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¿Qué busco en La luna llena?

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Ya viene hacia mí. La perfección caminando ante mis ojos. Dios mío, creo que el día se ha hecho más luminoso desde que ha entrado en la planta. Su traje azul marino está impecablemente limpio. El pañuelo rojo que sobresale del bolsillo de su chaqueta le da un toque de elegancia frente al resto de nuestros compañeros más afines a las ropas más casual. Tiene el ceño fruncido, debe estar cabreado. Está hasta más guapo con ese gesto en la cara. La frente le brilla más intensamente haciendo patente su abuso de cremas faciales. Ya ha llegado, bueno, en realidad ha llegado su fragancia antes que él. Es potente, dura, pero con concesiones de aromas cálidos y suaves que tanto gustan a determinado tipo de mujeres. Efectivamente está muy cabreado. Echa un vistazo rápido buscando con la mirada a su lacayo. Ahora sé que ha sido Gabriel el que me ha delatado. Ese pelota tiene la boca tan grande como el tamaño de su culo. Ambos orificios perfectamente adaptados, moldeados, trabajados y preparados para albergar el pene de Guillermo Robles Robles, más conocido como el Señor Perfecto.

—¡Ya estamos otra vez, González!

—Así es, señor Robles.

—¡Mírese!

—Lo sé, señor. Soy un desastre.

—¡Está usted ebrio, nuevamente!

—Lo estoy.

—¿Por qué se hace tanto daño?

—Emborracharme no ha dolido nunca, señor.

—¿Qué hay en su cabeza para que se haga esto?

—La verdad es que no lo sé. No me gusta lo que soy.

—Y no me extraña. Mire cómo viste y su olor corporal empieza a ser su carta de presentación. Y no vamos a hablar del evidente estado de embriaguez con el que se ha presentado hoy.

—Entiendo, señor. Aunque en realidad estamos hablando de ello.

—No, no lo entiende. Es la tercera vez que tengo que llamarle al orden en los cinco meses que lleva con nosotros. Ya he visto este problema antes en otros hombres. Cuénteme lo que le pasa. Dígame algo, por Dios, para poder entender esta situación. ¿Es algo personal, tal vez?

—Siempre es algo personal. señor.

—Cuénteme, lo escucho.

—Me divorcié.

—¿Y la bebida es la respuesta?

—No, me volví a casar.

—¿Y bebe para olvidar el horror de su nuevo matrimonio?

—No, me volví a divorciar.

—Me empiezo a perder, González.

—Me fui de putas.

—Claro, en determinados ambientes…

—El caso es que acabé en un bar en el que estoy muy a gusto.

—¿Un bar lleno de borrachos como usted?

—¡Xacto!

—Su vida empieza a ser un asco. Debería ponerse al volante nuevamente y redirigir sus esfuerzos a mejorar y ser útil a la sociedad.

—Ah… pero yo no quiero ser útil.

—Conozca a otras mujeres. Páselo bien y encuentre una buena chica que le haga feliz.

—¿Cómo las anteriores?

—No, hombre. Ya verá cómo encuentra a alguien de verdad que esté a su lado.

—Pero sí es que no quiero. Soy feliz en mi bar… y además tengo a Lucía.

—¿Lucía es una amiga?

—No, es el nombre que le he puesto a mi vagina en lata.

—Entiendo… Ve, eso denota iniciativa e improvisación por su parte. Justo cosas que necesita esta empresa de usted. Estire ese hilo y verá como vuelve a ser funcional enseguida. Váyase a casa, dúchese, duerma un poco y mañana empezamos de cero. No está todo perdido.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Usted dirá.

—¿Me he orinado en los pantalones?

—Estoooo, González, me pone en un compromiso… parece que no.

—Entonces tiene razón: no está todo perdido.

Claro que no está perdido. Siempre hay espacio para una copa más. Porque una copa más es estar cada vez más cerca del momento ideal, el Valhalla soñado. Siempre esperando ese trago que marque la diferencia. El trago que te hace sentir mejor. Con el que te emplazas más allá del bien y del mal. El trago que te arranca del plano material. Es el momento definitivo. Es como entrar en éxtasis. No hay dolor, no hay preocupación, no hay yo. Es el instante en el que el aire se convierte en seda rozando la piel. El ruido exterior se detiene para dejar paso a la sinfonía del bello silencio. La vista se abstrae de este mundo y queda cubierta por el manto de la imaginación y la dicha entrecerrando los párpados. La sonrisa se abre paso en los labios producto de la satisfacción producida por los pensamientos cristalinos, que bañan la costa de la psique y refrescan las brillantes ideas que florecen en el fértil suelo del cerebro, regado por la ambrosía catalizadora. En la boca no hay más cabida que el sabor de la bebida de los campeones, los elegidos, los únicos destinados a encontrar el refugio liberador del otro lado, siempre tan alejado de la realidad diaria de los simples mortales. La lengua se agita en nuestro interior buscando más brebaje insaciable como un drogadicto. Tan desesperada está en su furia que potencia sus habilidades hasta tal punto que se puede conocer el propio sabor de tus dientes. Es el trago que cae por la garganta hasta el estómago como una catarata de pura energía elevada a la enésima potencia, y que convierte nuestra esencia y alma en parte del universo a través de un nuevo estado no definido e inmaterial para enajenarnos hasta más allá de las cornisas del precipicio de este plano con el fin de ponernos en contacto con lo desconocido. Inspiras para beber y espiras para soltar el aire acompañado con el aroma de la divinidad hecha licor. El perfume se mezcla con tu olor corporal y se convierte en tu nueva colonia. Miras el vaso transformado en cáliz entregado por los dioses en libación con la satisfacción del deber cumplido, como estaba escrito en el libro versiculado que contiene sus designios. El sonido del hielo chocando con el vaso apurado marca el vibrante y emocionante sonido ganador. Has apostado todo al rojo y ha salido perfecto. La banca pierde y tú eres el nuevo rey de Las Vegas. Con ese trago ya nada importa. Que se acabe el mundo porque acabas de contemplar la verdadera razón de la existencia de esta realidad y ya no queda nada más que merezca la pena por conocer. No hace falta hablar porque necesitamos que el momento quede dentro de nosotros. No se puede compartir por miedo a ser robado por otro de los buscadores del momento. Es como una musa. Una vez que encuentras una no se puede dejar libre para que otro también la disfrute. Hay que secuestrar el momento porque tiene que ser admirado por el captor como un psicópata admira a su víctima mientras rebana su cuello. Una vez que queda libre es muy difícil que vuelva a nosotros y todo su encanto, ardor, suavidad, cariño, amor, dulzura, candidez y erotismo se esfumarán entre nuestros dedos como el humo del fuego que una vez fue la felicidad. Es el instante soñado por todos. Todo es perfecto como si tu signo del zodiaco está alineado con Géminis el día en el que la cara oculta de la Luna proyecta una sombra sobre Marte, y toda la mecánica cuántica conspira para crear y emanar un aura de perfección y lujuria sensual cuyos protones bombardean justo el lugar en el que estás dando ese trago definitivo que va a conseguir que el mundo sea un lugar mejor por un instante, sólo por un instante, pero de proporciones épicas. Por fin ves el hilo conductor que te ha traído hasta aquí. El hilo que te une al primer tipo que fue capaz de fermentar algo y bebérselo con sus gónadas. El primero que se emborrachó. Ese sí que estaba cansado, hastiado, repugnado por lo que le rodeaba y quiso encontrar el camino etílico de la realidad para alcanzar el conocimiento pleno y diáfano reservado para los auténticos visionarios. El que hizo fuego, el que inventó la rueda, el que desarrolló la primera teoría filosófica, los físicos, los químicos, los matemáticos, los astrónomos, el código binario, el primer viaje al espacio y el tipo que se agarró la primera cogorza. Todos ellos hermanados por un único deseo: hacer avanzar a la humanidad hasta el Más Allá.

No todo está perdido. Cada vez estoy más cerca, lo noto. Esto no ha hecho más que empezar. Voy a hacer caso a Robles. Empecemos de cero, con una primera copa que me dirija por el camino correcto. Está muy cerca, lo sé. Todo llega. En este reducido, asfixiante y denso mundo he tenido la suerte de conocer el único placer que me está llevando a la auténtica felicidad: el whisky.

Pero para el verdadero disfrute de esa maravilla líquida hace falta un entorno adecuado a las necesidades del usuario. No todos los sitios son óptimos para el consumo desmedido de bebidas espirituosas. Hace falta un lugar acondicionado un con un ambiente especial que nos sirva como templo sagrado en el que comenzar nuestro viaje ascético hacia el verdadero sentido de la existencia. Mi bar favorito, sin lugar a dudas, es La luna llena. Lo descubrí hace un par de años dando tumbos por el Madrid más rancio y olvidado por las guías turísticas. No voy a revelar su ubicación exacta porque es un secreto y, todos los parroquianos, hemos jurado mantener la boca cerrada para evitar intrusos externos. Es perfecto. Su fachada es toda de madera con grandes cristaleras que recorren el frontal. Se vería su interior a una gran distancia pero el dueño se guarda muy mucho de miradas furtivas que nos juzguen desde la calle, y para ello recurre a unas enormes cortinas de terciopelo rojo que impiden el paso dichas miradas, y de paso de cualquier tipo de luz. Esto a su vez crea en el interior una sensación de atemporalidad absoluta, muy necesaria para crear el ambiente idóneo en el que dar rienda suelta a las maquinaciones propias de los asistentes.

Su decoración denota lo que un día fue una taberna irlandesa prefabricada por la franquicia Guiness pero que vivió mejores tiempos. Lejos quedan los millones de litros de cerveza y las exaltaciones de la anhelada, extrañada y encumbrada Irlanda por los españoles. Dicen que en cierta forma ambos pueblos están hermanados… aunque sólo sea por una especie de admiración por la cirrosis. Atrás quedaron los Cheftains y los Pogues y las fiestas de universitarios para despejar el camino a los verdaderos clientes. Los que aman el lugar como un templo. Los que entienden la verdadera naturaleza intrínseca por la que se erigió el sagrado lugar coloquialmente llamado taberna con ese aire peyorativo en la boca de los profanos y no entendidos. Sus paredes exudan el alcohol y el tabaco acumulado durante años. La tenue luz apenas define las caras de los presentes. No hace falta más. Lo importante es que tu silueta sea reconocida por otra silueta porque tu presencia debe ser aceptada por los demás. Cientos de cuadros que rinden pleitesía a la cerveza cuelgan de las mugrientas paredes. Los ventiladores del techo se encendieron para la inauguración y jamás han vuelto a ser desconectados. Algunos chirrían y se agitan desde su eje doblado de tanto girar y girar. Mesas de madera y sillas barnizadas una y otra vez en un fútil esfuerzo por rejuvenecerlas emergen del suelo como setas anárquicamente distribuidas por la estancia. La larga barra de madera es el altar en el que se van distribuyendo los parroquianos para solicitar al obispo el cáliz que contiene el líquido catalizador que les llevará hasta el sitio que ellos elijan dentro de sus mentes.

Y ahí está él. El administrados de la gloria. El gestor de los mejores momentos de mi vida. El gran obispo, el chamán, el sensei, el ayatolá, el rabino, el dueño del bar. Arturo Grijalbo Suárez, nacido y criado en la ya santa ciudad de Madrid, que abrió este sitio una noche fría de invierno de 1994 y que, desde entonces, no ha hecho más que regar las necesidades emocionales de todo aquel que se lo ha solicitado por un módico precio en ya dos monedas distintas. Un hombre enjuto y pálido que ha visto la luz del sol menos que Drácula y cuya sabiduría podría llenar más tomos que la Menéndez Pidal y la Enciclopedia Británica juntas. Es el mejor confesor de la historia de este país. Sus oídos habrán escuchado más de un millón de historias. Las más tristes o las más divertidas experiencias han llegado hasta él, contadas de primera mano por sus protagonistas, en lo que probablemente haya sido un vano intento de liberar culpas o agonías internas, o para compartir alegres momentos con alguien de confianza. Porque el que te pone una copa debe ser alguien de tu confianza, casi un padre o una madre. Si no hay esa relación de afinidad y empatía cercana hay que alejarse de ese ser porque nunca ofrecerá nada bueno en sus botellas y en su compañía. Arturo es, en definitiva, el hombre más sabio que hay caminando sobre este mundo. Sus buenos consejos nos ayudan a todos a encontrar un camino correcto que seguir. Es como Morfeo, nos da a elegir la pildorita azul o la roja. Es nuestra elección. Una te lleva al mundo exterior donde seguir con nuestra vida en la gran mentira. La otra te lleva a un mundo más triste y gris pero por el que caminas con los ojos abiertos y eres totalmente libre porque ya no está dirigido por los demás, eres tú el que decide y piensa por sí mismo. No insiste para que sigas el camino de baldosas líquidas. No te empuja. Es más, a veces se obstina para que salgamos de allí y cojamos las riendas de nuestra anterior vida. «Algo mejor que esto tiene que estar esperándonos en algún sitio», suelen ser sus palabras favoritas. Pero nosotros ya hemos elegido nuestra píldora. Deseamos ser libres sin vendas en los ojos. Y Arturo nos muestra su respeto por esa difícil decisión. Y su manera de demostrarlo es que nunca nos ha engañado, nunca nos ha ofrecido una copa que sabía que no nos íbamos a beber, nunca me ha devuelto el cambio de manera equivocada, nunca se ha reído de nosotros, nunca nos ha dejado solos si nos hemos pasado bebiendo, nunca nos ha dejado conducir borrachos, nunca ha dejado de escuchar nuestras historias, nunca y nunca nos ha juzgado. Sobre todo eso. Nunca nos ha juzgado. Por eso todos lo amamos.

Tal vez lo que da el sello de calidad a un local sea su clase de clientela. Aquí, imaginación no hace falta, está lo mejor de cada casa, yo incluido. Todos nos caracterizamos por ese cierto aura que desprendemos lo que buscamos algo en la bebida. Andamos cabizbajos, con pasos cortos y lentos, acompasados con nuestra agitada respiración. Luego tenemos las variaciones como el diferente tono rojizo borracho de nuestra piel, los dedos más o menos amarillentos según lo que fumemos, y nuestro olor corporal varía según si hemos pasado por casa o no, si es que la conservamos.

Historias más o menos trágicas se reúnen todos los días en forma de persona a compartir experiencias, impresiones o simplemente a quedarse acompañados por su copa del licor. Muchos han caído en el camino mientras que otros seguimos con la esperanza de encontrar lo que sea que buscamos en el fondo de la copa.

La visual varía poco desde que vengo aquí. En una esquina está Jaime, un comercial que intenta superar su adicción al alcohol con cocaína y pastillas para dormir. Es un asiduo del ron Legendario con Coca Cola. Puede llegar a beberse siete u ocho en tres horas casi todos los días. Siempre viene solo porque dice que éste no es lugar para traerse a clientes. Y sus clientes son lo único que le queda porque parece ser que todo el que lo quería o conocía acabó por alejarse de su lado debido a sus constantes cambios de humor, aunque pocos saben que dichos cambios vienen provocados por su frustración al no poder probar una teoría que le lleva rondando en la cabeza desde sus días como universitario en la facultad de Matemáticas.

Los siguientes apostados con sus codos bien pegados a la barra son José y Manolo. Dos de los supervivientes del Madrid de los 80, o como ellos llaman a esa época «la década en la que los idiotas tomaron la noche». Esquivaron la lluvia de heroína característica del movimiento sólo para acabar en el alcohol y en la venta de cocaína. Son los camellos de Jaime y de la mitad del barrio, pero nada de hacer negocios dentro del bar. Ellos tampoco traen aquí a su clientela. Lo único que hay que hacer es pagarles dos copas Red Label para que el precio de su producto baje ostensiblemente. Son dos charlatanes. Han arreglado el mundo como unas seis mil veces, y la verdad es que juro que nunca les he escuchado decir demasiadas barbaridades. Son los amos hilando ideas y dicho sea de paso, a veces, me quedo con la duda de si de verdad están dando en el clavo con la solución que plantean para algunos problemas serios, o si por el contrario estoy ante dos soberanos estúpidos. Son un poco cargantes porque las frases que empieza uno suele acabarlas el otro y silban demasiado las palabras por la incipiente falta de dientes de la adolecen. Mirándoles, parece que su última comida sólida debió ser en 1999 porque exhiben una delgadez extrema acompañada por unas carnes flácidas muy faltas de tono. Ahora cuchichean porque a su lado se ha sentado Carmela y hoy trae más escote que de costumbre.

Carmela ha pasado de ser vigoréxica profesional, gimnasta con medalla incluida, a alcohólica rehabilitada una y otra vez. Habla de los tiempos pasados en los que su cuerpo levantaba a los muertos de sus tumbas. Siempre intenta engatusar con su mirada, pero lo que una vez fueron unos ojos almendrados de un verde intenso y brillante se han transformado en dos linternas rojas excesivamente maquilladas y de párpados caídos. Fuma como una loca porque dice que así come menos: es su método para entrar en los mini vestidos que suele lucir. Sus más que generosas carnes aprietan esos ropajes con todas sus ganas haciendo que más de una costura se salte en algún momento del día. A veces bromeamos diciendo que ella es la culpable de que José y Manolo estén tan delgados porque siempre se come los cacahuetes que Arturo sirve por toneladas. Se enfada con eso, nos manda a la mierda y deja de hablarnos un rato. Se sumerge en su Marie Brizard y murmura una y otra vez. Pero se le pasa en cuanto le pagamos otra copa, le damos dos besos y le tocamos el culo mientras le decimos piropos en voz alta. A decir verdad su sonrisa es muy contagiosa y especial, a veces hasta reconforta. Carmela necesita amor y que la amen. Es la mujer que mejor y más sinceramente me ha abrazado en mi vida y reconozco que yo también la abrazo con todo mi ser.

Sentado en su mesa de siempre está Horacio. Está llorando porque ha llegado «la visita». Por la visita me refiero a cuando alguien conocido viene a buscarte al bar. Si tienes la suerte o la desgracia de conocer a alguien que todavía te quiere no suele ser extraño que tarde o temprano se persone en el bar de Arturo buscando a su ser querido. La charla suele ser la misma. Unas cuantas lágrimas, algunas frases en alto del tipo «mira lo que nos estás haciendo», «todos te queremos», «tienes un problema y te quiero ayudar», «hazlo por ti y por tus hijos»… y esa serie de frases básicas entre dos personas con distintas perspectivas a la hora de hacer frente a la vida. Para Horacio es común que su hermana haga acto de presencia buscándole. A veces consigue que su hermano deje la copa y se vaya con ella a casa. Dos semanas después vuelve a estar sentado en el mismo sitio pidiendo lo mismo. Bebe vodka con naranja que a veces acompaña con un poco de jarabe para la tos porque le sale muy barato, debido a su pensión de invalidez que gestiona desde hace años por su insuficiencia respiratoria como recompensa por su trabajo en una mina de carbón. Gracias al jarabe de la tos se hizo amigo de Ramiro.

Ramiro es un pobre jubilado, sin muchos recursos y de ahí que recurra al jarabe de Horacio, que deambula por aquí con grandes historias que versan sobre los emocionantes viajes de su juventud. Mil aventuras amenizan nuestras jornadas con historias sobre los cinco continentes en los que ha caminado. Es como un bardo o un juglar de épocas pasadas que lo único que pide a cambio es compartir un trago amigo con su audiencia. Es un recurso muy valioso en el local. Si estás de bajona y necesitas un poco de compañía, lo mejor es invitar a un trago al pobre Ramiro. Sus historias son un poco mezcla de realidad y desvaríos de persona mayor con demasiados adornos, pero es un gran narrador y merece la pena escucharlo para pasar un buen rato. Si la mitad de lo que cuenta es verdad estamos ante un hombre que lo ha visto todo en esta vida. Y sabe reconocer los gestos que los demás tienen con él. Siempre invita a una ronda en cuanto cobra el dinero de la pensión de jubilación. Es un amante de la ginebra y aborrece los nuevos rituales que según él adulteran el sabor de su licor favorito. Dice que como vea un poco de pepino en su copa le tira el contenido al camarero en la cara. Y que la cuchara espiral imprescindible para romper la burbuja de la tónica se la metan en el culo al inglés mal nacido que inventó semejante cosa, porque para él la mayor ponzoña que ha recorrido el mundo son los ingleses y todo invento que no entre en sus esquemas de «lo normal» es obra de un inglés torturado y adorador del diablo. Bebe y bebe porque dice que es la única manera que tiene de recordar aquellos años dorados con toda la claridad que se merecen esos recuerdos. Cuando sus ojos quedan fijos en su vaso y su mirada se vuelve vidriosa tengo la sensación que intenta recordar algo, o más bien a alguien, que dejó atrás casi por obligación. Aunque no tiene mucho tiempo para quedarse absorto en sus pensamientos porque Dani suele gritarle alguna broma para que se anime.

Dani es un juerguista al que le gusta reírse, aunque últimamente le cuesta más por culpa de la enfermedad hepática que ha desarrollado de tanto tragar tequila y cerveza. Parece ser que vomita sangre. Le han puesto un tratamiento que hace que su cuerpo no tolere el alcohol. Pero nada lo detiene, ni siquiera las tiritonas ni las convulsiones que le provoca mezclar ese medicamento con la ingesta de alcohol. Es un eufórico. En cuanto huele el tequila ya está prácticamente borracho. Es un funcionario repetidamente expedientado por su conducta en el trabajo que suele meterse en peleas en su insistente camino por llamar la atención de los demás. Varias depresiones certifican su soledad y necesidad de reconocimiento externo. No quiere ni oír hablar de terapias ni nada parecido. Simplemente quiere hacer reír a los demás porque lo que quiere es compartir un momento agradable con la gente. Pero el reconocimiento y el respeto que tiene entre nosotros no suele se extensivo a los demás bares que frecuenta. Por lo general acaba siendo el chiste del local y las burlas fáciles empiezan a aparecer. No es fácil hacerse respetar cuando tardas más de cinco minutos en encontrar la otra manga de la chaqueta que intentas ponerte, ni tampoco es fácil cuando te quedas dormido de pie junto a un altavoz que suena a todo volumen en una discoteca, ni cuando te tropiezas varias veces caminando buscando la puerta de salida. Dani va a morir muy pronto y lo malo es que el mundo va a perder a un gran guitarrista por lo que se cuenta de él.

También hay tipos menos tolerados que frecuentan esta santa casa. Son tipos oscuros de mentes podridas que traen consigo los problemas como mochila. Son gente como Jimeno, un maltratador y ególatra que ya ha zurrado un par de veces a Carmela. Núñez, el policía expulsado del cuerpo por estrellar un coche patrulla contra un supermercado porque una cajera le recriminó que comprara alcohol vestido de uniforme. Tito, que acaba de salir de la cárcel por ofrecer a su hija a cambio de dinero para financiarse todos los tintos que su cuerpo pueda absorber. Pero no quiero que ellos sean los que enturbien mi estancia en el templo sagrado que es La luna llena. Hay mil historias que contar, mil relatos que escribir, mil ejemplos de cómo vivir la vida, y todo eso se encuentra a mi alrededor mientras bebo y busco lo que espero encontrar. Soy consciente de que a lo mejor tengo una misión imposible ante mí pero sé que, desde que estoy en este local, me siento menos solo que antes y que formo parte de algo. Tal vez ese algo no sea nada especial o que no esté bien considerado en el mundo exterior, pero no me importa porque tengo mi mente y mi whisky y eso es lo único que de verdad me va a llevar a conocer la felicidad.

—Arturo, ponme lo de siempre.

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