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Más allá de la sospecha

por

Después de darle muchas vueltas, decidí aceptar la generosa oferta de mi antiguo compañero y amigo Mathew Maclean de pasar unos días en sus posesiones de Escocia, aprovechando un pequeño permiso estival.

No era la primera vez que me hacía semejante ofrecimiento y si hasta entonces mis respuestas habían sido cortésmente evasivas, ahora entendí que no podía seguir aplazando indefinidamente la cuestión y que había llegado el momento de resolverla de una forma definitiva. Así pues, cuando volvió a proponerme la visita, ya no tuve el valor de rechazarla considerando, entre otras cosas, que una nueva negativa podía llegar a herir sus sentimientos. Y eso era algo que deseaba evitar a toda costa y que el bueno de Mathew, aunque sólo fuera por corresponder a las numerosas muestras de afecto recibidas, no se merecía.

Es posible que mis palabras puedan transmitir la sensación de haber accedido a visitar la tierra de sus ancestros obligado por un sentimiento que oscilaba entre la cortesía y el agradecimiento. Eso no es así, al menos no del todo. Si hasta la fecha no le había dado una respuesta afirmativa, las causas había que buscarlas en mi proverbial aversión a los cambios, a alterar el curso de una vida programada hasta el último detalle, gracias a lo cual, en la cima de mis treinta y dos años cumplidos, me había consagrado como uno de los especímenes más previsibles y aburridos de toda Europa occidental. Sí, amigos míos, yo era —y puede que aún lo sea, no me atrevo a asegurar nada— de esas personas que necesitan conocer en todo momento el terreno que pisan y que evitan las sorpresas y las incertidumbres, seres a quienes les desagrada verse expuestos a la intemperie, a cualquier contingencia, ya sea física, intelectual o emocional, y cuyo afán de aventuras se ve plenamente satisfecho con la contemplación de los documentales televisivos de La 2. Por tanto, mis reparos al viaje se debían, más que a otra cosa, al temor de verme desbordado por lo desconocido, a no saber cómo desenvolverme dentro del círculo de sus familiares y amigos, y a una serie de prejuicios que sería un tanto tedioso detallar aquí. ¿Debería mostrarme permanentemente sorprendido? ¿Qué límites sería conveniente no traspasar? ¿Cuántas preguntas podía formular sin resultar pesado o indiscreto? Curiosamente, y a pesar de lo diferentes que éramos, esas cuestiones nunca fueron un obstáculo en mis relaciones con Mathew, a quien, desde el primer instante, me unió una cálida corriente de simpatía. Cómo pudo prosperar nuestra amistad es una suerte de misterio al que todavía no he conseguido encontrar respuesta, más allá del principio de complementariedad o de aquellas leyes de la física que nos informan sobre la consabida atracción de los polos opuestos.

Pero sí, confieso que me intimidaba el entorno. Mathew pertenecía a una antigua familia de la aristocracia escocesa venida a menos, una rama de aquellos Maclean que tuvieron un papel destacado en épocas pasadas y al que diversas circunstancias adversas sumieron en una lenta decadencia. No obstante, tal era el deseo de mi amigo por mostrarme los emblemáticos lugares donde habían transcurridos sus primeros años, que poco a poco fui contagiándome de su entusiasmo y algo parecido a una cautelosa expectación fue abriéndose paso en mi ánimo.

La tarde antes de tomar el avión hacia Escocia, Mathew me mostró el mapa en que había trazado las sucesivas etapas de nuestro viaje. Su única duda era si deberíamos visitar el mismo día de nuestra llegada la ciudad de Edimburgo, a cuyo aeropuerto arribaríamos a media mañana, o partir inmediatamente hasta la isla de Mull, en las Hébridas Interiores —de cuya zona el otrora poderoso clan de los Maclean era originario— y posponer la capital para el final. Tras sopesar en su interior los pros y los contras, Mathew se decidió por la segunda opción. Allí, junto a la costa, en un viejo caserón propiedad de la familia, estableceríamos nuestro cuartel general de operaciones.

Aludiendo a este lugar, me rogó que no me dejara impresionar por sus monumentales dimensiones, como les sucedía con relativa frecuencia a quienes lo visitaban. A simple vista, aquella construcción, la mitad de cuyas habitaciones llevaban largo tiempo clausuradas, podía transmitir una idea de importancia que estaba muy lejos de ser real. Dada su natural modestia, me dispuse a aceptar la veracidad de sus palabras con las debidas reservas.

***

Nada más descender del avión se nos acercó un hombre alto y de modales pausados a quién Mathew saludó con grandes muestras de alegría, gestos que éste aceptó abrumado —y tal vez algo incómodo—, mientras asentía repetidamente con la cabeza. Se trataba de James, el mayordomo. Tras estrecharme la mano que le tendí al ser presentados, se hizo cargo de mi equipaje y nos dirigimos al coche, una verdadera antigualla —aunque en un estado impecable— de color beige acharolado que nos aguardaba en el aparcamiento.

Tras invertir más de cinco horas —con dos breves paradas que incluyeron una comida informal— en recorrer la distancia, próxima a las ciento cincuenta millas, que nos separaban de nuestro destino, arribamos al pie del viejo caserón, una maciza mole de dos plantas que se erguía sobre una pequeña elevación del terreno y que, como ya me advirtiera mi amigo, imponía cierta desazón en el ánimo por su adusto perfil de fortaleza: una silueta que se recortaba sobre el azul del cielo y que aparecía como envuelta en un halo vagamente siniestro.

Una vez instalados, Mathew y yo nos encontramos frente a frente en el salón comedor de la planta baja, mientras la tarde declinaba suavemente tras un hermoso ventanal de cristales esmaltados.

—Bueno, ya estás en Escocia. Y para que vayas acostumbrándote al ambiente, observa esa incipiente bruma que empieza a rodearnos. Mientras te encuentres aquí, ella será nuestra inseparable compañera, el aliento que oculta, enmascara y distorsiona todas las cosas. Nosotros la conocemos bien… Muchas veces he pensado que buena parte nuestro carácter viene determinada por su continua presencia.

—¿Qué quieres decir exactamente con eso?

—Que el sol, mi querido amigo, es mucho más que esa vitamina D que fortalece nuestros huesos. Ya conoces mi devoción por las ciudades mediterráneas, por perderme entre el bullicio de sus calles y plazas. Y no soy el único de mis compatriotas que siente esa necesidad de calor; algo parecido debió empujar a mi admirado Robert Louis Stevenson a recalar en la isla de Samoa. Sí, hay algo áspero en nosotros —afirmó tras una pausa—, algo agreste, huraño, desafiante. ¿No te parece significativo que sea el cardo nuestra flor nacional?

—Bueno, eso es bastante lógico: aquí no hay orquídeas.

—Sí, es lo que tenemos, claro… Pero mira también el lema de nuestro escudo: Nemo me impune lacessit. «Nadie me ofende impunemente.» Esa frase es la demostración de nuestro natural estado de ánimo, de nuestra susceptibilidad y nuestra propensión a la pendencia. Toda la culpa la tiene este clima. En los países mediterráneos es distinto: el sol se expande por las arterias, te hace ser más comunicativo, más sociable y confiado.

—No sé, creo que eso es un poco exagerado. El mal genio también abunda entre nosotros, más allá de los estereotipos.

—Sí, pero no es algo general. De todos modos yo me refiero a otra cosa, a otra actitud ante la vida, a encararla de forma más positiva. No como una permanente lucha. Por ejemplo, ¿te has fijado alguna vez en esos niños de los países del tercer mundo que sonríen a la cámara del reportero? No tienen más fortuna que su libertad y su desnudez y no obstante son felices —la luz de la tarde se apagaba lentamente—. Y sin embargo, tampoco podría renunciar a la belleza de este paisaje. Hay algo mágico en él, la sensación de que cualquier prodigio pueda producirse en un instante. Dime una cosa, ¿tú crees en los fantasmas?

—Bueno, ya me conoces… No, no creo en esas cosas.

—No obstante hay testigos, personas que aseguran haberlos visto. ¿No te parece que puede haber algo cierto en esas declaraciones?

—Estoy convencido de que es mera sugestión. Existen hombres y mujeres dotados de una sensibilidad especial, predispuestos a creer que un reflejo de la luna sobre el espejo es el alma de un difunto sin paz ni sosiego, pero no es mi caso. Como bien sabes, carezco de imaginación.

—Sí, eso es verdad. Eres una persona honesta y leal, en la que se puede confiar. Pero lo que es imaginación… En fin, es una lástima porque aquí tenemos cientos de fantasmas, de toda clase y condición. Incluso uno español.

—¿Ah, sí? No tenía ni idea. ¿Cómo es eso?

—Verás, es una historia curiosa. A lo largo del siglo XVIII hubo una serie de levantamientos en Escocia, conocidos como las «rebeliones jacobitas», cuyo propósito consistía en restablecer en el trono de Inglaterra a los sucesores del rey Jacobo II Estuardo, derrocado por la Revolución Gloriosa. Su hijo, Jacobo Francisco Eduardo, primero, y su nieto, Carlos Eduardo, después, lo intentaron, pero las fuerzas de las armas les fueron contrarias.

Para no extenderme mucho, resumiré la historia de nuestro fantasma. Alrededor del año de 1720, una pequeña avanzadilla de infantes de la marina española, aliados de los jacobitas escoceses, se adentraron en las tierras altas, a la espera del grueso de las fuerzas de invasión que debían llegar en las siguientes semanas. Unas fuerzas que, dicho sea de paso, nunca llegaron al quedar bloqueadas por las tormentas del Atlántico. Tomaron el castillo de Eilean Donan y allí instalaron un polvorín. Casi de inmediato, Inglaterra envió tres fragatas que bombardearon el fuerte desde el lago Alsh que lo rodea y forzaron su rendición. Uno de los soldados españoles que perdieron la vida por los proyectiles de los cañones ingleses se pasea desde entonces por las almenas del castillo. Bueno, en realidad del nuevo castillo, ya que el original fue destruido.

—Sí, es una historia sorprendente. Me cuesta imaginar qué hacían esos soldados en suelo escocés, apoyando una causa que les era totalmente ajena.

—Ay, amigo mío, eso es lo que han venido haciendo miles de soldados en todo el mundo, combatiendo por los intereses, no siempre confesables, de sus respectivos gobiernos. Muchos de estos combatientes eran gentes que no tenían otra salida que alistarse en el ejército, ya fuera en el de su propio país o como mercenarios. Uno de los movimientos de este tipo más famosos es que se conoce como «la fuga de los gansos salvajes».

—La fuga de los gansos salvajes… —repetí casi sin querer— ¡Qué nombre tan curioso! Algo me dice que no vas a tardar en contármelo, ¿verdad que no me equivoco?

—Pues sí, te lo contaré porque, aunque no quieras admitirlo, estás deseando que lo haga —afirmó con una sonrisa—. Se conoce con ese nombre tan descriptivo a la salida de los jacobitas irlandeses hacia Francia, tras su derrota frente a las tropas de Guillermo III de Orange, cumpliendo los acuerdos del tratado de Limerick. Pero, por extensión, se denomina así a los soldados irlandeses que se integraron como mercenarios en los ejércitos de media Europa. Durante siglos, sus vistosos estandartes verdes fueron algo habitual en el continente. A veces me los imagino, a miles de millas de su casa, como un cuerpo extraño en medio de la masa indiferente, añorando un regreso que casi nunca se produciría.

Mathew quedó en silencio, acaso meditando sobre la suerte de aquellos infelices.

—Ahora que mencionas eso del colorido de los estandartes, he de confesarte que me esperaba ver a los hombres del país, o por lo menos a una parte, luciendo la típica falda escocesa, pero no ha sido así. ¿Es que habéis dejado de usarla?

—Bueno, eso también me sucedió a mí la primera vez que visité España: no me crucé con nadie vestido de torero. No, verás, la falda sólo se utiliza en las grandes ceremonias, como fiestas nacionales, bodas y otros acontecimientos parecidos. La verdad es que el kilt, como lo conocemos hoy en día, es bastante más reciente de lo que se piensa. Después de la batalla de Culloden, otra vez dentro de las revueltas jacobitas, se prohibió su uso a los highlanders vencidos. Así estuvieron las cosas durante muchos años hasta que Sir Walter Scott, conocido por sus novelas históricas ambientadas en las tierras altas, organizó la visita del rey Jorge IV a Escocia con toda la parafernalia que el momento requería. Pero Sir Walter había nacido en las lowlands y, por decirlo de un modo amable, se permitía numerosas licencias: completaba con su imaginación lo que sólo parcialmente conocía. Lo cómico del caso fue que, una vez anunciada la visita del rey, los nobles escoceses tuvieron que emprender una carrera contrarreloj en busca de sastres que les confeccionaran el atuendo apropiado, según las recreaciones del novelista, para recibir al monarca, algo que incluía los colores de los tartanes de cada clan. ¿Te figuras la escena? Ah, perdóname: hablo y hablo y aún no te he ofrecido uno de los tesoros de Escocia. Aquí tenemos una agricultura casi exclusivamente limitada a los cereales. No obstante, con tan escasos medios, el genio popular ha conseguido crear el milagro del whisky. Quiero que me des tu sincera opinión —dijo mientras extraía del mueble-bar una botella y dos copas— de este en particular.

Mathew me extendió una copa con una curiosa forma de tulipa. Instantes después, tras la obligada inspección olfativa, me la llevé a los labios.

—¿Y bien, qué te parece?

—No sé, es la primera vez que pruebo algo así… sabe como a humo.

—Exacto. Es el sabor de la turba que se emplea en el secado de la cebada, junto con partes infinitesimales de la sal y el yodo del mar que rodea la destilería. ¿Te gusta?

—Sí, la verdad es que sí. Tiene un sabor potente y a la vez… bueno, no sabría cómo describirlo.

—Me alegro que así sea porque a este tipo de whisky se le puede aplicar el socorrido tópico de la ópera. O te gusta la primera vez que la oyes o no hay forma. Bueno y ahora viene lo mejor: vamos a despertar al dragón. Sí, no me mires así. Vamos a añadir una gota de agua para liberar su verdadero espíritu.

Acto seguido ejecutó la anunciada operación y con un gesto me invitó a comprobar los resultados. No cabía duda de que, a pesar de mantenerse el sabor, algo había cambiado. La presencia del ahumado era más discreta, como si el agua hubiese logrado separar la luz de las tinieblas. Una reconfortante ola de calor, como la de aquel sol tan querido de Mathew, fue extendiéndose por todo mi cuerpo.

***

A la mañana siguiente, después de un copioso desayuno, pusimos rumbo a la isla de Staffa, para visitar la famosa gruta de Fingal. Partimos en un pequeño barco —en realidad no hay otra forma de llegar hasta ella—, siguiendo la misma ruta que casi dos siglos antes emprendiera el joven compositor Félix Mendelssohn. Mientras surcábamos el mar, las primeras notas de su obertura las Hébridas, aquel ataque inicial de los chelos y contrabajos que tan bien conocía, retornaron a mis oídos como una caricia, mezcladas con el viento de poniente que soplaba sobre la proa. En cuanto a la isla y a la gruta en particular, confieso que pocas veces me he sentido en un lugar tan fascinante, tan extraño y primitivo. Ya la misma entrada, un soberbio pórtico de forma hexagonal formado por columnas de basalto, produce una sensación de asombro que sólo se ve superada al descubrir el interior, un largo túnel, de más de cincuenta metros de profundidad y diez de altura, con una curiosa forma de arqueta. Cuando el agua del mar penetra por el angosto canal y choca contra sus muros, se produce un estruendo formidable, una especie de rugido salvaje, telúrico, como si las fuerzas de la tierra quisieran recordarnos que, a pesar de nuestro empeño en dominarlas y nuestra arrogancia, siguen estando tan vivas como al principio de los tiempos.

Dimos una vuelta alrededor de la isla, ya desde el barco, y por todas partes encontramos aquellas formaciones de basalto que erizaban sus laderas y que se elevaban unos metros desde el suelo como restos de un bosque petrificado. Era tal la sensación de haber sido transportado a un tiempo muy lejano, que no me hubiera sorprendido la aparición en el horizonte de la afilada silueta de un drakar vikingo, acompañada del ronco sonido de un olifante. Sobrecogido y casi sin aliento, dirigí una última mirada hacia aquella tierra baldía cuando embarcamos de regreso hacia el pequeño puerto de partida.

Por la tarde, mientras compartíamos una agradable sobremesa, Mathew recibió una llamada telefónica. Tras rogarme que le disculpase un momento, se dirigió hacia la ventana y durante unos minutos fui testigo presencial de la alarmante transformación experimentada por su rostro a medida que avanzaba la conversación. Muy pronto, la sorpresa inicial dio paso a una expresión de incredulidad, acompañada de acaloradas protestas que, al parecer, no lograron vencer la resistencia de su interlocutor. El aire abatido con el que depositó el móvil sobre la mesa sólo podía ser presagio de malas noticias.

Así era. Mathew me informó que debía trasladarse urgentemente a Edimburgo. La causa de su marcha se debía a un antiguo pleito sobre los límites de unas propiedades, algo que llevaba mucho tiempo pendiente y al que ahora el juzgado correspondiente había puesto fecha para la vista. La llamada era del abogado de la familia, quien requería de su inmediata presencia para ultimar algunos detalles y firmar un par de documentos. Me dijo que no me preocupara, que en dos o tres días a lo sumo estaría de vuelta, y que desde aquel momento relevaría a James de sus obligaciones para ponerle a mi exclusivo servicio. Aquel contratiempo no debería alterar nuestros planes. También me dejaba una lista de los lugares a visitar para que yo la cumpliese en el orden que estimase oportuno. Esto último me lo pedía como un favor personal. Después me dio un abrazo y se marchó a ultimar los preparativos del viaje.

Tomé la relación que me dio Mathew, aquellos nombres escritos de su puño y letra, sin saber muy bien qué hacer. No obstante, la duda duró apenas unos momentos: cumplir sus deseos, mucho más en las actuales circunstancias, adquiría el carácter de un compromiso. Había llegado el momento de abandonar mi habitual introversión para involucrarme más estrechamente con cuanto me rodeaba. Una especie de imperativo moral, de precepto no escrito, me exigía abandonar el papel de observador en la distancia y entrar —valga la expresión— en el cuerpo a cuerpo, volcarme en conocer el país y sus gentes, aunque sólo fuese por corresponder a su hospitalidad.

Una hora más tarde, después de situar en el mapa aquellos lugares que Mathew había elegido para visitar en los próximos días, salí a la pequeña explanada que rodeaba el caserón. Allí se encontraba James, junto al capó abierto del viejo coche, con los brazos remangados.

—¿Algún problema, James? —le pregunté.

—Ah, no señor —respondió éste con una sonrisa—, ningún problema. Aunque sea un modelo antiguo —dijo señalando al auto con el destornillador que portaba en la mano— resulta mucho más fiable que la mayoría de los coches actuales. No, la verdad es que ya no se fabrican máquinas así. Sólo necesita unos mínimos cuidados, como nos ocurre a todos con el paso de los años, si me permite el comentario. ¿Quiere que lo lleve a alguna parte? El señor Maclean me ha reiterado su deseo de que me ponga a su entera disposición.

—Gracias, James. Dígame, ¿está muy lejos Eilean Donan?

—A unas ciento veinte millas, más o menos. ¿Quiere visitar el castillo?

—Sí, James, me gustaría. Me han contado que es un lugar interesante.

—Oh, sí señor, no hay duda de que lo es. ¿Cuándo quiere visitarlo?

—Mañana mismo, si es posible.

—Por supuesto que sí, pero será necesario madrugar un poco si queremos aprovechar bien el tiempo. Lo llamaré a las siete.

***

Conforme a lo acordado, al día siguiente partimos cerca de las ocho de la mañana y llegamos a Eilean Donan alrededor de las doce, acompañados de un sol espléndido.

El castillo está en una pequeña isla a la que se accede por un puente de piedra. Después de visitar sus aposentos y salones, siempre rodeado por animosos grupos de turistas, crucé de nuevo el puente y desde la distancia estuve contemplando durante un buen rato aquellas almenas por las que, según la leyenda, se paseaba el fantasma del soldado español. No apareció en esta ocasión y no se lo reproché, ya que entre sus atribuciones estaría la de hacerlo cuando le viniese en gana y tampoco —supuse— le apetecería demasiado cambiar impresiones con un escéptico, por mucho que éste fuese un compatriota.

Por lo demás, la ambigua sensación que me asaltó desde el momento en que llegamos fue haciéndose más patente. Aunque el entorno resultase encantador —el lago de aguas tranquilas, la luz suave de la tarde, la imponente silueta del castillo—, había algo que no terminaba de convencerme. Quizá fueron las palabras de Mathew, advirtiéndome que había sido reconstruido, las que me predispusieron a pensar que estaba frente algo esencialmente falso, semejante al decorado de una superproducción. Me pregunté si aquel impulso consumista, aquel deseo de apropiarnos de cuanto se hallara a nuestro alcance, también del pasado, nos había llevado a levantar sucedáneos por todas partes, a recrear los escenarios históricos según los criterios y los gustos actuales, tan propensos a estandarizarlo todo. Aquello que tenía ante mis ojos poco tenía que ver con lo que fue y cualquier intento de situarnos en el momento en el que sucedieron los hechos que me relatara mi amigo estaba condenado al fracaso. Existía una brecha de siglos: las gentes que lo habitaron eran muy diferentes a nosotros, al igual que sus creencias, sus valores, sus inquietudes, sus temores. Por no hablar de cosas meramente físicas, como la composición del aire o el olor mismo del ambiente. Si pudiésemos viajar en el tiempo, ¿seríamos capaces de enfrentarnos a una realidad no idealizada, bastante más dura de la que imaginábamos? ¿Soportaríamos su visión, su cercanía, su autenticidad, su crudeza? No quise seguir dándole vuelta a unos pensamientos que sólo podían aumentar la sensación de vacío causada por la ausencia de Mathew.

A un tiempo seducido y decepcionado por el conjunto, le pedí a James que regresáramos.

Continuando con mi propósito de conocer mejor el país, le pregunté a mi guía cuando me anunció que en unos minutos estaría servida la cena, si sería posible degustar alguna muestra —algo sencillo, que no requiriera mucha elaboración— de la gastronomía escocesa, aparte de las gachas de avena, omnipresentes en todos los desayunos. Éste esbozó una amplia sonrisa, asegurándome que pocas cosas le resultarían más fáciles y satisfactorias que atender mis demandas, ya que Ann, la cocinera, era una experta en tales menesteres. Así pues, a los pocos minutos, me enfrenté por primera vez a una serie de platos —cuyos nombres apenas recuerdo— como puddings, empanadas, una especie de salchicha con una curiosa forma cuadrada y algún tipo de tarta con el entusiasmo de un iniciado. Le di las gracias a James por sus atenciones, reconociendo mi sorpresa por el descubrimiento de una cocina tan sabrosa como contundente, y le comuniqué mi intención de leer un rato en la biblioteca antes de retirarme a dormir.

Después de varios intentos frustrados por adentrarme en una de aquellas prolijas historias de Sir Walter Scott, decidí irme a la cama. Tras ponerme el pijama me sumergí entre las sábanas, dispuesto a conciliar el sueño, algo que la noche anterior sólo había podido lograr a medias, debido al natural ajetreo del viaje. No obstante, como mis cenas suelen ser bastante ligeras, aquel festín no tardó en pasarme factura.

Al cabo de buen rato, tras probar sin éxito todas las posturas posibles, me sorprendió una especie de silbido agudo y prolongado, como si sucesivas ráfagas de viento se enroscasen en alguna de las chimeneas del edificio. Pasados unos minutos volví a escuchar aquel sonido, sólo que esta vez transformado en algo mucho más confuso y estridente, semejante a una multitudinaria pelea de gatos. Intrigado, agucé el oído: primero fue el silencio, después algo parecido a una respiración asmática y finalmente aquel infernal estruendo. Sin pensarlo dos veces, salté de la cama, me ceñí un batín y abrí la puerta de la habitación. A mi izquierda, casi al final del pasillo, descubrí la figura de un hombre uniformado que se alejaba tranquilamente, tocando la gaita.

Antes de que pudiera salir de mi asombro, aquella aparición alcanzó el rellano y una vez allí, descendió las escaleras que comunicaban con la plata baja. Al hacerlo giró un poco la cabeza, lo suficiente para reconocerlo al instante.

***

A la mañana siguiente, James me estaba esperando a la entrada del salón, para preguntarme si deseaba que sirviera el desayuno.

—Muy bien, James, tráigalo usted —contesté—. Por cierto, ¿cómo acabó su concierto nocturno?

—Perdón, señor, ¿a qué concierto se refiere?

—Vamos, James, ¿no va a contarme qué hacía anoche tocando la gaita a horas tan intempestivas? Yo fui testigo de su vistosa parada, lo vi perfectamente.

—¿Dice usted que me vio? Pero eso es imposible, yo no…

—James, ¿por qué lo niega? No tiene nada de malo, todos hemos cedido alguna vez a algún impulso parecido. O al menos hemos estado a punto.

—Oh, ya sé lo que ha ocurrido —exclamó James con una sonrisa de circunstancias—. Asegura usted que me vio, pero esa persona no era yo. Le explicaré el equívoco, si me lo permite. Se trata de un antepasado mío, Patrick Ross, un fantasma que posee unas características físicas que son comunes a toda la familia, en especial lo poblado de las cejas y la forma del mentón. Dado lo notable del parecido, no es de extrañar que nos confundiera. Lo cierto es que Patrick llevaba mucho tiempo sin aparecerse a nadie y si ahora lo ha hecho es porque, probablemente, usted le haya caído simpático.

—Así que un fantasma… Bueno, supongo que si mi presencia ha propiciado su regreso, debo aceptarlo como un cumplido. Pero dígame, ¿por qué iba uniformado?

—Por derecho propio. Mi antecesor pertenecía al célebre 71.º Regimiento de highlanders. El pobre tuvo la mala fortuna de encontrarse con una bala perdida, tras el sitio de Bangalore, en la India, cuando estaba punto de regresar para contraer matrimonio. Desde entonces su atribulado espíritu se aparece ocasionalmente aunque, en honor a la verdad, yo nunca lo he visto.

—Está bien, James, eso parece aclarar las cosas. De todas formas, debo comunicarle, no sin cierto pesar, que su antepasado desafina.

—Pero, señor, eso no es posible… Patrick era un consumado gaitero. Claro está que si los años no pasan para los fantasmas, por ser espíritus inmateriales, no sucede lo mismo con los instrumentos. Más de ciento cincuenta años es mucho tiempo.

—Sí, James, puede que tenga usted razón. No se preocupe, por lo que a mí respecta la reputación de su antepasado ha quedado completamente a salvo.

James hizo una leve inclinación con el tronco y tras recoger el servicio abandonó la estancia.

Salí de la casa a tomar el aire. Me dolía la cabeza. Los acontecimientos de aquella noche me habían impedido conciliar el sueño y cuando éste llegó al fin lo hizo de forma discontinua y agitada. Caminé por el sendero de grava que desembocaba en la carretera general y después regresé sintiendo que mis buenos propósitos se resquebrajaban por momentos. Echaba de menos a Mathew. La misma visita a Eilean Donan habría sido muy distinta de haber podido cambiar impresiones con él. Añoraba su conversación, su sentido del humor, la amable ironía con la que sabía despojar de solemnidad a las cuestiones más transcendentales.

Por esa razón le comuniqué a James que aquella tarde me apetecía dar un paseo por los acantilados cercanos y que no necesitaba de sus servicios. Él, presumiendo que debía de estar cansado, me sugirió una excursión a la localidad de Tobermory, que se encontraba a pocas millas y poseía una bahía muy hermosa. También podríamos al día siguiente y ascender al Ben More, el punto más elevado de la isla, para disfrutar de las vistas que de allí se contemplan. El buen hombre parecía haber asumido la responsabilidad de que mi estancia fuese lo más placentera posible, y tan patentes eran sus deseos de era agradar que no pude negarme a recorrer algunos lugares pintorescos de la costa en su compañía.

La pequeña excursión que emprendimos aquella tarde fue más interesante de lo que en principio esperaba. A la vista de los imponentes escollos ante los que detuvimos, le confesé mi debilidad por los faros y le pregunté si los había en las Hébridas. James me informó de unos cuantos, entre ellos el Skerryvore, en la isla homónima y el más alto de Escocia, aunque su favorito era el de Neist Point, que se encuentra en el punto más occidental de la isla de Skye. También me informó de los cambios que en los últimos años había experimentado aquel servicio, al encontrarse ahora totalmente automatizado. De hecho la mayoría de ellos, si bien conservaban la estructura original, se habían transformado en hoteles. Como no podían faltar las historias truculentas, mi acompañante me relató, ya de regreso, la del faro de Eilean Mor, cuyos tres encargados de mantenimiento desaparecieron en misteriosas circunstancias y sin dejar más rastro que unas escuetas anotaciones en el año de 1900.

Después de cenar, le di las buenas noches a James y me dispuse a sumirme en un largo, largo, sueño.

Qué lejos estaba entonces de imaginar lo difícil que me resultaría ver cumplido mi deseo.

Apoyé la cabeza en la almohada y muy pronto me vi envuelto en una cálida sensación de bienestar. Poco a poco se fueron apagando las conexiones que me mantenían unido al mundo consciente y empecé a sentirme cada vez más liviano, apenas sujeto a la fuerza de la gravedad, como un globo que ascendiera hacia el espacio infinito. Existe un placer ambiguo y complaciente, ligeramente autodestructivo, en irse disolviendo en la nada, en abandonarse, en perder peso y memoria de uno mismo, en sentirse una microscópica partícula arrastrada por el viento.

No sé cuánto tiempo permanecí en aquel estado de amable duermevela, hasta que una serie de sollozos ahogados me sacaron bruscamente de mi letargo. Dudé un instante, pero al final el impulso de saber qué estaba sucediendo fue más fuerte y, como la noche anterior, me enfundé el batín, abrí la puerta y me asomé al pasillo.

Una figura horrenda, con el rostro tiznado y cubierta de andrajos humeantes, cruzó delante de mí como alma que lleva el diablo, implorando auxilio para su señora. Al llegar al rellano, descendió las escaleras, al igual que hiciera el fantasma del 71.º Regimiento de highlanders y, como él, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. No sé qué oscuro deseo me empujó a seguirla, pero una vez superado el primer instante de confusión, fui en su busca. Un esfuerzo completamente inútil. Después de recorrer el salón, la biblioteca, y un par de estancias más, regresé a mi cuarto sin hallar el menor rastro de su presencia.

Volví pues sobre mis pasos, respirando afanosamente aquel aire enrarecido y pegajoso que se remansaba en el estrecho corredor, mientras una idea iba arraigando con más fuerza en mi cabeza: estaba soñando. El formato y la densidad de las imágenes, o el mismo eco sofocado de mis pasos, así lo confirmaban. No cabía otra posibilidad: sólo bajo ese supuesto podía concebirse aquella nueva aparición, un suceso que, como el de la noche anterior, precisaba de una profunda subversión de la realidad, un marco especial en el que hubiesen sido abolidas las más elementales leyes de la lógica y del sentido común. Bien, así estaban las cosas y en cierto modo me sentía, si no satisfecho, sí al menos liberado. Ya no necesitaba buscar explicaciones —seguramente parciales e insatisfactorias— a cuanto estaba sucediendo.
Bastaba con dejarse llevar por los acontecimientos, esperar. Más tarde o más temprano despertaría y todo aquello sería relegado al olvido.

No bien acababa de entrar en mi dormitorio cuando percibí el ruido de unos pasos. Me encaminé hacia la puerta con la inercia de un autómata, sin tener una idea clara de lo qué podría encontrarme en esta ocasión. Apenas a un par de metros de distancia, un joven rapaz con la cara cubierta de pecas y una media rota en la mano, a modo de bolsa, imploraba unas monedas para «la causa». Al verme se detuvo y adelantó la mano con gesto suplicante. Después, visiblemente decepcionado ante mi falta de respuesta, se dio media vuelta y al llegar al rellano desapareció hacia la planta baja, al igual que sus predecesores.

Dirigí entonces la vista al otro extremo del pasillo, situado a mi derecha, hacia el lugar en el que parecían tener su morada los espectros. Allí, una pequeña luz oscilaba de un lado a otro con hipnótica cadencia, como movida por un viento invisible. Acto seguido apareció una mujer con el cabello suelto, ligeramente rojizo, ataviada con un elegante vestido largo de color azul turquesa. Avanzaba despacio, sosteniendo un farol a la altura de su costado. Pasó a unos centímetros de donde me encontraba como una sonámbula, sin dejar de mirar al frente. Al llegar al rellano, en lugar de bajar las escaleras, continuó hacia el ala de la casa que se encontraba oficialmente cerrada. Se detuvo ante la primera puerta y ésta se abrió al instante por sí sola. Luego desapareció en el interior.

Estuve un tiempo sin moverme de la entrada del cuarto, fascinado por aquella nueva aparición. La puerta en cuestión permanecía entreabierta, iluminada por un débil resplandor fosforescente. Sin pensarlo dos veces me encaminé hacia ella, siguiendo el señuelo de aquella luz, casi a tientas, sintiendo a cada paso el roce viscoso de miles de finísimas telarañas.

La habitación, escasamente amueblada, mostraba un magnífico artesonado de madera tallada. En el lado izquierdo, una chimenea mantenía un pequeño fuego encendido y sobre la pared del fondo se destacaba la presencia de un espléndido bargueño. Sentada frente a él, la mujer del traje azul parecía escribir una nota. Pasados unos instantes la dobló a la mitad y a continuación la depositó con cuidado en una gaveta. Se puso en pie y luego desapareció por una puerta lateral, cubierta por grandes cortinajes. No obstante, antes de abandonar la estancia me dirigió —esta vez sí— una profunda mirada en la que encontré algo parecido a una súplica, una angustiosa petición de socorro, como si yo fuese su última esperanza, el único ser humano sobre la faz de la tierra.

Con paso vacilante me acerqué hasta el bargueño y abrí el cajón donde supuestamente aquella enigmática mujer había guardado la nota. Pero en su interior no hallé misiva alguna, sólo restos de algas marinas y manchas resecas de humedad. Un pequeño caracol se desplazaba lentamente por su superficie, dejando tras de sí un marcado rastro, sinuoso y brillante.

***

Al día siguiente, después de darme una buena ducha, escruté mi rostro en el espejo con el fin de evaluar los daños. Al margen de los párpados enrojecidos y del tono levemente macilento de la piel, el resto presentaba un aspecto que, en líneas generales, podía considerarse como aceptable. Una impresión que no podía extenderse al interior de mi mente, aquella pantalla donde seguían proyectándose cientos de imágenes perturbadoras y fragmentarias, como piezas revueltas de un puzle infinito. Acabé de asearme y descendí a la planta baja.

A la entrada del salón me crucé con James, quien al instante se apresuró a ofrecerme una taza de café. Se diría que el buen hombre me hubiese leído el pensamiento, pues aquello era justo lo que necesitaba. Mientras se dirigía a la cocina, observé que el reloj de pared marcaba las once y media. Aunque no había programado ninguna salida en especial, tuve la enojosa sensación de haber desperdiciado la mañana. De todos modos, más valía dejarlo estar: aquello ya no tenía remedio y nada conseguiría lamentándome.

Poco después, James entró en el salón portando un servicio de café y todo el aire se fue impregnando de aquel aroma espeso y penetrante.

—James, ¿me permite que le haga una pregunta?

—Por supuesto.

—Necesito cierta información, concretamente sobre fantasmas. ¿Conoce usted bien el tema?

—Bueno, no soy un experto, si es ese el sentido de su pregunta. Conozco las leyendas más populares, esas que siempre han corrido de boca en boca y que todos hemos oído desde pequeños. ¿Qué desea saber en concreto?

—Si en alguna de esas historias el protagonista principal es un incendio.

—A ver, déjeme pensar… Sí, existe una bastante popular, conocida como la del fantasma de la «Dama Verde». El suceso tuvo lugar en el castillo de Stirling, creo, una noche en la que de forma accidental se declaró un incendio en la alcoba de la reina Mery. La dama en cuestión, que era su ayuda de cámara, fue la primera en darse cuenta del siniestro y la que salvó a la soberana de perecer en el fuego. Lamentablemente no pudo hacer lo propio por ella misma y su heroica acción le costó la vida.

—Vaya… no esperaba que fuese una historia tan triste.

—Por desgracia, señor, la mayoría lo son.

—Y dígame, James, ¿aparece en alguna otra un personaje de unos dieciocho años y aspecto de pícaro que trate de recaudar fondos para una causa desconocida?

—¡Oh, sí, desde luego! Sin duda usted se refiere a la odisea de Peter Macfarlane. Otra historia con un final trágico.

—James, ¿sería mucho abusar de su amabilidad pedirle que me la contara?

—Oh, no, de ningún modo —exclamó con una sonrisa—. Lo que ya no me atrevo a asegurarle es cuánto hay de cierto y cuánto le leyenda en los hechos. Las crónicas nos presentan a Peter como un muchacho de carácter alegre y despierto, hijo de un famoso activista jacobino que falleció cuando él era apenas un niño. Esta temprana pérdida y el especial ambiente en el que transcurrieron sus primeros años, hizo que mitificara la figura del padre hasta convertirlo en un héroe, entregándose en cuerpo y alma al activismo revolucionario. Como recompensa al entusiasmo demostrado, se le encomendó la misión de proporcionar una cuantiosa suma de dinero a los rebeldes irlandeses. Para ello, una vez establecidos los contactos necesarios, se desplazó a la isla como criado de un falso sacerdote, a fin de no levantar sospechas. Pasados dos días el sacerdote regresó, tal como estaba previsto, ya que podría ser reconocido por los agentes ingleses, a la espera de que Peter, un perfecto extraño para todos, lo hiciese poco después, una vez cumplido el encargo. Pero pasaron casi tres meses sin tener noticias del joven y cuando por fin éste apareció, lo hizo en unas condiciones lamentables. Vestía unos jirones de mendigo y hablaba como un enajenado, sin cesar de repetir que unos duendes le habían tendido una trampa al atravesar un bosque de helechos gigantes, robándole el dinero. Por supuesto nadie lo creyó.

—¿Y qué pasó después?

—Con el fin de dar una respuesta oficial al asunto, el consejo se reunió y lo que en condiciones normales hubiese sido calificado como un acto muy grave y llevase aparejado un castigo ejemplar, se resolvió dictaminando que Peter, tras ser objeto de un atraco, había perdido la razón. Un hecho que la disparatada historia de los duendes y las fantásticas descripciones que éste fue añadiendo posteriormente no hacía más que confirmar. A partir de ese momento se le dejó tranquilo, pero él insistía en restituir la suma perdida, para lo cual se dedicó a pedir una moneda a todo aquel que se cruzara en su camino. Una tarea imposible de cumplir, entre otras razones porque la bolsa que portaba para recoger los donativos estaba agujereada por todas partes. Al final, una mañana el pobre muchacho apareció muerto después de haber pasado la noche al raso. Aún no había cumplido los veinte años.

—También es un relato desgraciado, sí. Una cosa más, ¿conoce usted a una dama vestida de azul, que lleva en la mano un farol encendido?

—Mucho me temo que no, señor. Si acaso pudiera facilitarme algún dato más…

—Tal vez yo pueda ayudarte —sonó una conocida voz a mis espaldas.

Era Mathew. Lo supe antes de darme la vuelta y encontrarme con su rostro afable y sonriente. Pero no estaba solo; lo acompañaba una joven ataviada con pantalones vaqueros, jersey de cuello alto y chaqueta de cuero, cuyas facciones aparecían medio ocultas tras un maquillaje bastante sofisticado.

—¡Mathew! —exclamé— ¡Cómo me alegra volver a verte! ¿Hace mucho que estás aquí?

—Acabamos de llegar. Ayer terminamos muy tarde, por lo que tuvimos que retrasar el viaje hasta esta mañana.

—Yo en cambio, ya ves qué desastre… apenas llevo media hora despierto. Casi no he podido dormir en toda la noche.

—Por favor no te disculpes —se apresuró a decir Mathew con aire pesaroso—. Si hay alguien que deba hacer tal cosa soy yo. Antes de nada quiero pedirte perdón y enseguida sabrás porqué. ¡Señora Ann!, ¡Martín!, acérquense por favor.

La requerida señora Ann, que debía ser la cocinera que mencionó James dos noches atrás y un muchacho de edad incierta hicieron acto de presencia en el salón, sonrientes y a la vez un poco cohibidos. Al instante se hizo la luz y cada pieza fue encajando en su lugar correspondiente.

—Pues sí, amigo mío, aquí tienes a la señora Ann y su hijo Martín, o lo que es igual, a la dama que salvó a la reina Mery de morir en el incendio de su castillo y al joven Peter, a quien unos malvados duendes despojaron del dinero destinado a los rebeldes. Y cómo no —añadió dirigiendo su mirada a un James que no pudo evitar ruborizarse—, al gaitero del glorioso regimiento de highlanders. Perdóname —dijo posando su mano en mi hombro—, pero eras el desafío perfecto y no pude resistir la tentación. Quería poner a prueba tu incredulidad, hacer que dudaras, que te plantearas la posibilidad de que no todo puede explicarse racionalmente. De que existen cosas que, por su naturaleza, rozan lo sobrenatural.

—¿Y has montado toda esta farsa sólo por eso? No puedo creerlo.

—Así es… no tienes idea de lo humillante que resulta para el común de los mortales la seguridad de la que hacen gala las personas como tú, esa dictadura de la racionalidad y de la lógica que no deja resquicio a la sorpresa ni permite la más inofensiva de las desviaciones de la norma. Pero, consideraciones al margen, tienes razón; puede que haya llevado la broma demasiado lejos y vuelvo a pedirte perdón por ello. En mi descargo, quiero decirte que nada de esto estaba preparado. Surgió la tarde de mi marcha, camino de Edimburgo, mientras trataba de ahogar mi frustración por tener que dejarte. Inmediatamente después de concebir la idea, telefoneé a James. Y no creas que fue fácil vencer su resistencia: James tiene unos principios muy sólidos y tanto suplantar a un fantasma de la familia como engañar a un invitado, son para él dos faltas igualmente imperdonables. Pero le aseguré que, al menos tú, estarías dispuesto a disculparlo, ¿verdad que lo harás?

—Sí, Mathew, claro que sí. Y aprovecho la ocasión para felicitarles por una puesta en escena y una interpretación tan convincentes. Dudo mucho que unos actores profesionales lo hubiesen hecho mejor —al oír estas palabras la señora Ann esbozó algo parecido a una reverencia mientras Martín mantenía una sonrisa nerviosa—. Las únicas notas discordantes fueron las del solo de gaita.

—Sí, es cierto —asintió el aún ruborizado James—, en eso no pude engañarle.

—Bien —dije mirando directamente a la muchacha que lo acompañaba, a quien tanto el maquillaje como la forma de vestir, apenas conseguían ocultar su identidad—, ¿qué me dices de la misteriosa dama que encarnaba la joven que está a tu lado? Sólo falta ella para completar el cuadro

Mathew me miró desconcertado.

—No, no, te equivocas —afirmó muy serio—. Ah, perdóname el lapsus —dijo al caer en la cuenta de su omisión—, con la conversación se me ha olvidado presentaros. Esta es Nelly, mi sobrina, que ha venido a pasar unos días con nosotros. Ahora dime, ¿quién es esa dama de la que me hablas?

—Mathew, Mathew, ya es suficiente… Todos nos hemos divertido con el juego, pero no es necesario que sigas prolongándolo.

—Pero si no estoy prolongando nada. Por favor, créeme, no oculto ninguna carta —dijo Mathew con los brazos abiertos, como si quisiera demostrarme que aquel gesto la sinceridad de sus palabras—. Anda, cuéntame detenidamente lo que viste… o creíste ver.

—Está bien. Resumiendo lo más posible el incidente, sucedió así: nada más esfumarse el fantasma de Peter Macfarlane, apareció en el pasillo una mujer vestida de azul, con un farol en la mano. Al llegar al rellano del primer piso se dirigió directamente a zona que, según afirmaste, permanece cerrada y entró en la primera habitación sin necesidad de abrir la puerta, ya que ésta lo hizo por sí sola.

En ese momento, captando un leve gesto de James, la señora Ann y el joven Martín solicitaron permiso para retirarse a atender sus obligaciones. Éste iba a hacer lo propio pero Mathew lo retuvo.

—James, si tiene a mano la llave de esa habitación, ¿sería tan amable de abrirla para que podamos ver los inconfesables secretos que se ocultan en ella?

—Desde luego.

James, Mathew y yo subimos las escaleras hasta el rellano que dividía la mansión en dos alas, seguidos a poca distancia de Nelly, quien parecía estar valorando si el asunto sería lo suficientemente interesante como para merecer su atención. El mayordomo sacó un juego de llaves y, tras escoger una de ellas, abrió la puerta. Después se hizo a un lado.

Entramos. El salón aparecía tal como lo recordaba pero al mismo tiempo distinto, como si hubiese sufrido largos meses de abandono. También el artesonado era mucho más sencillo y el bargueño se había transformado en una modesta escribanía.

—Yo he estado aquí antes —murmuré a pesar de todo.

—¿Estás seguro de eso? —replicó Mathew—. Esta parte de la casa, como ya te dije, está clausurada. Un par de veces al año se hace una limpieza general para conservarla en el mejor estado posible, pero nada más. No, mi querido amigo, mucho me temo que cuanto me has contado sea producto de tu imaginación.

No respondí. Me acerqué a la chimenea y comprobé que, en efecto, no había ni rastro del fuego. Sólo una fina capa de polvo cubría su superficie.

—Prosigamos con tu historia —dijo Mathew—. ¿Qué pasó luego?

—Me dirigí hasta aquí y encontré a la silenciosa dama ahí mismo, escribiendo una nota. Al terminar la dejó en un cajón y después de mirarme un segundo, desapareció a la izquierda, tras esas cortinas.

—¿No la seguiste?

—No. Permanecí aquí y supongo que más tarde regresé a mi cuarto. No lo recuerdo bien.

—Ven, acompáñame, quiero enseñarte algo.

Mathew se dirigió al fondo de la habitación y apartó con el brazo las cortinas, invitándome a pasar al interior. La sala estaba en penumbra y sólo se distinguían pequeñas nubes de polvo, suspendidas en el aire. Abrió las ventanas y la luz del sol inundó la estancia. Una docena de cuadros, en los que aparecían retratados diversos personajes en poses bastante convencionales, cubrían las paredes. Mi amigo dio unos pasos y se situó frente a uno de ellos.

—Tal vez esa dama a la que seguiste decidió que era el momento de volver a ocupar su lugar en el cuadro, ¿no te parece?

Me acerqué hasta donde estaba Mathew y allí encontré a la heroína de mi aventura onírica, atrapada en los estrechos confines de la tela. Vestía el mismo traje azul y el autor la había situado en un bucólico decorado, con lago al fondo incluido, lo que otorgaba al conjunto un cierto aire de artificiosidad. No portaba ningún farol y su mano derecha se alzaba en el aire, componiendo un gesto delicado y ambiguo. Pero lo que más me llamó la atención, aparte de la espléndida cabellera amarillo rojiza que cubría sus blancos hombros, fue su sonrisa, sus ojos azules, serenos y confiados, tan distintos de aquellos que se cruzaron con los míos unas horas antes. Ahora que por primera vez la contemplaba con tiempo suficiente para apreciar cada detalle de su rostro, podía asegurar que era la mujer más hermosa que había visto nunca.

—Te presento a lady Margaret quien, como puedes comprobar, apenas comparte con Nelly más que un lejano aire de familia.

—¡Y tan lejano! —exclamó ésta—. No encuentro por ninguna parte el parecido que esa pobre loca pueda tener conmigo.

—¡Nelly, cómo se te ocurre decir eso! —protestó Mathew—. ¿De dónde has sacado semejante idea?

—No es cosa mía —respondió ésta encogiéndose ligeramente de hombros—; lo dice todo el mundo. El tío Graham, la abuela… incluso papá.

—¡Tonterías! La pobre Margaret no estaba loca. Fue, muy al contrario, una persona inteligente y sensible, que tuvo la desgracia de morir en plena juventud cuando lo tenía todo para ser feliz.

—Por favor, Mathew, ¿te importaría contarme qué le sucedió? No sabría explicarte la razón, pero necesito que lo hagas.

—Muy bien, ya que así lo deseas, te contaré su historia —concedió Mathew, apartándose unos pasos del cuadro—. Margaret era la primogénita de Malcolm Maclean, una bellísima muchacha, como nos revela su retrato, que desde muy temprana edad mostró una notable inclinación hacia las artes. Sobre todo le gustaban la poesía y la música y ella misma poseía una hermosa voz de soprano con la que amenizaba las reuniones de amigos organizadas por la familia. En una de ellas, Gordon Campbell la conoció, pasando en ese mismo instante a engrosar las filas de los numerosos admiradores que la pretendían. Pero Gordon era un hombre de acción y no se anduvo con rodeos a la hora de conseguir su objetivo. Solicitó oficialmente la mano de la joven, jugándose a una carta sus posibilidades de éxito. Por suerte para él, su candidatura fue vista con buenos ojos por el patriarca, quien consideró bastante ventajosa la unión de los dos clanes. No obstante, si hemos de ser justos, hay que señalar que lo que en principio parecería una mera transacción comercial, en la práctica no resultó tal. Por lo que sucedió después podemos afirmar que nuestro hombre tampoco dejó indiferente a la joven Margaret y que fue correspondido por ella. Gordon era un hombre de gran apostura y de una notable complexión atlética, que practicaba diversos deportes al aire libre y que gozaba de una cierta celebridad en la región. También conviene dejar claro que las simpatías de Malcolm por el pretendiente no influyeron en la decisión de su hija, a quien éste otorgó el derecho decir la última palabra. Ella dio su consentimiento y la boda se celebró pocos meses después.

—No parece un mal comienzo —comenté.

—No, no lo era. Pero en la vida, en contra de lo que piensas, no hay manera de escapar a la fatalidad del destino.

»Todo comenzó el mismo día de contraer los esponsales. No podemos, como es natural, saber qué sucedió la noche de bodas, pero lo cierto es que Gordon Campbell abandonó el cuarto de su esposa y no volvió a él en los dos meses escasos que duró el matrimonio. El doctor Robert O’́Sullivan, amigo personal de la familia, reflexiona sobre la singularidad del caso en un diario que dejó manuscrito. Sostiene el facultativo que la contemplación en la intimidad de la belleza desnuda de su mujer provocó en Gordon algo parecido a lo que se conoce como el síndrome de Stendhal. Pero si semejante conmoción estética, ante un monumento o un paisaje particularmente hermoso, suele dar lugar a situaciones embarazosas, en un matrimonio los efectos son casi siempre catastróficos. Según su opinión, el otrora audaz e intrépido Gordon, literalmente desbordado por aquella sensación desconocida, se vio a sí mismo como un ser primitivo, rudo, carente de delicadeza y de modales. De repente, todo aquello que despertaba la admiración de quienes le rodeaban, la fuerza y el empuje de su juventud, le parecieron insignificantes ante las cualidades de su mujer. Él era un hombre directo y nunca entendería de sutilezas, nunca podría moverse con soltura en el ambiente en el que lo hacía Margaret. En una palabra, aparte de desplazado, se sintió indigno de ella. ¿Qué sabía él de poesía, cómo compartir aquellos arrebatos románticos que le eran tan ajenos, cómo estar siquiera a su lado sin sentirse un intruso? Podía enfrentarse a cualquier cosa, pero carecía de respuestas para aquel desafío. Así pues, al llegar la noche, abandonaba la casa durante horas para acabar en brazos de criaturas vulgares y montaraces, contactos furtivos que no hacían más que aumentar sus vergonzosos sentimientos de culpa.

»Una noche particularmente borrascosa, mientras la servidumbre dormía, Margaret se enfundó una bata y salió con un farol en busca del marido ausente. Sólo el cielo negro, cargado de electricidad, fue testigo de su marcha. Poco después comenzó a llover con fuerza. Un vecino que se la encontró en el camino afirmó que Margaret lo detuvo para preguntarle si había visto a su esposo, ya que temía que le hubiese sucedido algo malo. Aunque trató por todos los medios de convencerla para que volviera a casa no lo consiguió y al final tuvo que dejarla marchar. Finalmente, desesperada y exhausta, Margaret cayó a tierra sin sentido. Fue el propio Gordon quien, a su regreso, la encontró inconsciente en un recodo del camino. La tomó en brazos y la llevó a casa. Luego fue en busca del médico más cercano, a quien literalmente sacó de la cama, y durante los dos días siguientes permaneció junto al lecho, sin apartar los ojos del rostro de su mujer, esperando oír de aquellos labios una palabra de perdón.Pero todo fue en vano. La pobre Margaret, devorada por la fiebre, no llegó a recobrar el conocimiento y falleció horas después entre balbuceos y susurros incoherentes.

—¡Uff!, parece una historia de las hermanas Brontë.

—Así es. Y con un final digno de la más exaltada de sus novelas.

»Gordon, quien, anonadado por la tragedia, pasó un tiempo como fuera del mundo, una noche tuvo un acceso de furia y tras destrozar cuanto encontró a su paso, salió a caballo como si le persiguiera una horda de demonios. Al día siguiente encontraron su montura y cuatro días más tarde su cuerpo sin vida al pie de unos acantilados. Tenía el rostro desfigurado por haberse golpeado contra las rocas y fue necesario recurrir a una antigua cicatriz para identificarlo con total seguridad.

»Por lo demás, el contrato de matrimonio quedó rescindido y las posesiones que Margaret había aportado como dote pasaron a su hermano menor, Jonas, del cual Nelly y yo descendemos. Y ahora, si me lo permites, me gustaría preguntarte cómo es que esa mujer, de la que nada sabías, apareció ante ti. ¿Se te ocurre alguna explicación?

—Así, de pronto, no, lo confieso. Lo cual no significa que no la haya. Tampoco puedo asegurar que sea la misma mujer; es ahora cuando la he visto con cierto detenimiento. Admito que es todo muy extraño, pero supongo que el ambiente, después de que tus actores aparecieran en escena, era bastante propicio para que me asaltaran ese tipo de alucinaciones.

Mathew sonrió, entre irónico y compasivo.

—No, no son alucinaciones, amigo mío. Lo que te ocurre es que estás lleno de dudas, lo cual tampoco es una tragedia. Dudas, luego existes. Bienvenido a la tierra.

***

Por la tarde, todos juntos partimos hacia el castillo de Duart, propiedad del clan Maclean, donde, según me informó mi amigo, se reunían cada cierto tiempo los miembros del mismo. Este año, además, Nelly participaría por primera vez en tan singular acontecimiento.

James conducía con su habitual sobriedad de gestos. A su lado se encontraba Mathew y detrás íbamos Nelly y yo.

—Te gustará el castillo, ya lo verás —afirmó Mathew—. Está situado sobre un risco, al borde mismo del mar.

Ante mis ojos se extendían todos los posibles tonos del verde, los infinitos grises de las nubes y las rocas.

—A lo largo del siglo XVII sucedieron muchos acontecimientos. En el curso de unos pocos años el clan perdió, recuperó y volvió a perder el castillo —continúo Mathew—. Luego estuvo abandonado hasta que a principios del XX, sir Fitzroy Donald Maclean, tras reclamarlo y obtener su propiedad, lo reconstruyó lo más fielmente posible…

La carretera se ondulaba en la distancia, como una serpiente entre la hierba.

—…incluyendo las mazmorras originales —continuó Mathew.

Nelly miraba distraída por la ventanilla, sin poder quitarse de encima la sombra de cierto tedio existencial.

En un instante sentí algo extraño, como una minúscula sacudida, como si alguien tratara de llamar mi atención.

Miré sucesivamente la carretera, las cabezas de Mathew y James, el rostro de Nelly reflejado en la ventanilla, intentando descubrir el origen de aquella sensación. De repente, los ojos de la muchacha se desviaron del paisaje y, a través de aquel cristal, se fijaron en los míos.

Sólo entonces empecé a tener conciencia de la verdadera dimensión de lo que estaba sucediendo.

Porque ya no eran los ojos de Nelly, sino otros muy distintos, los que me miraban desde las insondables profundidades del abismo.

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