado?
Cañete confirma a Cascajales que no parece cosa de las familias de Ventura. Las cosas están tensas, pero no es una forma propia de actuar para ellos. Prefieren liarse a tiros simplemente. Esto es algo perverso. El sargento recuerda las palabras de Hernández y piensa en el posible móvil religioso del crimen. Se dirigen a la iglesia de Ventura porque bien es sabido que el concejal y el párroco han tenido sus diferencias.
La iglesia es un edificio mezcla de estilo neogótico y estilo brutalista que se sitúa en el extremo norte de la plaza de la ciudad, frente al Ayuntamiento. Una vez dentro del templo lo encuentran lleno de gente rezando, siguiendo la voz del jovencísimo cura Remigio. Las oraciones terminan y el templo empieza a vaciarse. Cascajales se sorprende ante la cantidad de turistas que hay dentro de la iglesia. Ventura siempre ha sido una ciudad de paso, no de turismo. Esto es algo nuevo para todos.
El sargento y el cabo llegan a la altura del cura Remigio. Saludan y comienzan a hablar.
—Esto es una bendición, sargento. Mire qué de gente.
—Ya, bueno, al caso. ¿Qué puede decirme del tercer mandamiento, padre?
—¿Santificarás las fiestas? Pues eso, fiestas religiosas en agradecimiento a lo que nos ofrece el Señor. Pero sus dudas religiosas se las podría resolver en privado, sargento, no mientras trabaja. Aunque ya era hora de que se pasara por aquí.
—No es para mí, es para un tema que tenemos entre manos. Y ese mandamiento es de los importantes, ¿no?
—Lo son todos, los diez. Es la ley del Señor.
—Ya, interesante. ¿Tan importantes como para matar a alguien?
—¿Perdone, sargento?
—A lo mejor sí —interviene Cañete.
—Bien es sabido que no te cae bien el concejal de festejos porque quiere que carnavales sea festivo, ¿no, padre?
—El concejal y yo hemos tenido diferencias, sí. Pero jamás haría daño a otro ser humano. ¿Le ha pasado algo al concejal?
—No se preocupe. Ya se enterará.
—Si no hay nada más y si me disculpan, me va a entrevistar la televisión. No hay reconocimiento oficial por parte de la iglesia del advenimiento mariano, pero aún así es importante ofrecer una opinión autorizada. La virgen María en Ventura… ¿Quién iba a decirlo?
A la salida otra vez son abordados por Barrieros. En esta ocasión todo ocurre en uno de los prostíbulos de la ciudad.
Al llegar se encuentran con todas las chicas reunidas en el salón principal llorando. Por una de las puertas aparece uno de los hombres de Cascajales vomitando, llorando y exclamando por el horror contemplado. Hernández permanece de pie junto con las chicas esperando órdenes. Cascajales la mira y señala con la mirada la sala. Ella asiente y los tres se encaminan al interior.
Es un cuarto amplio con una cama redonda en medio. Encima de la cama están sentadas tres figuras, dos hombres y una mujer, con las manos y los pies atados. Uno de los hombres y la mujer están desnudos. El otro tiene un traje de lino y un pañuelo azul turquesa alrededor del cuello y una gorra. Le falta medio bigote, como trasquilado. El análisis de Hernández determina que llevan tres horas muertos. La cama está girando en modo automático. Cañete la detiene desconectando el enchufe. Miran los cuerpos y sacan varias cosas en conclusión. Los tres no tienen párpados y parece que los ojos han sido rociados con lejía o algo similar por el olor que deprenden los cuerpos. Al hombre vestido le han clavado su gorra con varios clavos en la cabeza. Los tres presentan severos golpes contundentes en todo su cuerpo, probablemente con el martillo que hay tirado en el suelo. Hernández empieza a buscar huellas en el mango y en parte de la sala.
Hay una cámara frente a la cama y está en posición de grabar, aunque Cascajales comprueba que ya hace tiempo que la cinta se agotó. Hay un escritorio y un rudimentario equipo de montaje de películas. Una montaña de películas apiladas a lo largo de la estancia parecen rociadas con lejía. En una de las paredes hay un mensaje escrito: «no consentirás pensamientos ni deseos impuros». Cascajales y Cañete se miran.
—¿Ha visto alguna vez algo así, sargento?
Cascajales niega con la cabeza en silencio mientras contempla la pintada. Está bastante seguro que la pintura es sangre.
Hernández reclama su atención. Dice que está bastante segura de que los tres tienen semen en el pecho, probablemente del agresor. Pide a Cañete que apague la luz. De su bolso saca una luz ultravioleta a pilas y la pasa por los cuerpos. El fluido se ilumina con una luz blanca en la zona del pecho de los tres cadáveres… y en toda la cama, y en el suelo, y en parte de las paredes. La intensidad es distinta. El de los cadáveres parece más fresco.
—No hay duda, sargento. Se trata de un asesino en serie —sentencia Hernández—. Es el mismo patrón. Le mueve el odio y quiere dejar constancia de qué es lo que le guía. Ese mandamiento lo dice todo.
—¿Eso quiere decir que tenemos que esperar ocho crímenes más? ¡No en mi ciudad! Cañete, haz una lista con los que han pecado en esta ciudad.
Cañete permanece en silencio esperando que su sargento caiga en la cuenta de sus palabras.
—Vale, no lo hagas, es una estupidez como la copa de un pino hacer semejante lista en esta ciudad.
—¡Sobre todo en la parte del «no robarás»! ¡Y las risas con el «no matarás» van a ser pocas! —dice Barrieros desde la puerta que se ha asomado a ver qué pasaba en la estancia.
—A tomar por culo de aquí, agente —ordena el sargento Cascajares a la par que se le hincha una vena que atraviesa su frente presa de la furia.
***
El sargento y Cañete deciden acercarse por la noche hasta la zona en la que ocurrió el avistamiento de la Virgen María en un intento de buscar pistas. Cascajales cree que si el móvil es religioso, es muy significativo que los asesinatos hayan empezado poco después de los acontecimientos ocurridos en el manantial. Todo parece obra de un fanático religioso, y el sargento sabe que este tipo de sucesos con alto grado religioso suelen atraer a un sin fin de gente mentalmente inestable.
—Tronados, tarados, psicóputos, gente con la olla mal cerrada, personas de mente distraída, con menos de dos dedos frente, a los que les falta un apretado de tornillos, enfermos mentales profundos… gente de poca confianza. ¿Y sabes dónde viven casi todos esos? Exacto, en Madrid. Esta mierda nos ha saltado en la cara —refunfuña el sargento mientras se enciende un Ducados tras otro sentado en el asiento del acompañante del coche patrulla.
—¡Sargento, que ya hace un año que no fuma! Recuerde que el médico le dijo…
—¡Me la suda! Seguro que el médico es de Madrid. Siempre jodiéndome, esos cabrones. ¡Que vengan ahora a decirme que soy un paranoico! ¡Me van a lamer las pelotas! ¡Lo dije! ¡Ventura está maldita! ¡Y esos inútiles de la capital nunca me han escuchado!
Al llegar recorren la zona a pie. Usan linternas potentes para iluminar la zona. Cañete repara en la sombra de la pared con la supuesta forma de la Virgen. Huele a humo y pólvora. Cascajares encuentra un trozo de una anilla oxidada y antigua, probablemente de un arma explosiva según su criterio y su conocimiento militar.
Suben a lo alto de la colina, el principio del manantial y ven que hay varios fardos tirados por el suelo y una mesa. De repente un sonido acoplado y una potente luz los ciega. Intentan discernir lo que está pasando. La luz está cada vez más cerca de ellos. Desenfundan sus armas siguiendo su entrenamiento y su instinto. Cañete no puede evitarlo y exclama a media voz.
—¿Virgen María?
De repente una potente y profunda voz rompe el pétreo silencio que suele ser normal en esta zona.
—Amigos de lo desconocido, nos hemos topado con los investigadores de la ley que quieren resolver el misterio de la aparición de la llamada «Virgen del Perpetuo Manantial». Amigos de la Ley, ¿qué pueden aportar a estos hechos? ¿Es un fraude? ¿Es real? ¿Cuál es la versión oficial?
Cascajales de repente tiene bajo su boca lo que parece un micrófono. Cuando sus ojos se adaptan a la luz discierne lo que parece ser una cámara al hombro con un potente foco. Cañete también se ha dado cuenta. Se pone a saludar a la cámara y a colocarse el tricornio. Cascajales se aclara la garganta.
—Ejem, bueno yo, estooo, en fin, la Guardia Civil se ha personado en la zona de los acontecimientos en busca de más pistas que ayuden a esclarecer los hechos acaecidos el 3 de abril de 1983, siguiendo el protocolo de investigación establecido para…
—Amigos de lo desconocido: es hora de plantarle cara este hecho. Yo, Horacio López, envidado por el programa La Puerta del Misterio, de nuestro querido inspirador Jiménez del Oso, voy a decir la verdad. Si trazamos una vertical desde el punto mismo del acontecimiento hacia las estrellas, el extremo tocará la Vía Láctea en Alfa Centauri y atravesará el punto exacto de la ventana de entrada de las naves espaciales que provienen del espacio profundo. Tengo pruebas irrefutables para demostrar que lo que aquí se cree que es la Virgen, es en realidad una enviada hembra alienígena cuya misión es aparearse con el mejor espécimen de macho humano que encuentre en esta zona. Hemos pillado a la Guardia Civil in fraganti intentando manipular cualquier evidencia que conduzca hasta el conocimiento de la verdad que relato. Menos mal que estoy aquí para evitarlo. Llevo todo el día investigando en el pueblo de Ventura y cada vez son más los que se quitan la venda de la religión para ver más allá. Mis palabras están calando en Ventura y no serán calladas por los agentes al servicio de los que nos quieren ocultar la verdad…
—A tomar por culo todos. ¡Para Madrid os mando cagando leches! —aúlla Cascajales mientras dispara su arma al aire.
El cámara y el presentador salen por piernas del lugar, y el cabo Cañete intenta sosegar a su airado sargento.
A la mañana siguiente Cascajales y Cañete, junto con Hernández, toman café viendo el cadáver del presentador y del cámara. Están en la habitación del hotel donde permanecían durante su estancia. El presentador está con su torso sobre un taburete sin pantalones y con el objetivo de una Betacam introducido en el recto. El resto de la Betacam que asoma está sostenida por el cadáver del cámara al que le han clavado un hacha en la cabeza. Tiene una señal en su cuello con dos formas cilíndricas, una junto a otra. Hernández cree que son la boca del cañón de una escopeta recortada. Cascajales concluye que obligaron al cámara a punta de escopeta a introducir la cámara por el ano de su compañero.
En el suelo hay otra frase escrita con sangre que reza: «no levantarás falsos testimonios ni mentirás».
***
Los tres guardias civiles miran las fotos de los crímenes esparcidas sobre una gran mesa de cristal en la sala de pruebas del cuartel. Allí permanecen en silencio estudiando todos y cada uno de los detalles de los crímenes.
Cascajales no oculta la preocupación en el rostro. Es la primera vez que se enfrenta a un asesino múltiple en serie, y el reloj juega ensu contra. Si los indicios son correctos, puede cometer varios asesinatos más. La voz ya está en la calle y el alcalde no hace más que llamar para que se resuelva cuanto antes esta situación. La gente está inquieta y los turistas empiezan a abandonar Ventura, cosa que por otro lado alegra al sargento en grado máximo. Lo malo es que después de estos turistas vendrán otros más tarados con sus teorías y sus estudios extraños y morbosos sobre «la España Negra» y sus crímenes horribles cometidos por paletos. Cascajales odia el término «paletos». Es denigrante, sobre todo porque piensa que toda ciudad no es más que un pueblo mucho más grande y que la gente se mueve en torno a unas cuantas calles cerca de su hogar, como en cualquier pueblo. Son paletos, de ciudad, pero paletos. A pesar de que sus pensamientos se han ido por un momento hacia el odio salta como un resorte cuando descubre algo.
—¡El bigote!
—¿Perdón, sargento? —pregunta Cañete.
—El bigote del director de cine porno. Está como trasquilado. Eso es una pista. No está cortado, ni arrancado, ni afeitado. Está trasquilado, como si fuera lana. He pasado muchos años viviendo aquí y sé la diferencia.
—Eso puede reducir la lista de sospechosos. Pocos saben manejar una trasquiladora —apunta Hernández.
—Bueno, hasta ahora la lista de sospechosos era de lo más variada. Oscilaba entre todo el pueblo, el Charles Manson, el Papa y pocos más —suelta socarronamente Cañete.
—¡A callar! En realidad creo que podemos reducirlo a uno. ¿Quién es la persona que falta desde hace un tiempo, y que además sabe trasquilar? ¿Ese tal Charles Manson sabe trasquilar?
—¡Venancio! Desapareció tras el tema de la Virgen —contesta el cabo.
—¡Exacto! Tiene la fuerza y los medios para hacer todo esto. Conoce el pueblo, tiene armas y puede que esté alterado tras la aparición. Hace una semana que no se le ve por ningún lado.
—Esa teoría es débil, mi sargento. Eso no se puede sostener sin pruebas. No podemos culpar a nadie por una intuición —dice Hernández mirando las fotos, evitando la mirada de Cascajales.
—Tienes razón. No tenemos huellas directamente, pero seguro que la sangre encontrada bajo las uñas del concejal corresponderán a un hombre. Y estoy seguro que el hacha de mano encontrado sobre la cabeza del cámara es muy típica de por aquí para cortar leños pequeños y poder hacer fuego a la intemperie.
—El concejal estaba abierto en canal, como en la matanza del cerdo —añade el cabo.
—Está claro que tiene que ser del pueblo. Ventura ha engendrado a otra bestia más. ¿Cuántos engendros caben en esta tierr!? —exclama el sargento golpeando la mesa con el puño—. El ovejero es un buen comienzo. Algo me dice que no está escondido en las montañas. Está moviéndose entre la gente para esta locura insana.
—Para él es el fin del mundo. Puede cuadrar. Es como Dante o los escritos bíblicos sobre la llegada del Apocalipsis. Muchos se creen la mano ejecutora de la voluntad de Dios. Hay estudios al respecto. Como he dicho, la Divina comedia…
—¿Una comedia? —interrumpe Cañete a Hernandez—. ¿Como Los energéticos? ¿Una españolada? ¿Qué tiene esto de gracioso?
—Da igual, cabo —suspira Hernández.
—Orden de búsqueda para Venancio. Que se le localice, pero que nadie intervenga o intente pararle solo. Es peligroso.
—Sargento, llevamos toda la semana buscando a ese hombre y no hay manera de encontrarle.
—Esto ya no es una búsqueda. Es una caza.
Cañete descuelga el teléfono de la sala, da instrucciones precisas a su interlocutor. Una alarma empieza a sonar en el cuartel para poner en guardia a todo el personal. Cascajales revisa su arma. Tira de la corredera y salta una bala de la recámara. La agarra con la mano en el aire. Se la muestra a Hernández y mira a la mujer con una mirada dura.
—Norma número uno de Ventura: siempre reserva una bala. Nunca sabes para qué la vas a necesitar.
—Sí, mi sargento —obedece Hernández, e imita el gesto de su superior.
Cascajales asiente satisfecho.
—Tienes dos buenos ovarios, hembra. Me gusta, joder.
Cañete observa la escena mientras habla por el teléfono. Una sonrisa socarrona se dibuja en su cara. Sabe que su sargento es un buen hombre que sólo quiere que su tropa llegue viva a casa, y sabe reconocer a los buenos, lleven pantalón o no.
***
La ciudad de Ventura se vuelve loca. El rumor de un asesino en serie se ha extendido. Los vecinos reaccionan con miedo y temor. Muchos se organizan en patrullas vecinales para ofrecer seguridad y protección. Ventura es una ciudad armada y es fácil encontrar gente con escopetas saludando a sus vecinos para tranquilizarles y poder ofrecerles un descanso pacífico por la noche.
Cascajales no ha querido hacer público el nombre del principal sospechoso. Ha preferido quedar como un oficial despistado delante de los periodistas y las cámaras antes que ofrecer información. Sabe que con todo este revuelo va a ser más difícil para el asesino moverse y actuar.
Los turistas sacan fotos. Nada les detiene. Siguen llegando autobuses y coches con gente para ver el lugar de la aparición. La calle se llena de puestos improvisados y tenderetes que ponen a disposición del turista todo lo que es necesario para su supervivencia, como por ejemplo la taza recordatorio de su estancia en Ventura, la camiseta con una virgen María impresa, la camiseta burlándose de la aparición, bolígrafos impracticables por sus dimensiones con la tinta seca, trabajos en alfarería en su amplio espectro desde botijos hasta cucharas soperas mal pintadas con un imagen de Jesucristo al lado de la virgen, llaveros de todas las clases y colores junto con pulseras de lana de la zona y carteras y bolsos en cuero apestoso mal curtido con la bandera de Ventura como decoración estándar. Aparte de los puestos tradicionales de comida rápida en su versión casquería que deleitan con manjares como gallinejas, mollejas, entresijos, calamares, callos, madejas, criadillas… cualquier cosa metida entre dos panes de chicle es ofrecido al turista que, acostumbrado a la comida de ciudad, encuentra en dicho bocadillo un mundo de placer gastronómico elevado a la enésima potencia, cosa que también encontraría aunque se metiera tierra y piedras dentro de la boca por el simple hecho de la creencia popular de que en el pueblo se come mejor.
***
Transcurren dos días y no hay rastro de Venancio. La lista de sospechosos no se ha cerrado, pero el objetivo sigue siendo el mismo.
Los ánimos están caldeados por el cuartel. En la sala de investigaciones se nota la tensión. Cascajales empieza a echar humo inquieto y habla de la posibilidad de tender una trampa al pastor. Hernández ha estado ocupada buscando más pista y leyendo informes de los forenses. La teoría del sargento puede ser cierta. En sus pesquisas ha hecho un perfil psicológico concreto de la persona que puede ser el asesino. Hombre, entre veinticinco y treinta y cinco años, alto, fuerte, diestro, con personalidad múltiple que queda oculta porque se comporta en sociedad como un individuo agradable digno de confianza. Es narcisista, egoísta, solitario, paranoico y fetichista.
De repente un grito sacude la tranquilidad del cuartel. Hernández y el sargento salen corriendo hacia la recepción. De allí ha venido el grito. La escena que se encuentran al llegar es dantesca. La señora Rocío Ullastres ha chillado, mientras esperaba a que se le atendiera, al contemplar a un hombre que entraba en la estancia con el torso desnudo, blandiendo un cuchillo ensangrentado en una mano y una escopeta recortada en otra. Está sangrando por todo su pecho por lo que parecen heridas causadas al tratar de escribirse una frase en el pecho: «Amarás a Dios por encima de todas las cosas». Ignacio Caetano y Fulgencio, que estaban de guardia en la recepción han desenfundado sus revólveres para apuntar hacia el hombre y le ordenan que suelte sus armas.
Cascajales y Hernández también desenfundan. Cascajales identifica al hombre. Se trata de Venancio el ovejero. El pastor pronuncia una letanía suavemente entre labios.
—Purifica el mundo, purifica el mundo, purifica el mundo… —dice susurrando.
Venancio suelta las armas y levanta las manos. Está muy sucio y tiene muy mal aspecto.
Hernández tiene la impresión de que ese hombre ha pasado mucho tiempo sin dormir. Al acercarse al sospechoso se fija en que su cuerpo tiene cientos de cortes mal curados e infectados. Muchos de esos cortes son palabras o frases de la biblia escritas sobre su piel. Ignacio y Fulgencio esposan a Venancio y lo llevan hasta una celda. Cascajales permanece mirando las armas pensativo.
—Todo ha acabado, sargento. Parece que se ha entregado —dice Hernández.
—No lo sé, Rebeca. Algo me dice que esto puede ponerse más feo —dice Cascajales mientras se rasca la cabeza por debajo del tricornio.
Venancio está sentado en su celda mirando a las tres personas que lo contemplan desde el otro lado de las rejas. De sus ojos caen lágrimas. Está nervioso y no deja de mover una pierna impulsivamente.
—¿Por qué te has entregado? No me entra en la sesera —pronuncia el sargento Cascajales.
—Por que yo soy el peor. No voy a acabar la obra que se me ha encomendado. La virgen me habló, pero me he dado cuenta de que yo no puedo seguir. He cometido muchos pecados —balbucea Venancio mientras llora.
—¿La virgen te ha ordenado hacer esto? —pregunta Cañete.
—Ella en toda su pureza me dijo lo que había que hacer.
—Y dices que no quieres seguir porque eres el mayor de los pecadores. El que no sigue los diez mandamientos —dice Hernández intrigada.
—Sí, señora, ese soy yo. He robado para comer. He tomado el nombre de Dios en vano porque no he sido capaz de acabar mi labor, y la palabra de la Virgen es la de Dios. Y por mucho que he amado ha Dios aquí estoy llorando como un estúpido chiquillo. Y por último he codiciado lo que otros tenían.
—Pero faltan mandamientos, como el «no matarás». Ese es el primero que has cometido —señala Cascajales.
—No, sargento. He matado, pero el verdadero asesino será el cabo Cañete.
—¿Cómo dice, Venancio? —sonríe Cañete.
—Sabía que me estaban siguiendo así que yo me he dedicado a vigilarles a ustedes. Son impresionantes pero todo el pueblo estaba revolucionado, así que me ha sido fácil echarles el ojo encima. Y ahí descubría al cabo Cañete y su vida. Una vida perfecta, con un buen trabajo, una mujer y un niño en camino. Todo muy bonito. Lo codicio porque yo no lo tengo. A lo mejor no me lo merezco y el Señor tenía otro plan para mí, pero lo envidio. Y ese es otro mandamiento que no he seguido.
—¿Pero qué cojones? —se enfada Cañete.
Cascajales llama por un teléfono que hay en la mesa del guardia de los calabozos y pide que manden una patrulla inmediatamente a casa de Cañete.
—Es muy bonito, Cañete. Y seguro que el niño también va a ser bonito —sonríe Venancio—. La cuestión es si va a saber esa criaturita honrar a su padre y a su madre. Yo creo que no.
Suena el teléfono. Cascajales descuelga. Se oye una voz amortiguada chillando al otro lado. Cascajales cuelga y mira a Cañete.
—Cabo, no pasa nada. Voy a coger su arma tranquilamente. Míreme a los ojos, cabo. Vamos, Cañete, confía en mí.
—¿Qué ha pasado, sargento? —pregunta Cañete con los ojos llenos de lágrimas mientras desenfunda despacio su arma.
—Nada, Cañete. Tú y yo nos vamos de la sala a hablar. Hernández se va a quedar aquí vigilando. Todo va bien.
—¿Sargento qué ocurre?
—Tu mujer también lloró cuando le saqué a tu hijo de su vientre. Vi en sus ojos un poco de felicidad, pero murió pidiendo que no matara al niño —chilla Venancio.
Cañete se vuelve y dispara sobre Venancio. Dispara y dispara hasta que Hernández se echa sobre él para que pierda el equilibrio. Cañete y ella caen al suelo y el cabo se hace un ovillo y comienza a llorar.
Venancio está sentado y acribillado. La muerte se lleva consigo su pobre alma. Cascajales y Hernández no pueden evitarlo y dejan caer lágrimas de rabia. Levantan al cabo y se lo llevan en busca de ayuda psicológica al hospital.
Los disparos han atraído a más guardias civiles. Cascajales tiene que poner orden y sosegar los ánimos de todos los compañeros. Las noticias han volado como la pólvora y el sentir por la pena de Cañete se ha fijado en sus corazones. A pesar de todo esto ya se ha terminado.
***
Días después de los acontecimientos de los calabozos Cascajales inspecciona el cuartel de la Guardia Civil.
—Barrieros ¿qué son estos fardos tirados en el suelo del almacén? —grita el sargento con toda su capacidad pulmonar.
—Cocaína y speed, sargento. Se los quitamos a unos punkis. Los muy cabrones salieron pitando.
—¿Dónde?
—En lo alto del manantial. Nos vieron venir y echaron el contenido al agua. Luego pusieron pies en polvorosa. Los seguimos pero se nos escaparon, mi sargento.
—¿El manantial has dicho?
—Todo fue culpa de la Virgen, sargento. Seguíamos a los sospechosos cuando recibimos el aviso de las chicas heridas y que el ovejero había salido corriendo. Si no es por eso, no hubiéramos dejado la persecución.
—¿Coca y speed? Menudo cóctel.
—Como para ver la cara de los ángeles, mi sargento.
—¡Exacto! —sonríe el sargento Cascajales mientras se enciende un puro satisfecho por encajar una pieza más del puzzle de la vida.
Mira por un ventanal del cuartel de la Guardia Civil y contempla satisfecho la puesta de sol en Ventura. Ha pasado un día más y la ciudad sigue en pie. Una calada de satisfacción llena de humo su boca. Los últimos dramáticos acontecimientos le han endurecido aún más. Lo único que siente es que tiene que mejorar para poder proteger a sus chicos, los hombres de la benemérita en Ventura y una chica, porque gracias a ellos se salvan vidas y hacen del pueblo de Ventura un lugar donde poder vivir.
Comentarios
Me parece muy requetefeo que te rias de Friker y de los hechos irrefutables. ;(
Era un homenaje.