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Un día en la vida de J.F.S. – O.G.E.T.(E.)

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La sociedad no tiene por qué pagar las deudas de un puñado de miserables. Para eso estoy yo aquí: para que las paguen, aunque se las tenga que arrancar del alma abriéndome paso a través de sus huesos, como que me llamo J.F.S. – O.G.E.T.(E.). Yo soy la justicia y, además, tengo carné.

No penséis que los malos son sólo los ricachones, lo políticos, los banqueros y los mafiosos, no os confundáis, hay quien ha sabido ganarse un flamante BMWMWB honradamente, y hay quien para ser propietario un vulgar Opelt Corsat le ha tenido que morder la yugular al vecino. Pero no os preocupéis, contad conmigo para poner a cada cual en su sitio. ¿Te crees que tienes lo que te mereces? Descuida, lo tendrás.

Os podría derrumbar con mis historias mano a mano empuñando un vaso de chupito, y aún buscaría a otro parroquiano, o parroquiana, amable dispuesto a remojar su corazón con una rakija más, aporreando una guitarra entre mentiras y verdades en un tugurio de mala muerte. Pero no os aburriré con detalles superfluos, simplemente os contaré un día de mi vida. El de ayer mismo.

Me levanté hecho migas de la cogorza que me trinqué la noche anterior en el Blue Moonk, un tugurio de mala muerte, el cuerpo tirando mitad para Oviedo, mitad para Santiago, y yo en medio, o sea, en Lalín. A mi lado Marisicha, rezongando y dándome insistentes pataditas para que me largase de la cama y dejara ya de sobarle los pezones como si fueran gominolas, pataditas dulces, conste, nos queremos. Sonó el pitido del Buscador, revisé los mensajes… había trabajo. Que quede clara una cosa, yo hago lo que hago por dos razones: una, por dinero; dos, porque ya está bien de que unos cuantos gilipollas nos tomen por el pito del sereno. Me duché, desayuné, me puse el traje y me enfundé la nueva Spaniel-Thompson del 20 con que nos han equipado los mandamases. Lo que se dice del 20, es decir, un antiaéreo portátil de diez balas como zurullos capaces de destrozar un muro de hormigón, y capaz asimismo de romperte la espalda como no te la coloques bien en la cartuchera dorsal. Saqué el registro y me puse en marcha. Tomé el superbús y di con mi persona en un barrio marginal. Encontré la dirección entre el tumulto de chabolas. Era una casa putrefacta con un pequeño patio de entrada en el que se amontonaban una docena de perros, algunos muertos, otros con las costillas haciéndoles relieve a ambos lados del cuerpo, llamé a una puerta roída. Apareció un tipo tan roído como la puerta.

—Buenos días, soy J.F.S. – O.G.E.T.(E.). ¿Es usted Imael Mlanto?

—Sí, sí señor yo…

—Ha recibido usted las tres notificaciones, ¿verdad?

—Yo, señor…

—Entiendo que sí —desde que se implantó el chip intradérmico obligatorio en el antebrazo todo el mundo recibe las notificaciones—, ha recibido usted una llamada hace tres días, ¿verdad, señor Mlanto?

—Yo…

—Entiendo que sí —desde que se integró el móvil en el tímpano obligatoriamente todo el mundo recibe las llamadas—, ¿tiene preparado lo que se le pide?

—Bueno, yo, verá…

—¿Lo tiene preparado?

—Verá, yo…

Era un pobre hombre, en camiseta sin mangas, sin afeitar, se le notaba el alcohol a diez kilómetros. Saqué la Spaniel-Thompson del 20 y se la puse en la frente:

—¡Por última vez, lo tiene preparado o no!

Me miró como un perro pachón, negó apenas con la cabeza y sonrió. Le descerrajé un tiro y su cuerpo quedó balanceándose un instante sin cabeza antes de desplomarse en el suelo. Me acerqué a él y desde la entrada contemplé someramente su chabola. Latas vacías, ollas vacías, botellas vacías. Aproximé el detector de créditos a su antebrazo y me devolvió una tenue señal de… dos tristes créditos. Los debía de guardar para las dos últimas botellas. Me había dejado el traje hecho un asco, menos mal que llevaba un aerosol quitamanchas. Envíe el aviso a los mandamases, para que recogieran los restos y archivaran su expediente.

Retomé el superbús y me desplacé de los suburbios a la City, que estaba justo al lado. La City, el corazón de los business, piso ochocientos treinta y cinco, despacho de un tal Roberto Roberte, un broker de mucho postín y de algunos negocios turbios. Allí ya me conocían, había hecho varias visitas anteriormente, por eso me sorprendió que este individuo pretendiera negociar. Tenía la cara desencajada y estrujaba nerviosamente entre sus manos un periódico enrollado, el Financial Timo.

—Sí, efectivamente he recibido las tres notificaciones y la llamada hace tres días, sí… podríamos llegar a un acuerdo, señor… ¿cómo me ha dicho?

—J.F.S. – O.G.E.T.(E.)

—Evidentemente, no dispongo ahora eso que me solicitan, no obstante, le propongo un trato…

—No hay trato.

—Considérelo, ¿cuánto le pagan por esto? Deme sólo una semana y cuadruplicaré sus honorarios…

—Que no hay trato

—¡Los octuplicaré!

Desenfundé la Spaniel y le apunté al pecho.

—Mire, señor Roberte, cuando yo digo que no hay trato, no hay trato.

—Pero, señor… ¿cómo me ha dicho?

Alcé los ojos hacia lo alto resoplando, dando gracias por el balazo que le iba a meter a este pintamonas en toda la cresta, instante que él aprovechó para sacar velozmente un cortaplumas que llevaba oculto en el Financial y me atacó, intentando pincharme. Acerté a dar un paso atrás y paré como pude la embestida con el arma, de tal modo que el cortaplumas se quedo hundido y encajado en la bocacha del cañón. Él me miro como diciendo «¿Y qué vas a hacer ahora, listillo? Si disparas estallamos los dos», y yo le miré como diciendo «Pues esto», y le propiné tal patada en sus exquisitas pelotas que fue a dar con la cabeza en el techo. Extraje a lo bestia el cortaplumas y ya me disponía a incrustárselo en el esternón cuando me percaté de que se había roto el pescuezo. El detector de créditos me mandaba una señal equívoca, pues no apuntaba a su antebrazo, sino a un cuadro en la pared. Entonces reparé en que el cortaplumas estaba manchado de sangre, y yo aún no se lo había clavado a nadie. Le subí la manga de la chaqueta y de la camisa y mis sospechas se vieron confirmadas: se había arrancado el chip él mismo, en crudo, menuda escabechina. Detrás del cuadro hallé una caja fuerte oculta, modelo Inviolab-3000, que todavía debe de estar echando humo por un agujero como un melón de grande justo donde tiene la etiquetita de la marca. Advertido de mi presencia, se creía este patético que guardar ahí el chip le iba a servir de algo. Avisé a los mandamases, asunto terminado.

Al superbús y al Barrio Alto, a la lujosa mansión del juez Cristóforo Tizaco, una eminencia en leyes respetado y admirado por los ciudadanos. Pero si quien hace la ley hace la trampa, quien la aplica no digamos ya. Pensé que iba a tener que gastar dos cargadores enteros sólo para llegar hasta el vestíbulo y, ante mi sorpresa, no fue así. Me abrió las puertas un mayordomo y me acompañó hasta el despacho del juez. Cristóforo Tizaco se encontraba sentado tras una mesa solemne, con las manos entrelazadas bajo su ceremoniosa barbilla, mirándome fijamente por encima del cristal de sus pequeñas gafas. El mayordomo nos dejó solos.

—Pase y siéntese, señor J.F.S. – O.G.E.T.(E.), ¿no es así?

—Así es.

—Sé a lo que ha venido, ¿le apetece un puro? Sírvase.

—No, gracias.

—Yo me encenderé uno, si no le importa. Sé a lo que ha venido y sé cuáles son sus métodos. No obstante ya le digo que su requerimiento es imposible de satisfacer, en este momento, por mi parte.

—Considere, señor juez…

—No, amigo mío, considere usted con quién está hablando y las consecuencias que puede acarrearle el hecho de desenfundar ese… cañón que lleva usted en la espalda.

—¿Tanto se nota? Pues esta chaqueta es de tela disimuloide, me costó un pico. Permítame decirle, con el debido respeto, que considere, señor juez…

—¡No hay nada que considerar, amigo mío! ¿Acaso no se da cuenta de quién soy yo y lo que represento?

—Que sí, pero considere, señor juez…

De repente propinó un fuerte golpe en la mesa con el puño cerrado, escupió un trozo de puro y cambió el tercio, lo cual hice yo a mi vez, se acabaron las cortesías.

—Tú no sabes con quién te la estás jugando —me dice.

—Ni tú —le digo.

—¡Tú no sabes quién soy yo!

—Ni tú yo.

—¡Tú no tienes ni idea de quién soy yo, mamarracho!

—¡Ni tú de quién soy yo, ni si dejo de ser ni no ser!

—¡Fuera de mi casa, patán! ¡Sebastián, trae la escopeta!

—Con el debido respeto, señor juez, ¡tráguese este Farias!

—¡No te atreverás…!

El estampido de la Spaniel retumbó por todas las paredes haciendo eco, realmente esa mansión era enorme. Apareció Sebastián, atropellando los muebles, con una escopeta de caza bajo el brazo, una reliquia de otros tiempos, pero al ver el cacharro que yo sostenía en la mano optó por la diplomacia. Hizo bien.

—¡Ah! —me dice— he oído como un ruidillo… ¡Oh! ¿la escopeta? No se preocupe por ella, se va a reír, ja-ja-ja…el otro día se nos coló un jabalí en casa y todavía no hemos dado con él… Si usted lo ve al salir, háganoslo observar, si es tan amable… ¡que tenga usted un buen día, caballero!

Y desapareció, atropellando los muebles. Mientras le acercaba el detector de créditos, aún me dirigí al juez en voz alta.

—El veredicto es claro, señor juez: ¿eres consciente del precio de tus actos? Págalo.

«Bendita seas, Rosetta Roguez», me dije. Di el parte a los mandamases y pillé el superbús en dirección al puerto. Durante el trayecto me dio por pensar en Marisicha. Llevamos viviendo juntos dos años y todavía no sabe a qué me dedico, no se lo he dicho. Le he hecho creer que trabajo en el matadero… y la verdad es que tampoco le estoy mintiendo, porque visto desde determinada perspectiva en lo que se dice el matadero sí trabajo… Qué vida ésta. Pero alguien tiene que dejar claro en esta sociedad corrupta y depravada, donde algunos listos se creen que pueden pisotear a la gente honrada —a la que consideran tonta— que si se siguen meando en el prójimo recibirán tres avisos, y luego una llamada, y a los tres días nuestra visita. Y para eso estamos aquí, yo y otros pocos más, los O.G.E.T.(E.) y por encima de nuestra ley, no está ninguna. A eso nos dedicamos.

Iba a ver a Soúl Gonsalves, un traficante. Me aproximé a la nave 38 del muelle 5, y lo primero que me encontré fue una andanada de tiros a destajo, sin previa declaración de intenciones. De un brinco me parapeté detrás de un contenedor y saqué a la Spaniel de su madriguera. Me caía plomo hasta del cielo. Si así lo querían, así lo tendrían.

—¡Soy J.F.S. – O.G.E.T.(E.)! —grité

—¡Ya lo sabemos, hijoputa, será mejor que te vuelvas por donde has venido!

«Eso sería lo mejor para vosotros», pensé. En algunos ventanales a medio abatir de las naves colindantes se reflejaba la situación, actuaban como espejos. Así que fui situando a los pistoleros uno por uno. Eran unos doce, no podía fallar mucho y además tenía que reservarme por lo menos dos cargadores enteros, puesto que aún me quedaban unas cuantas visitas por hacer. La balacera arreciaba, una esquirla rebotó y me hirió en el brazo «los cochinos, que se alborotan», le tendría que contar luego a Marisicha. Ahí sí que me tocaron los cojones pero bien tocados. Era la segunda vez que me herían esta semana, y estábamos a martes «que de mierda te hartes», pensé. Los dejé que se confiaran y asomaran el hocico, confiados en su mayoría y en su potencia de fuego. Haciendo un cálculo de las trayectorias del derecho y del revés según se mira a los ventanales, asomé la Spaniel por el borde del contenedor y solté tres andanadas. Tres sujetos cayeron como cerdos abiertos en canal. Aproveché el desconcierto para cambiar de posición, me colé por una puerta, subí unas escaleras y me posicioné en una de las ventanas que había visto desde abajo. Desde arriba me di el gusto de jugar a los patos de feria con otros cinco, que no sabían dónde meterse ni por dónde les venían los cañonazos. Y como ya la mayoría empezaba a ser minoritaria se refugiaron en la nave, dejándome la puerta abierta para que entrara por ella silbando, mientras ellos me hacían los coros. Recargué la tranca y me deslicé hacia un lateral de la nave, donde pegué el trancazo, abriendo un boquete descomunal (ya no se construye como antes). Me colé entre la polvareda y los pillé de espaldas, tosiendo maldiciones. Y puse la Spaniel a ciento sesenta grados centígrados en diez segundos, y la nave hecha un asco con un a modo de chorizos, morcillas y costillares colgando por todas partes. Oí unos pasos a mi espalda y me giré de golpe. Un tipo enjuto, con un lacio pelo negro que le caía hasta las rodillas, sostenía un hacha levantada a dos manos justo por encima de mi cabeza, pero yo sostenía una Spaniel- Thompson del 20 justo delante de su nariz.

—¿Soúl Gonsalves?

—El mismo.

—¿Recibió usted la llamada?

—La recibí.

—¿Y bien?

—Déjeme que le explique…

—Mejor me lo cuenta otro día, tengo cierta prisa.

Sonó un estruendo y su cabeza, en vez de desintegrarse, salió disparada y rebotó contra la pared del fondo, se ve que la tenía dura, el tipo. Me eché medio bote de aerosol coagulante en la herida, cumplí con el procedimiento y de nuevo al superbús, a las afueras, muy lejos. Iba a la Central, a ver a un mandamás, un viejo conocido, Jorge Géjor, al que llamábamos «el Porras».

Una caseta perdida en mitad de la nada daba paso a un ascensor y a catorce plantas subterráneas. Mostré el carné y pasé sin mayores problemas por el escáner y el detector, puesto que la Spaniel venía dotada con un sistema que la hacía indetectable. Entré en su departamento destrozando la puerta de una coz, para dejar claras mis intenciones. Se quedó blanco.

—¿Tú por aquí?

—Yo por aquí, Porras.

—Pero… debe tratarse de un error…

—Has intentado falsificar la firma ADN. Te hemos pillado, Porras.

—¡No, no… es un error!

—De la Suprema no se escapa ni dios, Porras, pareces nuevo.

—¡Pero, J.F.S…!

—No te voy a soltar la monserga de los avisos y la llamadita. Tú ya sabes lo que se cuece, Porras.

—¡Por lo más sagrado, J.F.S., somos colegas, fuimos juntos al colegio!

—Me importa un huevo. Y además me tirabas pinganillos, mejor no me lo recuerdes.

—¡Tengo diecinueve hijos!

—Haber pensado en ellos antes. O haberte puesto condón.

—¡No saques ese bicho!

—Demasiado tarde, ya lo he sacado. Precisamente tú, Porras. Precisamente tú…

Respiré hondo y le volé la sien. Le pasé el detector de créditos y di aviso a los mandamases, que me miraban por las cristaleras adyacentes con los ojos como platos. Salí por donde había entrado con una ceja levantada indicando a las bravas que si algún machaca tenía lo que había que tener, sacara su ridícula pistola y me hiciera frente.

Volví al superbús, camino de la residencia de uno que uno que se hacía llamar Walkirio, famoso vidente que salía en la RetinaTV. Un jovencito demasiado jovencito, poniéndome más sonrisas que reparos, me llevó hasta él. Estaba sentado en un sillón de gruesas orejeras, fumándose lo que parecía ser un 4×40, o sea, un porro de cuatro centímetros de ancho por cuarenta de largo.

—Te esperaba… —me dijo, y se me quedó mirando con las cejas muy levantadas, pero con los ojos muy cerrados.

Permanecimos así un minuto por lo menos, yo suponía que iba a añadir algo más. Por fin me espabilé, casi me había dormido, le sermoneé las cláusulas y le situé la Spaniel en mitad de la línea de esa mirada de estreñido. Sin inmutarse, dando largas caladas, colocó su dedo meñique en la embocadura, describiendo amplios círculos con el otro meñique.

—La energía universal que fluye por mi séptima aura es más poderosa que tu ira —añadió después de tomarse su tiempo—. No puedes dañar mi Yo con una materia que no existe en mi esfera intrínseca.

—¿Usted cree? —dije—. Deje de sorber el canuto y recapacite, se lo aconsejo.

—No es una cuestión de creencias, sino del facto del aura en el todo del momentum. Aventúrate a adentrarte en lo que aún no conoces. Haz la prueba, dispara y asómbrate de la multiplicidad energética, pararé tu bala.

—Mire que es del 20.

—¿Estás dudando, quizá?

—¿Está usted seguro?

—Tu carencia de fe resulta molesta. ¿No te atreves, quizá?

Y dale con el atrevido. Buen intento, quizá te habría resultado más propicio que el «demasiado jovencito» te hubiera anunciado mi llegada para salir por patas. Noté un milimétrico movimiento en su galillo. Decidí hacer la prueba y le dejé esparcida el aura sobre el estampado del sillón. No me extraña que estuviera podrido en créditos, con esa seguridad para hacer creer a los demás tus propias trolas no se puede ser pobre. A cambiar de canal, queridos televidentes, sólo tenéis que pestañear dos veces en el mismo segundo.

Después fui a visitar a Marcus Calv e Iván Perill, dos de los mayores promotores de la construcción. Éstos andaban siempre juntos, los dos, luchando por el negocio, en pro de la prosperidad de nuestra maltrecha economía, levantando unos estupendos pisos que se caían a cachos según abrías la puerta el día de la entrega de llaves. Me tuve que cascar un buen trecho en el superbús, porque su sede se hallaba en el parque empresarial «El Pocero OrondyRolliz», en la otra punta de la ciudad. Cuando llegué su pedazo de secretaria me comunicó que no estaban, que estaban de fiesta. Al principio fue reacia a facilitarme la dirección del evento, pero me levanté un poco la chaqueta y me giré, un poco, de costado y me dio hasta la partida de nacimiento de cada uno de los asistentes, así que me fui a la fiesta que, curiosamente, se celebraba en la punta opuesta de la ciudad. Y en cuanto llegué se acabó la fiesta, en la que a bote pronto distinguí a seis alcaldes. Ya me pasaría en breve por el pleno a repasarles con el bastón. El conductor del superbús anduvo un tanto brusco y se me habían revuelto las tripas, no me encontraba yo lo que se dice de buen humor, no tenía yo el genio para tanguitas y tacones. Aceleré los trámites, cuando me vieron sacar el pepino se les congeló el cubata en el vaso y se pusieron a balbucear como sapos y a gesticular ampulosamente. No obteniendo otra respuesta por su parte que pucheros y gesticulaciones, al tal Marcus Calv le hice un peinado nuevo con la raya en medio, a la altura del cuello, y al tal Iván Perill le afeité en seco la barba, mandíbula incluida.

Y, hale, otro paseíto en el superbús, camino del centro.

Llegué al prostíbulo regentado por Madama Irenska, el más famoso de la ciudad. Una señora de alta alcurnia que un buen día comprendió que en vez de explotar a los obreros, como hacía su marido el banquero, le resultaba más rentable explotar a las mujeres de los obreros. Ella, elegante como ella sola, altiva, fumándose un cigarro mentolado adosado a una finísima boquilla de un metro de largo, echándome el humo en la cara. Ella, que se codeaba con los más influyentes de los más poderosos de los más ricos, también tenía unos asuntillos pendientes que saldar, mira tú.

—¿Señor…?

—J.F.S. – O.G.E.T.(E.).

—¿Cómo…?

—J.F.S. – O.G.E.T.(E.).

—Muy bien, señor Ojete, usted dirá…

Oía unas risas por detrás de las cortinas.

—Si no le importa, señora, le agradecería infinito que apartara un milímetro su cigarrillo de mi fosa nasal…

—Lo que usted diga, señor mío ¿y a que se debe su visita? Deduzco que no viene aquí a por lo que todo el mundo viene aquí, ¿me equivoco?

—En absoluto, señora. Tiene usted algunos… negocios que le conviene poner al día. Para eso se le ha notificado, para eso se le ha llamado a usted y para eso estoy yo aquí.

—¡Oh, qué elocuente! ¡Chicas, qué caballero tan distinguido! Y, dígame, señor Ojete, ¿qué pasaría si yo me negara a, digamos, poner al día mis… negocios?

—¿Acaso no lo sabe ya, señora?

—¡Claro que lo sé, señor mío! Es que no me ha dejado terminar… yo estaría dispuesta a ofrecerle ciertas contrapartidas, digamos, un año entero de servicios gratis ¿qué opináis, chicas? ¿no os parece un buen bocadito el señor Ojete?

Escuché un revuelo detrás mío, ya me estaba poniendo nervioso la recancanilla ésa que empleaba con lo de «señor Ojete».

—No hay contrapartidas que valgan, señora mía. Decídase o aténgase a las consecuencias.

—¿Acaso juzga usted moralmente el oficio de estas señoritas, señor Ojete?

—En absoluto, señora, yo no juzgo nada ni a nadie. Me limito a ejecutar los avisos, nunca mejor dicho.

Entonces me di cuenta de que estaba rodeado por las chicas, varios pares de manos acariciaban mi espalda, mis hombros y mis brazos. Unas voces decían:

—¡Uy!, ¿qué es esto tan gordo que tienes aquí? ¿Y por delante también lo tienes tan gordo? ¡A ver, saca la pistola, guapo!

De pronto comprendí lo que estaba sucediendo en realidad. La Madama se había montado una estrategia sutil, tan sutil como el mentolado perfume de su cigarro que, por cierto, estaba casi a punto de meterme en el ojo. Ya iba a reaccionar cuando ellas se dieron cuenta de que iba a reaccionar y se abalanzaron sobre mí en tropel. Yo era más fuerte, pero ellas eran más, muchas más, una me arrebató la Spaniel de la espalda y el resto me atacó como un enjambre de gatas, dándome mordiscos, arañazos, patadas, puñetazos y espantosos tirones en el pelo. A codazo limpio traté de ganar terreno hacia la que sujetaba mi arma, la chica se afanaba en apretar el gatillo sin saber que ese gatillo sólo respondía a mi huella dactilar. A duras penas conseguí llegar hasta ella y pegando un tosco salto y sacudiéndole un guantazo al volapié según caía recuperé mi fiel Spaniel. El ronco sonido del seguro al quitarse contuvo la situación, se retiraron a los lados, los jadeos se mezclaban con los insultos.

—¡Pero estáis locas! —exclamé— ¿por qué defendéis a quien os esclaviza?

—¡Defendemos nuestro pan! —gritó una.

—No —respondí—, defendéis vuestro hambre. Apartaos.

Al fondo de la sala, la Madama hablaba a voces por el intramóvil.

—¡Zoltano, Zoltano, hay un chalado aquí con una pistola enorme…! ¡No, no me refiero a eso…! ¡Escucha, Zoltano…!

Le apunté directamente a la boquilla del mentolado, que sostenía con majestuosidad frente a su rostro, la Madama Irenska nunca perdía sus finas maneras, qué mujer.

—Dele recuerdos a su marido, señora mía, dígale de mi parte que un día de estos iré a saludarle.

Y, digamos, que le apagué el cigarro junto con todo lo que se hallaba dentro de un metro de diámetro en torno suyo. Las chicas ya no parecían dulces angelitos, sus facciones se habían vuelto ásperas y amargas, el silencio se podía masticar. Iba a decir algo importante, pero no hallé las palabras. Descolgué el brazo de la Madama de la lámpara, pasé el detector de créditos, recogí la cosecha, me enfundé la Spaniel y me largué pensativo, rebuscando todavía dentro de mi mente algo que decir.

Me eché el resto del bote de aerosol coagulante, tenía la cara hecha un Cristo.

Entre trayectos, idas y venidas, dar explicaciones, volar cabezas y rascar créditos, se me hizo de noche. De regreso a casa en el superbús me saqué un bocadillo de nitroanchoas, lo primero que le había metido al cuerpo en todo el día. Antes de subir decidí tomarme una rakija, sólo una, lo juro, en el Blue Moonk. Allí estaba, como siempre, Davidoff, más que un camarero, un amigo.

—¡Hombreeee, señor J.F.S.! —me saludó—. ¡Cuánto bueno por aquí! ¿Qué vas a tomar?

—Chupito rakija, ¿cómo estamos?

—Bien, ¿qué tal el día?

—Ni fu ni fa.

—Ya… —me miró de soslayo—. ¿Te dejo la botella?

—Pues va a ser que sí.

Miré el reloj, apenas había pasado media hora y ya me había zampado media botella de ese licor infame. Como no había ningún parroquiano ni parroquiana amable dispuesto a entablar conversación, y Davidoff no hacía más que charlar con su mujer por el intramóvil, opté por conversar conmigo mismo. Puse el carné encima de la barra y contemplé mi foto. Qué cara de imbécil tenía cuando me saqué la oposición.

J.F.S. – O.G.E.T.(E.), sí señor, ése soy yo: Juan Francisco Soleil – Operador de Gestiones de Evasión Tributaria (Expeditivas), lo que se dice un inspector de Hacienda. Si os creéis que os podéis pasar al fisco por el forro de los calzones, vais frescos. ¿Qué no sabes quién soy yo? Mira, macho, me da igual que seas juez, como si eres frutero, como si eres presidente de siete compañías, como si eres el rey de los cuatrocientos subestados: paga por lo que ganas. Bendita sea Rosetta Roguez, la senadora que tuvo los santos ovarios de sacar adelante la Ley de Cobro Expeditivo Terminal, y que ningún político después ha tenido los santos cojones de abolir, por la cuenta que le trae. Y bendita sea la Suprema, esa computadora que vale lo que costó y de la que no se libra ni un puto céntimo de crédito que se defraude en el país. ¿Juzgar moralmente? Haz lo que te salga de las narices, trafica, extorsiona, prevarica, enchufa, especula o chupa del bote, yo ahí no me meto, no es mi cometido. Pero eso de hacer el trapicheo, sacar el beneficio y salir corriendo para que los demás tengamos que costearte el chanchullo con nuestras costillas se os ha terminado, se acabó lo de que siempre apoquinemos los de siempre. O pagas, o cobras. A lo que hemos llegado, a tener que andar aireándole los sesos al personal para poder mantener las escuelas públicas y la seguridad social. Vaya una sociedad de mierda, éramos más congruentes en las cavernas, tirándole juntos del rabo a los mamuts… y que trate de escaquearse un muerto de hambre, vaya, pero que te venga con excusas precisamente el que está forrado de pasta, ya manda huevos. De avestruz. Se os ha acabado el chollo, amigos… Ahí está mi carné.

Divagando, divagando me liquidé la botella entera. Necesitaba apaciguar mi mente, pero no me apetecía tocar la guitarra, así que me sublimé otra botella. Maldita rakija.

—¿Ya te vas, Juanfran?

Pueg va a ger que . Ta mañana.

—A dormirla, galán.

Marisicha, que es un cielo puro, comprendió que yo había tenido un «día de ésos» y se rió de mi chispa.

—¿Qué tal los cerdos?

Revoltosog como ellos solog, cariño. Me vag a perdonar, gue me voy a la piltra.

—Eres un borrachuzo, habrás comido algo, ¿no?

—Un xolomillo.

Pero no acaba aquí esta historia, le queda un retal. Hoy me levanto, otra vez con resaca, desvelado por los pitidos del Buscador, miro los mensajes… va a ser un buen día, sólo hay uno, lo leo y se me va de golpe la resaca y hasta el espíritu del cuerpo. Voy a buscar a Marisicha y la saco, literalmente, a rastras de la cama, la siento en la cocina y le preparo un café triple.

—Mm… ¿qué pasa?

—Tómate ese café.

—Mm… no me apetece… déjame, que estoy dormida…

—Tómate ese café, por tu padre, cielo.

—Mm… que no, que me dejes…

—Escúchame, escúchame cariño, ¿has recibido tres notificaciones de la Agencia Tributaria durante los últimos seis meses?

—Mm… creo que sí.

—¿Y las has leído? bien leídas, de cabo a rabo, ¿las has leído?

—Mm… no, las he borrado, que les den por culo…

Empiezo a sudar gotas como chochos, Marisicha se toma el café alarmada por mi mirada.

—¿Y has recibido una llamada hace tres días? ya sabes, de Hacienda.

—Sí, me llamaron, sí, un tío que me dijo que debía 60 000 créditos y no sé qué de una visita y no sé qué…

—¿Y tienes ese dinero?

—¿Estás soñando? ¿60 000 créditos? ¿Tú ganas eso en un año? En qué planeta vives, cariño…

Me siento frente a ella y la miro como no la he mirado ni siquiera cuando echamos el primer polvo, ella se da cuenta por fin de que está pasando algo grave.

—Escúchame bien, Marisicha —le digo hablando lentamente para que me entienda— ha llegado el momento de explicarte a qué me dedico. A qué me dedico realmente.

Me trago así como un litro de saliva.

—No trabajo en el matadero…

Y ya no os cuento más. Si queréis saber algo de mí, id esta noche al Blue Moonk. Y espero que sepáis tocar la guitarra.

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