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Una coronación imprevista

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Aconteció el día en que el rey Guemoud VI falleció. El triste infortunio sucedió una mañana de invierno cuando una de sus doncellas acudió a su dormitorio y lo descubrió asfixiado, debido a una angina mal curada, en la letrina real. A esas horas los hombres y mujeres de Umiah, la capital del reino, empezaban su rutina diaria, su ruidoso ajetreo en los mercados, en las construcciones, en los templos y en los muelles de la bulliciosa ciudad costera. La vida, los negocios, los engaños y el duro trabajo despertaban en la costa del Colmillo. La grave noticia se extendió en las calles con rapidez. La tristeza y la conmoción dieron paso enseguida al cumplimiento del deber y a la tradición. Se debía preparar con esmero la coronación del heredero.

Mensajeros, jinetes y marinos informaron de la noticia en distintos puntos de la costa y de los reinos vecinos. Los sirvientes de la corte se apresuraron a acometer sus imperativas obligaciones. Se convocó al Gran Consejo del Reino y redactaron el acta de defunción del rey y la proclamación de su hijo Quymos como nuevo monarca; la entronización se celebraría en unas semanas. El heredero era joven y todavía estudiaba en los templos de la Orden de los Sacerdotes Pálidos, más allá del Océano de Platino. Los sabios más ilustrados, los principales consejeros y los generales de alto rango fueron convocados para preparar la transición. El nuevo consejo empezó las solemnes deliberaciones en las que, durante dos días y dos noches, los principales asuntos protocolarios y de organización para la coronación del nuevo monarca quedaron resueltos. La dote para la viuda, el reparto de tierras y fortunas para el resto de herederos, el banquete de entronización, la elección de los dignatarios de las naciones vecinas, la vestimenta aconsejada… Los consejeros se fueron felicitando por la celeridad en la resolución de tan comprometido asunto. Hasta que un anciano clérigo, el notario principal del palacio, hizo una incómoda pregunta:

—¿Quién se va a encargar de pagar la maldición a la vieja?

***

A varias millas de distancia, sólo divisado con un buen catalejo, la Costa del Colmillo compartía el Mar de las Venturas con un islote extraño y ominoso. Un pedazo de tierra inhóspito y desconocido, evitado por barcos mercantes y veleros, y por todo aquel que divisara su inquietante paisaje. Extraños rumores daban forma a la historia de ese islote, antaño un exquisito lugar de recreo y descanso para marineros, pero desde tiempos que incluso ningún anciano recuerda el refugio de Vuzenya, una despiadada hechicera, una bruja huraña y vengativa. Aquella mañana, un dolor de cabeza en sus sienes mantenía a la rancia mujer más malhumorada que de costumbre. Se levantó de su camastro con mal gesto y divisó por la ventana. «Algo está sucediendo en la maldita costa», comentó para sus adentros. Salió fuera de la mugrienta choza y buscó con la vista a su sirviente.

—¡Engrendro! —elevó con rabia su aguda voz, provocando que las aves levantaran el vuelo y las alimañas de la tierra se escaparan a sus refugios—. ¡Engendro!, ¿dónde estás?

La vieja siguió llamando a su lacayo durante un buen rato, lanzando alaridos y esputos con la boca. Después de unos minutos, surgiendo de entre el espesor de los matorrales, se presentó su esclavo, una grotesca figura que arrastraba con una red una pila de calaveras y huesos en lamentable estado. El ser al que la anciana llamaba «engendro» fue un antiguo príncipe del reino de Histhya que tuvo la desdicha de que en una larga expedición su galeón perdiera el rumbo y naufragara cerca de la Costa del Colmillo. Los supervivientes desembarcaron en la isla, confusos y malheridos. Mientras deambulaban, dieron muerte a la espantosa criatura que antes servía como esclavo a la bruja. La poderosa anciana no tuvo piedad de ellos y los aniquiló con crueles conjuros. Sólo dejó con vida al príncipe y le reservó un horrible destino; la bruja nunca apreció a los nobles, ni a los reyes ni nadie que perteneciera a la aristocracia. Antaño joven y apuesto, la bruja convirtió la figura del desgraciado príncipe en una grotesca caricatura, en un cuerpo raquítico al que transformó con una piel dura y escamosa, ojos de reptil, colmillos puntiagudos, branquias de criatura marina para bucear en las aguas, pezuñas de corcel, alas oscuras y membranosas para desplazar cargas en las alturas, y uñas acabadas en garras para excavar en la tierra. Su voluntad estaba sometida y atada a la servidumbre de la vieja y no podía escapar de ella ni dañarla. Jamás dejó de lamentar, en los muchos años sufridos siendo esclavo de la bruja, el día en que abandonó su cómodo palacio en el reino de Histhya.

—Estaba ocupado desenterrando los cadáveres, mi ama, tal y como me ordenó ayer. Están en muy mal estado, ya lo veis. No he podido encontrar lo que me exigíais.

—Eres una alimaña, engendro, un inútil. Quiero un maldito hueso de un hombre desollado, ¿tan difícil es?

—¿Cómo puedo distinguir en un hueso enterrado y desnudo si perteneció a un hombre al que le fue arrancada la piel? A los hombres de mi regimiento los sometió a terribles torturas, pero fue hace tanto tiempo que es imposible saber de todos los cadáveres de esta isla al que le arrancó la piel, mi venerada ama. Lo siento, lo siento —se disculpó entre sollozos.

—Fuera de mi vista, engendro. Quiero que te vayas a Umiah sin demora. Piérdete entre sus habitantes y entérate si ha habido algún acontecimiento relevante.

—¿Cómo llegaré a la ciudad? Hace dos noches me azotó de tal manera que mis alas están dañadas y se han plegado.

—Nadarás aunque te tenga que llevar a rastras al agua, maloliente puerco, o no te daré de comer en una semana.

—Si vuestras gachas saciaran tanto como repugnancia me producen, entonces sí estaría preocupado.

—Maldito gusano. ¡Fuera de aquí! Presta atención a lo que esté sucediendo en la costa y regresa cuanto antes.

El engendro se acercó a la orilla y sintió como una cuchillada el frío helado del agua en su piel. Varias horas tardó en llegar a nado hasta los muelles de Umiah, agotado y con un frío insoportable que calaba todo su cuerpo. Contempló el inquieto movimiento de marineros y mercaderes por el puerto. Estaba empapado y aprovechó para robar un ajado gabán a un estibador borracho que dormía en una esquina. Paseando entre la gente se enteró de los rumores de la nueva coronación y los fastos que se estaban preparando. Sabía lo que aquello significaba. El ascenso de un nuevo rey supondría un cuantioso tesoro para la anciana. Poco más tenía que hacer allí. Observó las heladas y turbulentas aguas y le recorrió un escalofrío. A lo lejos divisó que estaba faenando una modesta barcaza tripulada por un pescador. Aprovechó la oscuridad del crepúsculo para abalanzarse sobre él, abrirle la cabeza con una piedra y robarle la barca. Para la criatura, remar una hora sería una bendición frente a la idea de nadar de noche entre aquellas congeladas aguas.

***

En el islote, la bruja escuchaba con una sonrisa el relato de las noticias que le transmitía su esclavo. Mientras echaba unos piñones en la lumbre de su chimenea y crepitaban las llamas, la vieja Vuzenya empezó a planear.

—Habrá que hacer al joven heredero una bienvenida a su altura —comentó con aire satisfecho.

Una bienvenida que significaba cumplir una tradición singular y macabra que había existido desde que Vuzenya, una reconocida hechicera en tiempos muy muy remotos, fue expulsada de su cónclave, desterrada y repudiada como una maldita bruja por practicar prohibidas artes nigrománticas que la hicieron casi inmortal; escapó de purgas y matanzas de sus hermanas de aquelarre y después de muchas épocas de vagar y huir, dio con sus huesos en el islote deshabitado de la Costa del Colmillo y lo convirtió en su lúgubre hogar.

Sintiéndose traicionada por el miserable mundo de los hombres, se refugió en su propia desdicha y rencor. Hasta que hace muchas generaciones, un antiguo rey, Yimid III, decidió apropiarse de la isla y dar caza a la bruja. El regimiento de combate del monarca, compuesto de guardias reales y mercenarios, fue aplastado, hundido y arrasado en cuestión de segundos por los sortilegios de la bruja, y los supervivientes aniquilados en una lenta agonía. La ira de Vuzenya no se detuvo y planeó una represalia cruel para su responsable. Al día siguiente, el rey Yimid III despertó con horribles pústulas por todo su cuerpo, yagas insoportables y vomitando sangre oscura durante horas. El sórdido encantamiento de la bruja no pasó desapercibido para los miembros de la corte real, que enviaron a unos emisarios a la isla. La bruja les advirtió que no volvieran a atacarla y juró que a partir de ese día cualquier rey que fuera coronado en la Costa del Colmillo sería marcado por un singular encantamiento; una pequeña maldición, un detalle cruel e incómodo si recibía de parte del rey un generoso tesoro, o un calvario venenoso e interminable si esa recompensa fuera escasa o insuficiente. Y así, desde épocas remotas, los reyes han ido entregando abundantes cofres para no incurrir en la ira de la bruja Vuzenya. Y en cada ocasión, el rey de turno sufría una pequeña maldición, dependiendo del humor de la vieja o de la cuantía del tesoro, para que el vulgo pueblo distinguiera con un insigne apodo al monarca. Así fue que Lumac IX pasó a ser Lumac el Tuerto debido a una repentina afección en su ojo derecho tras recibir la corona de su hermano; Kunamiath I era conocido por la plebe como el Torpe por sus piernas cortas y deformadas; Yimid IV era el Fétido por su insoportable olor corporal; Möhriv XI era el rey Enterrador, por las frecuentes ocasiones en que tristemente enviudó. La historia contempló a Injith el Impotente, Urumi el Manco, Thirimios el Leproso, Novighius el Gangoso, y tantos y tantos reyes que fueron sucediéndose uno tras otro, para desgracia del heredero y momentánea diversión para la anciana hechicera. De nuevo, se le presentaba la ocasión a la vieja Vuzenya para distraerse en preparar un nuevo y original encantamiento para el flamante príncipe.

Pero los días pasaban y pasaban sin que por la isla acudiese ninguna visita ni ninguna delegación. En anteriores ocasiones los miembros de la corte apenas tardaban uno o dos días en presentarse, casi siempre con semblante temeroso y apresurado a entregar el abundante tesoro a la bruja. Pero habían transcurrido ya cinco días y cinco noches desde que falleció el rey Guemoud el Arrugado. Vuzenya se impacientaba y se enfurecía sin remedio. El engendro intentaba evitarla en lo posible para no ser objeto de sus castigos. Hasta que fue inevitable.

—Tráeme una cabeza fresca de jabalí y mandrágora en abundancia —le ordenó la mañana siguiente.

El esclavo terminó el día agotado buscando y cazando los ingredientes que necesitaba la anciana, que los iba machacando en un viejo mortero. En el ocaso de la tarde, arropada por el manto de negrura de los árboles del bosque, la bruja desparramó por el suelo los componentes elaborados de su conjuro. El engendro observaba los preparativos tiritando de frío.

—¿Por qué no acudís a la ceremonia de entronización y le entregáis vuestro maldito regalo en la misma corte? —comentó con ironía el esclavo.

La bruja lo miró enfurecida y lo mandó callar. En un cuenco oxidado de lata derramó un pestilente brebaje que ardió unos segundos después, formando un espeso y negruzco humo; a la vez la anciana pronunció unas ininteligibles palabras que recitaba de un polvoriento pergamino.

—Veremos cómo se despierta mañana el pobre príncipe —sonrió la bruja—. Querrá arrancarse las entrañas con sus propias manos.

Pero la mañana siguiente fue la bruja la que despertó apesadumbrada. Durmió mal, inquieta. Algo no funcionaba bien. Escupió en el suelo, esparció la saliva con las manos; el presagio no era propicio. Sus sensaciones sobre el hechizo de la noche anterior no eran buenas, algo no funcionaba.

—¡Engendro!, vuelve a la ciudad y averigua qué ha pasado con el heredero.

Tuvo que despertar a su esclavo con varios latigazos hasta que éste se puso en marcha. Recogió la barcaza del pescador y arribó cerca de los muelles. No parecía haber nada extraño en las calles. Oculto tras una capucha, preguntó en una taberna al posadero y le confirmó que no había oído ningún rumor extraño sobre el príncipe pero le indicó que se había anunciado que el futuro rey iba a visitar el mercado esa misma mañana. El engendro se apresuró a acudir a la feria, donde no dudó en robar algo de la comida y la ropa de abrigo que siempre le escatimaba su ama. No tardó en contemplar a una corte de jinetes y caballeros que se desplazaba entre los puestos; el jolgorio y la algarabía se instalaba entre el gentío debido a la exhibición del séquito real. Especialmente la presencia de un hombre con una brillante túnica con estampados exóticos, una figura de espigada altura, tez bronceada y rasgos afilados. El joven, que estaba divirtiendo a un grupo de niños, extrajo de su túnica un puñado de dulces y caramelos y los lanzó al cielo; los niños observaban con asombro cómo el hombre hacía volar y bailar los dulces en el aire. El esclavo también contempló con extrañeza el truco de ilusión. Se confundió entre sus seguidores, atrapó uno de los dulces y siguió observando al mago. Sintió que ese misterioso hombre desprendía un aura especial, una que podría rivalizar con la de su dueña.

La vieja se quedó pensativa cuando su esclavo le anunció su descubrimiento.

—Magia poderosa se esconde detrás del heredero, mi odiado engendro. Hacía tiempo que el destino no me servía una confrontación de artes mágicas —comentó sin inquietud a su sirviente—. Esto no quedará así, si me quieren desafiar sufrirán las consecuencias… y el primero será ese mozo entrometido.

La anciana aceleró el paso hasta su choza y cerró de un portazo. Tras un tiempo estudiando sus libros, enseguida reclamó la presencia de su esclavo. Le exigió que despellejara de las infectas aguas de la ciénaga de la isla cualquier alimaña mugrienta como sapos, lagartijas, víboras, huevas de rana, renacuajos y culebras. Con profunda repulsa, el hombre monstruoso dedicó todo el día a cazar y pescar animales en los lodazales cercanos; a continuación despellejó y destripó entre arcadas los cuerpos de las criaturas. Después de una agotadora jornada, el engendro acudió a la cabaña donde la vieja había preparado un altar obsceno y macabro, con innumerables huesos apilados, carne rapiñada y ominosos símbolos.

—Después de este conjuro ese descarado mago se arrepentirá de haber protegido al príncipe. Su piel se agrietará, sus vísceras se revolverán, su olor se volverá fétido y será un paria a los ojos del nuevo rey. Convertiré su cuerpo en un despojo y tendrá menos valor que la orina de un gato cojo. Será incluso más monstruoso que tú, engendro, y apenas servirá como bufón para dar miedo a los infantes de la corte. Acércame esas pieles infectas y ayúdame con el mortero a pulverizarlas en la marmita. Voy a destilar un brebaje diabólico para ese malnacido.

Tras cocinar durante unos instantes el grumoso liquido, la anciana lo dejó reposar y ordenó a su esclavo ingerir el dulce que había atrapado en la exhibición del mago.

—Ahora, engulle este brebaje, engendro.

La criatura lo observó espantado.

—No temas, monstruo. Tu boca sorberá el brebaje, pero será la garganta de ese mago la que sufrirá el conjuro. Únicamente sentirás un sabor nauseabundo en tus entrañas.

El esclavo ingirió todo el líquido y se retorció en el suelo de asco y dolor, entre las risas de la anciana.

—Descansa, engendro, por la mañana te encontrarás mejor. Pero ese mago engreído se despertará como si le hubieran torturado mil demonios.

Las carcajadas de la anciana siguieron retumbando y no tardó en acostarse satisfecha, rumiando sueños de sangre y destrucción.

Sucedió que la tarde siguiente arribó en la isla una barcaza amarrada por dos soldados, tal y como había divisado instantes antes el esclavo, y la anciana los esperó cerca de la orilla, con gesto severo y arrogante. Se burló de ellos y los insultó mientras descargaban un abultado baúl con gesto resignado. Ambos temblaban y volvieron apurados a la embarcación mientras oían en la distancia los juramentos que aullaba la anciana.

—Malditos cobardes, ¿se creían que se podrían reír de mí las sabandijas de palacio? Arrastra el baúl, engendro, tenemos que descargarlo junto al resto del tesoro.

El esclavo se acercó con gesto fatigado y tensó su cuerpo para tirar de la pesada carga. Pero descubrió que no lo era tanto.

—Ama, creo que el contenido de este arcón parece escaso.

La vieja se giró alarmada y con un gesto de sus manos hizo saltar los pestillos del baúl. Al fondo, casi imperceptible, únicamente contenía un modesto espejo. Lo sostuvo en sus manos y vio su propio reflejo, un rostro furioso, encolerizado, surcado de arrugas y pústulas.

—El acabado en nácar parece tallado con mucha destreza —comentó el engendro con aire burlón.

La bruja arrojó el objeto y el cristal estalló en cientos de fragmentos. En sus ojos amarillentos se adivinaba una profunda ira.

—No os enojéis conmigo, quizá esta nota que hay al fondo explique algo —comentó el esclavo.

El escrito rezaba: «Me he despertado risueño y con un aspecto magnífico. Suerte la próxima vez».

La anciana se encerró en su choza todo el día, entre alaridos y maldiciones dirigidas al mago del príncipe.

***

A la mañana siguiente, el aleteo de un cuervo cerca de la ventana despertó a la anciana, que se debatió con inquietud y aturdimiento. Notó algo extraño, diferente en esa choza que llamaba hogar. Descendió las escaleras y siguió percibiendo ese malestar en su cabeza. Sin embargo todo parecía normal, extrañamente normal. Sintió como si se le olvidara algo. Volvió a subir al dormitorio, se recostó en el camastro y volvió a oír el aleteo del cuervo. Se levantó y volvió a descender las escaleras. Sin ningún sentido, volvió a repetir varias veces los mismos movimientos. Hasta que se detuvo y observó a su alrededor. Contempló su sombra y sintió un escalofrío en el cuerpo. «No es mi sombra», pensó. Sintió un repentino agobio y se debatió por escapar. Tiró de la puerta pero parecía atrancada. Observó por la mirilla y contempló la misma habitación en la que se encontraba, y atisbó al fondo a una anciana agachada oteando por la cerradura de una puerta idéntica a la que ella estaba espiando. Se sobresaltó. Se sentía observada por miles de ojos acechantes. En su corazón empezó a palpitar una sensación que jamás había albergado: miedo. Acudió a su lóbrego grimorio, se sumergió en sus polvorientas hojas y empezó a leer en una página cualquiera: «…la vieja bruja abrió el libro por una página cualquiera y se sorprendió con espanto del texto que empezó a leer en el desgastado grimorio…». Cerró el libro de un golpe. Observó sus arrugados antebrazos y el resto de su figura y le pareció un cuerpo extraño, como si estuviese dibujada por manos ajenas o fuera descrita por una voz lejana. Levantó la vista hacia arriba buscando encontrar las poderosas fuerzas que estaban manipulándola, que suplantaban su vida como una marioneta. Sintiéndose entumecida, se desplomó y observó el suelo. Cerca, se encontró intacto el espejo que el día anterior había roto en pedazos. «No debiste haberlo firmado, imprudente bastardo», se dijo a sí misma. Recitó unas agudas palabras y la estancia volvió a ser la de siempre. Consiguió abjurar aquella ilusión que le hizo sentir su vida como ajena a ella misma.

Se encontró a su esclavo riendo alrededor suyo.

—Habéis estado moviéndoos de un lado para otro durante todo el día, sin ningún sentido, ¿qué os ha ocurrido?

Con furia contenida, la bruja sentenció:

—No ha pasado nada, sucio sarnoso. Deja de burlarte porque no vas a desear compartir el mismo destino que aquel que ha osado enfrentarse a mí.

La humillación del último día cambió el semblante de la vieja. Su esclavo, temeroso de su furiosa reacción, se mantuvo expectante, pero le sorprendió la actitud pausada y meditabunda de la anciana. Llegó a la conclusión de que la mujer no se había enfrentado a un desafío de esa altura en mucho tiempo y no respondería de forma frívola y sencilla.

Durante dos días la anciana se refugió en su cabaña haciendo preparativos. Apenas reclamó a su esclavo en ese tiempo, excepto para buscar leña. Cuando éste depositó en la deslucida chimenea la madera, se encontró con una estancia caótica, con cuencos rebosantes de líquidos espesos, pócimas esparcidas y pergaminos con extrañas y sangrientas runas volando por los aires. El gesto de la anciana parecía concentrado, ausente.

—¿Necesita algo más de mí, ama —preguntó el esclavo.

—No te necesitaré esta noche, así que mantente lejos de este santuario. Si esa alimaña me ha hecho sentir algo que nunca ha sufrido mi alma, si nadie me ha hecho temblar antes, si me ha propuesto jugar con el miedo… yo se lo devolveré con creces —Vuzenya observó a su esclavo con insana severidad—. ¡Aléjate!, hay secretos en las llamas que no todos los ojos pueden contemplar.

El esclavo abandonó la estancia con cierta suspicacia y se recostó con unas mantas cerca de la choza, intrigado por el terrible poder del próximo conjuro.

La noche cubrió con oscura pesadumbre toda la isla. Desde la choza, ardientes llamas iluminaban el exterior. El engendro intentó fisgar lo que ocurría dentro asomándose en los empañados cristales de las ventanas. Apenas distinguía la silueta de la vieja, erguida y en tensión, con su decadente y repugnante cuerpo bailando al son de las llamas. Espantosos gritos e irreconocibles sonidos surgían de su garganta. La sala parecía bullir, rebosante de sombras, densa como la niebla. El esclavo apenas vislumbraba extrañas siluetas y luces brillantes y fantasmagóricas. Se alejó unos pasos pero no pudo evitar oír los escalofriantes gritos y alaridos que surgían de la choza: parecía que en aquella casa se encontraban cientos de voces que gemían espantosamente a la vez. Se alejó más y más, se taponó los oídos e intentó cerrar los ojos pero su corazón palpitaba con intensidad y un escalofrío le empezó a recorrer el cuerpo. Un pavor creciente le hizo temblar, y en su cabeza empezaron a desfilar imágenes sangrientas, espantosos miedos irracionales y temores largamente ocultos en la memoria. Se lanzó a correr aterrado, sintiéndose rodeado por sombras acechantes. Se adentró en una caverna, llorando, gimiendo, tapándose la cabeza, aullando sin control. Sin saberlo, pasó así toda la anoche, acurrucado, protegiéndose de un miedo invisible.

El sueño le venció pero las pesadillas no le abandonaron toda la noche.

El esclavo notó unos golpes en la nuca. Abrió los ojos y las primeras luces de la mañana entraron en sus pupilas.

—Despierta, engendro, ¿has pasado buena noche?

La criatura dio un respingo de terror y se protegió la cara. Contempló el rostro cansado de la vieja y poco a poco recuperó la calma.

—Parece que te afectó el hechizo que conjuré anoche —comentó la anciana—. Siento que te afectase pero era magia irresistible, oscura nigromancia que sólo unos pocos elegidos podemos controlar. Si a ti te conmocionó, engendro, no te puedes ni imaginar los horrores que he clavado en su alma a ese usurpador, los terrores que he hecho nacer en sus entrañas, la locura que he desatado en su cabeza. Le he abierto los abismos de los demonios y la oscuridad más profunda de este mundo. He tenido que pactar con fuerzas que no gustan ser despertadas, pero ese infame mago me ha obligado. Apenas has contemplado una porción de lo que he reservado a ese bastardo. La locura y el miedo insuperable habrán hundido su razón. En estos momentos, o está encerrado como un demente o se habrá dado muerte a si mismo por no soportar su pesar.

—Espero, mi ama, que hayáis acabado por fin con ese hombre porque a mí estáis a punto de hacerme fallecer.

—Calla, criatura infame. El conjuro me ha dejado débil. Ayúdame a ordenar la choza.

La bruja y su esclavo dedicaron el día a limpiar la choza, que estaba en un estado lamentable, como si una legión de soldados hubiera arrasado el lugar. Al engendro apenas le sirvió unas insípidas gachas como recompensa. Durante un descanso, un pequeño gorrión revoloteó alrededor de la cabeza de la anciana y se posó sobre su hombro. El ave trinó en el oído de ella y la mujer se levantó de un respingo.

—Mentira, mentira, mentira… —la bruja empezó a dar fuertes alaridos y maldiciones—. Ese malnacido no ha podido rechazar mi maleficio. Tramposo ilusionista, le mataré a él y a todos sus descendientes.

—Calmaos, ama, abandonad toda esta locura. Olvidaos de este asunto de una vez.

—Jamás, maldito engendro. Antes la muerte y la condenación eterna.

El gorrión empezó a revolotear alrededor de su enredada cabeza, sacándola de quicio. La anciana empezó a bracear y logró darle un manotazo que lanzó el ave al suelo. Lo aplastó con furia en el suelo. Del cuerpo inerte del animal surgió un extraño humo púrpura.

—Aquí hay magia, existe algo turbio en este pájaro. Magia, encantamiento… no me siento bien —se empezó a tambalear.

La anciana entró en la choza y se echó en la cara una jarra de agua fría y también bebió con ansiedad. Se sentía mareada y confusa. Se contempló en un espejo pero se encontraba rara, distante, como si el reflejo, aunque inconfundiblemente era el suyo, lo viera desde una perspectiva equivocada.

—Engendro, ven aquí —exigió la anciana.

El esclavo se acercó a la choza. Observó a su ama y sus ojos confirmaron algo anormal aunque no estaba seguro de qué era.

—Mi señora, hay algo extraño en vos, es como… no sé como decirlo, es como si a vuestra cara os la hubieran dado la vuelta.

La bruja se palpó el rostro, nerviosa. Se tocó el torso, parte del resto del cuerpo.

—Ese depravado hijo del demonio… ¿cómo se ha atrevido? —se retorció en otro grito de dolor—. ¡Maldición, ese cabrón insolente ha girado todo mi cuerpo!

Su corazón se encontraba en el costado derecho, su rostro tenía un gesto torcido, sus ojos miraban en direcciones oblicuas. Su rostro parecía paralizado, entumecido, con un gesto desfigurado. Sus movimientos empezaron a ser torpes y la voz se le trababa.

—¡Lo pagará, lo pagará caro! Él, su maldito monarca y todos los habitantes de Umiah. ¡Lo lamentareis, hijos de mil carneros!

La vieja esperó hasta la noche siguiente para preparar el embrujo más poderoso que hubiera conjurado en siglos. En el ominoso crepúsculo, recopiló los más insólitos y potentes ingredientes y objetos mágicos. Huesos de necrófagos de los Dominios de la Condenación, una colección de monedas perdidas de un imperio derrocado, las cenizas de unos pergaminos que contenían los últimos versos malditos de Yuth, unas raíces podridas de plantas depredadoras, los ojos del último hechicero empalado de la Orden de Taik. Decenas de objetos que fue esparciendo en la gris mortaja de un antiguo sacerdote. Incluso le arrancó a su desgraciado esclavo un diente de cuajo para ejecutar el ritual.

Recitó unos impíos versos durante horas e hizo arder los poderosos objetos. Del cuerpo de la anciana surgió un avatar fantasmagórico que surcó los cielos y voló raudamente hasta la costa donde su forma espiritual desató poderosos conjuros. Con cada estruendo de sus alaridos y sus profanos gestos, un cataclismo acontecía en la ciudad costera: las mujeres abortaban, los puentes se derrumbaban, las buhoneras lanzaban maldiciones a sus hijos, los templos se agrietaban, los hombres enloquecían y blandían sus afiladas armas contra sus vecinos, los recién nacidos vomitaban sangre oscura y los lobos aullaban con hambrienta impaciencia. El caos y la destrucción asolaron las calles de Umiah a ojos de la anciana. Su forma fantasmal perdió intensidad con el transcurso de la madrugada y regresó levitando a su cuerpo.

Y de nuevo el poderoso conjuro de la anciana resultó fallido. Al despertar se encontró un mensaje escrito en ceniza cerca de donde había reposado su fatigado cuerpo. El joven mago le informó de que toda la desolación que había conjurado sólo se reflejó en sueños, en la imaginación de los habitantes, pero en ningún momento en la realidad. La bruja apenas tenía fuerza para maldecir al mago intruso. Se apoyó en su esclavo para reposar su cuerpo todo el día en su camastro.

Se despertó al día siguiente y observó que estaba nevando por la rendija de la ventana. Se asomó y descubrió que lo que volaba en el aire no era nieve sino copos de polen. Descendió las escaleras y descubrió que su choza se encontraba limpia e impecable. Salió al exterior y se encontró un esplendido paisaje de frondosa vegetación, brillantes flores y coloridos insectos. Contemplar ese paisaje la enfureció y enseguida su piel sufrió una repentina y picante inflamación y se retorció en el suelo con un doloroso sarpullido. Sus pulmones se congestionaron por la angustia del ataque de asma. El esclavo intentó calmarla con agua y con bocanadas de aire. Sin embargo, cuando se tranquilizó, la criatura se sorprendió de que la mujer no encolerizase, sino que estallase en un torrente de carcajadas histéricas. La vieja paso el resto del día preparando un viejo zurrón y por la tarde ordenó al engendro que le acercase en barca a la ciudad de Umiah.

La bruja Vuzenya recorrió tambaleante la zona de muelles aquella noche. Hacía tiempo que no se había mezclado con otros hombres y mujeres y la sensación era de agobio y extrañeza. La gente se movía acelerada, alegre, rebosante, embriagados con licores y canciones. Sostuvo entre sus manos un antiguo y espantoso amuleto para localizar poderosas emanaciones mágicas, pero antes de ubicar a su auténtico objetivo tuvo un par de encontronazos. Uno con un sirviente del templo de Ramsia, que absorto y blandiendo un sable casi derribó a la bruja, que a punto estuvo de lanzarle un potente conjuro pero en su aura adivinó que estaba repleto de ira e irresistible poder. También chocó con una borracha mercenaria que estaba buscando pelea; se apiadó de ella porque estaba poseída por un espíritu cruel y retorcido. Apretó su viejo amuleto y al fin detectó una presencia realmente poderosa en las inmediaciones.

Inesperadamente no era en palacio sino en una taberna cercana llamada La gacela abatida. Oteó el local, volvió a agarrar su viejo amuleto y se acercó a una esquinada mesa donde una figura encapuchada estaba sorbiendo una copa de vino. Era su rival. El joven parecía sorprendido y sonriente bajo la capucha de su túnica.

—Por favor, tomad asiento —invitó el joven mago.

—No me entretengas, maldito insolente, me he visto obligada a acudir aquí a resolver nuestras diferencias. ¿El duelo lo disputaremos según las antiguas leyes?

—Como deseéis, aunque espero que no me guardéis rencor. Mi pacto con el futuro rey me obliga a protegerle con todas mis artes. Pero quiero ser educado y presentarme. Me llamo Lonuth de Ourkis, hechicero de la Orden Hermética Arcana.

—A mí todo el mundo me conoce, soy la maldita bruja de la isla —comentó con tono áspero—. De todas formas tu nombre me es familiar.

—Tengo entendido que conocisteis a mi tatarabuelo. Os enfrentasteis en un devastador choque con vuestro cónclave. Por lo que tengo entendido, tuvo una muerte cruel en vuestras manos.

—Se lo merecía, no tuvo compasión con mis hermanas.

—Os ajusticiaron por terribles crímenes, se os acusaba de haber secuestrado a infinidad de niños de la comarca de Ourkis.

—Ingenuo estúpido. Siempre se nos ha culpado de falsas desgracias. Si alguna vez se hubiera descubierto la verdad, lo que aquel antiguo rey y sus súbditos hacían a aquellos niños desaparecidos… En fin, malditas sean las almas de todos aquellos que nos intentaron dar caza.

—Mi afán no es despertar viejas disputas, quiero que este duelo termine lo más civilizada y limpiamente posible. Dolorosas e imprevisibles secuelas pueden provocar nuestra disputa y esta lucha no se debería eternizar. Vuestra magia es poderosa y cruel y ha dejado mella en mi cuerpo —mostró parte de su cuerpo con quemaduras y exhibió sus manos nerviosas temblando—. Sin embargo, resistí con fuerza y paciencia.

—Sólo tuvisteis suerte. Nadie normal soportaría mis sortilegios.

—Suerte y talento, no me menospreciéis. Es posible, quizá, que vuestra magia esté desfasada. Mi alquimia es más refinada y sofisticada, mis encantamientos más elaborados. No digo que no admire vuestras virtudes: os temo y os respeto profundamente. Pero también he estado reflexionando sobre nuestra situación. Un pacto me obliga a servir a mi rey. Y a vos os obligan ancestrales tradiciones. Creo, sinceramente, que estamos atados por lazos que fácilmente podríamos romper. Estamos a merced de reyes y monarcas que son vulgares y mediocres. Pero si nos aliamos, nuestros talentos y nuestras artes nos harían invencibles. ¿Qué os parece? Gobernaríamos sin rival y nuestras fuerzas serían imparables.

—Sería interesante —reflexionó la mujer—. Despojar a esos malnacidos de sus riquezas y de sus tierras es una idea que me atrae.

—Entonces… ¿podemos tener un acuerdo?

—Déjame pensarlo —respondió con intriga la bruja.

—Bebamos entonces —el mago levantó su copa y llamó al camarero—. Traed una jarra para la mujer y rebosadlo con este fantástico vino.

Chocaron las jarras y bebieron un sorbo. Se quedaron mirando a los ojos, pensativos. La bruja Vuzenya torció el gesto y comentó resignadamente:

—Veneno púrpura. Muy bien disimulado. Sabía que no me ibas a defraudar. Dentro de unos instantes mi cuerpo se licuará sin remedio. Muy astuto.

—Ambos sabíamos que no íbamos a salir indemnes de este encuentro. Este vino me ha sabido al conjuro del ancestro impío, ¿cierto? —la anciana asintió—. Imposible de abjurar.

—Olvido eterno en cuanto te levantes y eches a andar. Serás un cascarón vacío sin cerebro, presto a que cualquier incauto te asalte, te robe y te viole. Mi cuerpo se desvanecerá, pero por lo menos me he dado el gusto de cumplir mi venganza. Tu magia era insuperable, lo admito, no he encontrado forma de doblegarte sin correr la misma suerte.

—¿No podría haber acabado de forma diferente?, ¿por qué nos tenemos que destruir? —reflexionó el mago.

—Porque tus amos siempre han sido los que triunfan sin merecerlo, y porque mi orgullo es más valioso que mi propia vida —comentó con resentimiento la vieja.

—No hemos brindado, mi dama —el mago alzó su copa—. Por el arte arcano, indómito y secreto que se oculta en este mundo.

—Por mis hermanas, malditas sean. Saludaré a tu tatarabuelo de tu parte.

La bruja Vuzenya aplastó su jarra contra la mesa y su cuerpo se fue disipando, convirtiéndose poco a poco en un palpitante líquido. El joven Lonuth se levantó de la mesa y deambuló por la taberna buscando la puerta, contemplando con confusión la calle, el bullicio, a la gente festejando. Se movió desconcertado, anduvo unos pasos vacilantes y se camufló entre el gentío, perdiéndose para siempre en el olvido.

La coronación del rey Quymos II fue un acontecimiento único y singular en su grandeza y ostentación. Fue un día grandioso de derroche, banquetes y opulenta celebración. Sin embargo, nadie se esperaba el desdichado infortunio del día posterior.

La reina consorte descubrió a su regio marido manteniendo carnal intimidad con uno de sus lacayos, y en un arrebato de celos acuchilló con una valiosa daga al monarca. Los peores augurios se habían cumplido. El Gran Consejo del Reino se reunió para debatir las consecuencias de aquella catástrofe. Y sólo encontraron una solución para que el próximo heredero no sufriera el destino del rey Quymos, a quien ya apodaban el Breve: volver a apaciguar a la bruja de la isla con un abundante tesoro. Confusos y desesperados, creían que la maldición se había cumplido de forma tajante y, además, con la desaparición del genial mago Lonuth y su protección, el reino estaba más expuesto que nunca.

Una delegación de atemorizados súbditos del palacio fletaron una embarcación con varios cofres repletos de monedas de oro, rubíes, joyas, zafiros, armas con incrustaciones de diamantes, anillos… ignorantes de que la vieja bruja había sucumbido en los muelles de la ciudad por un encantamiento. Abandonaron los cofres en la orilla de la inhóspita isla y volvieron a la capital. Pero de las cercanías apareció una figura, grotesca y monstruosa que se acercó acechando y que empezó a inspeccionar la valiosa ofrenda. El engendro, el esclavo de la bruja, empezó a abrir los cofres y a tirar de ellos. Suyos, en fin, eran los tesoros que había acumulado Vuzenya y, en ese momento, sin los conjuros que la ataban a ella, volvía a recuperar la libertad que le había arrebatado la bruja hacía incontables años. Volvía a sentirse como el encantador príncipe de Histhya que una vez había abandonado su palacio con la ilusión de encontrar a una esposa. En ese momento era una criatura espantosa pero con una riqueza incalculable. Se incrustó en la cabeza la corona que había pertenecido al desgraciado rey Quymos y se contempló en un espejo plateado. Su sonrisa, surcada de afilados colmillos, tenía un gesto satisfecho. A sus ojos lucía un porte distinguido y elegante.

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