Ir directamente al contenido de esta página

Mirages

por

I. Visitas y recuerdos

El doctor Steinberg miró discretamente al reloj de pared sobre la entrada de su consulta. Faltaban diez minutos para las ocho de la tarde y la señora Lakefield repetía con puntualidad, como si fuera un ritual, su hábito de encenderse el último cigarrillo de la visita y hablar de su difunto marido.

—Gregory, querido, ¿crees que Alvin aún me amaba?

La consulta de un psicólogo no es un salón de belleza, no siempre puedes decir al cliente lo que quiere escuchar. Esta era una de las normas más importantes de su oficio para el doctor Steinberg, sobre todo si alguien como su paciente, Margaret Lakefield, ha vivido y se ha relacionado muchos más años que él y era tan inteligente como pérfida, una fascinante señora que vestía sus canas y su viudedad con la elegancia de un halcón. Pero podría aprovechar algunos factores ambientales para que la respuesta fuese del todo convincente. Se levantó despacio de su silla mientras aspiraba el humo mezclado con el fuerte perfume de su paciente, se acercó a la ventana y abrió un poco las cortinillas para que entrase algo de luz y luego se aposentó de pie en la esquina de la mesa de trabajo.

—El señor Lakefield la amó y la amará en la otra vida, querida Marge, pero en sus últimos meses ya no le interesaba ni su poderoso negocio, ni la herencia que dejaría ni el amor de su esposa. Estaba enfermo, inválido y lo único que necesitaba entonces era a su enfermera limpiándole, alimentándole, cuidándole como una madre para volver a sentirse como un bebé recién nacido.

—Los loqueros siempre resolvéis todo con la regresión a la infancia —se levantó del diván y le dio un beso en la mejilla—. Eres un sol, Greg, te veré la semana que viene.

El doctor sostuvo el brazo de la satisfecha dama y la acompañó a la puerta, donde esperaban el final de la cita Tracy, la recepcionista, y Thomas, el chofer de la señora, charlando entre risas. Greg se despidió de la señora con un afectuoso saludo y volvió raudo a la mesa de su consulta a recoger sus cosas. Mientras hacía recuento de llaves, papeles, gafas, periódico y mechero escuchó voces a la salida. Alguien intercambiaba saludos y adulación con la señora Lakefield y a continuación abría la puerta de la oficina sin llamar. Saludó a la recepcionista y Tracy le dijo que las consultas del día se habían acabado, pero el sujeto, con rapidez y desparpajo le contestó: «solamente voy a molestar un momento a Greg, guapa». Era Stanley Hogan, una presencia extraña e inesperada.

—Greg, amigo, cuanto tiempo, ¿cómo te encuentras? —Stan hizo su entrada al despacho estrechando fuertemente la mano del doctor y exhibiendo una reluciente sonrisa. Greg, con aire distraído quería aparentar celeridad y prisas.

—Cansado, con el tiempo justo de llegar a casa y cenar. ¿Te puedo ayudar en algo, necesitas que te recete algún medicamento?

Hogan pertenecía, para el doctor, a otra época de su vida. Es uno de los agentes de Hollywood más inquietos, un clásico de fiestas, casas de juegos, negocios nocturnos y contratos firmados al borde de la histeria. Era parte de un mundo de caprichos lujosos, compañías de ensueño y descensos a la miseria. Un mundo en el que Greg era conocido como el psicólogo de las estrellas en la meca del cine de los años 30.

—Tranquilo, Greg, duermo bien, ejem, bueno, cuando mis ocupaciones me dejan. He venido a pedirte ayuda, quiero que des terapia a una de mis actrices.

—Hace tiempo que mi agenda no se pasea por vuestros estudios —contestó el doctor con desgana— y es algo que no añoro. La gente del cine ha terminado por agotarme, son casos perdidos y creo que es porque ningún actor quiere superar sus neuras, me parece que nunca he conseguido que ninguno de ellos se estabilizara o completara su terapia. No quiero que me traigas a más niñatos consentidos.

—Vaya, el joven se ha hecho mayor y se ha convertido en el psicólogo exclusivo de los clubes sociales de golf —replicó Stan con aire petulante—. Las grandes señoronas burguesas como aquella te deben pagar bien y aburrir aún más. Yo te traigo un auténtico caso. Y también pago bien.

—No me apetece Stan, dejé ese mundo atrás, arrinconado en el desván.

—Haz una excepción. Es una buena chica que creo que se ha metido en un problema gordo. Tiene que ver con la desaparición de ese director de cine, Ted Lawrence. En las últimas semanas mi actriz cambiaba continuamente de humor, tenía ansiedad y dormía mal. Tenía pánico a algo que no sabía qué era y me contaba pesadillas recurrentes sobre un altercado que terminaba mal. Una amiga suya le presentó a una mujer que hace shows de hipnotismo en el Majestic, fue un día a su casa y montaron una sesión que grabaron con un micrófono. Karen, mi actriz, empezó a recordar vagamente detalles de una fiesta en la que ese director debió acabar fulminado a tiros. Conscientemente dice no recordar nada pero ese tal Lawrence no aparece. Quiero que desenredes el lío que tiene en la cabeza, saber qué ha podido ver o escuchar, no quiero que alguien la pueda implicar en algo raro.

El doctor se sentó pensativo en la silla del despacho. Como médico, su conciencia le impedía rechazar a una persona que necesitase tratamiento. Stan sacó de su maletín la grabación en cinta magnética y se la dejó en la mesa junto con un talón. Había una cifra muy interesante de cuatro cifras.

—Voy a estudiar la propuesta —le devolvió el talón y sopesó la cinta—. Escucharé la grabación y te llamaré esta semana si puedo conseguirte un hueco.

—Te lo agradezco sinceramente. Verás que es una chica divertida y muy mona. Por cierto, te vendrá bien salir de tu retiro de ermitaño, eres joven, tienes poco más de cuarenta años, vuelves a ser soltero y conservas tu buen porte. Tengo estrenos a punto a los que quiero invitarte.

—De verdad, no me entusiasma ver películas. Sólo me reía con Groucho.

—Que pena das, si sigues así vas a acabar siendo el judío más rico y solitario de Hollywood.

—Creo que Samuel Goldwyn te diría lo contrario

—Ja ja ja, oye, ¿has vuelto a ver a Stella? He oído que va a rodar en Francia.

—Buenas noches, Stan, te llamaré —cortó secamente Greg.

Acompañó a Stan a la salida donde esperaba impaciente Tracy. Con la reunión se olvidó de indicarle que fuera a casa y para compensarla se ofreció a acercarla en coche. En el último momento, antes de salir por la puerta, el doctor decidió recoger de la mesa la grabación. «Por curiosidad», pensó.

II. La actriz

Con sueño y dolor de cabeza, el doctor se dirigió a la consulta la mañana siguiente. En el trayecto en coche pensó en la grabación de la sesión de hipnosis de Karen, la cual escuchó y estudió hasta bien entrada la noche. Era una sesión de regresión de la memoria y sugestión mental, no eran técnicas que encontrase del todo fiables, sobre todo si las había aplicado una artista de cabaret pero las reacciones de la actriz parecían auténticas y terribles. Su voz revivía el miedo de la escena que estaba intentando describir, los detalles eran difusos pero describían una fiesta, una discusión, un final con disparos y a ella gritando: «¡Teddieboy ha muerto!». Este era el apodo con el que sus íntimos conocían al director. Su tarea consistiría en descubrir si verdaderamente fingía. Llamó a Stan y éste le rogó que atendiera a su actriz ese mismo día pero no en la consulta sino en una cita en un restaurante que había reservado. Greg accedió y al final de la llamada, cuando acordaron los detalles, el agente aprovechó para pedirle una receta para comprar un narcótico. Al doctor ya le empezaba a cansar la actitud imprudente de Stan, por eso quería terminar con el caso de su actriz cuanto antes. Además, por su culpa, por el comentario que hizo sobre su exmujer Stella, durmió inquieto el poco tiempo que estuvo en la cama. Se casaron hace unos quince años, en la cima del éxito y popularidad él, aspirante a actriz ella, con un futuro incierto pero contando con una belleza clásica digna de escultura griega. Vivieron con pasión las noches en la cama y en los clubes de élite de Los Angeles. Después de unos años, ella quería caminar por la senda del triunfo y él por el de la tranquilidad profesional y conyugal. A las fiestas ya sólo acudía ella. Los cantos de sirena la hechizaron. Decidió dar el pasó él. A ella no le importó, ya era libre para iniciar el camino de la fama.

El resto de las sesiones de la mañana fueron rutinarias y al acabar subió al coche y se dirigió rápido a Hollywood Boulevard donde ocupó la mesa quince que les habían reservado en el Pavilion. Dos horas después los camareros ya le habían preguntado cinco veces si iba a pedir algún plato, se había bebido tres vasos de vino y había consultado innumerables veces el reloj. Tenía que llamar a Tracy para que indicara a la primera paciente que esperase y coger enseguida el coche si quería atender la primera consulta de la tarde, pero entonces entró en el salón Karen Desmoine. La actriz, de apariencia muy joven, de apenas 20 años era todo un reclamo para los ojos; muy alta, delgada, sin grandes curvas pero con un aire altivo y resuelto, vestía una ligera blusa blanca, falda ceñida hasta las rodillas y unos tacones mal encajados. Toda una típica starlette rubia y de tez blanquecina, que se dirigió con aire despreocupado a la mesa que ocupaba el doctor.

—Señorita Desmoine, soy el doctor Steinberg —saludó extendiendo la mano.

Karen se limitó a sonreír con desgana, oculta tras sus gafas de sol.

—¿Quiere consultar la carta?, el salmón es exquisito, con una salsa…

—No tengo hambre, ya he comido algo en el estudio, siento haberte hecho esperar, hahaha —cogió la botella de vino y vació lo que quedaba en su vaso.

Greg ya tenía el gesto torcido. Iba a llegar tarde a las consultas de la tarde, se iba a quedar sin comer, la chica parecía insoportable y su disculpa la había desperdiciado con una risita repelente. «Del reloj mejor olvidarse», pensó.

—No es el mejor lugar en el que he hecho una consulta pero por lo menos haremos una exploración de tus problemas. ¿Te encuentras bajo medicación?

—Sólo calmantes para los nervios y para dormir, nada extraño, seguro que también se los recetas a tu madre para el insomnio, ¿tienes fuego, guapo? —soltó con insolencia.

—Te tengo que preguntar por fiestas, por alcohol, por drogas.

—Mira, doctorcito, por las noches me divierto igual que cualquier hijo de vecino —respondió desafiante, prácticamente escupiendo al doctor el humo del cigarrillo—. Sé bien lo que hago, soy mayorcita. Si quieres te puedo invitar a salir a un club, no me había dicho Stanley que me iba a conseguir un médico tan apuesto, hahaha.

El resto de la charla continuó igual de frívola, entre respuestas vagas y risitas patéticas. El doctor no consiguió sacar nada en claro de la grabación y de la desaparición de ese director. Ella también estaba impaciente y terminó remitiéndose a la hipnotizadora, una tal Claudia Mirage, entregándole una invitación del Majestic. El tedio se interrumpió con la llegada de su novio. Se llamaba Blake Morris, era unos quince años mayor que ella y vestía con estilo descuidado, arrogante y hortera. La actriz le llamaba burlonamente gatito. El chico se mostraba distante y soberbio y metió prisa a la chica para largarse cuanto antes. Greg los acompañó a la salida y se quedó de pie, viendo como salían disparados en un Corvette enfilando la cuesta de la avenida, discutiendo de forma grotesca. Se merecían el uno al otro. Miró aterrado el reloj y pensó en Tracy. Porque le iba a matar en cuanto llegase a la consulta.

III. La musa del Majestic

Al final de las visitas del día, en su silencioso despacho se puso un tranquilo disco de jazz y se tumbó sobre el diván fumándose un relajante cigarrillo mientras miraba la invitación del Majestic. Lo recordaba como un sitio elegante y bullicioso en sus tiempos, cálido en invierno y desenfadado en verano. Si no acudía esa misma noche, la Mirage no tendría otro show hasta dentro de unos días por lo que el doctor echó una pequeña cabezada para despejarse y coger fuerzas para el final del día.

El Majestic, un emblema de los clubes de Venice, prácticamente no había cambiado ni su ambiente ni su clientela. Luz tenue, mesas pequeñas, barra de copas clásica, escenario grandioso, bebida de categoría y platos sublimes. Tras la cena, era obligado ver el espectáculo desde la barra con un bourbon de reserva y la compañía del resto de clientes. El anuncio del espectáculo de Mirage mezclaba exotismo y misterio, con espirales girando e iconografía de serpientes, la puesta en escena tenía un toque algo circense, como su protagonista. Claudia Mirage tenía algo cautivador, magnético, era una mujer madura pero imponente, sus ropajes de inspiración oriental vestían a una belleza morena, de rasgos afilados y curvas de infarto. Parte de su espectáculo incluía acrobacia y malabares y ya no era tan joven para moverse con agilidad pero lo suplía con encanto y clase. Empezó con una danza en el que daba vueltas con tanta rapidez y habilidad una sombrilla china que parecía que giraban alrededor de ella cuatro soles. Usó unos trucos mentales para adivinar cartas o datos que estuviesen pensando los espectadores. Siguió con otros trucos típicos aunque el último era verdaderamente sorprendente: subió a una mujer y le entregó un cuchillo para que intentase acertar al centro de la espiral que estaba a varios metros. En varios intentos ni siquiera acertó a dar a la circunferencia. Entonces, Claudia hipnotizó a la mujer para convencerla de que podía y debía acertar en el centro de la espiral, solamente con la imagen de la situación de la espiral en su cabeza. La mujer estaba en trance, Claudia le vendó los ojos y le entregó cinco cuchillos. Acertó en el centro uno detrás de otro. Como colofón, la artista se dirigió al público y jugó con ellos por última vez; hizo ver a todos que había centrado su atención únicamente en su figura durante la duración del espectáculo y no habían reparado en lo que tenían delante de sus ojos: por el suelo del Majestic, entre las mesas de los invitados, se habían movido durante el show las grandes boas amaestradas por la artista. Los clientes rieron sorprendidos después del primer susto y aplaudieron a la artista mientras las serpientes regresaban mansamente tras su dueña.

Greg tuvo que dar varias excusas tontas para poder acceder al camerino de Claudia. Al natural, sin el espectacular maquillaje se le notaban algo más los años pero la Mirage seguía conservando ese aire decidido y sensual de su personaje. Ahora vestía una bata y tenía su larga melena negra recogida.

—Soy el doctor Steinberg, le felicito por el espectáculo.

La mujer le invitó a entrar amablemente, le ofreció un cigarrillo y le señaló una botella abierta.

—Sírvase, me han comentado que tenía algo importante que contarme. Es raro ver a un psicólogo de prestigio por aquí. Le debo parecer una impostora.

—Sinceramente, el espectáculo no me ha defraudado, pero como profesional no puedo negar que sus técnicas de sugestión son cuanto menos discutibles.

—Bien, es cierto que algo de truco y engaño hay en cualquier espectáculo, pero algo es evidente, los psicólogos pretenden la transformación de la mente de sus pacientes pero con el hipnotismo lo que yo logro es una sustitución sutil de la voluntad, algo imperceptible. Se lo demostraré. Sin girarse y mirándome a los ojos, dígame ¿qué ponía en el cartel de la puerta de mi camerino?

—«John Sykes, Director Artístico del Majestic» —dijo tras pensar un rato—. No puede ser, en su camerino debería poner su nombre, —se giró y efectivamente, bajo una estrella estaba el nombre de Claudia Mirage.

—Le he hecho imaginarse algo diferente —contestó sonriendo la artista—. El whisky barato que se está sirviendo y que está en su línea de visión es de la marca John Sykes mientras que mi mano derecha que juguetea con mi pelo tiene justo detrás clavado un cartel en el que viene reflejado impreso nuestro director artístico. Con unos ligeros movimientos corporales he engañado completamente sus sentidos.

—Asombroso, aunque eso no demuestra nada —por dentro sin embargo sentía curiosa fascinación—. Sin embargo no la quería ver para un reto mental, necesito su ayuda en el caso de la sesión que realizó con Karen Desmoine.

Claudia puso un gesto más serio y tomó asiento. Le explicó las circunstancias en que realizaron la sesión e intercambiaron impresiones.

—Yo no te puedo asegurar que lo que ella haya visto o presenciado fuese verdad —afirmó Claudia— pero te puedo asegurar que la chica temblaba y tiritaba sin control cuando acabé de hipnotizarla, tenía miedo y se encogía como si estuviera en peligro. Te puedo decir que cuando acabamos apagué el micrófono, la abracé porque seguía llorando y mientras la sostenía, con la mente aún trastornada, Karen repetía para sí: «mi gatito, ¿por qué lo has hecho?» una y otra vez. No sé si inconscientemente se refería a alguien.

El doctor se sobresaltó con el último comentario de Claudia. Karen podría estar refiriéndose subconscientemente a su novio Blake. Agradeció a la artista su ayuda y se despidió con algo de inquietud de ella.

—Espero que nos volvamos a ver, doctor. La próxima vez quizá me engañe usted a mí —se despidió Claudia con su inconfundible y encantador estilo.

A pesar de ser tarde y llegar agotado a casa, Greg no durmió tampoco bien esa noche, estaba preocupado por la joven Karen. La mañana siguiente, con todo el sueño a cuestas, la rutina le parecía como una carrera de obstáculos. Durante el día estuvo llamando por teléfono al hotel en que se hospedaba Karen y le dejó varios mensajes. Pensó incluso en cancelar las consultas de la tarde e ir a visitarla. Por la tarde decidió que llamaría a Stan y le obligaría a que dieran aviso a la policía de todo el caso. Pero cuando ya caía la noche, tras la última sesión, Tracy le avisó de que había llegado una paciente sin cita previa. Era Karen Desmoine, apoyada en el marco de la puerta, con un impresionante vestido rojo, zapatos de aguja a juego y unas nuevas gafas de sol.

IV. «No podía dejarla sola»

La actriz acudió a la consulta pero no a recibir terapia sino a arrastrar al doctor con ella. Le convenció para que la acompañase a su hotel e intercambiar datos. El pobre doctor no discutió, no podía dejarla sola. Tracy ya le miraba con ojos de asesina por tener que encargarse de cerrar la consulta. Resultaba que el Corvette era de Karen. Subieron al coche y la joven condujo como una flecha hacia el Hotel Plaza. En la habitación, prácticamente Karen ya tenía su champán servido en cuanto abrió el minibar. El doctor intentó hablarle del caso, de su visita a Claudia, de la implicación de su novio. La actriz sólo quería poner música y bailar. Greg tenía que controlar la situación.

—Karen, no podemos seguir ocultando lo que pasa, alguien mató a Lawrence y pudo haber sido tu novio. Estás en peligro, pequeña.

—No temas, tonto. No te lo he contado pero Blake es el sobrino de Ted Lawrence y parece afectado desde que desapareció su tío. Pero Blake es un idiota, se las da de duro pero no creo que fuera capaz de matar a nadie.

Todo se estaba descontrolando. Karen parecía insegura y actuaba de forma errática. No sabía cuanto le estaba ocultando del caso. Era increíble pero, otra vez, un momento de confidencia con Karen iba a ser interrumpido por la misma persona. Su novio, Blake, forzó la puerta de la habitación y excitado como un tigre se dirigió con furia hacia Greg.

—Vaya con el buen doctor, veo que vas a seguir la terapia en la cama de mi chica —gritó mientras se abalanzaba sobre el sorprendido Greg quien no pudo esquivar los duros golpes del actor.

—Karen, nena, tenemos que largarnos de aquí. Han encontrado el cadáver de mi tío cerca de la bahía. Creo los polis van a por mí pero no me voy a dejar coger, no. Nena, quieren cargarme el muerto a mí pero no les será fácil, les voy a descubrir y a alguien me llevaré por delante.

El actor estaba drogado, nervioso y violentamente frenético, gritaba y empujaba a Karen que empezó a chillar nerviosa igual que en la grabación de su hipnosis. Greg estaba aturdido por los golpes, su cabeza sangraba y se arrastró lejos del alterado actor. Blake se entretuvo forcejeando con Karen y sacó una pistola para amenazarles.

—Doctor Steinberg, no se esconda, me va a contar para quien trabaja. Se lo sacaré de sus entrañas si hace falta —gritaba mientras miraba por la habitación buscando al doctor.

Greg se había logrado esconder detrás de la barra americana. Escuchó cómo amartillaba el revolver. Buscó algo que le sirviese entre las estanterías y encontró un estilete para picar hielos. Recordó el show de los cuchillos del Majestic. Cerró los ojos, se imaginó la situación y respiró hondo. Sólo tendría una oportunidad y en un rápido movimiento clavó el estilete en el pecho del actor. La sangre embadurnó el lujoso suelo de la habitación del Plaza.

La policía tardó una media hora en llegar al hotel. La pobre chiquilla aún temblaba y gemía como un recién nacido en los brazos de Greg cuando entraron en la habitación. Interrogaron principalmente al doctor y aclararon las dudas que tenían del caso. Le contaron a Greg que por la mañana encontraron el cadáver del director y que los impactos de bala coincidían con el calibre de una pistola que encontraron en casa de su sobrino. Greg les entregó como prueba la grabación de la hipnosis de Karen, corroboró las amenazas de Blake y se puso a disposición de las autoridades para testificar. Aún estaba impresionado y le temblaba todo el cuerpo. El inspector le dejó una gabardina para que entrase en calor. El doctor se retiró un momento al baño para despejarse. Allí, frente al espejo se dio cuenta de la imagen que reflejaba. La cara mal afeitada, un pitillo en la boca, una tirita en la frente y una vieja gabardina sobre los hombros. Se sintió fuerte y seguro. Sonrió divertido y se apuntó con la mano hacia el espejo formando una pistola con los dedos. Parecía un auténtico tipo duro de novela negra.

V. Desmontando el decorado

El fin de semana lo pasó aislado y tranquilo en su casa, huyendo de la agitación de la ciudad. El lunes retomó el trabajo con pereza y el martes ya estaba inquieto por conocer las últimas novedades del caso. Saber cómo se encontraba la pobre Karen, de qué rumores se había enterado Stan. También le tenía que contar el desenlace a Claudia. Casualmente, a media mañana, Tracy le acercó el correo en el que estaba depositado un sobre de la agencia de Stanley. Le apetecía hablar y citarse con las dos mujeres, con Karen y Claudia, pero no sabía si se decidiría a llamarlas y con ese anhelo soportó el resto de visitas. Tenía suerte, había dos cancelaciones que le dejarían la mañana libre. Cogió el teléfono y llamó al hotel de Karen mientras abría el sobre y sonreía victorioso contemplando el cheque de 5.397 dólares.

—Doctor Steinberg, ¿cómo se encuentra? Estaba preocupada por usted —contestó al otro lado de la línea la actriz.

La voz de la joven le parecía extrañamente seria y adulta, sin frescura.

—Más preocupado estaba yo, querida. Quería visitarte y ayudarte a superar el incidente de tu novio, pareces algo apagada.

—Tranquilo doctorcito, no hay nada que no pueda arreglar una buena fiesta, hahaha —de repente la infantil risita de Karen le parecía falsa y grotesca.

—Insisto en ayudarte, creo que unas sesiones de terapia podrían ser saludables —Greg hablaba algo dubitativo, le despistó la actitud de Karen y algo raro que estaba viendo en el cheque de Stan.

—Siento que no nos podamos ver Greg, pero es que voy a empezar un rodaje en Nueva York en unos días y tengo que preparar todas las maletas. Llámame si visitas Manhattan próximamente, muchos besos cariño.

Karen colgó sin tiempo para responder. Estaba algo afectado por la llamada, la joven no parecía la misma persona que había conocido. Algo no encajaba. Lo siguiente era el cheque, no era un documento de pago de la agencia de Stan sino que venía rubricado por tres firmas. La antefirma identificaba al desconocido pagador como Wallace, Mainley & Connors Productions. Comentó a Tracy que iba a hacer unos recados y se dirigió a una sucursal del Bank of America donde conocía al director. Su amigo Mike le despejó las dudas comentándole que el talón era válido pero le dio un sorprendente dato: el importe del cheque era el saldo exacto que ahora mismo tenía la cuenta. Como último favor, del archivo del banco le consiguió la dirección de esa empresa. Greg abandonó agradecido el banco pero sin cobrar el cheque y de nuevo cogió el coche esta vez hacia esa dirección en el centro de Los Angeles. Allí llegó hasta un edificio moderno de oficinas, de empresas mayoritariamente de actividad financiera. Los conserjes no tenían ninguna constancia de que esa productora trabajase en ese edificio y solamente un veterano operario de mantenimiento recordaba que era una empresa que rodaba en los estudios de Hollywood pero que hace muchos años abandonaron todo de repente. Ante la insistencia del doctor, uno de los directores del edificio le explicó que los responsables de la productora desaparecieron, posiblemente arruinados, y las siguientes empresas ocupantes tuvieron que desmantelar lo que habían abandonado en las oficinas. Le invitó a acompañarle a los sótanos del edificio para enseñarle documentación y material que perteneció a la productora y que mantenían almacenado a la espera de subastarlo o finalmente destruirlo. Las estanterías contenían abundantes carpetas con facturas, albaranes, contratos, expedientes, además de diverso material cinematográfico y de promoción de películas. Todo estaba penosamente abandonado y en estado lamentable sin embargo la última sección, quizá la más reciente, estaba algo mejor conservada y contenía un material curioso. Fotos, mapas, esculturas, decoración, trajes, maquetas… elementos todos de inspiración del antiguo Egipto. Decenas de bobinas apiladas con metros y metros de película parecían contener el último proyecto de la productora que debía ser un filme ambientado en esa época. Así lo corroboraban fotos desperdigadas del rodaje y lo que parecía el boceto de lo que iba a ser el cartel de la película en cuestión, llamada Tutankhamon. La imagen principal era la de un extravagante hombre confusamente disfrazado de egipcio y con la cara pintada de oro. El nombre de los participantes dejó al impactado doctor con la boca abierta. El actor protagonista de la imagen era Blake Morris. El director de la obra no podía ser otro que Ted Lawrence. Claudia Mirage era la pareja romántica del faraón.

Al Majestic llegó en otra frenética carrera con el coche. Claudia no estaba en el camerino pero iba a esperarla ya que era día de ensayo. Cuando apareció, el gesto en la cara de la mujer se le iba transformando a medida que reconocía la dureza de la mirada de Greg. Dentro del camerino, el doctor le enseñó el viejo cartel de la película.

—Deseo que algún día me perdones pero es que esperábamos que nunca conocieras lo que estaba detrás de todo esto —empezó a sincerarse Claudia con algo de nerviosismo—. Lo hice por ajustar cuentas con mi pasado.

—No lo entiendo, ¿qué pasado?, ¿qué hiciste?.

—Hipnoticé a Blake para que se sintiese partícipe en el asesinato de su tío. Pero no era culpable. Sin embargo, ambos bastardos se merecen lo que les ha pasado. Me hicieron pasar un infierno hace muchos años. Tengo mis remordimientos pero era algo que se debía hacer. Ya conoces a Stanley, el agente de Karen fue quien lo planeó todo.

Claudia empezó a llorar con rabia y Greg la abrazó para consolarla. Bajo sus exóticos tatuajes escondía cicatrices físicas y emocionales muy profundas. Como despedida, Greg le beso en la mano, en su extraño anillo en forma de serpiente.

—Me gustaría haber conocido a la auténtica mujer que se esconde en ti.

—Mi verdadero nombre es Jean Parker, y tú, Greg, te mereces lo mejor. Cuídate, cielo.

Caía la noche y volvía a toda pastilla a atravesar Los Angeles. Stanley estaría aún en su estudio, posiblemente teniendo una aventura con su secretaria. Cuando llegó, prácticamente espantó a la mujer con una fulminante mirada. Se dirigió furiosamente a Stan y le dio un tremendo puñetazo.

—¿Por que coño lo hiciste? Te voy a matar, me has implicado en la muerte de dos personas, ¿por qué coño lo hiciste, cabrón malnacido?

—Por una mierda de película.

VI. Los emperadores

Derrumbado en un sofá del estudio, el doctor Steinberg escuchaba las explicaciones de Stan. Iba a ser una larga noche.

—Todo empezó con un magnífico proyecto. Iba a ser la primera gran superproducción histórica y una pionera película a color. En el primer guión, preparado por escritores de primer nivel, se iba a llamar El imperio del desierto y desarrollaba una preciosa y ambiciosa historia sobre Egipto y sus dinastías. Iba a desplegar en tres horas una película que contendría toda la historia del imperio egipcio desde su nacimiento hasta su declive. Abarcaría todas las etapas más representativas y cada época la protagonizaría, consecutivamente un bebé, un niño, un adolescente, un adulto y hasta llegar al final con un anciano. Representaría el auge de la civilización y el progreso de un imperio. América se vería reflejada. Iba a representar, en fin, la vida. Los productores, Wallace, Mainley y Connors iban a hacer la producción más grandiosa conocida. Iban a ser los nuevos emperadores de Hollywood. Encargaron la dirección de la película a un nuevo genio pujante. A Ted Lawrence le dieron plenos poderes y los manejó a su antojo. Impuso los nombres del plantel técnico y del casting de actores. Rehizo el guión completamente y cambió la estructura de la historia e incluso el título. Ahora narraría la vida de Tutankhamon, sus amores, su auge, su caída. Un absurdo drama sin coherencia histórica ya que ese faraón apenas tuvo relevancia en la historia de Egipto, un disparate solamente para aprovechar la popularidad del descubrimiento de la tumba de Tutankhamon. Su sobrino, a quien entonces yo representaba, iba a ser el protagonista absoluto. Rechazó maquetas a escala y obligó a construir carísimos decorados a tamaño real en el desierto de Nevada. Los rodajes se hicieron largos y penosos, el dinero se derrochaba y el final se veía cada vez más lejos. La jodida película de la puta Scarlett O’Hara ya se nos había adelantado y el proyecto se iba yendo a pique. En el rodaje, Ted y Blake vivían como caprichosos príncipes. Juergas, borracheras y orgías eran más frecuentes que el trabajo. Tenían en nómina incluso a traficantes de heroína. A mi pobre Claudia, una inocente artista de circo con mucho potencial exótico la destruyeron. Blake la sedujo, lo cual significaba también ser parte de la corte del director. La vejaron, la hicieron adicta, la maltrataron. Los productores, ya arruinados acabaron con ese esperpento después de tres años. La cantidad de millones perdidos era imposible de calcular. La edición del delirante material rodado iba a ser una tarea titánica, los muy cerdos incluso grababan sus orgías. Finalmente, y debido a muchas presiones no estrenaron ni un fotograma en los cines. Estados Unidos iba a entrar en la guerra mundial y el público no podría aceptar aquel derroche grosero de dinero en una catastrófica bazofia. La vieja guardia de Hollywood apoyó en su caída a los tres productores, en parte también para salvaguardar la salud y prestigio de la industria. Ocultaron el asunto a los medios, financiaron las deudas de la producción y les dieron trabajo como ejecutivos. Claudia dejó el cine para siempre y desarrolló su espectáculo en clubes. Blake y Ted siguieron carreras modestas en el cine. Yo cambié mi agenda de representados casi desde cero.

»Hasta hace dos semanas nuestras vidas no se volvieron a encontrar. En una fiesta en la mansión de Long Beach de un importante productor judío de cine. Ya sabes de quién te hablo. Yo tenía que estar de niñera de Karen porque en la misma fiesta me enteré de que estaba saliendo con Blake Morris. Ambos estaban hasta arriba de champán y pastillas. Les saqué discretamente hasta la zona de la playa y empezamos a discutir. Para colmo, al rato se unió el hijoputa de Teddieboy. Me agarró y su sobrino empezó a pegarme. Adivina quienes me salvaron. Los viejos productores Wallace, Mainley y Connors también estaban invitados a la fiesta pero no soportaban tener que respirar el mismo aire que esos dos cabrones. Ted vio a los pobres ancianos y se burló de ellos. Uno no aguantó más la rabia contenida durante años, sacó un revolver y le descerrajó un tiro. Blake y Karen, aturdidos por las drogas se quedaron petrificados. Éramos los únicos testigos. Al poco, acudió el dueño de la mansión avisado por su seguridad privada. Decidió que no iba a delatar a los tres productores porque eran viejos amigos de la antigua guardia de la industria pero con la condición de que encontrasen la forma de ocultar el asesinato sin implicarle. Como podrás imaginar yo ideé el plan. Nos deshicimos del cadáver en la bahía. Dormimos a Blake y lo llevamos a casa de Claudia Mirage. Tardé en convencerla pero accedió a colaborar. Odiaba mucho a ese cabrón. Karen debía completar la mascarada de la grabación de la sesión de hipnotismo. Hizo una interpretación sublime, triunfará en Broadway, ya verás. Los personajes ya estaban dispuestos para la escena pero necesitaba a alguien que nos facilitase una coartada, que le diese un matiz de credibilidad a la representación. Te elegí a ti, Greg, porque eres un médico intachable y de prestigio. Te han pagado con el único dinero que les quedaba en la cuenta de su vieja productora tras la bancarrota.»

—No es posible —se lamentaba el doctor con gesto anonadado—. Millones derrochados en una película abandonada en un sótano, asesinatos impunes… sois gente sin escrúpulos, no es justo que esto termine así.

—Termina así Greg, no le des más vueltas. Cobra el cheque, cierra el círculo. La gente de la industria es muy poderosa. No sabes cuánto.

—De ninguna manera —sacó el cheque de su bolsillo, hizo una bola y se lo tiró a la cara a Stan—. No me voy a manchar con vuestra sangre, no voy a ser el cómplice idiota de vuestro juego. Odio a los actores, odio a la gente del cine, sois todos unos farsantes.

El abatido psicólogo atravesó con el coche las calles de Los Angeles acompañado por las centelleantes luces de la ciudad. Quería olvidar todo el asunto, toda esa colección de vidas desgarradas y segundas oportunidades desperdiciadas. El trayecto le parecía una metáfora de su vida: fugaces destellos que cuando se apagaban dejaban un inmenso vacío en su alma. Tomó la decisión de que no volvería a mezclarse en las vidas y las mentes de los habitantes de la ciudad, en poco tiempo se trasladaría a cualquier otro lugar. Adiós para siempre, tierra de sueños imposibles y miserias disfrazadas

¿Te ha gustado? ¡Compártelo! Facebook Twitter

¿Algún comentario?

* Los campos con un asterisco son necesarios