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Un asunto de familia

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Al despertar me encuentro enterrado en el cieno, ahogado por su peste. Miro hacia arriba, siguiendo el pequeño haz de luz, vertical, que llega hasta mí. El día se apaga en la pequeña boca de la profunda poza, en cuyo fondo me hallo, tendido y roto. A mi lado, una pequeña reja va cediendo, poco a poco, empujada por la piara de cerdos hambrientos que con sus chillidos juran mi muerte.

La oscuridad me asfixia, el barro me oprime y el aire emponzoñado nubla mis sentidos. El tiempo, hábil ladrón, huye de mi tumba a la misma velocidad con la que me ha arrojado a ella. Es tan frágil la ilusión que sustenta nuestra vida que un soplo basta para disiparla por completo. Este es un pensamiento insoportable.

Jamás debí aceptar aquel trabajo; pero siempre es tarde cuando se sabe. Había gastado ya el flaco dinero que me adelantó mi cliente y no encontraba manera de devolverlo. Era casi una limosna, insuficiente para cubrir la enormidad de la tarea que me encomendaban, mas, desgraciado, la necesitaba desesperadamente. Si no obtenía ingresos con rapidez, tendría que decir adiós a mis sueños, encajar el fracaso y cerrar el despacho que con tanto esfuerzo había abierto. Se revelarían entonces mi gran incapacidad e ineptitud. La inminencia del combate desigual, conmigo mismo, sabiéndome derrotado, me heló la sangre.

¡Qué ridículo se me antoja ahora! Cuánto mejor hubiera sido tirar la llave, en lugar aferrarme a aquel asunto envenenado. Pero una angustia visceral, esa maldita ansiedad y la cobardía que te devoran por dentro, pudieron conmigo.

Nunca debería uno decir que sí; jamás. Deberíamos negarlo todo; negar siempre, rechazarlo todo y luego, con la calma que sigue a la decepción, reconsiderar quizá algunas cosas y, tal vez, sólo tal vez, dar un por respuesta.

El trabajo se planteaba farragoso; consistía en reinscribir en el Registro de la Propiedad una casa vieja, de muy poco valor, que a duras penas se aguantaba en pie en medio de un pueblecito perdido y lejos de todo, llamado la Fosa. Mi cliente había heredado de su abuela una parte del inmueble y había conseguido, no supe cómo, que varios herederos más le firmasen un poder notarial por el que renunciaban a su magra porción en su favor. Como era de prever, existía un gran problema. La casa llevaba a la venta más de diez años, desde el mismo día en que murió la anciana, pero los herederos principales no habían sido capaces de ponerse de acuerdo; cada cual, por sus orgullosos fueros, pretendía apropiarse de la parte más grande. Su vergonzante batalla por tan míseros restos había llegado a un punto tan odioso que una de las nietas de la causante había muerto por su culpa; asesinada, al parecer, por otro de los contendientes; familiares todos, descendientes todos de la difunta abuela Eusebia.

El cadáver de Caridad, que así se llamaba la mujer, fue hallado en aquella misma casa maldita, tendido sobre un mar de sangre y con un tajo grotesco en la garganta, abierta en canal. Mi cliente me explicó, con profusión de detalles, cómo se la rajaron con una vieja hoz que había en la casa. Más tarde, gracias a la ayuda de un contacto, pude hacerme con el certificado de defunción y el informe de la autopsia y así confirmé que la heredera había muerto por «exanguinación debida a la sección de la carótida, otras vías e incluso la sólida tráquea, por medio de un instrumento de hoja curva y metal oxidado».

Sin embargo, la guardia civil nunca halló pruebas, tampoco se encontró ningún probable arma, ni rastros. El crimen permanecía sin resolver. Mi cliente afirmó que, con toda certeza, el culpable era su primo Raimundo, otro de los herederos; a la sazón un anciano repulsivo que aun vivía en el pueblo, excombatiente de la Guerra Civil por el bando nacional como agregado de una compañía de fascistas italianos, famosa por su brutalidad, que luchó en el frente de Madrid. El viejo, al que mi cliente calificó con epítetos en extremo verduleros y calificativos demasiado horribles como para ser repetidos, era a su vez el heredero más desfavorecido pues había sido prácticamente despojado de todo derecho por la abuela Eusebia, quien, en su testamento, le otorgaba tan solo su legítima estricta; o lo que para aquel caso era lo mismo, nada. A pesar de ello, según me informó mi cliente, su primo se paseaba por el pueblo haciendo alardes de dueño y señor de la casa, espantando toda posibilidad de venta.

El mismo Raimundo, fiel sospechoso del espantoso crimen según mi cliente, poseía la única copia original de aquel testamento que tan mal le trataba. El resto de herederos tan sólo disponían de una fotocopia, inservible para completar su nueva inscripción en el Registro. Necesitaban el documento original pero, obviamente, mi cliente no podía ni acercarse al viejo fascista, de manera que me encargó recuperarlo y mediar después para llevar a cabo la venta, de una vez por todas.

El asunto era feo. Se adivinaba duro, prolongado y, tal vez, imposible de completar. Estaba, además, teñido con tintes demasiado oscuros y macabros.

Quise (debí) decir «no». Pero tuve miedo, un terror menesteroso; un miedo tonto y material. Y sin embargo un miedo atroz. No pude (no supe) negarme, y acepté.

Formé un grueso expediente con la documentación que me proporcionó mi cliente, le sumé los informes que me procuré por mis medios e inicié así los trámites en la notaría más cercana a la población donde se localizaba la casa. Alargué todo lo que pude el asunto. Me repelía trabajar sobre aquello. Lo abandoné. Perdí el tiempo y dilaté las gestiones durante un par de semanas, esperando que mi cliente se hartase de tanto retraso y se llevase el tema a otro lado. Pero volvía a equivocarme. Lejos de renunciar a mis servicios, insistió más y más, hasta hacerse insoportable. No pasaba ni un solo día sin que llamase una o dos veces para gritarme y berrear, exigiendo que completase la tarea por la que me había pagado. Ojalá hubiese podido devolverle hasta el último de sus ruines céntimos y olvidar que había tocado aquellos abominables papeles. Pero no pude. Mi cliente no dejaba de acosarme; cuando no estaba quemando el teléfono se presentaba en el despacho de improviso, espantando con sus gritos a cualquier otro posible.

No quedaba sino cumplir aquella condena. Debía desembarazarme de aquel asunto que amenazaba con hundir mi empresa y mi carrera. Me encontré, al fin, ante la imperiosa necesidad de entrevistarme con Raimundo, para tratar de convencerle, embaucarle o sonsacarle y hurtarle así el testamento original. Con suerte, además, podría engañarle y lograr que accediese a la venta. La expectativa de negociar a la zurda con aquel viejo recalcitrante, posiblemente el asesino de Caridad, me espantaba. Pero no vislumbré otras opciones.

Sin embargo, eran tan agudas las náuseas que me provocaba la insoportable presión a que me sometía mi cliente, con su cicatería repugnante, que a tales alturas no me importaba que el anciano accediese. Tan solo necesitaba pruebas, veraces o no, tanto me daba ya, para demostrar que el trabajo era irrealizable por causas ajenas a mi gestión, y que por tanto debía esperar a que se resolviesen por otras vías. Necesitaba despachar el trabajo, de modo contundente y definitivo. Resolví atajar por la vía de en medio, busqué el pueblo en un mapa (tardé en encontrarlo), puse gasolina en mi viejo coche y comprobé que el aire acondicionado aún funcionaba. Al día siguiente madrugué, salí muy temprano y conduje por carreteras secundarias (no había otras por las que llegar) durante varias horas.

No habían dado las dos de la tarde cuando llegué al apartado pueblo de La Fosa; apenas un racimo de casitas encaladas que se esparcían sobre un pedregal reseco, abrasado por un sol ardiente. Aparqué mi coche frente al viejo ayuntamiento, en la triste Plaza Mayor del lugar; poco más que un círculo confuso de puertas y ventanas vacías. El pilón que había en su centro estaba seco. Me fijé en el reloj de la tosca espadaña que coronaba la fachada del pequeño consistorio. Marcaba las cinco. Quizá el insufrible calor había quemado sus viejos engranajes o quizá hacía mucho tiempo que allí no le importaba la hora ni a los grillos que atormentaban el aire con sus chirridos.

Salí del coche; miré en derredor y en seguida atisbé lo que buscaba. No hay pueblo, por pequeño que sea, que no tenga al menos un bar en su plaza mayor. El de aquel era un establecimiento viejo, de fachada cuarteada, situado justo enfrente de una tienda que parecía llevar siglos cerrada. Tomé mi ajado maletín de piel, enfilé rápidamente hacia su puerta y entré huyendo del calor asfixiante. El interior no era fresco, pero al menos no sofocaba. Era un establecimiento sencillo, viejo y pobre, que apestaba a tabaco negro. Tuve la sensación de haber retrocedido sesenta años y de contemplar en vivo la desolada imagen de una fotografía de posguerra. En la sala había dispuestas tres mesas carcomidas, en torno a las cuales se apiñaban unas pocas sillas viejas. Tras el breve mostrador de ladrillo, una desvencijada estantería sostenía algunas botellas que allí anidaban, criando polvo.

Dos personas ocupaban el local. Tras la barra el graso dueño y frente a ella un viejo parroquiano, a todas luces bebido. El tabernero y el borracho del pueblo, en silencioso conciliábulo.

Me fui directo hacia el barman.

—Buenas. ¿Qué le pongo?— preguntó, solícito.

Le eché un ojo a la cafetera. Estaba sucia, como palo de gallinero.

—Una coca-cola. En botella, por favor— pedí; a continuación le abordé con lo que realmente me interesaba—Quizá pueda ayudarme, estoy buscando a un vecino del pueblo. Se llama Raimundo Expósito Santos ¿Le conoce?

El dueño se puso rígido. El viejo borracho apartó la vista de su chato de vino y me escrutó, tratando de fijar sobre mí su oscilante mirada.

—¿Por qué le busca?— preguntó de súbito el viejo, acercándose tanto que pude oler los efluvios de alcohol que desprendía su aliento.

—Tengo un asunto que tratar con él. Trabajo para su familia.— expliqué — Están interesados en vender la casa de sus abuelos; una propiedad vieja, creo que debe estar cerca de esta plaza. Les dejo aquí la tarjeta de mi despacho. Si conocen a alguien a quien pueda interesarle su compra, pueden contactar con nosotros en estos teléfonos.

—Pues… lo siento mucho por usted— dijo el dueño del bar, apartando de sí la tarjeta.

—Hágame caso y márchese por donde ha venido— bufó el borracho.

—Nada me gustaría mas— convine —Pero estoy obligado a tratar un asunto con Raimundo. No me queda más remedio.

El dueño del bar puso la botella de refresco sobre el mostrador; retiró la chapa con su abridor y se alejó hacia el otro extremo de la barra, repentinamente interesado en limpiar unos vasos.

El viejo no me quitaba ojo de encima.

—No hay asunto por el que merezca la pena hablar con Raimundo— sentenció el anciano —Le pareceré un borracho y sí, borracho estoy, pero sé muy bien lo que digo. Óigame, puede que no sea más que un viejo que no tiene ni dónde caerse muerto, pero haría bien escucharme. Sé bien que ahora no inspiro el menor respeto. No siempre fue así. Yo… yo fui el maestro de todos y cada uno de los niños que hubo en este pueblo, durante muchos… muchos años, y entonces se me respetaba; no… ¡Se me admiraba!. No hablo a la ligera y no tengo por costumbre amenazar a nadie. Lo que le digo es esto: aléjese, ya mismo, de Raimundo Expósito y de su avarienta familia. ¿Sabe cuántos otros abogados y mediadores han intentado arreglar esa venta antes que usted? Ni lo imagina ¿Sabe cuántos han vuelto por este pueblo? Ninguno. Y hacen bien. La última heredera que se pasó por ella, quién sabe para si para rapiñar algún resto más, acabó muerta.

—Se refiere a Caridad, supongo. Según creo, la Guardia Civil no encontró pruebas que inculpasen a nadie.

—¡Nah! Esos ni movieron un dedo. No han vuelto por aquí. Quizá porque a nadie le importa una rata más o menos. ¿Sabe quién no estuvo en su entierro? Nadie. Porque fue nadie quien asistió. La sepultaron sin más ni más a la pobre rata; como hacen con los animales muertos. Sin ceremonia y sin un adiós. ¿Quién querría gastar un céntimo en darle un funeral digno? Ni sus propios hijos… ni siquiera ellos. A la pobre y triste rata…

—¿Cree que Raimundo la mató?

—Yo no creo nada. Sólo digo lo que digo.

El dueño asintió, silenciosamente, desde el otro extremo de la barra. Sin moverse de donde estaba y sin apartar la mirada del vaso que estaba secando, preguntó:

—¿Quién le ha enviado a buscar a Raimundo Expósito?

—Un pariente suyo— respondí, seco —Necesitamos recuperar un documento original que aun conserva.

—¿Qué pariente? Son muchos.

—No creo que convenga revelar la identidad de mi cliente— excusé, tratando de zafarme.

—Hijo; espero, por su bien, que no sea ella.— apostilló el borracho, volviéndose después a su rincón de la barra para hundirse en su eterno chato de vino, que el tabernero volvía a rellenarle por enésima vez.

—¿Quién es ella?— interrogué, sorprendido y algo alarmado.

El anciano no respondió. El tabernero ni siquiera se dignó a devolverme la mirada que le dirigí, trasladándole la pregunta.

¿Por qué demonios diría aquello el viejo maestro? ¿Por qué tuvo que atormentarme así? ¿Y si mi cliente era ella? De los herederos, tres eran mujeres; de las cuales una estaba muerta. Mi cliente era una de las dos que quedaban. Bastante angustia sentía ya como para añadir además aquella sospecha. Pero ¿Sospecha de qué? ¿Cuál era el peligro de que fuese ella? De cualquier modo, pensé, Raimundo no sabe quién me envía. Tanto daba quién fuese mi cliente.

Pagué el refresco y salí del bar. Jurándome acabar cuanto antes con aquel maldito trabajo.

El sol aun resquebrajaba las piedras. Me fui buscando las sombras, calle abajo, y aproveché el camino para pasar frente a la fachada, enferma, de la casa de la familia Santos-Expósito.

Se trataba de una pequeña casucha de piedras mal asentadas, sin obra de sillería, adheridas entre sí por una basta argamasa de cal, yeso y arena; sostenida por unos pocos maderos carcomidos que por algunos lados le asomaban, como huesos viejos. Su puerta estaba podrida; sus dos únicas ventanas tenían los postigos cerrados, aunque las grietas que los surcaban eran tales que de ningún modo contendrían el frío o el calor. La techumbre, donde asomaban hierbajos resecos, estaba hundida.

El pequeño edificio amenazaba ruina por sus cuatro costados. ¿Quién querría pagar nada por aquel montón de viejos escombros? El solar donde se levantaba aún podría valer alguna miseria, aunque por el aspecto del pueblo era poco probable que un terreno como aquel fuese de interés para nadie.

Triste tumba para Caridad, pensé, al alejarme de allí.

Un poco más adelante pasé ante otra casa baja, en cuyo amplio zaguán, abierto, se hallaba sentada una anciana, fumando un grueso habano. Me llamó la atención la indumentaria de la vieja señora; Llevaba puesto un extravagante vestido rosa, estampado con coloridas flores. Lucía zapatos de tacón en los pies y un montón de brillantes colgantes, pulseras y anillos en sus dedos y extremidades. Se tocaba con una amplia pamela del mismo color del vestido e iba maquillada como una puerta de garaje.

La anciana expulsó una densa bocanada de humo, frunciendo excesivamente sus arrugados labios, y me espetó

—¡A las buenas, mozo! ¿Qué hace un muchachote como tú por estos andurriales? ¿No te asas de calor con ese traje? Anda y ven a refrescarte en esta sombra.

—Disculpe pero voy con prisa— eludí, devolviéndole la sonrisa.

—¡Anda que no tiene guasa, el jodío! Por ahí no se va a ningún lado.

Me detuve, intrigado. Según el plano, la morada de Raimundo se encontraba siguiendo la dirección que llevaba, algo apartada, en las afueras. Me acerqué a la señorona y le pregunté:

—¿No vive Raimundo Expósito al cabo de esta calle?

La vieja mujerzuela borró su pintarrajeada sonrisa de su orondo rostro

—Por ahí no vive nadie— afirmó —Sólo un carnicero. Mejor date la vuelta.

—Desde que llegué, todos me dicen lo mismo— comenté con sorna, no exenta de temor— ¿Por qué le ha llamado carnicero?

—Porque lo es. Raimundo le dio el paseo a mucha gente en este pueblo. Entre ellos a muchos de la familia. Desde el querido de la abuela Eusebia hasta su propio padre.

Fíjate en lo desnaturalizado que puede ser ese criminal.

La mujer acababa de aclararme uno de los misterios de aquel asunto. Ahora sabía por qué la abuela Eusebia le había despojado de toda la herencia que pudo. Me sorprendió lo bien informada que parecía la vieja mujerona y le interrogué:

—¿Cómo sabe todo eso?

—Porque ese bastardo es mi primo. Su padre era mi tío y Eusebia era también mi abuela.

—Ha dicho que mató al querido de la abuela Eusebia ¿No querría decir a su abuelo?

—No, hijo— respondió con una sonora carcajada —A saber quién era el abuelo. ¿No sabes que Eusebia era la prostituta del pueblo? Pero tenía su corazoncito, como todas, y por eso tenía un querido. Un hombre fijo, vamos. Parece que acabas de caer de un guindo, muchacho. Pero dime ¿Por qué buscas al cabrón de Raimundo?

—Si es usted su prima, ya debería haberlo adivinado— repliqué, devolviéndole el golpe. La anciana parecía un adefesio, pero no era tonta. Eso era peligroso en mi situación. Debía andarme con tiento, si quería tener la menor opción para mediar entre aquella familia y conseguir adelantar algo con la venta de la casa.

—Supongo que le habrá contratado mi tío Eusebio, o uno de mis primos, Gregoria o Demetrio. No me sorprende. Quizá uno de los hijos de caridad. A saber cual de ellos.

—No me enrede. Sabe perfectamente quién me ha contratado.

—Sí, hombretón, lo sé muy bien.— confesó, mostrando una sonrisa lobuna y dando otra lenta calada a su puro.

Eusebio era ya un anciano decrépito, incapaz de sostenerse en pie, Demetrio era un simple que tras la muerte de Caridad se había desentendido de todo y los hijos de Caridad habían firmado un poder a favor de mi cliente, Gregoria. No había que ser un lince para identificar a la única que aun tenia redaños para seguir en el frente de aquella lucha incestuosa.

—Luego usted es Esperanza— deduje.

—A mucha honra. Aunque la mía sea la de las putas— añadió, riendo con saña.—Pareces listo, hijo, así que hazme caso y olvídate de este pueblo. Vete ahora por donde has venido. Raimundo nunca se desprenderá del testamento, ni mucho menos firmará la venta de la casa.

—No puedo. Gregoria no me deja vivir desde que acepté su encargo.

—Así es mi prima. Aunque hace años que no hablo con ella, supongo que sigue siendo tan basta, tan verdulera, tan vulgar, tan maniática y tan insoportable como siempre. Esa mujer vive de los nervios. Hará de tu vida un infierno, hijo, hagas lo que hagas hoy aquí ¿Crees que porque hayas hablado con Raimundo te va a dejar tranquilo? Pues no lo creas. Nunca te librarás de ella. Jamás te dejará en paz. De modo que vete con la música a otra parte. Cambia de ciudad, de teléfono y de vida y tal vez consigas escapar de su insidiosa histeria. De cualquier forma, soportar el resto de tu vida las neurosis de Gregoria, como quien soporta una maldición, será mejor que hablar tan solo una vez con Raimundo. Eso es algo que deja huella en el alma, hijo. Una muy mala, créeme.

Me quedé helado. Si lo que la anciana meretriz decía era cierto, al aceptar aquel trabajo me había condenado a cargar con la familia Expósito Santos, esclavos de la mezquindad, durante el resto de mis días. La mera idea me resultó insufrible. Tenía que encontrar la solución inmediatamente, sin perder ni un instante. Debía salir de aquel pueblo infernal con el agua sagrada suficiente para expulsar a Gregoria de mi despacho y de mi vida. Resolví obtener una respuesta de Raimundo, sea como fuere. Para ello necesitaba más información. Me urgían armas para negociar con él. Le pregunté a Esperanza:

—¿Cree que Raimundo pudo matar a Caridad?

—¿Te has vuelto loco? ¿Quién crees que eres para andar por ahí preguntando cosas así, a bocajarro? ¿No ves con quién hablas? ¡Era mi hermana! ¿Cómo te atreves a mencionar su muerte así como así? ¿Crees que no tengo sentimientos por haber sido una puta?

—Lo siento; no pretendía ofenderla, pero se ha referido a su primo de tan mala manera que no pensé que albergase ningún tipo de solidaridad familiar con él.

—Con él, ninguna. Con Caridad, sí; aunque no es que fuésemos amigas del alma. Ella nunca me perdonó que continuase con la actividad de la abuela ¡Pero alguien tenía que hacerlo! Además, siempre me negó lo que era mío por derecho. Mintió vilmente cuando dijo que madre me quiso desheredar por hacerme puta, pero que no tuvo el tiempo de hacer testamento. Eso me hizo mucho daño.

—De manera que Caridad le reprochó que reclamase usted su herencia.

—Eso es. Intentó quedarse con mi parte, pero no tenía papeles para demostrar sus mentiras. Esa casa es tan mía como de los otros.

—¿Accedería usted a firmar la venta?

—Hijo, me he pasado la vida vendiendo mi cuerpo ¿Por qué iba a negarme a vender esa ruina?

Me despedí de Esperanza, sobrecogido aun por aquella nueva manifestación de la ruin avaricia que parecía poseer a toda la familia. No podía comprender cómo una miseria tan pobre podría superar el afecto que dos hermanas deberían sentir la una por la otra, pero entendí que si algo de tan escaso valor podía haber llevado a los Expósito Santos a matar a alguien de su propia sangre ¿Qué no serían capaces de hacerle a un extraño como yo? Cada poro de mi erizada piel me empujaba a zanjar aquel trabajo cuanto antes.

Continué mi camino, calle abajo, y proseguí después por la senda que, al cabo de ella, se alejaba del pueblo por medio de un desolado páramo polvoriento.

La casa de Raimundo, la única que se hallaba a la vista, adelante, a lo lejos, me esperaba en silencio. Era aquella una cabaña vieja y agrietada, achaparrada y deslucida. Poco más que una chabola. Obviamente había sido construida a mano, sin herramientas y sin mucho respeto por normas o técnicas de edificación elementales. Aquel amasijo de maderos, piedra y tejas no era más que un triste refugio, marginado y vulgar.

Me llamó la atención un detalle siniestro. Aquella casa no tenía ventanas.

Me acerqué a su recia puerta de madera, donde colgaba un tosco aldabón de bronce. Me obligué entonces a hacer un repaso de los motivos que me empujaban a enfrentarme con el morador de aquel bunker rústico. Recordé la agónica situación de mi cuenta bancaria, que no me permitía renunciar al trabajo y me figuré a continuación la imagen de Gregoria Santos, bramando y vociferando en mi despacho. Pensar que aquella mujer podría enquistarse en mi vida como una enfermedad crónica me asqueó.

Ignoré mis propias alarmas y me armé de valor, decidido a tratar con un criminal de guerra y posible asesino antes que tolerar ni un día más las insultantes exigencias de mi odiosa cliente. Tomé el aldabón y golpeé dos veces.

—¿Quién cojones es?— bramó una voz ronca, desde el interior.

Me imbuí de las formas más educadas que conocía, tratando de suavizar el tono de mi interlocutor, olvidándome de las arcadas que me producía hablar con ese carnicero, en palabras de Esperanza. Decidí invertir el objetivo en la negociación, evitando mencionar el nombre de mi cliente y adoptando el punto de vista de Raimundo, para ganarme su confianza, o al menos una oportunidad de diálogo.

—Disculpe que le moleste a estas horas, señor Expósito. He recorrido un largo viaje para llegar aquí y el tiempo se me ha escapado. Es importante que hable con usted; creo que tengo la solución para un problema familiar que le habrá estado preocupando durante mucho tiempo, pero necesito su ayuda.

—¡Lárguese!— vomitó el viejo, desde el otro lado.

—No puedo. De verdad, necesito hablar con usted. Aquí fuera hace mucho calor ¿No podríamos charlar adentro? Será tan sólo un momento.

—¡Váyase le digo! No me interesa hablar con usted. No es más que otro sicario de mi prima. Dígale a Gregoria que es una puta y que arderá en el infierno por todo lo que ha hecho.

—Don Raimundo — le dije a la sólida puerta, esperando halagar la vanidad del viejo tratándole con excepcional deferencia —He estado repasando toda la documentación que su familia me ha proporcionado y he hablado con los demás herederos. Puedo informarle de que he alcanzado un acuerdo con todos ellos— mentí, a medias, pues solo poseía los poderes notariales de los cinco bisnietos y un simple comentario de Esperanza, favorable a la venta.

—¿Qué acuerdo?

Aquello era algo. Había captado el interés del viejo.

—Tengo su compromiso de respetar la parte que le corresponde a usted— Eso sí que era una mentira, pero si lograba que Raimundo accediese con esa premisa, ya me ocuparía después de negociarla con el resto de la familia.

—¿De verdad? No me lo creo. Gregoria nunca habría dicho algo así. Es una ladrona.

—Puede que Gregoria sea una ladrona, señor, pero yo no lo soy. Soy consciente de que su problema sólo se solucionará si por fin acceden todos a reconocer los derechos de los demás y creo que eso podré lograrlo sin tomar parte por nadie. Al fin y al cabo en este asunto todos los herederos son, de algún modo, clientes míos.

—¿Y han firmado algo?

—No señor —no podía arriesgarme a decirle que sí y que él exigiese ver los documentos —Pero tengo su compromiso. De cualquier manera le adelanto que usted no tendrá que firmar nada hasta que no hayan accedido todos los demás en primer lugar. Por favor, déjeme pasar un momento y se lo explicaré tranquilamente. Me estoy asando, aquí fuera.

Escuché el sonido de un par de cerrojos. El portón se abrió, lentamente. Raimundo Expósito se mostraba, por fin, ante mi.

No sé bien qué imagen me esperaba de él, pero no era la que vi. Raimundo era un viejo menudo, raquítico y pálido. Iba desaliñado y sucio; sus zapatos tenían costrones y su ropa, raída y sin color, lucía remiendos viejos por todas partes. El aspecto, demacrado y enfermizo, del pobre viejo, inspiraba mucha más lástima que temor.

¿Este es el carnicero? pensé ¿El asesino de Caridad? ¿El monstruo que aterroriza al pueblo?

Me disponía a traspasar el umbral cuando, de súbito, una fuerte detonación estalló como un trueno a mi espalda; Fue un ruido tremendo; una explosión ensordecedora.

Raimundo salió violentamente despedido hacia atrás, como un muñeco de trapo, empujado por una fuerza invisible que le reventó el pecho, esparciendo sangre y vísceras y huesos y órganos y más sangre, por todas partes. Cayó como un fardo seco; absolutamente muerto, con sus ojos aun sorprendidos, abiertos de par en par.

No pude reaccionar. La sangre del viejo me había salpicado con furia y ahora chorreaba por mi atónito rostro. Fui incapaz de moverme. El horror me devoraba.

—¡Púdrete, cabrón!— gritó una voz áspera y chillona detrás de mí. No la reconocí. Tal era el terror que sentía en mi estado de shock. No podía apartar la vista de los sanguinolentos restos, desguazados, de Raimundo Expósito.

—¡Ya está solucionado!— exclamó, triunfante, la voz.

Me giré, lentamente. Unos pasos más atrás distinguí la compacta y rechoncha figura de Gregoria Santos, sosteniendo una escopeta de doble cañón, aun humeante.

Mi cliente avanzó hacia mi, resuelta, pasándose una de sus regordetas manos por su ramplona y erizada pelambrera de alambre rubio.

—¡Muerto el perro se acabó la rabia!— sentenció.

No sé cómo, recuperé la suficiente cordura para formular una pregunta obvia y despreciable; probablemente la pregunta más estúpida que jamás hice:

—¿Qué ha hecho?

—Ya lo ves. He resuelto el problema que tú no has sido capaz de arreglar en todo este tiempo. ¿Para qué te he pagado mis buenos dineros? ¿Eh? Abogado de pacotilla. No valéis para nada. Ha sido una suerte que estuviese por aquí, haciendo una visita a mi prima. ¡Hala, tira para otro lado y límpiate esa cara de pasmarote! Te he salvado la vida, así que ya hablaremos más adelante de lo que te pagué para nada.

La pequeña señorona parloteaba sin parar, derramando sus chillidos como solía hacer, hilando un tema con otro que no tenía la menor relación, salvo en su mente enferma.

—¿Ha estado con su prima?

—En su casa me alojo desde antes de ayer. Te he visto pasar; ella me ha dicho que venías para acá y te seguí. No hay que fiarse de ese bastardo. Menudo hijo de puta estaba hecho. Ea, a otra cosa. No tenia hijos, así que uno menos para repartir. Mañana te pones a ello ¿Entendido? Ya me ocupo yo de buscar por aquí el testamento.

El espanto y la repulsión que me provocaron las palabras de Gregoria Santos consiguieron evaporar mi estupor. Al instante lo comprendí todo. Entendí por qué Esperanza me había mentido.

Supe por qué la casa de Raimundo no tenía ventanas.

—Todo ha sido un engaño. Me has utilizado para conseguir que abriese esta puerta. ¿Cómo pude ser tan necio? Esas acusaciones… yo las creí todas ¡Sin pruebas! ¿Cómo pude ser tan imbécil? Raimundo no era el asesino que pintaste. Era un pobre hombre que se escondía aquí, asustado, huyendo de todos; un ser triste, odiado a causa de su pasado. Tú te serviste de su infamia. Mantienes engañada a tu prima, haciéndole creer que Raimundo asesinó a su hermana. La involucraste para que te ayudara a burlarme, a presionarme, a empujarme para que te sirviese en tu retorcido plan… Pero… tú. Siempre fuiste tú. ¿Cómo si no ibas a saber que usaron una hoz? Sólo yo conseguí el informe de la autopsia, que tú no habías visto. ¿Por qué no me di cuenta? ¿Esperanza lo sabe? No, claro. Ella no debe saberlo. ¿Cuándo piensas matarla? ¿Tanto vale esa maldita casa? ¡Por Dios, si es una miseria despreciable! El maestro trató de advertirme… Je, Ella… maldito vino… si hubiese estado más sereno. Si me hubiese parado a pensar…

No pude seguir pensando. La odiosa mujercilla me golpeó brutalmente en la sien con la culata de su escopeta. Dejé de especular y de sentir.

Gregoria era una mujer ruin y despreciable, heredera de una familia codiciosa y repugnante. Pero, con todo, no era peor que yo. Acaso mejor. Me engañé al creerme engañado, pues fueron mi triste codicia, mi gran cobardía y mi propia mezquindad las que me condujeron a La Fosa.

Y aquí, enterrado en el cieno de esta poza que le dio nombre al pueblo, espero la llegada de los cerdos que pronto derribarán la reja salvadora, borrando la memoria de mis infames logros.

Un sí a destiempo. Un miedo banal. Una desidia culpable. Una credulidad morbosa. Una maquinación huidiza. Un merecido fin.

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