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Mario el del carrito

por

Mario era un hombre desahuciado.

Sus ropas pertenecían a la caridad de los portales donde encontraba bolsones repletos de telas, la mayor parte de ellas totalmente inservibles. No tenía dinero, nunca lo tuvo; no tenía familiares, tal y como él contaba, su madre le abandonó cuando tenía dos años a la puerta de un convento; no tenía apellidos, ni casa, ni posesiones, ni cultura, ni tan siquiera honra, pero lo más impactante e importante es que no tenía piernas.

Se desplazaba en un carrito construido a base de cuatro ruedecillas acopladas torpemente a unas cuantas tablas ensambladas, que se arrastraban casi a ras del suelo, y se movía ayudado por dos tacos de madera con asas que Mario utilizaba a modo de remos.

Pedía limosna en la plaza de los Santos Niños en Alcalá, y casi siempre conseguía los suficientes céntimos para poder comprar un bocadillo de calamares o —las menos veces— de jamón serrano y para una botella de vino barato. Su aspecto era caótico y solía despertar la compasión de los viandantes, acompañada de una pequeña pero patente sensación de repugnancia: el hedor que desprendía se podía percibir antes de su llegada, sus sucias greñas rubias totalmente despeinadas; su nariz enorme, embuchada, roja y torcida que supuraba un asqueroso fluido viscoso y amarillento, moqueaba continuamente; su ojo derecho vaciado por completo, sin pupila, y el izquierdo con grandes cataratas; sus dos únicos dientes —un incisivo y un colmillo— eran de un color negro verdoso… pero lo que más impresionaba a todo aquél que le veía por primera vez era que su cuerpo acababa en la cintura, a la altura del ombligo.

Él siempre contaba —a quien le quisiera escuchar— que fue «en la gran guerra del 48» cuando le estalló una bomba debajo de los pies justo en el momento que iba a matar a un «maldito bolchevique». Nadie sabía a qué gran guerra se refería y él tampoco sabía dar buenas referencias, pero sí es cierto que, aún con su triste y macilento aspecto, no aparentaba más de cincuenta años por lo que, seguramente, en el 48 todavía no habría nacido; debía de tener un poco cruzados los cables. Otras veces contaba que le iban a cortar una pierna gangrenada por herida gloriosa en una batalla, pero que los cirujanos se confundieron y le cortaron la buena. Continuaba su relato diciendo que últimamente estaba muy liado con asuntos de abogados y de juicios. Había alguna persona por la plaza que solía aguantar sus historias increíbles, pero por lo general, la gente trataba de esquivarlo cuando el carrito y su dueño les salían al paso gritando y casi llorando una letanía aprendida de memoria hacía muchos años atrás:

«Por la caridad de Dios, buenas personas, dad una limosna a este pobre herido de guerra para poder comer algo en el día de hoy; los apóstoles y los santos que lo ven todo desde el cielo podrán recompensarlos si hacen esta buena acción que no pasará por alto en los reinos celestiales a la hora del juicio final y que…»

La mayoría de las veces, por no aguantar la triste perorata, los paseantes le daban algunas monedas. Cuando no era así, solía decir:

«¡Ojalá te pudras en el sucio infierno durante toda la eternidad y que a tu hijo le pase lo mismo que a mí!»

Sinceramente creo que era un deseo un tanto desproporcionado.

Yo solía escucharlo de vez en cuando, sentado en la terraza de alguno de los numerosos bares que, acercándose el verano, sacaban sus mesas y sus sillas a las aceras que circundaban y delimitaban la plaza alcalaína. Pasaba un largo rato oyendo epopeyas y aventuras sin sentido, anacrónicas, fantasiosas como aquella cuando capturaron en el Amazonas al general Prim y se ofreció voluntario para salvarle de las garras de los turcos, o aquella otra cuando una tribu de caníbales en China le comieron las dos piernas y pudo escapar porque se había restregado adormidera en éstas y, aprovechando que estaban todos dormidos, hizo el pino y se fue corriendo hasta llegar a la frontera de España donde le recibió Franco que había oído hablar de su valentía y le necesitaba para poder ganar la Primera Guerra Mundial. Imaginación no le faltaba pero llegaba un momento en el cual o ponía realmente pesado y era entonces cuando pedía la cuenta, me levantaba de mi asiento, le daba a Mario un euro o dos y me iba a echar una mano al puesto de la Cruz Roja, donde acudía como voluntario en mis ratos libres.

El caso es que, hace una semana, una señora que bajó a la calle a las seis de la mañana con su perro se lo encontró muerto en su carrito de cuatro ruedas, hecho con varias tablas de unos veinte centímetros de espesor, parecía demasiado gruesa para poder maniobrar bien con ella, pero Mario siempre se había apañado con relativa facilidad aunque tuviera ochenta centímetros de eslora por cuarenta y cinco de manga. Detrás del cuerpo siempre ponía una especie de pequeño respaldo que, por otro lado, creo que tenía que ser más incómodo que si no lo llevase. En la parte delantera llevaba un ajado bolso de viaje que le había servido como mesa donde apoyar los brazos, la botella de vino, el pincho de tortilla o las sobras de alguna mesa de las terrazas.

Cuando fuimos a recogerlo mis compañeros y yo todavía no había llegado el juez para dar la orden de levantar el cadáver. Estaba con la cabeza echada hacia atrás, los ojos abiertos, parecía estar mirando el cielo como si quisiera ver con su única y difuminada pupila el sitio que le esperaba en su último viaje, su gran nariz moqueante, como siempre, y su boca abierta enseñando sus dos dientes verdosos. Llegado el momento de trasladarlo a la camilla, una vez que el juez dio consentimiento, Mario ya llevaba largo rato estando frío. Mis compañeros César y Antonio cogieron el cuerpo por los brazos dejándonos a Julio y a mí la peor parte: cogerlo por sus inexistentes piernas, es decir, por la cintura… No era plato de buen gusto, apestaba, y no porque llevara varias horas muerto, sino por la cantidad de años en los que no se había lavado ni tan siquiera los harapos que le hacían la función de ropa.

Al levantarlo, Julio gritó, se echó a un lado y se puso a vomitar; a mí me faltó muy poco para no hacerlo también: El carrito tenía un hueco de unos quince centímetros que siempre había ocultado unas diminutas piernas y pies descalzos, tan grandes como los de una persona adulta pero que, en puesto de uñas, tenía diez dientes de color negro verdoso y en el pulgar, en medio de un gran incisivo, había un difuminado iris azul claro que rodeaba a una pupila: un ojo con cataratas.

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