Ir directamente al contenido de esta página

Sada emedu

por
Después de que Nammu abriera sus aguas primordiales,
después de que sus hijos brotaran de su centro,
después de que el disco del mundo flotara en su centro,
después de que el cielo se hubiera alejado de la tierra,
después de que la tierra se hubiera separado del cielo,
después de que An se hubiera llevado los cielos,
después de que Ki se hubiera llevado la tierra,
después de que Enki se hubiera llevado las aguas,
después de que Enlil se hubiera llevado los vientos,
después, el nombre del hombre fue fijado,
y las Gentes de Cabeza Negra fueron creadas del barro.

Hace eones, tantos que casi ni el Tiempo lo recuerda, el mundo era un gran disco que flotaba en la mar primordial llamada Nammu. Los hijos de Nammu eran los dingir. Estos dioses gobernaban el mundo primitivo al que llamaron Sumer —Kiengi, la tierra del Señor del Cañaveral—, habitado por hombres de cabeza negra que Enki había modelado en el barro. Eran hermosos, fuertes y sanos. Pero en sus ojos no había brillo, ni sonido en sus corazones.

Un día, ya olvidado en la memoria de la Humanidad, los hijos, los nietos y los biznietos de Nammu crearon un ser divino, lo más hermoso que jamás pisaría el país de los sumerios. Ki, la diosa de la tierra, moldeó su armonioso cuerpo con finísimo lodo extraído de la mismísima piel de los fangosos, Lahmu y Lahamu. Enki, el dios del mar, pintó de perla sus dientes. Utu, el dios del sol, tejió con sus rayos más dorados una larguísima cabellera que resplandecía con luz propia iluminando los corazones. An, el supremo dios del Cielo, miró en sus ojos para darle la vida y Enlil, dios del Viento, sopló en su boca el primer aliento… Aquella fue la primera Gran Sacerdotisa de Sumer y se llamó Ningimah, la Dama del Gran Fuego, pues en su corazón puso Nammu la llama que habría de forjar el espíritu de los hombres de Kiengi.

Vivía Ningimah sólo para adorar a los dingir que la habían creado, quemando incienso en lo más alto del zigurat del Templo Blanco de Uruk, la ciudad de An, glorificando sus nombres y realizando ofrendas.

Sólo los pies de su doncella Sinnisnartu habían sido bendecidos para pisar los cien escalones que ascendían a la cima del santuario. Cincuenta veces pisaba su pie derecho los peldaños pares y cincuenta veces pisaba su pie izquierdo los impares mientras subía la kitara de su ama para el canto de la mañana. Cincuenta veces pisaba su pie izquierdo los peldaños impares y cincuenta veces pisaba su pie derecho los pares mientras bajaba el incensario repleto de cenizas santificadas que esparcir en los campos recién arados.

Vivía Ningimah sólo para cantarle al Gran Dios An de los Cielos y desearle toda clase de favores en nombre de los hombres sencillos y humildes que habitaban la tierra bajo su gloria.

Granda Anu, ke la Ĉielo kaj Tero benos vin
majo la dioj de la Profunda kaj Dia loĝejo de dioj benu vin.
Kiu benu vin ĉiutage, ĉiu tago, ĉiu monato, ĉiu jaro

Sólo la voz de Sinnisnartu había sido consagrada para recitar a los habitantes de Uruk el canto de alabanza de su señora y hacerlo comprensible a sus mentes sencillas y humildes:

Gran Anu, que el Cielo y la Tierra te bendigan,
que los Dioses de lo Profundo y los Dioses de la Morada Divina te bendigan.
Que te bendigan a diario, cada día, de cada mes, de cada año.

Y cuando las palabras de la Gran Sacerdotisa cobraban vida en las cabezas negras de la gente de Uruk, los hombres y mujeres que fueron hechos de barro en otro tiempo, se emocionaban y derramaban lágrimas que los hacían más perfectos y al gusto de sus creadores.

Un día, Enlil, el dios del aire, hijo de An, acudió a la ciudad de su padre en forma de viento que agitó los cabellos de Ningimah haciendo resplandecer la cima del zigurat de Uruk. Y atrapó entre sus dedos de brisa la voz de la Dama del Gran Fuego que cantaba la gloria de An. Complacido, Enlil le rogó que cantara para él, aun en el templo de su padre, pues aquella voz le pertenecía. Cincuenta veces pisó el pie derecho de Sinnisnartu los peldaños pares y cincuenta veces pisó su pie izquierdo los impares mientras subía la kitara de su señora. Y ella cantó para él en el santuario de su padre:

Enlil, kiam vi atentigis la vilagxoj dia sur Tero
Nippur levis kiel via propra urbo.
Tero Urbo, la noblaj, pura loko kies akvo estas dolĉa.
Ĉu la Dur-An-Ki, la monto de la Ĉielo kaj la Tero en la centro de la kvar anguloj de la mondo.

Cincuenta veces pisó el pie izquierdo de Sinnisnartu los peldaños impares y cincuenta veces pisó su pie derecho los pares mientras bajaba del zigurat para recitar a los habitantes de Uruk el himno del señor del Aire:

Enlil, cuando señalaste los poblados divinos en la Tierra,
Nippur levantaste como tu propia ciudad.
La Ciudad de la Tierra, la noble, tu lugar puro cuya agua es dulce.
Fundaste el Dur-An-Ki, la montaña del Cielo y la Tierra en el centro de las cuatro esquinas del mundo.

Y Enlil aplaudió con tanta fuerza que sus dedos se transformaron en tornados y esparcieron la voz de Ningimah desde la cima del templo hasta llegar a las cuatro esquinas del mundo: Eridu, Ur, Larsa, y Lagash. Las últimas ráfagas del vendaval llevaron en un susurro las palabras de Sinnisnartu, que cobraron vida en las cabezas negras de todos los hombres y mujeres de Sumer. Entonces se sintieron embargados por una emoción desconocida y derramaron lágrimas que los hicieron más perfectos y al gusto de sus creadores.

El propio Enlil quedó prendado de las vibraciones acompasadas de las cuerdas vocales de Ningimah y las de la kitara, y recordó el beso con el que hizo respirar a la mujer. Entonces quiso verter su agua en la doncella y hacerla diosa en su montaña, Dur-An-Ki, donde reinaría sobre el cielo y la tierra por toda la eternidad. Pero la Dama del Gran Fuego rechazó al dios del Aire porque estaban en la ciudad de su padre, en el templo de su padre.

Enlil regresó a su ciudad de Nippur envuelto en una tormenta de rabia y enfurecido tomó las Tablas del Destino que guardaba en Dur-An-Ki, maldiciendo el espíritu de Ningimah y escribiendo en ellas cuantas desventuras tomaron forma en su retorcida y herida mente.

Y así fue como una mañana en que la sacerdotisa miraba al cielo en busca de An, encontró a Utu, el señor del Sol, hijo de Enlil, quien le devolvió la mirada abrasadora de su propio fuego. Día tras día él derramaba sobre ella y sus congéneres todas sus bendiciones. Y toda la tierra resplandecía con los amores del dios y la sacerdotisa. Las cosechas eran abundantes, la caza y la pesca sonreían a los sumerios, y su civilización prosperó y se extendió por los confines de aquel mundo primitivo en forma de disco.

Lejos, en Nippur, Enlil enseñó una canción al pájaro Zu y lo envió a Uruk. A cambio de un árbol huluppu para su nido, Zu haría que Ningimah aprendiera el canto. El ave voló en las corrientes creadas por el propio dios y llegó al zigurat de la ciudad de An donde cantó para la Gran Sacerdotisa. Y ella escuchó aquel himno, que no era sino para su amado y tan pronto Zu hubo terminado, la Dama del Gran Fuego entonó los sentidos versos entretejidos con la hermosa melodía:

Vi levas al la montoj mezurante tero
vi maltrafis vian rondo de la cxielo, landon.
Vi zorgas por ĉiuj popoloj alilandaj,
kaj cxio, kion Enki, reĝo de direktoroj kreis konfidas al vi.
Kio gvidliniojn vi spirante sen escepto,
vi estas ilia gardisto en la supra kaj suba regionoj.
Regule kaj vi senĉese iri tra la cxielo,
ĉiutage ni pasigas sur la tero vasta.
Gvidas kio estas malsupre, gardisto de kio estas supre,
vi, Utu, rekta, vi estas la lumo de ĉiu.
Vi neniam cxesos transiri la larĝa etendaĵo de la maro,
la profundo al kiu la dingir ne scias.
Utu, via brilo atingas la abismo
do la monstroj el la profunda kontempli via lumo.
El cxiuj dioj neniu laboras pli malmola ol vi,
neniu estas tiel supera kiel vi en la tuta panteono de dioj.

Treinta veces pisó el pie izquierdo de Sinnisnartu los peldaños impares y treinta veces pisó su pie derecho los pares mientras bajaba del templo, cuando el ave Zu le atravesó el pecho con el pico y destrozó su garganta con las garras de sus patas. Y fue Zu quien recitó las palabras para los hombres y mujeres de Uruk, con su peor graznido, como una ramera vieja en las tabernas del puerto:

Tú subes a las montañas midiendo la tierra,
tú suspendes de los cielos el círculo de las tierras.
Tú cuidas de todos los pueblos de las tierras,
y todo lo que Enki, rey de los consejeros, ha creado es confiado a ti.
Lo que tenga respiración tú guías sin excepción,
tú eres su guardián en las regiones superiores e inferiores.
Regularmente y sin cesar tú atraviesas los cielos,
todos los días se pasan sobre la ancha Tierra.
Guía de lo que está debajo, guardián de lo que está arriba,
tú, Utu, directo, tú eres la luz de todo.
Tú nunca dejas de cruzar la amplia extensión del mar,
la profundidad del cual los dingir no saben.
Utu, tu brillo llega hasta el abismo
así que los monstruos de las profundidades contemplan tu luz.
Entre todos los dioses no hay quien trabaje más duro que tú,
ninguno es tan supremo como tú en todo el panteón de dioses…

En ese instante, Enlil llevó los chillidos de Zu hasta la morada celestial de su padre y An, dios supremo, celoso y furioso por la traición de Ningimah, pues amaba más a su nieto que a él, envolvió el mundo en tinieblas, creó la Noche y prohibió a Utu atravesarla. Fue entonces cuando un sentimiento desconocido se apoderó de los hombres. Era el miedo. Las sonrisas se borraron de sus caras y la luz se apagó en sus corazones. Los campos cerraron sus flores y los animales buscaron refugio y desaparecieron entre las sombras. Aquella oscuridad se llenó de gritos y lamentos… pero también de ira.

Uno de aquellos encolerizados y aterrados siervos de los dioses elevó sus ojos hacia el zigurat del templo y vio el resplandor de los cabellos de Ningimah, que brillaban con luz propia. Culpó de su desgracia a la Gran Traidora y aprestó al resto de sumerios, que corrieron en busca de la mujer para ofrecerla en sacrificio al encolerizado An y así retirase la maldición de la oscuridad.

El propio pájaro Zu, siguiendo el designio escrito en las Tablas del Destino, alertó a Ningimah y le indicó que huyera a la Gran Montaña de Enlil. Pero Inanna, diosa del Amor y la Guerra, celosa hermana de Utu, avisó a los hombres de cabeza negra, que capturaron a la sacerdotisa antes de que pudiera esconderse en Dur-An-Ki,  el templo brumoso del dios del aire.

La encadenaron a una piedra, cortaron sus larguísimos cabellos y los arrojaron a una grieta; después cortaron también sus manos, y de cada una brotó un manantial, a cual más caudaloso. Y las aguas de los torrentes ablandaron el corazón de Nammu, la Diosa Madre, quien creó en sus entrañas un espejo de plata que dio a Utu. El reflejo del sol sí podía atravesar las tinieblas sin contravenir el mandato de An.

Desde el ancho y fértil valle que se creó entre los dos ríos que nacieron de las manos de la Dama del Gran Fuego, los hombres de cabeza negra vieron aparecer poco a poco la imagen plateada del rostro del sol, a la que llamaron Nannar, el dios Luna. Utu contempló en su espejo cómo Ningimah exhalaba el último suspiro y Enlil lo recogía en una botella de oro. Entonces se apartó el espejo y la oscuridad en la tierra fue total. Lloró desconsoladamente y a medida que sus lágrimas caían sobre el espejo, cientos de puntos brillantes salpicaron la noche.

Abajo, en el valle entre los dos ríos, las bocas de los sumerios se cerraron para que no les entrara el terror por ellas, pero dejaron los ojos abiertos de par en par, y se les volvieron negros como pozos, y por ellos cayeron a Irkallah, el inframundo. Y viendo Ereshkigal, la diosa del infierno, que su reino comenzaba a quebrarse por el peso de tantos muertos, le gritó al dios del Cielo que enviaría de vuelta a todos los habitantes del mundo inferior hasta que éstos superaran a los vivos si no detenía la avalancha.

Y An, se apiadó del dolor de su nieto y retiró las tinieblas. Ordenó a su hijo Enlil que abriera la botella de oro en la que guardaba la respiración de Ningimah y con él resucitó a cuantos muertos le devolvió Ereshkigal. Pero Utu quiso castigar a los hombres por el crimen cometido y les condenó a vivir la mitad del día en la oscuridad, sólo iluminados por Nannar y los destellos de sus lágrimas, a los que llamaron estrellas. Durante ese tiempo, el dios Sol decidía el destino de los muertos, y por eso los hombres nunca dejaron de temer a la noche.

Ki transformó los cabellos de Ningimah en oro y los guardó en sus entrañas, sabedora de que sin mucho tardar, muchos perderían sus negras cabezas por arrancarle ese hermoso metal.

An envolvió el alma de la sacerdotisa en la nacarada piel y la subió con él al cielo formando la primera nube, donde Enlil la sujeta junto a Utu para toda la eternidad.

En el barro sagrado de su cuerpo plantaron el árbol Huluppu, a orillas del Éufrates, el río que brotó de su mano derecha; allí anidó el ave Zu, y también construyó su morada Lilith, la servidora de la desolación, y en sus raíces se enroscaba la serpiente que no conoce el encantamiento. Innana, entonces, quiso hacerse un trono y un lecho con el tronco del árbol… y acudió a Gilgamesh.

¿Te ha gustado? ¡Compártelo! Facebook Twitter

¿Algún comentario?

* Los campos con un asterisco son necesarios