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Pan, pegamento y Gandhi

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Tengo una panadería, pequeña, de esas que cuando entras te inunda el olor a pan recién hecho, calentito y blando y crujiente, todo a la vez, es mi negocio y mi placer. Disfruto enormemente de mi trabajo, incluso cuando me tengo que levantar día tras día a las cuatro de la mañana para hacer la masa.

Compro la harina de importación de un pequeño pueblo de Sicilia, donde el trigo es dorado como el oro y todavía lo muelen con molinos de viento. Me cuesta un maravedí pero el resultado es excelente. Con mucho mimo todos los días amaso el pan y lo hago en mi horno de leña, una antigüedad del siglo XVIII que todavía funciona y que, por supuesto, cuido como a mi hijo.

Pues estaba yo colocando las barras de pan en el mostrador, cuando un señor mayor entra algo despistado. Al principio me suena de algo y poco a poco un rostro conocido se dibuja perfectamente en mi mente.

—Buenos días, caballero, ¿en qué le puedo ayudar? —le pregunto con mi mejor sonrisa.

—¿Tiene usted pegamento, de ese para pegar maderas? —me contesta el abuelo mirando hacia todos los lados menos a mí.

Por mi mente pasan dos ideas básicas de contenido: la primera, este señor está absolutamente senil; y segunda, ¡se parece a Gandhi! No puede ser, me digo a mi mismo, el famoso pacifista murió hace la tira de años…

—¡Que si tiene pegamento para maderas! Es que vivo ahí enfrente y voy a una ferretería a un par de calles pero como me duelen los pies, casi le compro a usted el pegamento…

—Perdón caballero, pero esto es una panadería. Por cierto, ¿es usted Gandhi?

—Si le digo que sí, ¿me dará usted el pegamento?

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