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¿Tienen las maldiciones fecha de caducidad?

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El aire golpea fuertemente en mi cara, es frío y hace que me lloren los ojos. Estoy al borde de un acantilado, en Dover, cerca de St Margaret´s at Cliffe, un idílico pueblo al sur de Inglaterra: cinco mil habitantes y la mitad borrachos de éxito turístico. Pero ahora estoy solo y cuando miro a mi alrededor no veo a nadie en kilómetros a la redonda.

Aquí estoy después de varios meses de deambular con mi problema, mi maldición. Miro al mar y a la tormenta oscura y violenta que se acerca; parece un día aciago y lo es. Me gustaría fundirme con la tormenta y desaparecer, muy alto hacia el cielo y olvidar todo lo pasado, olvidar todo sobre mí y mi vida de mierda.

Intento recordar cómo he llegado a este momento y todo está como en una neblina de ideas, momentos y palabras vertidas sin sentido. Ni siquiera es una mala película, ni un mal cuento; es un cúmulo de vicisitudes que me han condenado a este rincón perdido del mundo. Miro con odio el anillo que llevo puesto en mi dedo anular y respiro entrecortado: estoy maldito.

I. El Comienzo

Siempre quise estudiar Historia y más concretamente Arqueología, así que me zambullí de lleno en mis estudios y saqué la carrera en la universidad de Cambridge con buenas notas; nunca entre los mejores de mi promoción pero no podía quejarme: los fines de semana me conocían en todos y cada uno de los pubs de la ciudad.

Kevin Slohan, arqueólogo y vividor, así es como quería vivir mi vida, un romántico moderno. Cuando salí de aquel lugar de libros, cultura, estudiantes alocados y profesores de toda calaña, me propuse encontrar rápido un sitio para mí. Y como todos los jóvenes recién salidos de la universidad creí comerme el mundo, pero desperté a la realidad cuando me encontré sin trabajo y sin futuro nada más terminar los estudios.

Trabajé limpiando restaurantes por la noche, sirviendo mesas en un pub, enseñando Historia a domicilio a estudiantes de instituto. Mi vida no terminaba de arrancar. Mis sueños se habían quedado congelados sin poder moverse ni hacia delante ni hacia atrás.

No tuve más remedio que recurrir, con todo el dolor de mi corazón y de mi orgullo, a mi padre, el mundialmente archiconocido egiptólogo Harold Slohan. Al principio me miró sombríamente y después, con sorna, accedió a darme un puesto de becario en su equipo, sin preferencias ni dádivas por el apellido. Como uno más me uní a él para su próximo viaje a Asuán. Nunca nos habíamos llevado bien, pero tampoco era nada que no pudiéramos arreglar. Tanto tiempo pasado fuera de casa le había costado un divorcio y el no conocer a su hijo como debería.

Dos años después de esa conversación con mi padre mis manos tenían los callos de un agricultor; mi piel curtida y quemada por el sol me daba ese aspecto que siempre había deseado de arqueólogo aventurero, pero al que ahora renunciaría sin dudarlo. Había aprendido a trabajar de sol a sol, a tener muchos días malos y pocos días buenos. Por supuesto tengo que decir que hablar con mi padre había salvado mi trabajo y mi vida: por fin empezaba a estar satisfecho de mí mismo y mi padre también pensaba lo mismo.

Los siguientes años volé solo como pájaro que huye del nido en diferentes expediciones y haciéndome un nombre en la profesión: México, Perú, Chile, sur de Camboya y un par de excavaciones en Egipto me hicieron ser magistral arqueólogo y mejor persona.

Me casé con Linda, la bella e inteligente bibliotecaria de mi barrio y tuve dos niñas preciosas, Johana y Chelsea. Una etapa de mi vida expiraba y otra comenzaba. Pedí un puesto de profesor en la universidad que me vio florecer y me asenté por fin en Cambridge, en una cercana casa victoriana. Llegaba a clase en bicicleta y me enorgullecía ser uno más.

Todos los veranos tenía algún proyecto en mente pero siempre en Inglaterra, nada de salir por ahí a pasar calamidades, hambre y sueño: cerquita de casa y sobre todo al lado de mi familia. Recordaba a mi padre siempre fuera de casa y no quería que me pasara con mi propia familia.

Hace un año surgió la oportunidad de hacer unas excavaciones cerca de Dover. Suponíamos que encontraríamos restos interesantes de asentamientos britones en la época de invasión del Imperio Romano en el siglo I, nada especialmente increíble pero sí interesante para la historia de nuestra querida isla y sus antepasados. Sin dilación preparé un equipo de estudiantes entusiastas, algún que otro loco con experiencia en otros viajes y varios becarios, un total de ocho personas.

II. Descubrimiento

Dylan, Marjorie, Evan y Johnny eran alumnos míos de último año, los entusiastas; su primer proyecto, su primera vez husmeando entre el barro; jóvenes y noveles, sin experiencia, pero incansables, como yo cuando empecé con mi padre. Theodore y Charlie eran compañeros con experiencia. Habíamos compartido varios viajes y algún que otro año hombro con hombro, a veces pasando hambre y otras veces borrachos de desesperación o éxito. Habíamos compartido descubrimientos y artículos en revistas especializadas. Nos llevábamos bien y eran grandes profesionales: cuando yo no estaba en la excavación, ellos eran mis ojos, mis manos y mi voz.

Evangelina y Sasha eran las becarias. Tenían poca experiencia, venían de intercambio: estudiantes rusas de la Universidad de Ekaterimburgo. Diligentes, inteligentes, trabajadoras y las que mejor sabían animar a los demás los viernes por la noche con una cerveza en la mano. Definitivamente eran muy buenas chicas y mejor compañeras.

El mes de junio pasó volando entre rocas, arena, barro y nada que encontrar, trabajando por turnos de ocho horas, terminando todas las tardes con una pinta en la mano del pub del pueblo más cercano, escuchando historias y narrando otras. Una buena vida, si te gusta escarbar en el barro buscando cosas del pasado.

En julio encontramos una especie de muro derruido a una profundidad de dos metros. Continuamos excavando y pudimos rastrear su recorrido. Al acabar el mes ya teníamos un pequeño poblado de unas veinte casas de piedra y madera. Sacamos cientos de objetos interesantes: vasijas, alguna herramienta de mano y huesos inconexos. Seguimos nuestra intuición: allí había algo. Hacía más de cincuenta años que en la zona no aparecía nada de importancia y yo creía que era porque no se había buscado con ahínco.

Todo comenzó cuando encontramos el enterramiento. En el centro del poblado se elevaba un pequeño túmulo y unas rocas por debajo. Nos arremolinamos todos allí para ver qué se ocultaba. Las becarias tenían sus cámaras de fotos preparadas. Theodore, Charlie y yo quitamos las últimas rocas con nuestras propias manos.

Dos esqueletos pegados codo con codo: todavía tenían jirones de la ropa que habían llevado en su funeral y a sus pies cuatro vasijas intactas. Las cogimos delicadamente y las llevamos a la tienda de campaña donde teníamos el laboratorio. Cuando miramos dentro y sobre todo al empezar a sacar el tesoro nuestros ojos refulgían de felicidad y sorpresa: collares de oro, plata y piedras preciosas, un cuchillo con un mango de marfil, piedras preciosas sueltas, una de diadema de oro, varios broches de plata y piedras engarzadas, una docena de anillos también de oro con inscripciones britonas, dos mascaras mortuorias bellísimas y un largo etcétera de pequeños objetos de muchísimo valor.

Al día siguiente sacamos con cuidado los huesos de las dos personas allí enterradas. Justo bajo ellas había dos espadas también con mangos de marfil e inscripciones. Habíamos conseguido encontrar el mejor enterramiento britón de la historia y todos estábamos flotando y disfrutando de nuestro éxito.

Esa misma noche Evan, uno de mis alumnos, murió mientras dormía. No supimos qué decir a la policía. Los médicos se encargaron de ello: muerte natural, un trombo, un ataque al corazón, ni idea. Murió, eso sí, con una gran erección y me reconforta pensar que lo hizo en medio de un sueño húmedo.

Quizás teníamos que haber intentando leer las inscripciones en ese momento, quizás tuvimos que ser precavidos, ser menos egoístas, en definitiva ser mejores personas. Pero el éxito es mensajero de malos sentimientos y no te deja pensar con claridad. Al día siguiente de su muerte cogí uno de los anillos de oro y me lo puse en el dedo anular, sin pensar y por un impulso. Todavía no estaba catalogado y había varios anillos iguales. Creí que era mi premio por todo lo conseguido, ya que el resto lo llevaríamos al British Museum. No creí que nada malo pudiera pasar, pero habíamos abierto la caja de Pandora sin saberlo. Me llevé el anillo para mí.

III. Sueño

Y esa misma noche soñé, quizás una pesadilla, una vía de escape, una forma de evadirme, no sé, me dejé llevar.

Siento frío, un frío que congela los huesos hasta el tuétano, abro los ojos y veo ante mí una colina verde y al fondo cientos de barbaros con las espadas en alto, miro a mí alrededor y allí están los míos, somos cientos también, una parte pequeña de la legión, somos romanos, hace meses que llegamos a Britania. Pertenecemos a la Legio II Augusta, al mando de Vespasiano, nos hemos quedado atrás para someter a los pueblos más pequeños, mientras nuestro general va a por los grandes ejércitos britanos.

Soy yo mismo en un cuerpo ajeno. Me siento como el romano que soy, casado y padre de cuatro hijos que viven en Civitella, a tres días de camino de la grandiosa Roma, esperando que acabe mi contrato para irme a vivir con mi familia y pasar el resto de mi vida cuidando del campo. Soy ese arqueólogo inglés muy dentro de mí y a la vez veo las cosas como si las viviera, y es así cómo pasa todo. Es un sueño pero es real, es una vida pasada que recreo como si fuera mía y por fin entiendo.

Empezamos a avanzar en formación, nunca hemos perdido una batalla en campo abierto. Nuestros enemigos están perdidos. Veo cómo avanzan rápido, gritando y con los ojos inyectados en sangre. Cuando nuestras fuerzas se tocan, un ruido de metales chocando lo llena todo a nuestro alrededor, gritos, llantos y el olor a sangre y mierda lo impregna todo.

Ensarto a un bárbaro pelirrojo en el pecho y la sangre brota por su boca. Me grita algo pero puedo entender lo que dice y no es nada bueno. Seguimos avanzando, pisando los cuerpos muertos y heridos de nuestros enemigos. Si podemos los rematamos allí mismo, no vamos a hacer prisioneros, no allí. Tenemos que unirnos a la fuerza de nuestra legión en un par de semanas y no podemos retrasarnos.

Una hora más tarde, cientos de cuerpos yacen bajo nuestros pies. Sólo una docena de ellos ha resistido nuestro empuje. Están arrodillados frente a nosotros e imploran que nos los matemos. Entre ellos está su jefe, un chamán como ya hemos visto antes en la Galia y su mujer: él tiene un tatuaje de un sol en la frente y ella unas rayas ondulantes simbolizando el mar en la suya. Imploran por su vida pero yo conozco el final antes de que pase.

Al alba los hemos crucificado a todos en lo alto de la colina para que sus compañeros de tribu puedan ver cómo los buitres y demás carroñeros de la campiña se dan un festín. Pero antes les hemos despojado de la ropa y permanecen desnudos y sangrando arriba, en la cruz.

Todos marchan a reunirse con nuestra legión. Yo me quedo al mando de seis legionarios, hasta que mueran los crucificados. Al día siguiente unos niños se acercan a las cruces, lloran y hablan con los que aún permanecen vivos. Un niño, el más vivaz y valiente de todos se acerca a mí y me pregunta si cuando mueran pueden bajarlos y enterrarlos con honores. No tenemos nada más que hacer allí y les dejo hacer.

El jefe es el último en morir. Puedo oír su voz cuando nos maldice a todos los romanos, a los que hemos masacrado a su tribu y hemos matado a su mujer y a sus hijos. Oigo cómo maldice a quien rebusque entre sus restos, a quien toque sus pertenencias, a quien toque a su mujer, y sobre todo a quien robe sus anillos mágicos: son objetos muy poderosos de sus antepasados. Con su último aliento invoca a todos sus familiares muertos para que le ayuden en su venganza y muere sin más.

Los entierran juntos, uno al lado del otro, con sus mejores galas. Antes los han limpiado de sangre y mugre. Han tratado sus cuerpos con cariño. Los niños saben cómo hacerlo. Ponen a sus pies unas vasijas enormes. En ese momento no sé qué tienen dentro, pero el arqueólogo sí lo sabe, dos mentes, y muchos sentimientos entrelazados en un mismo cuerpo y en un mismo momento. «Extraño sueño», digo en voz alta. Mi compañero de armas me mira extrañado y me pregunta qué he dicho. Le respondo que nada, que cosas mías, mientras sonrío.

La última imagen que veo es de mí mismo saliendo de ese cuerpo encallecido y fuerte, con canas en las sienes y la mirada limpia, sé que es un sueño, pero también sé que es Historia. He visto el pasado, un momento ocurrido hace dos mil años, un momento casi olvidado, todo tiene sentido y me da miedo.

Cuando despierto todo encaja, pero no entiendo nada. No puede ser verdad, me niego a creer que ese sueño tan vívido ocurrió de verdad en el pasado, sin embargo… todo era tan real: las luces, los sonidos, los olores.

IV. Consecuencias

Tres meses después todos y cada uno de mis compañeros de excavación habían muerto. Dylan, Marjorie y Johny, mis otros alumnos noveles, en un accidente de coche cuando volvían de un concierto en la isla de Man. La policía dijo que reventó una rueda del coche y se precipitaron por un barranco. Solo pudieron encontrar pedacitos quemados de ellos por toda la ladera.

Un mes más tarde Evangelina era violada y asesinada en Londres cuando volvía de una fiesta de estudiantes extranjeros en la ciudad. Su cuerpo fue encontrado en el Támesis flotando desnudo. Nunca se encontró al asesino y lo más extraño de todo es que nadie reclamó su cuerpo. Pagué su funeral de mi propio bolsillo.

A los dos días de su muerte, Sasha moría atragantada comiendo pollo en un restaurante de comida rápida. La gente intentó ayudarla pero un hueso pequeño se había quedado atravesado en su garganta haciendo imposible que respirara. Murió con la cara azul y sus preciosos labios morados, la saliva cayendo entre la comisura de los labios y los ojos mirando fijamente al techo.

Theodore murió en un accidente de esquí, un fin de semana que había preparado con su mujer para acercar posturas y relanzar su matrimonio que ya por esas fechas estaba medio en coma. Tropezó con una piedra y su cabeza se estrelló contra un pino de un metro de grosor. Tuvieron que despegar su cabeza destrozada con agua caliente. Todo muy desagradable.

Unos días después Charlie se suicidó. Los acontecimientos de los últimos tiempos y las muertes tan trágicas lo convirtieron en un ermitaño, lleno de miedos y desesperado. Veía la muerte en todos los rincones; todo le recordaba a sus compañeros y tenía pesadillas durante toda la noche. No podía dormir ni descansar. Se voló la cabeza con una escopeta de caza. La policía tardo más de tres horas en despegar trozos del cerebro del techo de su casa.

Solo quedaba yo. El anillo lo había hecho todo, todo encajaba. Unos meses después de nuestro descubrimiento Charlie y yo pudimos traducir las inscripciones que encontramos en el enterramiento. Eran dos chamanes britones, de una rama desaparecida de los celtas, marido y mujer, asesinados por los romanos cuando llegaron a la aldea. Sus últimas palabras mirando a su anillo mágico fueron para maldecir a sus enemigos para toda la eternidad, y eso también incluía a cualquiera que profanara su tumba. Y allí estábamos nosotros dos mil años después, contentos como idiotas, con sonrisas de gilipollas, hurgando entre sus huesos y robando sus joyas con escarnio. Y yo me llevé ese objeto diabólico, maligno, poseído por el odio, me lo llevé a casa, con mi familia. El resultado no se hizo esperar demasiado.

Cuando todos hubieron muerto, muchas ideas estúpidas llenaron mi cerebro. Pensé en suicidarme yo también. Estaba seguro de que moriría como los demás. Quise arrancarme el anillo del dedo, pero no pude, estaba pegado, unido a mí como si el pegamento más fuerte de la Tierra lo mantuviera fusionado a mí. No tuve valor para cortarme el dedo en ese momento.

No había pasado ni una semana desde el suicidio de Charlie cuando mis hijas murieron atropelladas por un camión de dieciocho ruedas cargado de televisores de plasma, justo enfrente de casa cuando iban a comprar el pan. Estuvo arrastrando sus pequeños cuerpos más de dos kilómetros. No quise ir a la morgue a ver sus restos. Me ahogaba en lágrimas de dolor y mi pena era inconsolable. Ni siquiera el fuerte y profundo apoyo de mi mujer me ayudó lo más mínimo. Destrozado y sin fuerzas me recluí en casa.

V. Resolución

Después de dos horas mirando el techo de la habitación y mientras Linda dormía, me levanté a la cocina y cogí un gran cuchillo de cortar carne. No lo pensé demasiado: puse mi dedo anular en la tarima de madera y descargué un gran golpe sobre él. Para mi suerte no fallé y el dedo salió volando por encima de mí, al rincón donde teníamos los comederos de los gatos. Un gran chorro de sangre salpicó toda la mesa y pequeñas gotas de sangre cayeron también sobre mis pies desnudos.

Me puse un trapo en el dedo cercenado y busqué el trozo cortado. Lo encontré, todavía con el anillo puesto y así tal cual lo metí en el bolsillo del pantalón. Cogí las llaves del coche y conduje durante hora y media. Llegué al mar y lo tiré lo más lejos que pude. Estaba exhausto y la pérdida de sangre y el shock por el dolor me tenían algo atontado. Volví a mi casa apesadumbrado pero feliz por fin de perder de vista el maldito anillo.

Llegué a casa, me duché y me acosté ya tranquilo al lado de mi mujer. Esa noche dormí como nunca desde hacía meses. Pude soñar con reír y esbozar una sonrisa en mis labios. También soñé con abrazar a mis hijas y mi alma descansó por un momento. Al día siguiente el despertador hizo su trabajo a las siete de la mañana y me levanté de un salto. Mi mujer permanecía todavía en la cama remoloneando. Me dirigí al cuarto de baño a echar una gran meada de satisfacción, me agarré el pene con la mano, cuando lo vi.

Allí estaba el anillo, y el dedo cortado. Otra vez unidos a mí, como si nada hubiera pasado. Había aparecido por arte de magia, magia celta, britona, magia negra al fin y al cabo, pero allí estaba. Grité delante del espejo y me vi reflejado en él: los ojos hundidos, delgado y demacrado, y lloré. Linda se levantó asustada y vino a abrazarme, me pregunto qué me pasaba. No pude decirle que la noche anterior me había auto amputado un dedo y cuando había despertado al día siguiente el anillo y el dedo continuaban allí, era demencial, una locura, pero había ocurrido y estábamos perdidos. Ahora estaba realmente convencido de ello.

Mentiría si dijera que cuando mi mujer murió no fue una gran sorpresa para mí. Lo esperaba, hacía tiempo que sabía que no podía hacer nada por ella. Estaba cocinando para mí mientras yo veía un partido de fútbol. La sartén se le resbaló de la mano y todo cayó. La mantequilla derretida se esparció por la superficie de terrazo y ella, con la sorpresa y el susto, resbaló. Cuando su nuca chocó contra el borde de la encimera ya era tarde, estaba muerta. Fue un regalo de los dioses que no sufriera. Cuando asustado por el golpe me levanté y corrí hacia la cocina, la vi allí tirada en el suelo, despatarrada, con los ojos muy abiertos y un hilillo de sangre que recorría su cuello. La cogí entre mis brazos y la mecí durante un tiempo que se me hizo eterno. La amaba profundamente y ahora la había perdido para siempre. Todo era por mi culpa. Ahora todos estaban muertos menos yo y no sabía qué hacer. Me quedé con la mente en blanco.

Pero el penúltimo acto todavía no había empezado, ni mucho menos terminado.

Mi padre vino a verme después del funeral y se quedó conmigo unos días para hacernos compañía mutua. Cuando le dio el ataque mientras cagaba tampoco pude hacer nada por él. Derribé la puerta al escuchar cómo agonizaba y murió entre mis brazos, con los pantalones bajados por los tobillos y oliendo a mierda: una muerte espantosa y mediocre para un gran hombre. Ese fue el punto y final para que me decidiera a terminar con el problema.

VI. Final

La tormenta está casi encima de mí, ya siento el viento enredando entre mi ropa y mi pelo encrespado. Noto la humedad que trae a todo mi cuerpo. Mis huesos protestan y mis articulaciones chirrían. Aparto con la mano las gotas de agua que nublan mis ojos, ¿o son lágrimas? No estoy seguro, pero no tengo tiempo para detenerme en esas minucias. Todas las desgracias pasadas que me atormentan, todos esos momentos alrededor del anillo maldito han llenado mi vida de recuerdos malsanos y pútridos, no puedo recordar un momento amable, divertido , un momento de felicidad en el cual sonriera.

Quizás el destino ha querido que yo fuera el portador de esta maldad de por vida, que yo y sólo yo llevara el peso de la desdicha y el vacío que crea a su alrededor: muertes, envidias, desgracias, un saco lleno de mierda a repartir entre mis semejantes. Y después de probarlo todo he acabado aquí, cerca de su origen. Quizás sea el mejor sitio y el mejor momento para acabar con ello, tengo la confianza de poder hacerlo, de por fin acabar con este laberinto de incertidumbre, creo que me lo merezco.

Miro hacia abajo. Cincuenta metros de altura reza el cartel del acantilado. Cincuenta metros distan hacia el suelo pedregoso y con las olas batiendo con fiereza, buen lugar, bonito y espectacular lugar para terminar.

Como cientos de veces antes intento de nuevo quitarme el maldito anillo pero me es imposible, me acerco despacio hacia el borde del acantilado y tomo aire, lleno mis pulmones todo lo que puedo y salto.

Durante un par de segundos creo volar y olvidar todo lo que ha pasado, pero en seguida la realidad me golpea con toda su crudeza, estoy cayendo en el vacío y me quedan unos segundos de vida, será lo mejor para mí y sobre todo para los que me rodean, solo he traído desgracias a los demás por mi egoísmo y mi vileza, nunca debí coger el anillo, ni siquiera pensar en ello, pero por fin todo acabará.

Sigo cayendo mientras miro al suelo que se acerca inexorablemente, voy a morir por fin.

Cuando mi cabeza se estrella contra las rocas no siento nada, solo el vacío y una luz inmensa que lo inunda todo, un momentáneo silencio lleno de felicidad. Ahora podré reunirme con mis hijas y mi mujer Linda, descansaré para la eternidad.

Abro los ojos o creo que los abro, un intenso y lacerante dolor me recorre el cuerpo, pero no puedo moverme, mi cara esta pegada a una roca y veo como mis extremidades destrozadas descansan en irreales posturas como si fuera un dibujo animado. Es imposible, pero estoy vivo, destrozado, con la espalda rota, pero vivo, maldito hasta el final, y el anillo sigue ahí, vibrante, dorado, vivo, parece que se ríe de mí, que me domina y devora con fruición mi desesperación.

Con el ojo izquierdo veo todo rojo, es la sangre que mana de mi cabeza y vela como una cortina mi vista. Veo cómo unos cangrejos se acercan a mi cara y picotean entre mi carne, no puedo sentir nada, ojalá alguien me encontrara, ojalá todo esto acabe pronto, pero por fin comprendo que solo acabará cuando el anillo quiera. Son mis últimos pensamientos claros antes de que la locura lo domine todo, mientras y haciendo caso omiso a mis gemidos las criaturas del mar empiezan a devorarme vivo y suspiro por fin derrotado.

La maldición gana, yo pierdo.

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