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Mater amantissima

por

Consulta del doctor Gálvez, psiquiatra.

Diez minutos después de mi llegada, una joven recepcionista me anuncia que el doctor ya puede recibirme. Salvo una mujer madura, con la mirada perdida en un vacío inabordable, no hay nadie más en la sala. Me levanto y me dirijo a la puerta del despacho. Golpeo apenas con los nudillos y espero.

—¡Adelante! —me ordena una voz levemente metálica.

El doctor Gálvez, un hombre de mediana edad, delgado y fibroso, con amplias entradas y voluminosas gafas de pasta, se encuentra en el momento de mi entrada revisando unos papeles. Un instante después levanta la vista y me mira sin mostrar especial curiosidad. Sus ojos son pequeños, grises, vivaces.

—¿Qué tal, cómo se encuentra? –exclama al tiempo que me tiende la mano.

—Muy bien, gracias.

—Espero que no se sienta molesto por haberle citado aquí sin informarle más detalladamente sobre el motivo de este encuentro. Se lo explicaré en pocas palabras. El doctor Crespo, después de estudiar su caso, solicitó, creo que con buen criterio, mi colaboración, dado que algunas características del problema que le aqueja podían salirse del ámbito de la medicina general y entrar en el campo más concreto de un especialista. Por favor, discúlpenos. Aunque en principio no hayamos sido especialmente considerados con usted, nuestro único deseo, le hablo en el nombre de su médico y en el mío propio, es ayudarle. Pero para que podamos hacerlo de la forma más eficaz necesitamos su colaboración. Tiene que confiar plenamente en nosotros y responder sin reservas a las preguntas que le haga. ¿Está dispuesto a ponerse en mis manos?

—Sí, doctor.

—Muy bien. En ese caso, tome asiento y procure relajarse. En primer lugar debe usted saber que no tiene nada grave, que lo que le ocurre es algo completamente normal; algo que, y esto es importante que lo tenga muy presente, nos puede suceder a todos en cualquier momento. Esa es la idea que continuamente trato de inculcarles a mis pacientes, dado que la palabras psiquiatra y psiquiatría siempre han sido vistas con cierta aprensión y, casi de manera exclusiva, asociadas a los trastornos de la mente. Le diré que esa es sólo una parte de nuestro trabajo. El cerebro es un gran misterio del que, desgraciadamente, sólo poseemos un conocimiento parcial. Una máquina maravillosa y compleja que lo gobierna todo, gracias a la cual hemos llegado a ser lo que somos. Pero esa complejidad lo hace ser también muy delicado, vulnerable, y como antes le indiqué, existen riesgos a los que todos estamos expuestos. Nuestra misión consiste en averiguar las causas de esos desajustes, o desequilibrios, y ponerles el remedio adecuado. Bien, no quiero cansarle con más preámbulos: reconstruyamos los hechos.

El doctor hojea una carpeta, demorando la mirada por unos folios manuscritos en tinta azul.

—En este informe que me remite el doctor Crespo se nos dice que tuvo usted algo parecido a una visión muy intensa y esa circunstancia hizo que dejara de inmediato el trabajo que en ese momento estaba realizando. Un trabajo, nos indica también, que requiere una buena dosis de atención y que había venido desarrollando con total solvencia a lo largo de los últimos veintidós años y para el que, subraya, está perfectamente cualificado. ¿Recuerda cómo fue?

—No, no recuerdo nada.

—¿Absolutamente nada?

—Así es.

—Bueno, ya lo hará. Poco a poco. En este informe se le describe como una persona equilibrada y responsable, además de meticulosa en su trabajo, razón por la cual su, digamos… abandono temporal de la realidad, dejó bastante perplejos a cuantos lo rodeaban. A las preguntas que a continuación le hicieron respondió como en un estado de trance, con frases entrecortadas y enigmáticas. El doctor Crespo transcribe algunas de esas respuestas: «Apareció una señora al fondo del pasillo, rodeada de nubes, encima de una pequeña esfera. Iba vestida con una túnica, bordada de estrellas, y un rico manto le cubría los hombros». Y luego añade más: «Una sonrisa iluminaba su rostro resplandeciente», «Era toda ella llena de gracia, magnificencia y esplendor».

—¿Eso dije?

—Sí; literalmente esas fueron sus palabras. ¿Por qué?

—Me resulta extraño.

—¿Qué le resulta extraño?

—Eso de la magnificencia y el esplendor. No me imagino hablando así.

—Sin embargo en ese momento sí lo hizo. ¿De verdad no recuerda nada?

—Nada.

—Esta bien, prosigamos. Después de aquello el doctor Crespo le hizo varias pruebas, análisis, radiografías y otras más específicas que pudieran descubrir algún tipo de lesión cerebral, dando todas ellas un resultado negativo. Así pues, descartada la posibilidad de un daño de esa naturaleza, mi colega dedujo que las causas de su conducta podrían obedecer a motivos más profundos, relacionados con la psique. Por eso está aquí.

—Entiendo.

—¿Había tenido antes alguna visión de este tipo, o ha vuelto a tenerlas? Piénselo bien antes de responderme.

—No, no…

—Esa señora a la que se refiere, ¿se dirigió a usted, le dijo algo?

—No.

—Dígame, ¿es usted un hombre religioso?

—No demasiado. ¿Por qué?

—La imagen que usted describe podría ser, casi con toda seguridad, la de la Virgen María. Se corresponde de manera bastante fiel con la iconografía cristiana, tan difundida y popular en Occidente gracias, principalmente, a los pintores del Renacimiento y del Barroco.

—¿Y eso tiene algún significado?

—Pudiera ser… la experiencia me ha enseñado que nunca se debe descartar nada —el doctor Gálvez hace una pequeña pausa mientras se ajusta las gafas—. Tengo delante un pequeño currículo suyo en el que se menciona que estudió usted en un colegio religioso… ¿es verdad?

—Sí, es cierto. Pero no sé que importancia puede tener algo así.

—Por favor, no cuestione mis preguntas ni adopte una actitud defensiva. Sólo procure contestar lo más espontáneamente que pueda, sin pensar demasiado las respuestas. Esté tranquilo; no es mi intención sacar a la luz secretos inconfesables, aunque eso sería bastante más saludable de lo que imagina. Pero me llama la atención que, habiendo recibido un tipo de formación en la que la religión ocuparía, como es lógico suponer, una parte importante de la misma, no se confiese usted una persona religiosa. No es lo más habitual. ¿Por qué? ¿Tuvo alguna experiencia negativa? ¿Algo que provocara su decepción o su rechazo?

—No sabría darle una razón en concreto. Fue un alejamiento que se produjo poco a poco; un día me di cuenta de que había demasiada distancia entre las enseñanzas que recibía y los hechos que presenciaba.

—Sí, desde luego… Además era usted un niño, un ser básicamente ingenuo, dispuesto a ver el mundo de una forma ideal. Nos ha pasado a todos. Pero a medida que crecemos esa imagen se va aproximando más a la realidad que nos rodea. A unos les cuesta un gran esfuerzo y a otros no tanto, según la capacidad de adaptación y el grado de sensibilidad que posean. No le negaré que éste me parece un interesante punto de partida, aunque por hoy vamos a dejarlo aquí. Éste sólo ha sido un primer contacto. Para conocernos mejor. Seguiremos la semana que viene con mayor profundidad. Venga a verme el martes, a la misma hora. ¿Qué tal duerme?

—No muy bien.

—¿Tiene pesadillas?

—No, no… sólo que me despierto muy a menudo.

—Algún sueño que recuerde.

—No, ninguno.

—Lástima; los sueños, a veces, nos proporcionan alguna pista… Bien, le voy a dar algo que le ayudará a descansar —abre un cajón y deposita una cajita sobre la mesa—. Tómese una de estas pastillas antes de irse a dormir. No tema, es un relajante completamente inofensivo. No tiene contraindicaciones ni crea dependencia alguna.

—Gracias doctor. ¿Puedo pedirle un favor?

—Desde luego. Dígame qué desea.

—Quiero volver a mi trabajo cuanto antes. No es una cuestión de dinero, no. Necesito estar activo; en toda mi vida no he hecho otra cosa que trabajar y no me acostumbro a tener tanto tiempo libre. Por favor, deme el alta.

—Mucho me temo que eso no es posible. Cuando menos de momento. Espero que entienda que antes debemos averiguar la causa de esa alucinación, por llamarla de algún modo, y sus posibles consecuencias. Puede que haya sido un episodio esporádico y no vuelva a repetirse, o el aviso de algo más importante. Pero queremos estar seguros —el doctor me mira durante unos momentos con sus ojos grises, ahora inesperadamente serenos, casi afables—. La empresa, sus compañeros, la sociedad, todos le necesitamos. Necesitamos que vuelva a ser el que era. Y lo conseguiremos, no le quepa la menor duda.

El doctor me tiende la mano. Nos despedimos.

—Ah, una cosa más, espere —me llama cuando estoy a punto de salir por la puerta del despacho—. Le voy a dar mi número de teléfono personal. Si necesita algo, o recuerda algún detalle más, por insignificante que le parezca, no dude en llamarme.

***

Linea 6 de Metro, entre las estaciones de Conde de Casals y la Avenida de América.

Le había mentido a sabiendas. Así, tal cual. Y no, no está bien mentir a los demás… mucho menos a las personas que, como el doctor, intentan ayudarnos. Podría ahora buscar atenuantes, argumentar en mi descargo que sólo le oculté ciertos detalles, pero ocultar también es mentir. Al igual que omitir, callar, negar las evidencias. ¡Claro que había tenido antes esas visiones! Fue precisamente aquí, entre estas mismas estaciones por las que ahora transito, cuando la señora se me apareció por primera vez. Lo recuerdo perfectamente, hasta en los más mínimos sus detalles. Surgió desde el fondo del vagón, custodiada por dos jóvenes de aspecto taciturno, iguales en porte y estatura, ataviados con unas largas túnicas de hilo crudo. Aparte de las frases que el doctor Gálvez leyó de mi declaración, no sé qué más pude decir cuando me interrogaron, pero tengo la certeza de que no los mencioné, de eso estoy seguro. No hubiese sido capaz. Porque desde el primer instante algo me alertó sobre su peligrosa naturaleza de mastines, implacables y justicieros, sobre la despiadada insensibilidad que revelaban aquellos ojos extramente fijos, inexpresivos, pétreos.

Me sorprendió que nadie reparase en tan singular cortejo, que nadie pareciese advertir su presencia. Pero mayor asombro aún me causó oír sonido de aquella voz, un susurro fino como el cristal, que parecía proceder de otra dimensión, a la vez muy próxima y lejana.

«No temas, hijo mío; sosiega tu espíritu. He venido a decirte que has sido señalado para realizar una importante misión, ya que has hallado gracia a mis ojos. Sé que vives de forma anónima y discreta, sin envidiar a los poderosos ni codiciar los bienes ajenos. A solas con tus dudas y esperanzas.» «¿Quién me habla y por qué nadie más que yo parece oírte?» «Sabes perfectamente quién soy. Estás perplejo y un poco asustado porque esto no se ajusta a la tradicional puesta en escena que conoces. No estoy sobre un roble o una encina, ni este lugar se parece a una cueva perdida en lo profundo del bosque. Pero, ¿de qué otro modo podría encontrarte en una época como ésta? Se han roto los sagrados vínculos con la naturaleza y ya nadie se acerca a ella como antes, pacientemente, con el oído presto a escuchar su voz. Sordos y ciegos ante sus maravillas, guiados por motivos más utilitarios y prosaicos, apenas unos pocos la transitan. Y tú no te encuentras precisamente entre ellos, hijo mío, eres tan urbano… En fin, no importa; ya ves que no tengo ningún reparo a mostrarme en otros ambientes.» «¿Qué quieres de mí?» «Muy pronto lo sabrás. Se acercan tiempos difíciles, terribles, y debes estar preparado. Es seguro que aparecerán falsos profetas y que el Mal empezará a extenderse por el mundo como nunca antes lo había hecho porque los hombres han endurecido su corazón y sólo viven para acumular dinero y poder. Ya no les queda ni un resto de generosidad, afecto o compasión. ¿Ves la cabeza de esta serpiente que aplasta mi pie? Aunque ahora está sujeta, no podré retenerla eternamente, hijo mío. Te necesitaré cuando escape y se oculte entre vosotros. Encontrar el lugar dónde se esconde y destruirla será tu misión.»

***

Martes. Consulta del doctor Gálvez, psiquiatra.

—¿Alguna novedad? ¿Ha vuelto a tener experiencias parecidas?

—No, nada en absoluto. Duermo mucho más, eso es todo.

—Muy bien. Hábleme ahora de su madre. ¿Vive aún?

—No, murió hace muchos años. ¿Qué quiere saber?

—Un poco de todo, cuál era su relación con ella, qué tal se llevaban. Si discutían a menudo.

—La verdad es que, a pesar del cariño que nos teníamos, no parábamos de discutir. Con bastante más frecuencia de la que me hubiese gustado.

—¿Por qué discutían?

—Por tonterías.

—¿Por qué dice que eran tonterías?

—Porque creo que no existían motivos suficientemente importantes para hacerlo. Las cosas que en ese tiempo nos enfrentaron me parecen, vistas ahora en la distancia, tan pequeñas, tan insignificantes…

—¿Recuerda alguna?

—Ninguna en especial. Verá doctor, más que un tema concreto, la razón de nuestros desencuentros habría que buscarla en la manera que teníamos de afrontar una conversación, cualquier conversación. Nunca conseguimos hacerlo de forma civilizada. Chocábamos continuamente, por la causa más absurda que pueda imaginarse.

—Ese reproche que lanza entiendo que va dirigido a los dos, a su madre y a usted.

—Sí, Por supuesto.

—¿Cómo era su madre?

—El recuerdo que conservo de ella es el de una persona de fuerte temperamento, dominante y autoritaria, tan segura de sí misma, de tener siempre la razón, que no admitía otras ideas que las suyas. Claro que yo tampoco facilitaba las cosas al negarme de plano a considerar sus opiniones, ni seguir otros caminos que los que mi voluntad determinaba en cada momento. Esa actitud desencadenaba sus reproches, que a menudo me acusara de desobediente y orgulloso… En el fondo tengo la sospecha de que nunca estuve a la altura de sus expectativas. No lo sé. También puede que por mi parte pecase de soberbia, de ser intransigente y egoísta, de no hacer el menor esfuerzo por acercar posturas, por tratar de entender las cosas que para ella eran importantes. Incluso que de forma no del todo consciente estuviese esperando la ocasión para mostrar mi rechazo. Todas esas circunstancias enturbiaron nuestra relación, propiciaron que fuésemos menos comunicativos, que no confiásemos lo suficiente el uno en el otro.

—Sin embargo usted no podía aceptar aquello con lo que no estuviera de acuerdo. No podía decir a todo que sí para que la relación con su madre fuese menos conflictiva. Todos tenemos nuestro carácter y la rebeldía que se desarrolla en la adolescencia tiene como objeto la propia autoafirmación. Es el momento de cuestionar la herencia de nuestros mayores, la tradición, los valores recibidos. Tal vez su madre hubiese llegado a ejercer un efecto castrador sobre su personalidad de no haber encontrado oposición por su parte. Existen cientos de ejemplos. En fin, lo que quiero decirle con esto es que era normal que discutieran, que tuvieran una visión diametralmente distinta del mundo. A veces los padres proyectamos en nuestros hijos todas aquellas metas y proyectos que no pudimos realizar. Por fortuna, con el paso del tiempo, las posturas se van acercando y todos acabamos reconciliándonos.

—Sí, doctor… sólo que yo no tuve la oportunidad de hacerlo porque su repentina muerte me lo impidió. Y lo más terrible es que no pude aliviar, siquiera un poco, su decepción y su tristeza, de la misma forma que no consigo apartar de mí este sentimiento de culpa y de vergüenza. ¿Se da cuenta de que ya nunca podré hacerlo?

***

Centro Azca, cerca de un aparcamiento subterráneo. Once de la noche.

Dos hombres conversan, momentos antes de despedirse.

—No sé cómo darte las gracias. Aunque fuimos compañeros de colegio, no esperaba una respuesta tan generosa por tu parte, que no dudaras en acogerme en tu casa cuando estaban a punto de atraparme. Más aún conociendo tu posición; te has arriesgado mucho. Sabes también como yo que para nosotros la vida no es un ejercicio fácil y que estas cosas sólo pasan en las películas. Gracias de nuevo, de verdad que no lo olvidaré.

—No tienes por qué dármelas. Estoy seguro que tú hubieras hecho lo mismo por mí. Sí, sí, no menees la cabeza de ese modo; lo sé. Bueno, lo más importante ahora es que recuerdes, punto por punto, lo que debes hacer. Tienes todo lo necesario: los billetes de avión, el pasaporte, una nueva identidad… Recuerda que el vuelo sale a las diez de la mañana y que una hora antes hay que estar en el aeropuerto, no vayas a dormirte. En la mesilla tienes un despertador, así que no pierdas tiempo. No te acompaño a casa. He pensado que será mejor que esta noche me vaya a dormir a un hotel. Por precaución. Quizás sea una paranoia mía, pero no descarto que me estén siguiendo a mí también desde hace algún tiempo. Adiós y buena suerte.

—Adiós amigo.

Los dos hombres se abrazan y a continuación se alejan en distintas direcciones. El que ha facilitado la fuga al antiguo compañero, se dirige a recoger su coche en un aparcamiento próximo.

«Pobre infeliz», piensa para sí. «A quién se le ocurre estafar a un capo tan poderoso como Chico Maroto y luego ir a contárselo a un compañero de la infancia. Como si la amistad fuese garantía de algo, como si, al margen de la pura ficción, existiese una cosa así. ¿No te das cuenta de lo que somos? Yo te lo diré: cazadores furtivos, solitarios que caminan por el filo de la navaja sin confiar en nadie. Pero no, tú jamás lo entenderás. Ya te pasaba en el colegio; siempre rodeado de aduladores y fracasados, con esa facilidad que tenías para llevarte todas las culpas, tanto propias como ajenas. Para colmo, nunca supiste elegir las compañías. Sin embargo esperaba que todo ese tiempo pasado a la sombra, huésped numerario de los más variopintos reformatorios y cárceles, todos esos años sobreviviendo en los bajos fondos, te hubieran enseñado algo. Pero no, qué va. En fin tú te lo has buscado. ¿No sabes que ese pasaporte falso, en el que has puesto tantas esperanzas, es como una marca que llevas escrita en la frente, la señal convenida que te pondrá en manos de tus perseguidores? Si, así es… y no creas que lo hago por hostilidad hacia ti, ni mucho menos; incluso estoy dispuesto a confesar que, a pesar de lo errático de tu trayectoria y de la manera en que has dilapidado tu talento, me caes bien. Sin duda alguna aún conservas parte de tu encanto personal. No obstante, los negocios son los negocios y entregarte es como si firmara un seguro de vida. No eres el único que ha tenido problemas con el gran hombre. Pero gracias a ti todo eso ha terminado. Hasta puede que reciba algún tipo de compensación por mis servicios.»

El hombre se acerca al lugar donde está aparcado su automóvil. Dos figuras están junto al vehículo, muy quietas. Inmediatamente su instinto le hace ponerse en guardia. Da unos pasos al frente, cada vez más inseguro.

—¿Qué demonios hacéis ahí parados junto a mi coche? ¿Quiénes sois? ¡Vamos, responded!

Las dos figuras permanecen en silencio, inalterables.

—Pero, ¿de qué coño vais disfrazados? ¿Quién os envía? —grita, tratando de encontrar en su aturdido cerebro, alguien con quien pudiera tener aún cuentas pendientes. ¿Chico Maroto? No, no, eso es imposible, mucho menos ahora, cuando sabe que va a entregarle su presa—. ¿No me oís? Ya… os ha comido la lengua el gato. Vaya, vaya, así que sois los gemelos muditos. Qué ricos —esboza una sonrisa nerviosa mientras se lleva la mano al pecho y desenfunda la pistola—. ¡Atrás! ¡Apartaros de mi camino o disparo! ¿No me creéis? ¡Atrás os digo!

***

Aparcamiento del Centro Azca. El inspector Bermúdez y su ayudante.

«No lo entiendo –murmura para sí el inspector, pasándose la mano por la barbilla. Tendido a sus pies yace un hombre y un par de metros más allá aparecen numerosos fragmentos de cristales, esparcidos por el suelo-. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué locura es ésta que va dejando un reguero de cadáveres por toda la ciudad?», se pregunta al asociar instantáneamente aquel asesinato con otros recientes, cuatro en total, cometidos en la últimas dos semanas. Crímenes arbitrarios, sin un móvil preciso, que reunían en una suerte de danza macabra a un viejo prestamista, un violador en libertad vigilada, un asiduo maltratador y un sicario, y sobre los que la prensa, siempre predispuesta a la especulación, ya había comenzado a tejer toda clase de teorías. Le preocupa el enrarecido aire de psicosis colectiva que se respira en el ambiente, el nerviosismo de sus superiores, la potencial atracción que estos sucesos puedan ejercer sobre otras mentes enfermas. Unos hechos que deterioran la convivencia y que a nadie dejan indiferente, como ha tenido ocasión de comprobar en carne propia, al ver aflorar a la superficie buena parte de sus contradicciones más íntimas. Porque si bien le repugna que alguien, usurpando el  uso legítimo de la fuerza reservado a los poderes del estado, se dedique a limpiar la ciudad de malhechores, eso no evita que experimente cierta sensación de alivio al pensar en las posibles víctimas, en los inocentes que han quedado a salvo de unos monstruos cuya siniestra presencia no volverá a perturbar el buen orden y la tranquilidad de las calles.

—No tiene sentido. El difunto disparó su arma contra alguien, pero el proyectil no encontró su objetivo y destrozó el cristal trasero del automóvil que estaba enfrente. La pregunta es, ¿cómo pudo errar un tiro a esa distancia, casi a quemarropa? Se supone que quien lleva una pistola es porque sabe usarla. Por cierto, ¿sabemos de quién se trata? Esa cara no me resulta del todo desconocida.

—No, aún no. Pero no tardaremos en averiguarlo.

***

Horas más tarde. El mismo escenario y los mismos actores.

—Bueno, señor Alonso Villalón, aquí se acabó tu carrera –el inspector deja escapar sus pensamientos en voz alta, al tiempo que contempla una silueta de tiza pintada en el suelo—. Siempre bordeando la ley, astuto como un zorro y escurridizo como una anguila. Hacía mucho que no sabía nada de ti, aunque eso no quería decir que no estuvieses metido en algún asunto turbio. La verdad es que nos diste bastantes quebraderos de cabeza por tu forma de guardarte las espaldas; ni una pista, ni un mal paso en falso… No puedes hacerte idea lo frustrante que resulta tener la convicción moral de que alguien es culpable de un delito y no poder demostrarlo. Claro que siempre tenías una coartada a mano, en eso eras un maestro. Pero mira, tal parece que tu buena suerte no ha logrado librarte de un final tan sórdido. ¿Qué dice el informe del forense, Mateos?

—Dice que recibió un golpe seco, brutal, de una precisión matemática, que le destrozó la base del cráneo. Lo curioso del caso es que no hay ningún rastro del arma homicida, ni marca alguna sobre la piel. Sólo una especie de quemadura de color rojizo en el cuello, con una curiosa forma alargada. Mire esta fotografía inspector, aquí está. ¿No le recuerda algo esa figura? A mí sí, aunque no consigo localizarla.

—Pues no, no me recuerda nada –responde el inspector—. Sin embargo mire ésta otra, Mateos. Mire esos ojos tan abiertos, esa mezcla de terror y de sorpresa que hay en ellos. ¿Qué fue lo que vio unos segundos antes de recibir el golpe mortal? ¿Puede usted imaginar qué pudo provocar esa mueca de espanto? En fin, no sé por qué pregunto esas cosas, nunca lo sabremos.

—¡Ya, está, ya lo tengo!

—¿Qué es lo que tiene?

—La forma de la quemadura. Es idéntica a las lenguas de fuego que aparecen en un cuadro del Greco, concretamente el que lleva el titulo de Pentecostés.

—¿Ah, si? ¿Cómo sabe eso, Mateos?

—Bueno inspector, antes de entrar en el cuerpo estuve estudiando Bellas Artes durante un par de años. Soy además un gran aficionado a la pintura.

El inspector examina el resto de fotografías y tras echar una mirada a su alrededor con gesto de hastío, exhala un profundo suspiro.

—No sé, Mateos; creo que te hubiera ido mucho mejor si hubieses seguido estudiando Bellas Artes.

***

Linea 6 de Metro, entre las estaciones de Méndez Álvaro y Diego de León.

Esta tarde me he dado una vuelta por la empresa, para ver cómo iban las cosas y saludar a los compañeros. Todos ellos se han mostrado muy amables conmigo, han destacado mi buen aspecto y no han cesado de preguntarme cuándo me incorporaré de nuevo al trabajo. Ah, eso me gustaría saber a mí también, cuándo… De cualquier forma no ha sido una visita muy larga y al despedirme han vuelto las demostraciones de afecto y los deseos de una pronta recuperación. Sí, a pesar de mis temores iniciales, reconozco que he pasado un rato agradable.

Después de mucho tiempo, escucho de repente el mismo rumor que precedió a las anteriores apariciones de la señora. Algo así como una ráfaga de viento muy fuerte. Vuelvo la cabeza ahí está, apenas a tres metros de mí. Lo primero que percibo es que algo ha cambiado, que ya no sonríe y que su aspecto general presenta un grave deterioro.

—¿Por qué, hijo mío? ¿Por qué te has olvidado de mí? –me pregunta con voz angustiada.

La contemplo con una mezcla de temor, vergüenza y lástima, todo a un tiempo. La túnica ajada, con numerosos desgarros, la tez muy pálida, los ojos llorosos. Aunque tal vez lo que más me impresione sea la esfera sobre la que aposenta sus pies, transformada en una roca vulgar, cubierta de líquenes, y en la que no hay rastro alguno de la serpiente.

—Sí, como ya en su día te anuncié, llegaría un momento en el que no podría retenerla. Ahora se halla entre vosotros, adoptando vuestro aspecto y vuestras costumbres. ¿Qué será de los hombres cuando el vicio, la envidia, la codicia, la traición y un sinfín de iniquidades acaben por dominar el mundo? ¿Dónde hallareis refugio? El Mal se ha introducido en vuestras casas sin que os dierais cuenta. Camina con vosotros, se sienta a vuestra mesa, os habla al oído. También a ti. ¿No te das cuenta? ¿No lo oyes? Fue él quien consiguió desplazarme, quien hizo que me olvidaras, que no pudiera volver a aparecer más en tus sueños.

Al quedarse en silencio dirijo la vista a sus guardianes y un escalofrío me recorre la espalda. También ellos han cambiado de manera alarmante. Su aspecto tiene algo definitivamente feroz y sus ojos no cesan de mirar a todas partes, lanzando destellos de pedernal.

—Tienes que encontrarla, hijo mío. Debes hacerlo antes de que sea demasiado tarde o no quedará nada valioso por lo que seguir viviendo. Ni la bondad, ni la belleza, ni el simple hecho de permanecer en paz con un mismo y sus semejantes. En esta lucha sin cuartel no habrá paz hasta que el Maligno sea derrotado para siempre. Y queda tanto por hacer… Por eso mira bien a tu alrededor, observa detenidamente, reflexiona. Así podrás descubrir al enemigo, ese lobo con piel de cordero que quiere separarte de mí. Recuerda que a pesar de que es artero y adopta cualquier forma, tú puedes desenmascararlo y acabar con él. Dime que lo harás.

—Sí, madre, lo haré.

—Si supieras la cantidad de veces te he llamado y no me oías, lo mucho que me hacía sufrir tu indiferencia…

—Sí, madre… he estado sordo a tus ruegos y a tus lágrimas, pero eso no volverá a suceder. A partir de ahora no sufrirás más, te lo prometo. Haré lo que tú quieras; no volveremos a discutir y nada podrá separarnos. Seré el hijo que siempre deseaste: dócil, amable, servicial. Ya lo verás; muy pronto conseguiré que te sientas orgullosa de mí.

***

Una cabina de teléfonos en un lugar indeterminado, próximo a la consulta del doctor Gálvez.

Son las siete menos diez. Dentro de muy poco la recepcionista terminará su jornada y el doctor se quedará un tiempo en la consulta, terminando de pasar las últimas anotaciones a sus fichas. Es el momento de ponerme en marcha.

Marco el número de teléfono y espero.

—Doctor, he recordado un detalle importante que puede interesarle. Oh, discúlpeme, no le he dicho quién soy.

—Sí, exactamente; me alegra que me recuerde. Como le decía he empezado a recodar cosas.

—No, no puedo esperar hasta el martes. Temo que para ese día haya olvidado algo.

—Sí, no se preocupe, ya me tranquilizo… Pero si usted supiera la necesidad que tengo de verle ahora, cuando por fin parece que empiezan a disiparse las nubes de mi cabeza, lo reconfortante que para mi sería hablar con usted. ¿No podría hacer una excepción y recibirme? Apenas le robaré tiempo. En treinta minutos, como mucho, puedo estar ahí.

—Muchas gracias doctor. Ahora mismo me pongo en camino.

Cuelgo el auricular.

Desde esta esquina no tendré la menor dificultad en localizar a la joven ayudante del doctor Gálvez cuando salga del portal. Aguardaré unos minutos más y luego me dirigiré a la consulta. Subiré hasta el cuarto piso y una vez allí pulsaré el timbre. Él me abrirá la puerta y yo le estrecharé la mano, como en ocasiones anteriores. Todo tan normal que no sospechará nada. Sé que en un momento determinado llegará mi oportunidad, que en cualquier instante girará unos grados sobre sí, ofreciéndome el ángulo perfecto.

Acaricio la maza de hierro oculta en uno de los fondos de mi abrigo y respiro profundamente.

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