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Virgencita del lorazepam y la clozapina

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Me pregunto quién inventó el corazón humano. Dímelo, y muéstrame el lugar donde lo ahorcaron… por cabrón.

Lawrence Durrell, parafraseado

Y el ángel… no anunció a María

Un mundo edificado desde la periferia, pero con vocación de centro excéntrico se despereza una mañana de marzo, después de dos largos días de lluvia. Está asomando el sol y todo está cubierto por un tufo húmedo que queda anidado en las grietas de pisos y paredes. Las agujas de los relojes siempre se mueven más lentas en los bajos de los pisos de protección oficial.

A M. le despertó la tensión de su cuerpo dolorido, agotado por un sexo no deseado, un latido de dolor en el pómulo izquierdo y un regusto a resaca en la boca; el hombre que estaba a su lado le seguía acariciando el sexo. Ella le apartó y dejó la cama dando un salto. Mientras, el hijo grita en la cocina esperando el tazón de leche con cereales, siempre correteando descalzo en vez de caminar, apenas roza el suelo y no rehúye el frío ni la humedad.

M. intenta coger al niño en brazos.

—Mira, hoy me trajeron un niñín, un nene, que se parece a ti.

Se sienta por un ratito. La pereza la vence. Al ver que el niño sale corriendo en dirección a la galería de atrás, le dice:

—Tráete la leche de la nevera.

Al instante. Un grito desconocido llega del fondo. Sale corriendo y ve al pequeño que se sacude colgado de las manos de la puerta de la herrumbrosa nevera. Las piernas y pies húmedos barren el piso sin control, toma las muñecas delgadas del niño y con toda su fuerza trata de arrancarlo de la máquina infernal. Siente que un temblor intenso la atraviesa desembocando en su pie derecho, y bruscamente los dos caen al suelo, quedando el niño extendido, de espaldas. M. puede incorporarse, gimiendo, temblando, aterrorizada le da la vuelta para ver su pequeño rostro boquiabierto, los ojos cerrados, los labios y nariz azulados, lo zarandea tratando de hacerle reaccionar. Sigue inmóvil. Llora a gritos, le sacude los hombros, le golpea el pecho, y comienza a articular un socorro que a medida que lo repite es más claro y contundente; el rostro, pies y manos ya están de color violeta.

M. se desespera y no entiende cómo sigue sola junto al cuerpo inerte de su hijo, segundos, minutos, años, no existe la dimensión del tiempo ante la muerte así instalada sin aviso alguno. Llegan diez, quince minutos más tarde, no sabe, los pocos vecinos que aún permanecen en sus casas, veinte, treinta minutos, no sabe, policías y sanitarios. El estrecho pasillo y la cocina se llenan de espectadores.

Al principio, estaba tan lejos que no podía verla con claridad. Venía despacio, deteniéndose de vez en cuando, pero no dejaba de avanzar. Y progresivamente se hacía más y más grande, y más y más completa era la persona. Llevaba un camisón de seda de imitación verde selva, unos calcetines gruesos de lana y una goma en el pelo, en la mano un cartón de leche. Se movía despacio y los objetos y las personas se abrían y separaban como si les pidiera cortésmente que le hicieran sitio para dejarla pasar.

Por fin llegó, y comenzó a derramar una luz blanca, como leche, que parecía gozar de la virtud de fijarla, un ácido que corroe cuanto no era esencia, cuanto era superficial. Todo se desprendió de ella: las nubes, el camisón verde, los calcetines gruesos y la goma del pelo. Allí abajo estaba el duro suelo de la vida; aquí, la mujer en sí misma, se encontraba en pie y desnuda rodeada de una luz despiadada. Y nada había ya. No había miedo, no había puñales clavados en corazones abiertos, no había lágrimas de sangre, no había pensamiento. Y nada había ya, sólo la luz, toda la luz. 

Mi martirio en ti tiene lugar.
Hija mía, sigo aquí, conmigo no caminarás a oscuras.
Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo...

De manera completamente inesperada y, por primera vez en su vida, tuvo una visión clara de algo… No vio nada nuevo, pero vio todas las cosas habituales de una manera distinta. Percibió un extraño esplendor en lo vulgar. Por una vez, al menos, en medio de la mierda de su vida fue testigo de algo que no era ordinario ni mísero, como si en el cine interior la película habitual en gris marengo y fundidos en negro hubiera sido coloreada.

«Trastorno de estrés postraumático», dijeron cuando despertó en la cama del hospital. Tenía vendados los brazos y las manos. Le contaron que se había pasado una semana en un estado de profunda agitación nerviosa, gritando y tirando todo cuanto encontraba a su alcance. Tuvieron que sedarla varias veces. Ningún órgano interno estaba dañado. «¡Sólo el cerebro!», pensaban las auxiliares que habían tenido que sujetarla a la cama para que no se lesionara.

—Vi a la Virgen. Vi a la Virgen, vi a la Virgen, vi a la Virgen, os digo malas putas que vi a la Virgen… ¿Por qué coño no me creéis?

—¡Esto no es una película de Almodóvar, bonita! —le gritó la auxiliar que intentaba cambiarle los vendajes esquivando sus reveses, cansada de tanto aspaviento incontrolado.

—Y… y con una mano larguísima y blanquísima toca estos reptiles y mariposas disecadas que alguien dejó olvidados. ¡Y reviven! ¿Me entiendes? Salen volando y reptando de allí, ¡vivitas y coleando! No me digas que eso no es un puto milagro… La vi, ¡vaya si la vi!

El éxtasis… es la voz del cuerpo quebrantado

No ha tenido una madre que la proteja. Ni un padre orgulloso de sus calificaciones escolares. Ni un hermano pequeño. Traumas, por todas partes: los acumula como las sesiones en el edificio de salud mental. El examen de conciencia que se hace mientras espera la fatiga más que estar delante del psiquiatra. Perdió la convicción ante la puerta de la sala 3, entre propaganda atrasada y un cartel de «No abrir, espere a ser llamado».

Divaga siempre entre la ira, la tristeza y el no-valgo-nada. Es como tener barro seco por dentro. Si piensa en su familia piensa en culpabilidad, venganza y cariño, pero no sabe expresarlo bien. Semejante tríada es atroz. Lo mismo es sólo una peculiaridad de las familias desestructuradas. Sus novios siempre han sido personas o engendros muy especiales, tan especiales que coleccionaban más problemas que ella misma, no sabe si por casualidad, o por simples ganas de joder. Lo cierto es que siempre la lanzaban al abismo o a la huida. Demasiadas facturas emocionales sin cobrar. No sabe prescindir del dolor en ninguna de sus fases, ya moleste, hiera o la destroce.

Es una existencia narcótica, ha tomado y mezclado todo tipo de cócteles antidepresivos de venta en el mercado libre. Es a veces visionaria, otras puta a regañadientes, otras sólo un ovillo de lana desmadejado. Y que se le haya muerto un hijo… no parece el currículo más apropiado para acabar siendo la representante en la tierra de la mismísima madre de Dios, aunque hay tanto desencanto en ella que no es de extrañar que el mismo Dios y su santa madre, en proyección astral, hayan venido a disculparse.

Decían que su resurrección no estaba en las pastillas, pero que la ayudarían. La culpa, según ella, la tiene esa gilipollas de los servicios sociales y ese doctor de mierda que no la entiende, no la cree, y no la receta. Y el asco. Y el cepillo de dientes que le produce arcadas por la mañana. La culpa la tiene la pena y lo poco que le deja para pensar en otra cosa que no sea una lista de la compra, el pollo y sus virtudes acuáticas en la sartén, el boquerón frito y las judías verdes. «Trastorno delirante de conversión», le diagnosticaron.

¡Todo puede suceder en un segundo! Es tan jodido enfrentarse al dolor. Sentimos la punzada, y decimos: es culpa de él, o culpa de ella, o culpa de mi madre, o culpa de mi padre, o culpa de Dios y su santísima madre. Y tratamos de hacer algo, tratamos de desprendernos de él a cualquier precio. ¡Sentimos dolor! Chascamos la lengua, tragamos y fuera ese dolor.

El doctor tiene razón. Nadie merece ser anunciada para pasarlo putas. Cada mañana esquiva al vuelo el contorno de un ángel en los azulejos de la cocina. Cada noche acaba estrellándose contra una pipa de vidrio. No duele demasiado, sólo necesita que le haga llorar en vena para seguir respirando un poco más. Corre, vuela, detrás de cualquier ángel anunciador que le señale el sitio donde mejor paguen el oro por miligramo de felicidad. Vende medalla de comunión con fines terapéuticos, es el único tratamiento que conoce contra la repugnancia de los encuentros breves con hombres impíos, de los billetes que dejan sobre la mesilla, todo le produce depresión, quiebra intestinal… y más asco.

¡Maldita sea! La vida es una maldición en términos prácticos, le queda grande de sisa y de orgullo, que la deje morir así sólo le asegura un entierro municipal de oficio y un coro de plañideras de serie. Un valle de lágrimas, baboso y pegajoso, en donde no sabes si sufres porque estás vivo, o sufres porque te estás muriendo. No señor, no es vida.

Durante todo el día de ayer sintió una gran soledad. Como estaba ya con pena se le comenzaron a entumecer las manos y se quedó como encajada. Antes, cuando le llegaba la pena y no lograba sacarla fuera y patearle el culo, gritaba sin proferir sonido alguno hasta que se mareaba del esfuerzo. Cuando se recuperaba sentía descoyuntados los brazos y dolor en el pecho, como si se le fuera a quebrar. Hasta oía ese ruidito, igualito que cuando rompes un esqueleto de gallina para caldo. Crac, a la olla.

Entonces ocurre. Abre los ojos y la ve. Primero un rostro conocido que la mira con ojos congelados igual que una madre censora que te ha pillado en falta. Veía su aureola. La aureola de la suprema virtud tras las celosías en las clausuras, y del vicio supremo tras los rincones en los prostíbulos. La misma aureola que encuadra los místicos semblantes de las ya infecundas vírgenes por la plegaria como los cínicos rostros de las infecundas prostitutas por la blasfemia.

Las calles del Cielo están llenas de pecadoras que han sido perdonadas.
Tenía una corona y la llenaron de espinas los hombres ingratos.
Mira mi corazón. Te dejo un hueco en él. Pobre alma victima…

Al principio pensó que era una nueva alucinación, viendo, oyendo, oliendo, vistiendo como ella, misma camiseta con un dragón oriental pintado de purpurina que se ríe abriendo sus fauces hacia una pareja de garzas azul cobalto, que alzan el vuelo hacia su cuello, mismos pantalones de cuero ceñidos, mismos tacones de aguja manchados de polvo, pero no. No podía dejar de mirar la imagen que se desgastaba ante sus ojos, sus íntimos desmoronamientos, su fluidez decisiva, la evaporación de las células, los bordes estirándose buscando el centro, y no hay centro.

—Me llamó hija mía… corona de espinas, me enseñó el corazón…

Su iglesia… un refugio rojo burdel

La Santé la acunó durante más de una década en el difícil viaje a la predestinación, fue la única puerta abierta en un laberinto de cerrojos sordos. La aproximación a la vida de santidad no es fácil; trata inconscientemente de mantener el pulso entre la fascinación por la insensibilidad y los roces con la realidad. En su trapecio particular, La Santé ancló los puntos de equilibrio necesarios para evitar que muriera una y mil veces.

La Santé es un lugar especial, un palacio de espejos dorados y sillones rojo burdel. Está en un barrio vulgar, entre tiendas de todo a cien, restaurantes de fast-food y portales de prostíbulos. Le gusta porque es la vida misma, con sus pocas virtudes, con sus muchos defectos conocidos, los de los borrachos de barra, los de las prostitutas que acaban su servicio buscando un disparo de anestesia tardía, los de los adolescentes sin maldad aún: lo sabe porque tararean al Cigala, cree que nadie carece de alma si pueden llorar lágrimas negras…

Se puede acurrucar en uno de sus sillones, sola o en compañía, vocear, leer o tararear lágrimas negras:

Sufro la inmensa pena de tu extravío,
siento el dolor profundo de tu partida.
Y lloro sin que tú sepas que el llanto mío
tiene lágrimas negras,
tiene lágrimas negras como mi vida…

La Santé fue su iglesia. Cada tarde se mecía en sus sillones rojo burdel y buscaba con avidez en el café caliente, o en el vodka reparador, el encuentro y el diálogo con su imagen divina. Su sermón es más silencioso de lo que parece, se mueve en otras coordenadas espirituales, su lengua perturbada y alucinada arrastraba a la más culpable de las curiosidades, saber si estás ante una loca de remate o una iluminada.

La frase con la que abría sus homilías era «Todo es sagrado». Podemos entenderla justo como lo contrario, sin desvirtuarla ni siquiera un poco, porque busca redimir hasta lo más vulgar y nimio. Los presentes en el conciliábulo le respondían de todo: «todo es maldito», o «todo es profano», o «todo es uña», o «todo es plástico», aunque la más cebrada era «todo es una mierda».

—Todo es sagrado.

Sus brazos se abrían en abrazo conciliar.

—Lámpara es a mis pies tu palabra.

Eso lo leyó en una estampita que le dieron las sores que visitan a los enfermos en el hospital y le suena tan bonito…

—Nadie que crea en ella se irá al infierno. 

M. sabe que el infierno no tiene límites precisos, para ella no hay espacio libre de vértigo.

—Obtendréis el perdón de vuestros pecados para que merezcáis el olvido de ellos.

Su rostro se transmuta. ¡Que mayor don que vivir mansamente al amparo de la amnesia!

—Decidle adiós a la basura de vuestros corazones y vientres y caminad por el mundo bajo la gracia de esta hada madrina.

Es, en ese momento, cuando los corazones estallan.

—Así sea.

—Amén.

—¡Olé!

Resuenan en la parroquia de La Santé.

—¡Dichosas son las desterradas, las marginadas, las que en la obscuridad de su intimidad blasfeman, las que conspiran, las que escriben su propio evangelio, porque suyo será el reino de los cielos!

Pero ese reino está muy, muy lejos, y ya no hay transporte público, sólo queda éste repleto de cadáveres, fisuras, apariciones, rojo, laberintos, deseo, astenia, sinestesias y vulgares y punzantes vidas rotas. Al dueño no le importan esos arrebatos. Los sermones de M. son ya parte de la carta de cócteles del local.

Se nota que tiene problemas con las palabras. Sus palabras se parecen demasiado a esas cortinas de plástico casi transparentes que se instalan en la ducha y no permiten nada más que adivinar las siluetas que se acercan. Andan enredadas entre su cerebro y su lengua, no tiene forma de verbalizar la pura devoción, se le desmoronan apenas pronuncias, pero continúan en extrañas sentencias mezcla de proverbios y letras de canciones. Una media docena de frases y tres clientes más agotan su discurso herético.

El cerebro de M. agiganta tempestades en el pequeño y confuso universo de su cabeza. Las uñas de la fiebre le serraban la frente; disociación de ideas, elasticidad del mundo en los espejos dorados de La Santé, fuga vertical, oblicua, en espiral, siempre en busca de una redención. La turbación es el fogonazo, la tembladera, el exceso de luz dentro de ti. Y luego ya viene todo lo demás: las nauseas, las alucinaciones, las sensaciones extrañas, el dolor. Pero lo primero, lo fundamental, es el resplandor: una luz muy brillante, como una bombilla de mil vatios delante de los ojos. Hay quien confunde una crisis con la Virgen María o con la Pachamamá.

La Santé, como otros bares, tiene una puerta de atrás, la puerta de atrás es un haz de luz que aparece de repente iluminando las tinieblas, una bragueta que se sube y una boca que se cierra; gente aspirando, tragando, masticando, quemando, gente buscando donde dormir y otras veces durmiendo, gente haciendo sus necesidades, gente buscando penetrar gente. M. a veces sale por ella cuando se queda más tarde del cierre, le gusta la sensación de viaje a la luz que le produce atravesar ese pasaje.

Estaba como dormida, ajena al mundo. Habría sido un decepcionante cadáver más si los servicios de urgencia no se la hubiesen llevado. Una bota había subido y bajado varias veces golpeándola de lleno, su corazón en diástole mortal mana sangre no licuada. Cada vez que la bota bajaba, subía su fervor.

Es la hora del ángelus… en la que los corazones se abren como llagas que se abren como fosas que se abren como plantas que respiran como sexos

La infamia no se extingue, ha anochecido y amanecido innumerables veces, exhibiendo por igual su opulencia y su hambre, vomitando caviar para dar de comer al hambriento, desalmada insistencia. Muchedumbre agitada, embistiendo, abriéndose paso a codazos, una suerte de corte de los milagros. En las calles los mártires rezan, de poco sirve. Por si no os habéis dado cuenta Dios se ha ido esta mañana, la ciudad sigue ahí fuera, y una mujer de palidez suicida será beatificada en el pabellón número 5 del psiquiátrico provincial.

Lleva un vestido con un escote cuadrado de flores estampadas, grandes ramos de color sangre antigua. No lleva adornos, ni cordones, ni ropa propia. Se ve que es un vestido que no le sienta, que le cae mal en los hombros, que no pega con la decoración de este lugar. Y este lugar es una sala neutra, con las mesas y sillas blancas y una pared también blanca con una pequeña boca de cristal, que a las doce en punto se abre para escupir una suerte de perdón químico convertido en hostia sagrada.

La luz que irrumpe por la ventana, poniendo un poco de talco en la sala y guantes blancos en las manos, le cae sobre la cara, el exterminio del rímel, el carmín extenuado de la boca, el destello fugaz de su cabello cuando mueve la cabeza, la carnicera de rojo pálido de cicatrices y quemaduras sobre su piel blanca… No importa acumular descripciones porque nada puede explicar por qué a las residentes del pabellón número 5 les fascina tanto la mujer de palidez suicida. Y ese cuello blanco que no sé por qué imaginan rodeado de cirios en un altar de vulnerabilidad y belleza.

Pasan el tiempo mirándola fijamente, extendiendo el silencio o parasitando una oración. Su actitud es a veces el reposo y otras el arrebato, de gracia o de furor, siempre los contrarios prontos a aniquilarse. Cada hora se van de algún lugar desmantelado de su cerebro, en el que no encuentran nada, a otro en el que tampoco les es posible dejar nada.

Lloran. No hay lágrimas, no están tristes, es la vida que les pone nerviosas y viscerales, el arrobo que enajena… Cierran los ojos para no ver a la mujer, no pueden con las ganas de estrechar sus manos, besar sus pies y rezarle:

Vuelve a nosotras esos tus ojos misericordiosos,
y en este destierro muéstranos la salvación…
¡Oh virgencita del lorazepam y la clozapina!
Noventa y cinco miligramos al día.
Danos la gracia…

Si lo real fracasa, tampoco importa: ¿quién lo necesita hoy?

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