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Más lejos y más abajo

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Quién no quiso alguna vez dejar de lado todo por un momento, convertirse en aventura y tomar las riendas de un caballo, como los cowboys de la infancia, con el propósito de no detenerse hasta recorrer miles de kilómetros. Estos kilómetros no son meras unidades sino cardonales, desiertos, llanuras, cañadones, banquinas, montes, pero también costumbres, historias, vidas, pueblos, dramas, celebraciones y tú.

I. El antes

El tiempo de las ansiedades y los miedos. La etapa en la que se canalizan todos los sueños, las aspiraciones y proyectos, también las fantasías. Es el instante de la duda.

Tres mil kilómetros a caballo en busca de la Ciudadela de la Tierra sin Mal. ¿Cómo viajar a caballo a fines del siglo XX en un mundo completamente alambrado? Sentía aquel viaje como un fuego que prendía y arrasaba la tierra desconocida de las deudas, de los deseo, de las penas.

Tiborian Yamin, Tibor, padre ausente, consagró de forma imperativa su vida profesional, y luego el conjunto de toda su vida, a viajar a territorios en donde «la gente, siempre, no era yo». Tibor, ilustre expedicionario, me decía: «Allí, donde terminan los caminos, sendas y rastros conocidos; donde la palabra muere para dar cabida al susurro de las selvas y las tierras; donde los horizontes se esfuman, sin que nadie sepa cómo ni por qué, allí están los límites del país que se llama Aventura».

¿Es posible decir todavía eso? Hoy, en un mundo aparentemente explorado y explicado, es mucho más sencillo convocar al exotismo y a la aventura con una cámara digital y cheques de viaje. Es cierto que este viaje se realizó en una época no lejana, donde las condiciones de riesgo son menores. Pero para el viaje que se desvía de las coordenadas habituales del turismo, el peligro es el peaje que hay que pagar para descubrir de primera mano un paisaje, una voz o un rostro inédito.

Antes de los viajeros estuvieron los exploradores; y antes del camino, el sendero. Tibor mantenía que era posible emprender un itinerario como viajero y terminarlo como explorador si el mapa se te agota, si te sales de él, si pierdes el norte, si abres la mirada y el cuerpo a un futuro azaroso, en el que todo puede suceder.

Tibor cabalgaría a mi lado, dentro de las alforjas. La labor de Tibor consistió en dibujarme el camino, una geografía de espacios oblicuos y rectos trazados bajo la embriaguez de lo que él llamaba «el Gran Espíritu Aventura»; aunque luego la tormenta lo arrase y borre todo.

El equipaje se llenó de despropósitos y de otras muchas más palabras que empiezan por «des»: deshabitado y desolado, destierro y desapego, desamparo y desasosiego; y, al acomodar estas dos últimas, solté amarras como lo haría un barco. Y ahora surco sendas y selvas.

Cuando salí tenía un entorno conocido, un lugar en el que te sientes segura, te mueves como pez en el agua. La ciudad tiene sus códigos y no se tiene más que andar, llamar al ascensor o coger el autobús para sentir la distancia social callejera, la vida conocida.

En la avioneta ni pensé, sólo me quedé mirando por la pequeña ventanilla el relieve y las nubes. Bajé en el diminuto aeródromo de La Convención con un viento atroz, sujetando el sombrero de Tibor que jamás me había puesto; tampoco conocía su utilidad.

Me trasladé a Vilcabamba para recoger las monturas acordadas, un caballo criollo y otro de paso peruano. Los Andes aparecen por primera vez como una hilera de cumbres dentadas preparadas para masticarte. Ya en el campamento, empecé a sentirme en falta; no entendía una frase completa, como si la gente estuviese hablando en otro idioma. Sabía que debía observar, ser prudente. Tanto espacio y tan poco diálogo empezaron a asustarme. En estos días de preparación llegué a la conclusión de que sólo jugando a cartas y tomando infusiones de café me sentía normal; eran los únicos códigos que conocía, el resto era de una crudeza sin límites. España ofrece vínculos sobre el origen y la identidad. Pero el recorrido es ciego y a veces se torna impenetrable.

Dispuesta a enfrentar mi perfecta ignorancia contra la sabiduría natural; a ganar el combate a la descompostura del cuerpo quebrantado, del cuerpo que se obstina en mantener la costumbre de usar sábana, de comer en mesa, de pedir un café, de usar el váter… Aparecieron los problemas de cada día, se me desataban los caballos, se me corría la montura, me dolía el cuerpo y sólo veía unas ancas enormes caminar como seres de patadas en potencia.

Buscaba comunicarme con esos bellos animales, quería relacionarme con quinientos kilos de músculos y tendones paranoides, no sabía qué era lo efectivo en ese trato. El tiempo fue el único aliado, además del camino, que de extenso amansa a los animales y los vuelca en el jinete cuando le sabe perdido.

Supe que un caballo tiene «querencia», que así se llama al apego por su tierra, la que él conoce, en la que se crió; que al salir de la querencia el animal se da cuenta y es entonces cuando te empieza a respetar. Supe que la dependencia por la comida y la sed también lo acercan a una; que si se tiene agua cada vez que él la desea se puede empezar también a conquistar su confianza. ¿Y para qué? para facilitarlo todo, para poder montarlo y ver el camino sobre el lomo de un animal que te reconoce.

Empecé a desenquistarme de lo urbano; un parloteo mental compulsivo me impedía respirar hondo y ver con calma un cielo extremadamente estrellado y un paisaje extremadamente ancho. Veía matar y descuartizar los animales con más pánico que interés y luego comía reviviendo la sangre y los gritos. Nunca había matado para comer, y menos había visto hacerlo a diario. Cuando el agua se empezó a congelar en las casas, en los charcos y en mi nariz, supe que había vivido en otro mundo.

Me fui indigenando en una cultura de sentencias, de saber concentrado, en donde se dice que siempre hay que caer parado o que el destino es el camino, y donde impera un clima de inquisición ante la duda… Me metí en ese mundo para poner mi cuerpo a prueba.

Nunca tuve la ilusión, al contrario que Tibor, de que la vida es más o menos verdadera según el grado de contacto con lo natural. Así que no llegué allí, como podría suponerse, a realizar el sueño mítico de una vida primitiva, sino a hacer muchas vidas, todas originales y falsas a la vez, pero sobre todo a hacer la vida de Tibor, el camino de Tibor, la expedición y búsqueda de su ciudad, de su mito.

En el fondo me seducía la contradicción, cada vez que pensaba que no debía estar allí, me proponía continuar, desobedecerme: no saber por qué hacia las cosas pero seguir haciéndolas, no buscar el sentido sino tratar de esquivarlo y, en circunstancias desfavorables, frío, lluvias, dolor, por ejemplo, afrontarlas por inevitables.

No me gusta hablar de «lo verdadero», porque yo no sé qué es verdadero, sólo que el indio es un gran tipo que no se preocupa por esas locuras de la ciudad, aunque lleve una camiseta Nike y como alforjas una bolsa gastada de Adidas. Destacamento humano que pretende generar seguridad levantando casas de barro y paja; chozas a las que llaman comunidades y que más parecen máculas raquíticas que refugios seguros.

Sentí al indio cerca cuando, lleno de costumbres antiguas, me enseñaba cosas que yo necesitaba aprender quitándome la ignorancia a golpe de voluntad y machete. Porque el indio no deja ver las debilidades de la reflexión. Sin embargo, algunas veces, por la  noche, tomando aguardiente, sus confesiones eran como un contraste; lo que sí me sorprendió fue su facilidad para llorar, sobre todo porque el indio es alguien a quien siempre le dijeron que los hombres no lloran. Exhibe fortaleza y termina siendo frágil entre lágrimas. En general esto sucede en las despedidas después de mucho pisco.

Los padecí y los quise, como a las familias. Traté de comprender sus entierros, su madrugar, su habilidad para hacer fuegos que duraban toda una noche o afilar los cuchillos y probarlos en el callo del dedo. Algo me cautivó de estos hombres, sus dioses de la tierra y el aguardiente volcado antes de beber. De su vida, prescindí de sus certezas redondas sin salida y me terminé encontrando con ellos en los detalles de un saber que sólo la experiencia con la naturaleza da, cuando hay que vivir en ella y arreglárselas. Por eso me emocionaban sus palabras, su conocer las plantas, los animales, el saber herrar, ahumar, saber los vientos y entender cada helada y cada banco de niebla.

Requiero que esta tierra se me convierta en un deseo, en un origen, en un renacimiento, en una raza tribal hermana, en una frontera que franquée de la sombra, a la luz… Requiero, en fin, comprender, conocer, encontrarme con la posibilidad.

Me fui. Partí del campamento. Ya no más yesqueros ni carne y pan duro colgando de mi montura. Me quedo con el recuerdo de aquel pastor solo, escuchando una radio atada con cuerdas, con su mundo de luna y lana.

II. El durante

Es el hambre, el frío, el calor y la humedad, la falta de higiene. La soledad. Es ahí cuando advertimos que lo exótico siempre esconde a un hombre en camiseta que te saluda.

Cuando aprendí todo acerca del frío, vino el calor. Cuando me adapté y reaprendí sobre el desierto y la selva me metí en el litoral; de él me enamoré y, cuando más lo amaba, tuve que irme otra vez. Cuando me resigné, apareció un dios terreno llamado Cusco. Me deslumbré en la antigua Amarumayo, Madre de Dios, en su luz me quedé y me quemé, pero terminó sin explicación en una selva, su geografía quedó atrás y entré en Ucayali. Y en Ucayali, te cambia la vida.

En Amarumayo llorar es un rito solitario, chorrear de lágrimas sin poder contarlo, porque siempre hay un deseo proscrito. Amarumayo es un río enorme de hombres y mujeres que ya no cantan ni sueñan, es oro verde, yerba verde hasta en los dedos de los pies, caballos verdes de polvo de yerba caminando lentos. Desconfianza en el estómago, miel, lagartos de arcilla y niños tuertos.

Amarumayo es una mujer adolescente amamantando al sol un bebé y después andar con la camisa abierta, los pechos a la luz entre los árboles, por el monte, junto al chamizo, por si el niño quiere más. Amarumayo es un hombre recostado de cuerpo selvático y pensativo, que no vio ni verá la nieve y le da igual. Tierra de la que sólo se dice «es todo monte». ¡Y vaya que si! No se equivocan.

Cusco es como una isla. Como si tuvieran su propia religión, otro mundo, y tú entras. Estás en Cusco. Es otra cosa, ahí no vayas alardeando de quién eres o qué tienes porque no vas a conmover a nadie. Estás en Cusco, una isla de hermanos, y al llegar sientes que los tuvieras que encontrar y besar y abrazar. Pero ojo, hay sitios del alma cusqueña en los que no se puede entrar, estás en Cusco, en la provincia de los caudillos asesinados.

Allí una también muere, pero porque quiere. Más bien es una voluntad de enterrarse para ver cómo crece la raíz del pomelo rosado. Qué lugar para llorar y que no te escuchen.

Ucayali es otra isla. Isla que tuerce los destinos. La gente anda con su otro dios en el poncho. En Ucayali algo te va a pasar, inevitable, como la muerte. Una isla de tejas rojas, donde no amanece. Ucayali es toda anochecer, crepúsculo y viento. Se sale con otra cara de ella, no tiene retorno esta provincia. Ucayali es un estrellado agujero de locura. Nunca viene. Ucayali va y una va con ella. Ucayali es vaivén sin vértigo; punto fatídico porque una no está preparada para ese respirar profundo de allí, que es como mareo, pero a la vez no.

Ucayali es muerte, es venganza porque te roba la vida. Vienes de joven con los huesos fuertes y te vas agachada con leña en las manos y el caminar doblado. Ucayali te espera; meses, años, no tiene prisa. A Ucayali hay que beberla, involucrarse en las procesiones con vírgenes de otro cielo. Y ser muy justo con el nombre que se le pone a los perros.

Éste es el escenario del mito, niebla, selva, pantanos y meandros. Aislamiento y lejanía; amenazas impensadas nacidas de la planificación errática de un entorno salvajemente natural. Precipicios que caen desde y hacia matorrales exuberantes, escondiendo miles de secretos inconfesables. Barro en el que te hundes hasta la boca. Un beso profundo de animales, víboras, insectos, aves.

Distancias, dilatación geográfica. Espesura, sombras, humedad y falta de perspectiva. La única fuerza es la del caballo que abre senderos, reduciendo muros de hojas y ramas. Y, a cada paso, la incertidumbre y el replanteo de estar haciendo lo correcto. Al mismo tiempo, adrenalina y el potencial descubrimiento de algo que nadie ha visto en siglos.

Éste es el argumento del mito, de la leyenda de la Ciudadela de la Tierra sin Mal, al borde de la selva alta. Los lugareños la han cubierto de riquezas, de celosos indígenas protectores, de alimañas que impiden el acceso a sus ruinas, e incluso de incas eternos que se han mantenido invictos de la influencia occidental, conservando sus antiguas costumbres.

«El Inca regresará», dicen. Nunca se fue. Permanece en la Ciudadela, armándose, preparándose para asestar el golpe de gracia a los intrusos y les rescate de las penurias y les devuelva la esperanza de tener un reino propio, una dignidad reedificada, una identidad sin contaminantes… La Ciudadela es y fue resistencia, sigue tentando al futuro con el corazón. La Ciudadela es esperanza; por más que los científicos e intelectuales sigan negando al indio un horizonte propio, definiendo al legendario emplazamiento como el delirio de un pueblo frustrado.

Éste es el fruto del mito, la búsqueda infatigable, de lo que muchos creen es una quimera. Más lejos y más abajo. Una jornada más y allí puede que se encuentre… El impulso hacia delante que renueva el espíritu dentro del cuerpo agotado; la expedición que vence las trabas de la mediocridad, exalta el sueño y da sentido al día… al agotamiento, a los árboles, a las razones para quedarme o desistir, para aguantar una jornada más en el infierno o en la luz.

No hay viajeros a la Ciudadela, sólo exploradores y aventureros. La Ciudadela exige exploración. Su búsqueda se opone a la rutina, genera inseguridad, ansiedad, riesgo, imprudencia y sobre todo libertad. Y cuando la presencia del explorador proyecta su sombra sobre la tierra, ésta existirá, porque alcanzarla significa hurgar en una tierra que parece recién nacida, aunque no lo sea. Y sí, podemos encontrarla y arder en la gloria.

III. El después

La aventura convertida en recuerdo, en discurso, construye un mundo personal con deseos y quimeras, que contrasta con la cruda realidad del mundo injusto, criminal, intolerante y estúpido.

Voy de costado como los cangrejos. Después de estos siete meses de centauro, estoy de pie. Estoy de pie y me ahogo. A veces siento que la acera me toca la barbilla de tan bajo, y ya no sé medir la estatura de mi cuerpo, siento un cogote caliente entre mis piernas. La vida no me dejó, me dejó el caballo, las riendas. Mi cuerpo tenía otro cuerpo bajo el mío, de media tonelada. A ver si lo entiendes: podía correr a sesenta kilómetros por hora sin moverme y elevarme sobre el horizonte casi tres metros. Tenía una nave de cuero, una tonelada a favor del pensamiento, ocho horas diarias de reflexión obligada; y cada día buscar el agua, la sombra, dormir en el suelo. Ahora me acomodo en este presente reducido, ya no tengo cuatro orejas y los oídos me zumban.

Un viaje en solitario sin porteadores ni niñeras. He podido contarlo a pesar de las colitis, los bandidos y los huesos rotos. Mantuve diálogos con estalactitas que medían cuatro metros, porque no tenía con quién hablar. Por eso ahora a veces siento que me hundo en un espacio cerrado y no tiene remedio. Ahora sólo veo agua en vasos. Me desespero, me violento, la cabeza hueca en el rincón de mi casa, y en vez de ver un perro muerto sobre el camino, veo perros vivos caminando sobre un camino muerto.

Fueron días de luz a la grupa de unos caballos y, por la noche, la ansiada oscuridad como una bendición. Siento un dolor imposible de explicar, ahora, cuando de noche hay luz artificial y noto el espanto. Una vez se experimenta la dimensión del tiempo perdido, es imposible volver a ver el mundo de la misma forma.

No lloro caballos, ni vida nómada. Entro de nuevo en las cafeterías, en las tiendas y todos están parloteando, no puedo permanecer más que un rato. Quedé afuera. De tanto cielo me quedé afuera. Y siento selvas debajo de mis pies. Me fui del viaje. Cierro los ojos con la sensación de los pies descalzos contra las costillas del caballo. La sombra está en todos lados, no sé qué hacer con tanta sombra colectiva. Veo mis riendas tan gastadas que me da euforia de crines ausentes, de un temblor de relincho en las rodillas. Ni siquiera el sombrero negro me corresponde. Y ando así, de cabeza, ya sin viaje, ya sin Tibor.

Ahora, detrás, el sol está muriendo en su perfección matemática de crepúsculos. Lo veo reflejado en las agua del río Tahuantisuyo. Un fulgor inflama de llamaradas dulces las paredes rocosas del Viracocha. El ocaso ocurre a mi espalda, delante el baile de sombras y reflejos rosados en los muros de la Ciudadela. Tal vez es mentira este atardecer, pero es el embuste más bello que puedo sentir. Me duelen las piernas de no caminar, los ojos de no ver, las manos de no atar. No sé ya cómo vivir.

***

Notas para el viaje

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