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Vendetta

por

El hombre del maletín marrón, atravesó el hall del hotel, un sombrero de fieltro gris de ala ancha, un traje negro de corte británico y un abrigo gris oscuro de botones, largo, hasta la rodilla. Se acercó al mostrador de recepción.

—¿Algún mensaje?

—Sí, señor Asher, aquí tiene, lo dejó un joven hará no más de cinco minutos.

—Gracias.

Everett Asher cogió el sobre, sacó la nota y la leyó, sólo aparecía el nombre de una calle y la hora a la que debía estar allí.

Sonrió aliviado. Tras tres meses de discreto espionaje sobre las actividades de Mijail Volkov había podido adivinar con antelación dónde iba a tener lugar la cita, ahora sus sospechas habían sido confirmadas, la primera parte del plan estaba cumplida.

Salió a la calle, se detuvo bajo la marquesina del hotel, sacó un Chesterfield de una pitillera de plata elegantemente adornada y lo encendió. Exhaló la primera calada mientras examinaba ambos lados de la calle con la agudeza de un águila.

La lluvia, que durante todo el día había anegado las avenidas castigando el olfato de los transeúntes con una extraña mezcla de alcantarilla y gasoil había cesado ya. Pero el frío era aún insistente.

Se caló el sombrero mientras tomaba nota mental de los vehículos que había a su alrededor.

No le resultó difícil, siempre elegía este hotel cuando venía a la ciudad por negocios. Era confortable, céntrico y la calle a la que daba la salida era de aceras amplias y de calzada estrecha y de sentido único.

De la calle seguían llegando todo tipo de ruidos. Oyó los bocinazos de varios coches con prisas, una sirena de la policía en la distancia. Un vehículo con la música a tope pasó por delante del edificio.

Permaneció quieto durante un instante en medio de aquel mar de ruidos de la gran urbe. Llevaba dos años sin pisar la ciudad a la que había pensado no volver jamás. Se sentía como un bicho raro, sobre todo después de su jubilación.

Miró su reloj y comprobó la hora, las nueve de la noche. Hora de ponerse en marcha.

Se abotonó el abrigo con la vana intención de paliar el efecto que ese maldito viento del norte ejercía sobre sus ya cansados huesos y se dirigió al norte. Desde las amplias avenidas del centro hacia las oscuras callejuelas de los suburbios.

Caminaba despacio, aún tenía tiempo antes de acudir a su cita y quedaban un par de cabos sueltos por atar. Ya sólo faltaba que los actores se ciñesen al guión y que la coreografía fuese perfecta. Aunque sabía que todo plan, por meticuloso que hubiese sido concebido, debía dejar cierto margen para la improvisación.

Aunque Everett Asher no podía calificar a ninguno de los proveedores de armas que había conocido como un dechado de virtudes, sabía que Mijail Volkov no era especialmente conocido por su honestidad en este tipo de transacciones. Pero si ese puto tovarich chupapollas quería problemas los tendría.

Él estaba preparado. O al menos eso creía.

Sonrió al recordar la respuesta de su hermano cuando se le ocurrió preguntar, hacía ya casi más años de los que recordaba, si había alguna manera de asegurarse estar preparado antes de ejecutar una acción de campo.

—Si sales vivo es que, o estabas preparado o tuviste suerte, decide tú.

Un claxon de un coche cabreado le sacudió los pensamientos. Últimamente había notado que se quedaba ensimismado con más frecuencia.

—Everett, viejo amigo, demasiado que a tus sesenta y siete todavía puedes pensar con claridad —se dijo.

Una helada ráfaga de viento le golpeó las arrugas del rostro cuando giró hacia el este en la segunda esquina.

Un instante después, un Lincoln gris plata se puso en marcha, pasó por delante de la puerta del hotel dirección norte y giró hacia el este en la segunda esquina.

Otro instante después un Sedán marrón se puso en marcha, pasó por delante del hotel dirección norte y giró hacia el este en la segunda esquina.

Evertt Asher anduvo veinte minutos a paso lento, cansado. Simular estar en peor forma física a los 71 años de la que estaba constituía una estrategia defensiva instintiva, que le había sido eficaz en más de una ocasión, nadie espera que un viejo que arrastra los pies pueda hacerte frente en una pelea cuerpo a cuerpo. Lamentablemente, también había descubierto que cada vez tenía que disimular menos.

Supo de la presencia del Lincoln desde que dobló la primera esquina, la verdad, el camarada Volkov le había defraudado un poco. Ni siquiera habían cambiado el vehículo espía al que tuvo que dar esquinazo la noche anterior. Aficionados.

Giró a la izquierda y cruzó la calle despacio, despachó miradas fugaces al Lincoln a fin de averiguar cuantos rusiskis había dentro, necesitó dos giros a la derecha, dos a izquierda y cruzar la calle una vez más para distinguir a los tres ocupantes. Putos cristales reflectantes…, o eso o definitivamente se estaba haciendo viejo.

Siguió andando mientras pensaba en Volkov, después de sus averiguaciones sabía que tenían algo en común, ninguno de los dos quería que el intercambio se llevara a cabo con la supuesta normalidad de toda actuación ilícita. Mijail no le iba a entregar armas a un viejo chiflado que iba solo, con un maletín con dos millones de dólares, cuando creería poder arrebatárselo con facilidad. Y él no quería arma alguna, pero había descubierto que Volkov conocía el paradero de la persona que había buscado de manera dolorosamente inútil durante los últimos doce años.

La duda era cuándo iba Volkov a intentar jugársela, si esperaría a que llegara a la cita o lo intentaría antes. Así que Everett Asher estaba alerta, si Volkov había decidido esperar no tendría problemas. Disponía de dos ventajas tácticas en el lugar de la cita, una era el hecho de conocer el punto de encuentro con antelación, la otra era que ese hecho era desconocido por los tovarichs. Así que durante las dos noches anteriores había preparado el escenario a conciencia.

Pero si Volkov decidía actuar antes, habría que improvisar.

Everett siguió andando. Las amplias avenidas fueron dando paso a zonas residenciales de clase media, con barrios de estructura rectangular de calles largas y estrechas, edificios sobrios de ladrillo, con los bajos salpicados de bares, cafés, inmobiliarias con ofertas únicas, panaderías, tiendas de ropa con olor a fibra, inmobiliarias con ofertas más únicas y tiendas de alimentación donde el dependiente siempre te sonreía pero en otro idioma.

Se detuvo, sacó su pitillera, extrajo otro Chesterfield y lo encendió, por el reflejo del escaparate de una de las inmobiliarias, observo el Lincoln detenerse al otro lado de la calzada. Cuando se disponía a reanudar su camino notó un movimiento extraño. En la esquina de la calle, un Sedán hizo una maniobra extraña nada más doblar la esquina para detenerse. Everett estudió la situación, el Sedán se había detenido de pronto, a la que sabía era la distancia mínima de seguridad en un seguimiento en vehículo. Observó que si hubiera seguido habría tenido que pasar de largo al Lincoln. Descartó casi inmediatamente que se tratara de algún conductor desesperado buscando por fin un hueco libre.

Sus años de experiencia le habían enseñado que el truco del escaparate era bastante efectivo, sobre todo si lo hacías en un local que hiciera esquina, en la acera contraria al sentido de circulación. Si alguien te seguía en un vehículo te encontraba parado de improviso, y tenía que reaccionar rápido si no quería pasar a estar delante, y no detrás de ti, como debe estar.

Eso provoca reacciones inmediatas e instintivas que te descubren ante tu objetivo.

Lo que implicaba que un nuevo jugador se había unido a la partida. Se preguntó si le seguían a él o a los tovarich.

Comprobó su reloj, las 21:47, tenía el tiempo justo para averiguarlo. Además ya era hora de deshacerse de sus amigos del Lincoln.

Dos locales más allá de la inmobiliaria se alzaba un pequeño centro comercial de dos plantas, se acercó despacio a la puerta, antes de llegar la puerta se abrió, una madre repetía una y otra vez que no a un pequeño mocoso que no dejaba de berrear, saludó con un ademán del sombrero a la señora y se metió en el centro comercial.

Una vez dentro, avanzó rápidamente por el pasillo de la derecha y se metió en una tienda de deportes, observó a través del ventanal cómo la puerta trasera del Lincoln se abrieron y un hombre corpulento, enfundado en una cazadora de pana marrón, se apeaba y se apresuraba a cruzar la calle esquivando el tráfico para seguirle a pie. Salió de la tienda, asomó la cabeza y vio al gigante ruso entrar y buscarle nervioso con la mirada. Sin dejar de intentar localizarle se dirigió a las escaleras mecánicas para subir a la segunda planta.

Ahora se trataba de conocer a los nuevos invitados a la fiesta.

Unos segundos después un hombre ataviado con unos pantalones beige, botas y una cazadora de piloto, entró, y se encaminó despacio a las escaleras.

Mientras se dirigía hacia allí, Everett notó un casi imperceptible encogimiento del cuello, mientras, le pareció, susurraba unas palabras al aire.

Everett caminó hacia el ascensor, pasó por delante de una tienda de lencería en la que vio prendas que si ya no le escandalizaban, si que seguían sorprendiéndole. Algunas de ellas no tenía ni idea de cómo siquiera se ponían. Ni hablar, claro de quitarlas.

Se paró frente a un plano del centro comercial lo estudió, memorizó la ubicación de los baños de la segunda planta, una tienda de deportes, otra de ropa de caballero y las dos salidas de las que disponía el centro comercial.

Entró en la tienda de deportes de la primera planta, compró una gorra roja de los Red Sox y una cazadora de esquiador roja y negra que pagó en efectivo.

Fue a los baños de la primera planta y se cambió, guardó el sombrero y el abrigo pulcramente doblado en la bolsa.

Cogió el ascensor a la segunda planta, y asegurándose de no ser descubierto, entró al baño de caballeros y lo examinó con detalle.

El baño, recubierto de azulejo blanco con una pequeña cenefa azul se extendía hacia la izquierda de la puerta. Dos lavabos se hallaban al principio con un espejo corrido que abarcaba a ambos. A continuación había seis apartados con una amplia abertura en la parte de abajo, pensados para ver con claridad si alguno se encontraba ocupado y evitar así una situación desagradable si se te olvidaba cerrar por dentro.

Constató que desde la puerta se veía con facilidad los seis apartados y que el espejo no reflejaba la parte que quedaba tras la puerta y salió.

Entró en la tienda de caballeros que se hallaba junto a los baños. La tienda era pequeña, con ropa de calle cerca de la puerta y trajes y complementos al final. Se hallaba vacía y un solo dependiente, un chaval de unos veintitantos, con un traje opaco, soso y de dudoso gusto se hacía cargo de ella . Entró, ahora había que darse prisa, pese a estar a punto de cerrar siempre podía entrar alguien en el momento más inoportuno.

—Buenas tardes, caballero, ¿puedo ayudarle en algo?

—Sí, buenas tardes hijo, me llamo Robert Falcon —Everett le tendió la mano—, discúlpeme por la hora…

—Oh, no se preocupe caballero aún faltan…

En cuanto el dependiente le estrechó la mano, Everett le atrajo hacia sí y aprovechándose del factor sorpresa pasó raudo el brazo izquierdo alrededor del cuello y apretó.

Cuando el dependiente quiso darse cuenta de lo que estaba pasando se encontró inmovilizado, con un brazo que le cortaba la respiración y casi sin aire.

Cuando cayó inconsciente Everett lo soltó, lo ocultó detrás del mostrador. Cogió unos calcetines de un estante y dos cinturones y lo amordazó y ató con las manos a la espalda.

Cogió un maniquí que llevaba un traje negro, de dos golpes separó las piernas del torso, cogió las piernas, las metió en una bolsa grande y volvió al baño.

Colocó las piernas orientadas hacia el váter en el primero de los seis apartados, en el suelo, asegurándose que quedaba bien visible desde la puerta. Salió del baño, escrutó el pasillo del centro comercial y localizó al ruso y al otro tipo que no le quitaba ojo.

Volvió a la tienda de caballeros, el dependiente seguía inconsciente. Se quitó la gorra y la cazadora y se puso su sombrero y el abrigo y salió de la tienda, despacio, dejándose ver. Cuando se aseguró que su perseguidor le había visto entró de nuevo al baño.

Dejó el maletín al lado de las piernas, en el suelo, retrocedió y se colocó detrás de la puerta.

Nicolae Davidenko estaba a punto de desesperar, el puto viejo de los cojones se les había escapado. Volkov iba a echarles una bronca de tres pares de huevos. Y eso si solo les echaba la bronca, en los siete años que llevaba con él le había visto romper piernas por menos. El hecho de que fuera uno de sus hombres de confianza no le iba a librar del castigo que creyera oportuno inflingirle.

En principio el encargo era fácil. Seguir a un puto viejo decrépito y quitarle el maletín en cuanto tuvieran oportunidad, discretamente, sin levantar mucho revuelo, un robo normal. Le daba igual lo que fuera del viejo, pero quería el maletín. Nicolae supo enseguida que mataría al viejo. Los muertos no gritaban después de haber sido robados.

Ahora el viejo no aparecía y no sabía qué hacer.

Estaba a punto de abandonar cuando le vio salir de una tienda de caballeros con una bolsa en la mano, y el maletín en la otra, y entrar en el baño.

Palpó su arma, oculta en el bolsillo de su cazadora y fue tras él. El viejo podía darse por muerto.

Nicolae entró al baño, vio las piernas y el maletín, de un vistazo comprobó por la apertura inferior que el resto de los apartados se encontraban vacíos. Soltó la puerta que se cerró lentamente dejando aparecer la figura de Everett Asher detrás de él con un afilado estilete en la mano. Se metió la mano en el bolsillo para sacar el arma.

Antes de que el tovarich tuviera tiempo siquiera de rozar el arma Everett dio un paso adelante y le dibujó una sonrisa en el cuello, cortándole la yugular de lado a lado y le dio un empujón por la espalda hacia los baños.

Nicolae se echó las manos al cuello, un torrente de sangre se filtraba entre los dedos de sus manos, con las que trataba inútilmente taponar la herida. Los ojos se le abrieron hasta querer salirse de sus órbitas. Aún tambaleante por el empujón se giró y vio a Everett Asher frente a él, intentó decir algo pero sólo se oyó un gorgojeo ininteligible. Un pequeño charco magenta se estaba formando a sus pies. Nicolae Davidenko cayó al suelo, y allí murió.

Everett se dirigió rápidamente al primer apartado, evitando pisar la sangre colocó las piernas del maniquí simulando la postura de un hombre tumbado boca abajo y puso el maletín para que desde el ángulo de visión de la puerta, obstruyese el sitio donde debería encontrarse el torso.

Se dirigió otra vez a su escondite, comprobó visualmente la colocación del maletín. No era perfecto pero tendría que valer, sacó del bolsillo su Smith&Wesson con la culata chapada en oro y esperó.

El detective Mills, apostado en el escaparate de una joyería a cincuenta metros del baño, no le quitaba ojo a la puerta.

Había visto entrar a Nikolae Davidenko, alias Dimitri Vankov, alias Sergei Iriakov, alias su Puta Madre, miembro de una banda de traficantes de armas rusos y fichado tres veces por asalto con agresión y tráfico de armas entrar al baño detrás de un anciano con un maletín.

No tenía ni idea de quién era el anciano ni de qué pintaba en todo el asunto pero hacía tres días que sabía que Mijail Volkov, jefe de la banda preparaba algo, y esta vez no se le iba a escapar.

Sin embargo, un cosquilleo en su estómago le decía que algo no iba bien. Tras un par de minutos de espera decidió entrar.

Se tocó con el dedo índice el auricular que llevaba en su oreja izquierda.

—John, voy a entrar, ahí pasa algo, mantente a la espera y no pierdas de vista el coche con los otros dos, si alguno se baja házmelo saber.

—OK, no te preocupes, lo tendré.

Se acercó a la puerta y pegó el oído. Nada, ni un ruido. Eso no era una buena señal.

Sacó su arma reglamentaria, la amartilló, la cogió con ambas manos y abrió la puerta despacio con la punta del pie. Asomó la cabeza y vio a Nicolae Davidenko tendido en el suelo sobre un charco de sangre y al otro tipo tumbado boca abajo e inmóvil.

—¡Joder!

Soltó la puerta, se dirigió apresuradamente junto al cuerpo de Nikolae y se agachó para tomarle el pulso aunque ya sabía que no lo iba a encontrar. Se ajustó el auricular.

—¡Joder John!, aquí ha pasado algo, Davidenko está muerto, le han rajado el cuello, el tipo al que seguían creo que también. ¡Llama a la central y que manden un vehículo urgente! ¡No!, ¡no!, ¡tú quédate ahí, el operativo sigue en pie! ¡No pierdas a los otros!, ¡repito!, ¡no pierdas a los otros!

Suspiró y agachado echó un vistazo al interior del apartado don de yacía el anciano. Algo no cuadraba allí.

Cuando su cerebro interpretó lo que parecía imposible estar viendo y quiso reaccionar el sonido de un arma al amartillarse le hizo quedarse completamente inmóvil y levantar las manos.

—No te muevas, si te mueves o te giras te mataré.

La voz era grave, y supo por el tono helado y neutro que detectó que decía la verdad.

—Tira tu arma y deja el auricular de tu oreja izquierda en el suelo. Y hazlo despacio.

El detective Mills obedeció.

—Escuche amigo, soy policía…

—Cállate —le cortó Everett—. Sólo contesta. ¿Por qué seguías a este tipo? —Everett ya lo había intuido, pero mientras hablara no le oiría acercarse.

—Escuche amigo, no puedo propor…

Everertt se acercó y golpeó la cabeza con la culata de la pistola dejándolo inconsciente.

Guardó el arma, cogió el maletín y se dispuso a irse, antes de llegar a la puerta, dio media vuelta, cogió el auricular del suelo y salió.

Bajó a la planta baja, se puso el auricular en la oreja. Una voz al otro lado no hacía más que gritar.

—¡Al!, ¡Al!, ¿estás ahí? ¡dime algo tío!, ¡Al!

—Cállese —dijo Everett.

—¿Quién eres?, ¿dónde está Mills?, ¡Si le has hecho algo cabrón de mierda…!

—¡Cállese!, si hace lo que le digo a su amigo no le pasará nada. Si no lo mataré como a un perro. ¿Me ha entendido?

El silencio se alargó.

—¿Me ha entendido?

—¿Qué quiere?

—Es muy sencillo, bájese del coche e identifíquese a los ocupantes del Lincoln que persigue y déjelos marchar. En cuanto lo haga, le diré donde está su amigo.

Everett desde el mismo punto que cuando entró, a través de los ventanales, observó como se abría la puerta del Sedán, el conductor se bajó, se acercó al Lincoln y con la placa en la mano se identificó como agente de policía.

Los ocupantes del vehículo no intercambiaron ni una palabra, arrancaron y salieron a toda prisa incorporándose al tráfico y perdiéndose en él.

—Encontrará a su amigo en los baños de la segunda planta. Tiene una herida muy fea, yo me daría prisa —dudó—. Le recomiendo que se pase por la tienda de caballeros que hay al lado de los baños, tienen artículos estupendos.

Se quitó el auricular de la oreja y observó el exterior, vio al otro agente atravesar la carretera corriendo ignorando el devenir de los vehículos y entrar a toda prisa en el centro comercial, en cuanto llegó a las escaleras Everett salió, tiró el auricular a una papelera, paró a un taxi, y se fue.

Ya era hora de acudir a su cita.

El taxi le dejó apenas a una manzana del lugar señalado. Se bajó y se internó en los lóbregos y oscuros callejones de trazado laberíntico.

La luz mortecina de las farolas junto con los carteles de neón de los hoteles baratos se turnaban para darle colorido intermitente al agua sucia y estancada de la superficie de los charcos. El aire parecía más denso, y un olor a orina y especias baratas impregnaba el aire.

Everett caminó despacio, el frío arreciaba y pequeñas nubes de vaho surgían de su nariz cuando respiraba.

Llegó al lugar de la cita, una calle estrecha y oscura, con una plaza diminuta en el medio, que volvía a estrecharse después para perderse en el oscuro laberinto de los barrios bajos. Había dos contenedores de basura pegados al muro izquierdo de la plaza y otros dos justo al final, en la parte derecha. El adoquín que en su día pavimentó la calle estaba suelto y faltaba la mayoría de ellos.

Un hombre le esperaba a la altura del cuello de botella, Mijail, Everett contó otros 6 en la plaza, todos con armas automáticas. La distribución de los hombres era errática, no seguían un patrón, sencillamente estaban allí porque tenían que estar, no porque creyeran que fuera necesario. A fin de cuentas eran siete hombres armados contra un viejo loco. Se paró a unos seis metros de Mijail.

—Llegas tarde, viejo.

—No si aún estás aquí —contestó.

—¿Has traído el dinero?

—Sabes que sí, si no tus camaradas no habrían intentado robármelo. Por cierto, ¿dónde andan?, les vi salir como alma que lleva el diablo cuando les habló un policía…

Mijail miró hacia atrás y Everett pudo observar como dos cuerpos se movían inquietos.

—La pregunta es: ¿has traído tú la mercancía?

—¿Y si no fuera así? Entiéndeme, no me gustaría que mañana, enfadado, mataras a todos los abuelos de tu geriátrico porque no te ponen sal en la comida.

Unas risotadas sonaron entre los hombres de Volkov.

—Si no fuera así no me quedaría más remedio que dar el negocio por cancelado y largarme.

—Lo reconozco, tienes huevos abuelo. ¿Pero qué te hace pensar que voy a dejar que te vayas con mi dinero?

Everett se había cansado de esperar. La prepotencia rusa a veces sólo era comparable a su estupidez.

—Supuse que dirías eso. Bienvenido al infierno entonces.

Durante las dos noches anteriores Everett Asher había preparado el escenario. Había dejado cargas explosivas dispuestas. Ésa era su especialidad, llevaba más de cincuenta años viendo las reacciones de la gente ante explosiones, humo y fuego, y desde la más cobarde criatura al más valiente de los marines actuaba exactamente de la misma manera: alejándose. Era algo instintivo, el raciocinio desaparecía y todas las criaturas se guiaban por el instinto de supervivencia.

Everett Asher introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo y pulsó el detonador.

Lo que vino a continuación fue un espectáculo dantesco.

Cuarenta pequeñas cargas cronometradas colocadas debajo de los adoquines les hicieron saltar por los aires como proyectiles con una base de fuego formando dos líneas rectas que nacían dos metros más atrás de Mijail Volkov hacia la plaza, una corría paralela al lado izquierdo del muro, la otra atravesaba en diagonal, de derecha a izquierda hacia los cubos de basura.

En cuanto los adoquines alcanzaron los cubos se activaron las cargas que Everett había ocultado en ellos. dos grandes explosiones iluminaron la oscura callejuela y una vaharada de aire caliente y seco inundó el aire. Medio un segundo después otra explosión cerró la retirada por la calle de detrás creando una cortina de fuego.

Mijail se volvió y agachado, con las manos en la cabeza para protegerse de la lluvia de adoquines, vio a sus hombres moviéndose como peleles sin saber muy bien a donde ir, uno de ellos, el que tenía que vigilar la otra entrada de la calle corría de un lado a otro envuelto en llamas mientras los demás se apartaban de él. Otro que permanecía paralizado en medio de la plaza saltó por los aires cuando explotó la carga de C-4, pegada a la tapa de la alcantarilla.

Observó como todos se arremolinaban al lado derecho de la plaza cuando lo vio. Los otros dos contenedores.

—¡Salid de ahí! ¡Apartaos de los…!

Un estruendo apagó el resto de la frase.

Everett había preparado ahí la carga final, la potencia de la carga y la colocación masiva de metralla que Everett había escondido aquella misma noche, justo después de la recogida de basuras, tuvo un efecto devastador. Aquellos que no murieron por la explosión fueron atravesados por filamentos de metal que cercenaron y amputaron los miembros que se encontraban por el camino. El aire se llenó con una mezcla de pólvora y carne quemada que a punto estuvo de hacer vomitar a Mijail. No quedaba nadie, y un cúmulo de trozos de carne ensangrentada y polvo se hallaba esparcido por la plaza. Algunos aún no habían dejado de caer. En menos de cinco segundo aquello se había convertido en un puñetero infierno.

Mijail se volvió hacia Everett gritando de rabia. Tenía los ojos inyectados en sangre por la pólvora y el humo. Intentó sacar su arma cuando vio el cañón de una Smith&Wesson apuntándole a la cara.

Se quedó quieto mientras los labios le temblaban de rabia y un insistente pitido le taladraba los oídos.

Everett se acercó despacio.

—Michael Sterrling —dijo— ¿dónde puedo encontrarlo?

—¡Vete a la mierda loco hijo de puta!

Everett le disparó en el hombro izquierdo.

—No tengo mucho tiempo, no te lo repetiré más veces. Michael Sterrling. Dónde puedo encontrarlo. Dilo y saldrás vivo de este infierno; calla y sabrás lo que es el dolor antes de morir.

—¡No sé de quién me hablas!

Everett disparó a la pantorrilla derecha.

Volkov cayó al suelo aullando de dolor.

—¿Donde está? ¡Dímelo o el próximo te reventará la polla!, ¡dímelo!

Volkov aun gritaba de dolor. Everett le cogió del pelo y le levantó la cabeza.

—Última oportunidad Mijail.

Mijail se lo dijo entre sollozos. Después Everett le pegó un tiro entre los ojos.

«Voy por ti, hermanito.»

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