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Ojalá estuvieras aquí

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Hola, mamá. ¿Cómo va todo? Por aquí contando los días para terminar la obra, hacer las maletas y pasarnos por el chalet. Vicky tiene unas ganas enormes de descansar una semanita en Santa Pola y zamparse una de tus paellas. Antojo de embarazada, ya sabes. Ya ni me acuerdo de la última vez que he escrito una carta normal con esto de los correos electrónicos y eso, pero bueno ya te comenté que te iba a enviar el sobre que encontré al recoger las cosas del asilo de la abuela Mari Carmen. Me he leído por encima la carta y me he rallado un poco. A ver si tú reconoces a los familiares de los que habla. A pesar de que era tu madre y que ya no está con nosotros, no me podrás negar que la abuela tenía un carácter un tanto huraño y seco, tan calladita y poca cosa que ni cuando era un canijo me contaba casi nada de su vida en el pueblo. Sin embargo, en la época de la carta, del año 46 o así cuando debía tener unos diez años, era de lo más dicharachera porque parecía hasta simpática y todo. Lo raro es que se lo envió a una hermana suya de la que, te juro, sí que no me suena de nada. ¿Tuviste una tía que se llamaba Almudena? También es curioso que la carta se la devolviera correos en su momento porque viene una nota junto al matasellos de que la dirección era desconocida. Pues mira, esta carta es de lo poco que conservaba la abuela, ni alhajas, ni joyas ni ná. La debió manosear mil veces pero la cuidaba como un tesoro. En fin, que le eches un vistazo y ya me cuentas cuando nos pasemos dentro de un mes y medio. Que sigas pasando un buen verano.

Besitos de mi parte y de Vicky para ti y para papá.

***

Cuánto tiempo, mi querida Almudena. ¿Qué es de tu vida? ¿Te seguirás acordando de tu hermanita? Mira que no mandar ni siquiera una postal o un recuerdo. ¿Tan ocupada estás en la capital? Anda que no he pasado mañanas de nubarrones y granizo en el prado pensando en ti. Tardes con apenas una rebanada de pan en la boca esperando a que pastasen las ovejas. Noches en las que lo único que hago es matar el tiempo sin nadie con quien charlar. Ya un añito ha pasado desde que te fuiste y mira, me he atrevido a pedir prestada la estilográfica al cura para escribirte unas cuartillas. Qué días tan largos se me hacen sin ti, qué noches tan solitarias. Seguro que no te esperabas esta sorpresa. ¡Ay, no me imagino lo que habrás cambiado!

Te preguntarás cómo estamos todos. Pues como siempre, tirando y arreando. Madre y padre, tristes, cada uno a su manera, ya los conoces. La abuela Bibiana cada vez peor, se le va la cabeza, se le infectan las llagas; ni descansa ni deja descansar, alborota todo el día y  berrea por las noches. El invierno ha sido duro pero, chica, la salud nos respeta y no nos falta la bendición del Señor y de la Virgen. A madre la dejaste muy apagada y se ha quedado más raquítica que el perro del tío Nicolás. Aunque yo haga alguna trastada, aunque me coma el poco queso de la despensa, o me quede dormida en la huerta, madre ya no tiene el arrojo para pegarme esos coscorrones que nos daba en la cabeza. Como si le diera reparo o respeto levantarme la voz. Por su parte, padre se toma todo de forma diferente, a su modo, como si lo que sucede a su alrededor le atravesara. Con esa mirada tan suya, tan honda, que parece que dura una eternidad en despegarse de tus ojos, esos bramidos que te lanza cuando se enoja, con esa boca tan oscura como el humo de sus cigarros. Cuando tiene uno de esos días malos se te impone como un demonio enfurecido. Desde hace tiempo parece que nos contempla a todos como si no nos conociera. No sé por qué se guarda dentro las razones de que te marcharas, y anda que no le he insistido para que me diga si fue por esto o por esto otro. Al final me ha dado la dirección de donde vives en la capital, pero creo que porque le he insistido tanto que no quiere oír más mis lamentos. Aún me acuerdo con mucho dolor de la escena de hace un año, cuando padre llegó a la mesa a cenar, después de que estuviera limpiando el pajar y nos dijo que la chica se había fugado de casa. Apenas nos explicó que cogiste un petate que tenías preparado con ropa, cien duros y un billete de autobús. Y nos quedamos de piedra. Sólo la abuela dijo algo. «¡Mentiroso!», le gritó la yaya. Padre se enfureció, agarró el mango de la navaja y lo clavó en la mesa. Ninguno dijimos nada, yo me fui al camastro y lloré hasta que me llegó el sueño. Pero padre es así, tan suyo, tan severo que no se le puede rechistar. Como decía el abuelo: al hombre de la casa no se le puede discutir nada ni aunque te esté sacando las tripas.

Anda que no ha estado preguntando todo el mundo por ti. Con extrañeza, con pena… pero chica, ni que vaya a ser para siempre. Pero ya sabes cómo es la vida por aquí. Poquito a poco voy aprendiendo, abriendo los ojos, no sabes lo que una puede espabilar en un año. Lo que más duele es el qué dirán, los murmullos. Las mujeres del pueblo son así; por delante sonrisas, pero por detrás afilan la navaja. Son buena gente pero a veces te echan una mirada de arriba abajo que parece que te desnudan enterita. Ya ves, al principio me preguntaban mucho, qué donde habías ido a vivir, qué que tal te ganabas la vida; pero terminan chismorreando y al final parece que sabían más que tú misma. Que si te habías ido con algún forastero, que a saber cómo te ganabas los cuartos, que si un primo de la capital te había visto con mal aspecto por la calle. Mira, a veces me tapo las orejas o me hago la tontita para no oírlas, o me agarra madre y me lleva a un aparte; siempre ha dicho que las cosas de la familia se deben guardar dentro de casa. Pero así es la vida, incluso las tienes que dar las gracias si te prestan un mal mendrugo de pan. Como dice el cura, las mujeres parece que llevemos el pecado original dentro y no nos lo podamos sacar de encima. Y precisamente don Gregorio es de los que más me han preguntado y más se ha preocupado por tu destino y tu salud. Termina la misa y me viene con su sonrisa repleta de dientecillos, frotando nerviosamente sus manos, preguntándome si sé algo de ti. Supongo que también te echará de menos, anda que no has pasado tiempo ayudándole en su sacristía o limpiándole el altar y las imágenes por unas moneditas. Tampoco muchas, para qué vamos a engañarnos, ya que el hombre era un poco roñoso. Ay, ya sabes que nunca me ha caído bien, no quiero pecar de chismosa, pero tanto que se las da de santurrón y casto, anda que no echa tiempo en la sacristía con las mozas del pueblo. En fin, líbreme el Señor de decir nada malo del cura, pero a veces llega a marear.

Quien también te apreciaba mucho es el alcalde Ciriaco. Vaya si le ayudabas en su casa y con los deberes de sus chavales desde que enviudó. El señor y sus hijos son muy señoritos, pero siempre  ha dado trabajo a los mozos del pueblo. Hay que ganárselo de sol a sol, eso sí, y si está de mal humor te retiene la paga, eso he oído. Ya sabes lo amable y atento que era con las muchachas, pero a los jornaleros no siempre les he oído hablar bien de él, que si menosprecia a los mozos o los insulta y no los paga, pero cada uno tiene sus manías y todos tenemos que respetar al que es el dueño de las tierras, es ley de vida. Tú te ganabas unos ahorrillos en sus casas y seguro que bien te habrán venido para los estudios. Hace tiempo ya hablaron padre y él para colocarte de sirvienta pero ya me confesabas que lo que querías era pagar una matricula en un colegio de la capital y estudiar algo de provecho. Seguro que dentro de un tiempo me llamarán a mí, cuando aprenda los oficios.

Y otro que no ha cambiado es Valentín el Chispa, la alegría de los pueblos. Yo creo que los mozos le siguen pagando los vinos sólo para verlo alborotado. Sigue con sus historias, contando que ha visto mucho mundo, que ha estado aquí y allí, en alguna que otra guerra y en muchos sitios bonitos, y que lo peor en todos los lugares son las personas. Sigue bailando como un poseído en medio de la plaza, echándose la siesta en cualquier sitio, soltando piropos a las mozas. A veces me da pena cuando está tan borracho y los chicos se burlan de él. Si me lo cruzo en los caminos me para y me cuenta que eras la chica más guapa del pueblo, pero también y, de forma un tanto macabra, me suelta que todavía sigues en el pueblo, que nunca te has marchado del todo. Tonterías del Chispa, ya sabes, pero como dicen, los niños y los borrachos nunca mienten.

Los estudios siguen bien, puedo presentarme a la escuela varios días a la semana. Te cuento que ahora las clases la imparte la hermana Candida, una monjita que ha venido del Auxilio Social. Que la Virgen me perdone, pero es la mujer más seca y arisca que he conocido. He oído que ni siquiera Pepín el Mulo se ha librado de sus castigos. Mismamente pareciera que desayuna pan con piedras. A las niñas nos trata incluso peor. Seguro que la hubieses odiado, no te hubiera gustado nada cómo habla de que la mujer tiene que servir en casa, respetar al marido, a Dios y al Caudillo.  Y que las únicas escrituras que nos deberíamos aprender de memoria son las de la Sagrada Biblia. No se parece en nada al maestro don Leandro, tan joven y tan repeinadito él, con ese bigote que parecía hecho con tiralíneas, tan señoritingo y tan atento que nos tenía a todas encantadas. Quedó también muy afectado cuando marchaste, me preguntó por ti, preguntó a padre y madre, a todos. Pero ya sabes que padre no le tragaba, no le gustaba que te quedaras a repasar lecciones con el maestro, que te contara cómo era la vida en la capital. Padre pensaba que te estaba metiendo muchos pájaros en la cabeza, que estaba mareando demasiado a una chiquilla de dieciséis años, que te quedaba aun mucho que trabajar en casa y en el campo. Aprender a llevar un hogar y buscar un marido. Algo de razón no le faltaba a padre, me lo tendrás que admitir. Según he oído, el maestro Leandro ya se gastaba una mala fama de contestatario, indisciplinado y rojazo. Yo estas cosas aun no las entiendo bien, pero vistas las discusiones que ha tenido con padre, no me extraña que le hayan cambiado de destino. Cada vez que se han cruzado en los caminos, padre le reprochaba las ideas que te metía para que te alejaras de nosotros; el maestro le respondía que algún día averiguaría qué había pasado realmente contigo y que se lo haría pagar. Pues al final me he enterado de que padre debió exigir al señor Ciriaco que le echara de la escuela y que no volviera a dar lecciones en los pueblos. No sé, no lo he vuelto a ver, y me hubiera gustado preguntarle si sabía algo de ti, si te recomendó a alguien para vivir en la capital. En fin, alguna vez me lo contarás. En casa se han conservado intactas todas tus cosas, tu ropa, tus diademas, pero los libros que te prestaba el maestro y tu cuartillas bien pronto los echó padre a la lumbre.

Pero lo peor de no tenerte aquí es lo solita que me siento sin ti. El miedo y la preocupación que me atenaza por cómo puedas estar y lo que te suceda en la capital. Es triste volver sola por la noche después de que el rebaño haya terminado de pastar, caerme por los riscos y volver a casa con moratones, arañarme con las zarzas, comerme pan duro, beber el agua fría de los caños deseando tomarme un caldo caliente con cebollas. No te puedes ni imaginar la de veces que se me ha cruzado por la mente la tarde aquella del Corpus en que nos perdimos por los prados. ¿Te acuerdas? Cómo se fue oscureciendo el día y vaya tormenta que nos atrapó. Apenas me podía sostener del frío y no teníamos nada que echarnos a la boca. Estaba más pálida que la leche y tú intentabas darme calor y consuelo. Al fin encontramos un refugio de pastores y al menos nos guarecimos del frío unas horitas. Me temblaban hasta los huesos y no podía dejar de llorar. No muy lejos aullaba una manada de lobos que ya habían destripado a algunos terneros en los prados. ¿Te acuerdas de lo que me contabas al oído? Me empezaste a hablar de fábulas y duendes, de reinos y brillantes tesoros. Esa historia de las Hadas de AzulLuna que al volar dejaban una estela añil, soplaban las nubes, pintaban el cielo de claro, y mecían a las niñas buenas en sus camas de lana. Tus historias me dieron algo de reposo y los aullidos ya no parecían tan agudos. No he dejado de pensar en esas haditas desde ese día. Muchas noches te daba la murga para que me contaras alguna historia nueva de su reino de magia, de princesas, y de héroes que hacían desaparecer a los brujos y a los lobos. Me dabas algo de coraje cuando me temblaban las piernecitas con el frio, y me advertías que entre la gente había lobos más peligrosos que los que te puedes topar en los bosques, más fieros y con el colmillo más afilado. No sé a qué te referías, pero cuando se me eriza la piel, pienso en ti y tus historias y me vuelve a venir el color a la carne. Era nuestro secretito. Qué imaginación tenías, tu voz me hacía más feliz que rezar cuatro padrenuestros, que Dios me perdone.

Como ves no ha cambiado mucho el panorama en el pueblo, pero quién me preocupa de verdad es nuestro padre. Pasa mucho tiempo en la taberna bebiendo y fumando solo y en silencio, y ya ni los compañeros de la partida de mus se juntan con él. Le acompañas y le ayudas en el campo pero es como si estuvieras junto a un espectro. Te debe de echar de menos a su modo. Un día, creyendo él que estaba solo, le seguí y me fijé que dejó unas margaritas sobre la laguna y me pareció verle llorar. Algún que otro día se lo he visto hacer. Pero no me atrevo ni a preguntarle por qué. Cuando hablo de ti se le tuerce el gesto, por eso no quiero trastornarle nada el pensamiento. La única que se atreve es la yaya, aunque yo creo que está perturbada por la edad. De repente, si estamos solas cosiendo, levanta la voz de forma inesperada y suelta: «¡Yo sí sé donde ha acabado mi nieta, a mi no me engaña nadie!» Madre la manda callar, pero la yaya sigue refunfuñando y pataleando hasta que la encierra en su cuarto. O cruza unas miradas con padre que son veneno destilado. Me pone muy triste. «¡No hay pozo lo bastante profundo para hacerme callar, a mi no me va a pasar como a la pobre Almudena!», gritó hace unos días. Todas estas cosas me ponen muy triste, chica. El humor está muy decaído en casa y cada gesto, cada palabra mal entonada duele o te carcome. Me faltan tus abrazos y tus risas. Y a padre también. Hace unos días llegó tarde de madrugada, tambaleándose, mareado, con mucho vino encima. Se acostó en mi camastro y me abrazó. No quise decirle nada por cómo pudiera reaccionar pero padre estaba como aturdido, sin noción de dónde estaba. Y empezó a acariciarme el pelo, a decirme que me quería mucho, que no me fuera nunca, que te echaba mucho de menos. Soltó unos lagrimones que me resbalaban por la nuca. Me apretaba fuerte y no dejaba de acariciarme. Se quedó dormido y no paraba de repetir tu nombre. Almudena, Almudena… como si el alma se le fuera por la boca.

Anda, hermanita, ¿por qué no te lo piensas y vuelves? El trabajo ya sabes que aquí es duro, pero no quiero ni imaginar lo que estarás pasando sola, forastera, sin nadie de la gente que te quiere cerca. Aquí tienes todo lo que necesitas. Una familia que te echa de menos. Una vida tranquila y honesta. Hace unos días fue la vendimia y don Ciriaco invitó a cordero. Me tocó un platito pequeño pero me supo a gloria. Mira, no fue mucho para las jornadas tan duras de trabajo que tuvimos, los muchachos le miraban mal y murmuraban, pero yo creo que hay que agradecer si te dan algo y no hacerle ascos a nada. Seguro que padre te perdona y te abrazará como si no hubiera pasado nada.

Venga, que te quiero volver a ver, que tu hermanita te sigue adorando y no puede pasar otro cumpleaños sin escuchar tu risa y tus historias. Que la gente en la capital no es de fiar, que cualquiera te puede meter un palo y engañarte. Esa vida no es para nosotras, es para lo señoritos y las damas de buena familia. Aquí tienes tu casa. Quizá por allí no haya lobos que aúllen por la noche pero seguro que las hadas no te arropan por la noche.

Tu hermana que te quiere,
María del Carmen.

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