Solve et coagula
por laquintaelementaSanguinem bibimus, corpus edimus.
Ave Satani
Tras perderse varias veces por diferentes senderos mal perfilados sobre la espesa capa de musgo y hierba rala, finalmente la silueta de la capilla de Saint Michel se recortó sobre la cima de Menez-Mikael, a un par de kilómetros según sus cálculos. Acantaleaba y el todoterreno se hundía hasta los bajos en aquella tierra perturbada por los cambios de tiempo repentinos, el viento y la niebla que se aferraba al brezo y las aliagas como la luz de los primeros días del otoño a las puntas de los torcidos pinos en la cumbre rocosa de Tuchen Gador, la más alta de los Montes Arrée. Sin embargo, aquella tarde se dejaba devorar por las tinieblas, merced a los negros nubarrones anclados en el cielo que apedreaban la abotargada cáscara pétrea de la ermita.
A través de la cortina de agua y granizo, y enmarcado por los destellos de la tormenta, el santuario se mostraba en su faceta más aterradora. De haberle sorprendido el latigazo de un rayo habría reconsiderado el buscar refugio más allá de la familiaridad de su vehículo atascado en una trampa de turba que inexorablemente iba engullendo el ya cadáver metálico en su vientre putrefacto. La guía turística del Parque Regional de la Armórica recomendaba «un relajante trekking a la cima de Mont Saint-Michel de Brasparts —Menez-Mikael en bretón— para aquellos que buscan en su interior la íntima conexión con la naturaleza y la comunión mística con la esencia misma de la inmortalidad». Después de un divorcio traumático y la rapidez con que su ex mujer había rehecho su vida junto a su mejor amigo, ¿cómo no querer encontrar algo aunque fuera perdido en mitad de ninguna parte? ¿O a alguien?
Bajó del cuatro por cuatro antes de que la puerta quedara bloqueada por el fango ácido. Tras una decena de pasos sobre el terreno palustre de la marisma de Elez Yeun comprobó que las carísimas prendas especializadas que había comprado para la ocasión se mojaban igual que las demás. Tras otra decena de pasos estaba empapado hasta los huesos. Después de medio kilómetro temblaba como las hojas moribundas en las ramas de los árboles caducos, que se alzaban como huesudas manos implorando a Dios. Mientras se acercaba penosamente a la redondeada montaña, recordó que la guía mencionaba la cantidad de supersticiones y leyendas atribuidas a aquel hueco pantanoso a los pies de la supuesta morada del Arcángel San Miguel. Viéndose aterido de frío, abandonado en aquella desolada vastedad, no pudo sino corroborar por qué antiguas tradiciones ubicaban una de las puertas del infierno en esa ciénaga envuelta en las fantasmagóricas formas de la omnipresente niebla. La intensidad del granizo se redujo paulatinamente, dejando todo el paisaje condenado a la lluvia.
Cuando por fin llegó a la puerta de hierro forjado de la capilla, no había timbre, ni picaporte, ni cerradura: sólo una estrella de cinco puntas grabada en el centro. Levantó el puño para llamar y… la puerta se abrió en silencio. Sorprendido, pero agradecido por la súbita interrupción del aguacero, cruzó el umbral. La puerta se cerró sin sus goznes emitir sonido. Avanzó por un estrecho pasillo iluminado por teas de resina que aromaban el pasadizo. Desde fuera la ermita no prometía la amplitud de espacio que se adivinaba al final del corredor. Al fondo, una silueta amorfa se dibujaba bajo el arco de entrada a la que supuso sería la nave del templo. Por el camino una voz afeminada y con ligero acento parisino le daba la bienvenida y le invitaba a tomar asiento al llegar a la estancia. Pensó que habrían desacralizado y reconvertido el edificio en una especie de albergue de montaña. Aceleró el paso, apagando con el chapoteo de sus pasos las últimas reverberaciones de la voz entre las paredes de piedra. Agotado y taquicárdico por el esfuerzo asomó bajo el arco de medio punto. La fascinación sustituyó en su consciencia al rítmico martilleo de la sangre en sus sienes.
***
Nicolás Flamel se afanaba por comprender las operaciones que describían las hermosas miniaturas artísticamente pintadas en la quinta página de aquel libro. El libro. Desde que lo compró, por dos florines, día y noche los pasaba estudiándolo. Era dorado, viejo y grande. No estaba hecho de papel ni de pergamino sino de corteza aplastada de árboles jóvenes, como se imaginaba que usaran los druidas de Hibernia. Las tapas eran de cobre bien laminado y grabadas con letras que parecían griegas y extrañas figuras, algunas con formas reconocibles de aves y partes del cuerpo humano, otras geométricas y todas ellas desconocidas en significado o interpretación. El interior estaba grabado con gran precisión, con bellas letras latinas iluminadas en varios colores que emitían reflejos hipnóticos a la luz de una vela.
Flamel trabajaba como notario en París, aunque había nacido en Pontoise. Tuvo su escribanía, primero, en el osario de los Santos Inocentes y, después, en los alrededores de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie. Sin embargo su pasión era la alquimia. Guardaba ejemplares del Libro de los siete capítulos y del Summa de Geber, cuyo contenido había memorizado. Tenía el sótano repleto de redomas y retortas de vidrio, una artesa, recipientes herméticos y un atanor. Allí experimentaba en busca de la piedra filosofal. Una vez la obtuviera no sólo convertiría en oro y plata los metales ordinarios sino que viviría eternamente libre de toda enfermedad. Ese era, en efecto, el mensaje de la Tabla Esmeraldina.
Petronille, la esposa de Nicolás, colaboraba con su marido en la preparación de elixires y fórmulas mágicas a partir de mercurio, azufre y sal. Amaba el poder, y el conocimiento era poder. Y amaba también a su esposo por haberle abierto las puertas del saber. Nicolás la quería más que a su propia vida, por su cautivadora belleza, su mente intuitiva y su inteligencia suprema. A pesar de tales cualidades tampoco ella lograba interpretar los dibujos del fascinante libro que indicaban el método para obtener el primus agens con que comenzar la obra. Sin embargo, la figura ilustrada en el quinto folio empezó a obsesionarla inexplicablemente. «Había un rey con un gran machete y que hacía matar en su presencia, por medio de soldados, a gran número de niños cuyas madres lloraban a los pies de los impíos esbirros. Esta sangre era luego recogida por otros soldados y colocada en un gran Vaso donde el Sol y la Luna se venían a bañar», escribiría más tarde su esposo.
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La estancia era amplia pero acogedora. No tenía ventanas ni más huecos que el de acceso, exceptuando una bellísima chimenea de mármol jaspeado en cuya repisa se amontonaban objetos de las más diversas formas y los más variados materiales: estatuillas de marfil, copas de peltre, tazas de mayólica, frascos, rollos de pergamino…
Estanterías repletas de libros polvorientos y varios cuadros cubrían pudorosamente la desnudez brutal de la piedra. Uno de los grabados llamó poderosamente su atención. Lo había visto en algún libro sobre ciencias ocultas que, de cuando en cuando, hojeaba en los puestos de buquinistas en el Quai de la Tournelle. Hechizado por la mirada vacía del El hombre cósmico se acercó hasta que pudo leer, con dificultad, bajo los pies: «KETHAM. VENECIA. 1495».
—¿No quiere sentarse?
La voz aguda provenía del lado opuesto de la habitación. Detrás de una gran mesa de ébano tallado magistralmente surgía como una alucinación la figura esbelta de lo que tal vez fuera un asceta —algo afeminado— que vivía en aquel remoto paraje. La túnica de terciopelo índigo susurró cuando el eremita extendió el brazo mostrándole un sillón verde. Disculpándose por su descortesía, se sentó. Comenzó a explicar las vicisitudes y desventuras que lo habían conducido hasta el lugar, y agradecía no haber perecido sepultado en aquel tremedal triste y lleno de sombras. De pronto notó que no prestaba atención a sus propias palabras sino al personaje que tenía delante. De una cadenita de oro y a la altura del plexo solar pendía una abraxas en forma de escarabajo, con el uroboros y el símbolo de Libra en su centro. Unos finos dedos jugueteaban con el amuleto. La otra mano se ocultaba entre los pliegues de la túnica. Distrayendo su atención de los hipnóticos destellos del talismán, fijó su mirada en la cabeza del anacoreta.
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Flamel hizo copiar en su casa la figura de aquella quinta página para mostrarla a los sabios parisinos, mas tampoco ellos supieron interpretarla. Pasaron ventiún largos años sin que ninguno de los experimentos diera su fruto. Desesperanzado decidió acudir a un rabino de España con fama de dominar lenguajes olvidados en la oscuridad del tiempo. En León encontró a maese Canches, judío converso que era médico en aquella ciudad y conocido por su erudición. Nicolás le mostró copias de los grabados y el maestro reconoció inmediatamente la naturaleza excepcional de la consulta, pues él había oído hablar del libro, que ya se daba por perdido. Quiso estudiarlo personalmente, así que juntos, Nicolás y maese Canches, se pusieron en camino de vuelta a Francia. Durante el viaje, el médico fue interpretando cada lámina, cada detalle de los dibujos y Flamel lo memorizó todo cuidadosamente. Antes de llegar a Orleáns el sabio leonés cayó enfermo y murió siete días más tarde. Sin embargo, la mayoría de las figuras habían sido reveladas hasta donde se encontraban los mayores misterios.
Nicolás llegó a París con energías renovadas para preparar los primeros principios. Petronille, siempre incansable, trabajaba de día y de noche con su esposo, sustituyéndolo para que descansara, realizando ella misma nuevas mezclas y cocciones. Y así, un 28 de septiembre de 1382 alcanzó el magisterio.
Un fuerte olor advirtió a la mujer del alquimista que había descubierto el secreto del primer agente. Corrió a buscar a su marido y éste ejecutó al pie de la letra las instrucciones del libro. La primera vez que hizo la proyección, la concentró en el mercurio y convirtió de ella aproximadamente una libra y media en plata pura. Al día siguiente realizó la obra con la piedra roja y una cantidad parecida de mercurio, transformándose éste en oro puro, más blando y dúctil que el oro común. Faltaba pues la prueba más importante: la inmortalidad.
El matrimonio Flamel se afanó preparando la licuefacción de la piedra para obtener el ansiado elixir.
***
La piel brillante del rasurado cráneo contrastaba con el mate de la cara. Sus rasgos caucásicos dibujaban un rostro hermoso y aniñado. Sobre la blanca tez del monje caían, como dos gotas de tinta china en un folio, sus enormes ojos oscuros, e igual que la misma tinta pierde su brillo al ser absorbida por el papel, así se apagaba la mirada del cenobita en cada parpadeo isócrono. Los labios, bien perfilados, tampoco abrigaban calor ni la sangre los teñía del color de las fresas.
Mientras analizaba los detalles de la pálida faz se preguntaba si tan dura era la vida solitaria y se vio a sí mismo, frente a un ser tan extraño y luctuoso como él.
—Desde fuera no parece que la capilla sea tan amplia, ni que pudiera estar… habitada —observó discretamente, sin intención de ofender a su anfitrión.
—Antiguamente pertenecía a otro dueño, el Arcángel San Miguel, según las leyendas de la zona. El propio Satán le disputó la custodia de este monte, y la defendió ante el mismo Demonio.
El interlocutor fijó la negra mirada en su huésped y después de un corto silencio, aclaró:
—Pero ahora me pertenece a mí. Venga, le conduciré a un lugar donde podrá descansar en paz.
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La piedra comenzó a sudar en el fondo del recipiente hermético. La temperatura en el interior del atanor debía alcanzar la del mejor y mayor de los hornos: el Sol. Nicolás y su esposa alimentaban la insaciable carbonera. El calor era agobiante y el sótano lo más parecido al infierno.
Cuando las primeras gotas se condensaron en la retorta, los Flamel dejaron de echar combustible; contemplaron atónitos cómo un líquido cobrizo iba llenando la redoma que Petronille había colocado bajo el embudo del alambique.
Con devoción, un extasiado Nicolás recitó el lema alquímico como si conjurase el poder místico de los grandes magos de la Antigüedad:
—Solve et coagula, solve et coagula…
Disuelve y cristaliza.
Terminada la destilación, el elixir de la eterna juventud había dejado de ser un mito para adquirir una realidad corpórea. La botellita y su precioso contenido reposaban en el sótano mientras los Flamel lo hacían en su dormitorio. Habían decidido dar el gran paso la mañana siguiente.
***
«VITRIOL.» Siete letras talladas en el suelo bajo la pared del fondo formaban un círculo. En su centro se encontraban ambos, en silencio.
—Visita Interiore Terrae; Rectificando Invenies Occultum Lapidem — recitó el monje.
El suelo comenzó a elevarse en torno a la pareja. Algo torpe en sus reacciones, comprendió que en realidad eran ellos quienes bajaban por medio de no se sabe qué extraño ascensor. Aparecieron en un sótano equipado con instrumental de laboratorio ¡del siglo XV!
—Disculpe mi extremada curiosidad, pero… ¿todas las piezas son auténticas?
La pregunta llevaba quemando en su lengua desde que vio las figuritas de marfil de la chimenea, que había reconocido como del período Meiji.
—Todo lo que hay en mi casa es auténtico.
La gravedad del tono de la respuesta lo convenció. «Pues debe de tener una fortuna en antigüedades» se dijo enarcando las cejas en un gesto que el propietario de tales reliquias no percibió.
—Si tiene sed, beba un poco —invitó la aguda voz del asceta anticuario mientras le ofrecía un cáliz lleno de un líquido transparente.
Con cierto resquemor y algo intimidado por un ambiente, que ya no se le antojaba acogedor sino agobiantemente incómodo, se acercó la copa a la nariz. Era un fluido inodoro. Sorbió un poquito. Era insípido y estaba fresco. Agua. Apuró el contenido, pues aquel primer trago le despertó la sed, ¡después de tanta agua! Percibió que el monje lo acechaba expectante. Un velo siniestro ensombreció su mirada y él tuvo que desviar la suya hacia la variedad de instrumentos y adminículos desperdigados por varias mesas, librerías y el suelo.
El suelo se movía, ¿o era él?
Una carcajada sardónica alertó su instinto de supervivencia. El ermitaño se acercaba a él arrastrando una silla grande con grilletes para manos y pies. El cerebelo, por su parte, envió las órdenes a los músculos flexores de las piernas; mas esa señal fue interceptada por la estricnina que había ingerido disuelta en el agua. Impotente, vio cómo sus manos y pies eran aprisionados por las argollas de hierro mientras su cabeza colgaba inerte del cuello. Inmóvil, como un muñeco de trapo, ni siquiera pudo concienciarse de que vivía sus últimos minutos. Sólo era capaz de oír, que no escuchar, el ahora monólogo de su captor y asesino:
—Inesperado regalo el de tu aparición esta noche. Muchas veces los montañeros se pierden en el pantano y no llegan vivos hasta aquí… Hoy Miguel debe de estar salvando almas en otra parte —otra carcajada reverberó entre las piedras—. Llevo seiscientos quince años preparando este cóctel de juventud y siempre se me olvida tomar la temperatura de la sangre. Una décima de diferencia y tendré que empezar de nuevo —comentaba alegremente el alquimista, mientras el rojo líquido que manaba de las venas abiertas llenaba varios recipientes—. Podía haberte sangrado de un modo menos pintoresco, pero la última vez que empleé este método fue hace cuatrocientos años, y a veces añoro los viejos tiempos.
***
Aquel 30 de septiembre de 1382 amaneció lloviznando. Nicolás despertó. Petronille ya se había levantado para preparar el desayuno. Sonrió imaginado a su esposa en la cocina y su hermoso rostro iluminando sus días para siempre. Bajó al primer piso. No había rastro de la mujer. Enfiló las escaleras del sótano. Tampoco estaba allí… ¡ni la redoma! Ella se había ido.
Una nota en el lugar que ocupara el frasquito explicaba cómo Petronille había descubierto el primer agente de la fórmula accidentalmente, al cortarse con el borde de una pipeta y caer varias gotas de su sangre en la mezcla que estaba elaborando. Entonces alcanzó la iluminación y la interpretación de la figura que la obsesionaba se le presentó clara como el amanecer de una nueva vida, una vida eterna. Nicolás lloraba. Había perdido a su amada esposa y el trabajo de toda su vida en una sola noche. Pero lo más terrible era que su ambiciosa mujer no había dudado en utilizar el elemento prohibido, sangre humana, contraviniendo las leyes de Dios. Se había convertido en un monstruo.
Años después recibió una carta anónima. Los caracteres finos y pulcros delataron la mano delicada de Petronille. Le decía que la fórmula era de efectos limitados y había que renovar su poder, siempre con sangre diferente y mayor cantidad cuanto más viejo era el «donante», pero que no necesitaba matar niños, como en la figura del quinto folio, abundando hombres jóvenes y cándidos que no sabían refrenar sus deseos carnales. Sabía que estaba maldita, pero también que nunca iría al infierno… ventajas de la inmortalidad. Era inmensamente rica, joven para la eternidad y de inquebrantable salud. ¿Qué más podía pedir?
Nicolás Flamel murió en 1417. Una figura encapuchada ataviada con túnica de terciopelo azul apareció misteriosamente durante el entierro en la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie. Ante la mirada incrédula del enterrador, deslizó una alianza de oro de su anular derecho y la arrojó sobre el ataúd. La túnica susurró al dar el ente media vuelta. Desapareció.
***
Momentos antes de llegar al límite de sus fuerzas, con apenas esencia vital palpitando en su corazón, el monje lo tomó por la cabeza y mirando a sus perdidos ojos le sonrió:
—Por cierto, mi nombre es Flamel, Petronille Flamel. Y después de beberme tu sangre y alimentarme de tu carne, seguiré viviendo hasta que las puertas del infierno bajo mis pies se abran y el propio Satán me rete como a San Miguel. Y también a él lo venceré.